Alejandro
Sánchez Lopera
"El estallido de la verdad en América Latina
Alejandro Sánchez Lopera
El artículo traza una crítica afirmativa de la filosofía
latinoamericana, argumentando que su debilidad obedece a su
incapacidad para asumir sus propias consecuencias. Propone un
pensamiento insumiso, hostil a cualquier normalidad subjetiva o
filosófica. Alejado del universalismo, el texto plantea la
pregunta por la posibilidad de un pensamiento sublevado, desde
la periferia, en una época en la que parece agonizar la verdad y
el radicalismo es tachado como anacrónico.
[Palabras clave: filosofía latinoamericana, normalización,
Ortega y Gasset, filosofía de la liberación, Xavier Zubiri,
Grupo de Bogotá.]
El siglo XX termina, para el pensamiento latinoamericano
radical, con una condena similar a la dictada ante al fracaso de
la política revolucionaria: ese siglo, que fue el nuestro, es el
del Terror. La destrucción de lo dado, y un pensamiento
que no obedezca al dictamen de la serenidad del sabio, son
entonces asuntos “del pasado”. Este estigma, acompañado del
“agotamiento” del enunciado de la revolución, marca a su vez
parte de ese pensamiento latinoamericano como vestigio de una
tentación asfixiante y total. Es decir, como rastro de una
proclividad hacia la unificación de aquello imposible de unir
(“lo latinoamericano”), o de atarlo a una entidad geográfica o
existencial sin correr el riesgo del esencialismo propio de los
dogmas.
Un pensamiento “latinoamericano”, aparte de ser algo pueril,
sería entonces el correlato, o a veces el preludio, de
experiencias sociales duales y no libertarias, por su evocación
de figuras retardatarias o maniqueas (el pueblo, la revuelta, la
liberación). Frente a ese éxtasis de lo propio, la purificación
y lo genuino, encontramos la mesura de la crítica (sea en
algunas versiones poscoloniales, posmodernas, o
comunicativo-dialógicas): la limpieza de su tendencia bárbara.
La pregunta es si resulta posible desestabilizar ese dictamen,
lejos de fáciles condenas retrospectivas y sin caer en
reverencias y añoranzas.
En tono afirmativo, queremos poner en el centro del debate un
segmento de las filosofías latinoamericanas,
tramos de su recorrido, su fuerza y sus extravagancias. En
parte, consideramos que la desconfianza frente a la filosofía
latinoamericana se explica por el debilitamiento de la fuerza y
alcance de la verdad en el mundo, porque esa verdad quedó a la
deriva, se oscureció hasta la agonía. Sin embargo, su
debilitamiento crucial ocurre desde nuestro punto de vista, no
solo por la radicalización de la globalización (el auge del
desprendimiento entre ideas y territorios), o por el “ingreso”
del pensamiento antihumanista que hace que el “objeto”
Latinoamérica se disuelva. Por el contrario, consideramos
que su potencia afirmativa se torna débil por no asumir, hasta
el límite, las implicaciones que conlleva su propia crítica: el
ejercicio de la violencia.
Creemos, además, que estas filosofías se debilitan en tanto se
subordinan al dictamen de la docilidad, de la “razón práctica”,
y sucumben al éxtasis comunicativo. Dicha captura, como veremos,
no se encuentra lejos de la fascinación por la normalización
de la filosofía que obsesiona aún a tantos en América
Latina. Normalización de nuestras formas de pensar, que coincide
con las ansias por normalizar nuestro ingreso a la anhelada
modernidad. No entraremos a controvertir las tesis de la
filosofía latinoamericana, ampliamente descritas desde
diferentes ángulos al discutir su “corrupción” populista, la
formulación de una “modernidad no imperialista” o su ligazón
fantasmagórica con la modernidad que rechazaba (Castro-Gómez,
1996; Cerutti, 2006; Larsen, 2003).
En ese sentido, el problema no es que exista una verdad desde
América Latina o sobre ella; se trata de desentrañar de qué es
capaz esa verdad (pues “no hay verdad de la verdad”). Por eso,
nos alejamos de corroborar si efectivamente existió o no un
ser latinoamericano, auténtico, y un discurso a su altura.
Sabemos que si se quiere encontrar huellas del “dogmatismo” de
esas filosofías, innumerables citas corroborarán lo que se
busca. Solución anticipada, respuesta hallada de antemano que
desdibuja y debilita de manera letal la posibilidad de plantear
una problemática. Además, búsqueda premeditada donde, de todos
modos, unos parágrafos desmentirían otros.
Así las cosas,
¿cómo no caer en la denuncia infinita de discursos “binarios”
(atados al “anacronismo” de una reivindicación sobre la verdad
en América Latina)?
Para intentar ese movimiento, proponemos dos momentos, que giran
en torno a la década del ochenta: primero, el retrato de una
experiencia anómala ligada en parte a la perspectiva de Xavier
Zubiri (el “Grupo de Bogotá”), y segundo, la desobediencia como
opción urgente para el pensamiento. La lectura la postulamos
desde el ángulo de la subjetividad, no desde la crítica de las
escuelas de pensamiento. Entendido como campo de fuerzas, el
sujeto, siguiendo a Badiou, es lo que viene una vez se destruye
la morada individual (las buenas ideas, el Yo que razona), y
somos expuestos a múltiples relaciones con un afuera
impredecible.
Ya no se trata entonces, en nuestro análisis, de hacer del
hombre individual el punto de mayor concentración de la vida, el
lugar de mayor intensidad del mundo mismo.
Por eso, la filosofía que recogemos no la entendemos como
expresión verbal del dictamen de la conciencia, sino como
síntoma de una moral que rebasa la intimidad y puebla el mundo
imponiendo una determinada fuerza. Sin complacencias, entonces,
criticamos el pensamiento incapaz de asumir las implicaciones de
su propio ejercicio, de derribar su propia soberanía. Como
veremos, el punto no es únicamente la simple “imposición” de un
modo de conocer desde el centro hacia la víctima periférica.
No se trata, por otro lado, de otorgarle alguna finalidad a la
filosofía latinoamericana, sino de asaltarla hasta la
desorientación. Nos mueve un pensamiento sin fin o dirección
sabida de antemano, sin ningún proceso de unificación o comando:
voraz, pero sin finalidad prescrita. Simplemente nos interesa
una perturbación, que en su rumbo siga rutas inesperadas: no
Ortega y Gasset sino Xavier Zubiri; no Francisco Romero y la
normalización filosófica, sino el brasileño Oswald de
Andrade y su idea de “devorar” a Europa en un movimiento
antropofágico. Paradójico, abierto y cerrado al mismo tiempo
(entre a y b, escoger c), seguimos la
multiplicación de las relaciones de dicha filosofía, la
proliferación de conexiones que condenan a muerte a la
insularidad. ¿Cambiar las relaciones para cambiar los términos?
Es posible.
De ahí que nos interese el encuentro imprevisto, durante la
década del ochenta en Colombia, entre la filosofía
latinoamericana y el pensamiento inhumano, en uno de los
espacios de propagación del tomismo. Se conformó allí una praxis
entendida como una crítica de la razón latinoamericana,
de acuerdo con la afortunada expresión de Daniel Herrera, como
vía menor que se apartó de la tendencia mayoritaria de la
filosofía oficial extendida en nuestro medio. O en palabras de
Roberto Salazar Ramos (miembro del Grupo de Bogotá), una
“anábasis del pensamiento latinoamericano”, que produjo un
movimiento de extravío, de exilio de la tradición y la
geografía, e intentó desatar las palabras de las cosas: desligar
lo latinoamericano de lo “auténtico”, del fantasma de la
“identidad”.
Dicho encuentro remite en el fondo a la imposibilidad de
articular una verdad desde América Latina. Encuentro sin pacto
que, al recorrer parte de la perspectiva antihumanista
(específicamente la obra de Foucault), se vio asaltado por la
pregunta de si era o no posible seguir sosteniendo la idea de
una verdad latinoamericana, una vez se ha destituido al
individuo, su rastro humano. Es decir, nos abrimos a una verdad
llena de dudas, poblada de fisuras.
En esa rivalidad, en ese drama por consolidar o debilitar la
“normalización”, la figura que emerge es la del “profeta”, el
amo de la verdad, que extraemos de Deleuze. Luego de arrebatarle
esa función a la fe, convirtiéndose en emisario de la verdad, de
adquirir
“el privilegio exorbitante que da la pura pronunciación de la
verdad (es verdadero porque soy yo el que habla)”, viene el
desacuerdo, el desencuentro entre la verdad y lo real que tanto
trastorna al profeta: si mi verdad es la verdad,
¿por qué el mundo no se informa de acuerdo a ella? ¿Por qué mi
verdad no es la verdad del mundo? Sabiendo que dicha
repuesta amarga proviene de lo real, y no del ejercicio metódico
del pensamiento, nos
hallamos entonces frente a una
encrucijada, pues
“finalmente, incluso los profetas no son otra cosa que Náufragos
de la razón: se aferran con tanto empeño a las ruinas de la
razón, cuya integridad intentan en vano restituir, porque han
visto demasiado, y lo que han visto les ha afectado
irreversiblemente” (Deleuze, 2005: 80).
Su ira será desatada, como veremos, por el agravio que otros
cometen en su pretensión de articular una verdad
(latinoamericana). Es dicha “bajeza” que desata su furia la que
queremos retratar, su potencia de desorden, su no
fascinación ante la insinuación estatal. Nos interesan los
bárbaros que no dejan de proclamar: “La verdad no es de nadie
–además miente, y es solo una bonita ilusión cuando es de
todos”, o aquellos que en la desmesura no sienten culpa al
decir: “América Latina… ¡es el mundo!”. En cualquier caso, el
texto es una tentativa de enfrentar una tradición de pensamiento
enraizada en la carencia, que se regocija en aquello que no
hemos sido –ni seremos.
Nuestra opción entonces es evitar conectar el pensamiento con
una senda correcta (la “normalización” filosófica, su entrada al
rango “universal”), para, en cambio, relacionarlo con la
desobediencia. En ese sentido, nos situamos por fuera del rigor
de la mente, de la ascesis del pensamiento filosófico. Nos
ubicamos así en el terreno de la crítica, donde no se trata de
un refinamiento lógico o intelectual, sino de una práctica que
no cesa de afirmar el “no querer ser gobernado”, según la
notable expresión de Foucault en su discusión sobre la
Ilustración.
En últimas, para nosotros, el pensamiento tiene sentido cuando
se asume sin vergüenza la violencia que implica su ejercicio, y
sin desdicha, la labor de combatir aquello que de mayoría hay en
la minoría. El pensamiento, entonces, es digno de ese nombre si
no cesa de
perseguir la inquietante afirmación de Badiou: “Encuentra tu
indecencia del momento”. Un pensamiento capaz de decir: ya que
experimenté la libertad, no quiero volver a ser esclavo. Por
ello, se trata de enfrentar el pensamiento a su fantasma más
terrible, y temido: la posibilidad de la revuelta absoluta. En
nuestros términos, un pensamiento sin violencia es sólo ideas.
Un sujeto sin un momento de terror, es solamente un individuo.
La fragilidad de la verdad en Latinoamérica:
Xavier Zubiri y el Grupo de Bogotá
Líbrame del abandono, permíteme ser de los tuyos.
Jean Francois Lyotard
Dos vías, una mayor y otra menor, articularon entre otras en
América Latina las problemáticas filosóficas de mayor
envergadura en el siglo XX: la abierta por Ortega y Gasset, y la
que se habilitó a partir del trabajo de Xavier Zubiri. Para
efectos de nuestra argumentación, nos interesa una de las
perspectivas que se opuso a la línea mayoritaria de pensamiento
ligada a los efectos de la labor de Ortega. Este desplazamiento
es señalado por el argentino Oswaldo Ardiles: “Confundiendo las
nociones de realidad y de ser, el pensar de la dominación obtuvo
un reaseguro ontológico de la permanencia de lo existente. Pero
la necesaria labor de distinción, nos obliga a discernir, con
Zubiri, al ‘ser´’ como un ‘momento de lo real’” (1975: 14).
Para efectos de esta reflexión, lo crucial es que se marcan dos
estilos de trabajo y hábitos intelectuales distintos. A falta de
un problema (filosófico) en Ortega, y a cambio de la exhibición
ejemplar del “arte de la simulación majestuosa”,
Gutiérrez-Girardot ubica en Zubiri “el problema de la realidad y
no del ser” (1989: 233). Zubiri, alumno de Ortega, plantearía
entonces que
“somos ‘filo-sofos’, amigos del saber de lo más real de la
realidad, de un saber que nos permite ser lo más real de
nosotros mismos” (Ibíd.: XII). En el prólogo de 1980 a la
edición inglesa de su texto Naturaleza, Historia, Dios
(1987 [1942]), afirma:
¿Es lo mismo metafísica y ontología? ¿Es lo mismo realidad y
ser? Ya dentro de la fenomenología, Heidegger atisbó la
diferencia entre las cosas y su ser. Con lo cual la
metafísica quedaba para élfundada en la ontología. Mis
reflexiones siguieron una vía opuesta: el ser se funda en la
realidad. La metafísica es el fundamento de la ontología. Lo
que la filosofía estudia no es ni la objetividad, ni el ser,
sino la realidad en cuanto tal (15).
Este tipo de reflexión, que difiere sustancialmente de la de
Ortega, se convertirá entonces en un sendero distinto para la
articulación filosófica en el continente. En el caso colombiano,
es a través de la Universidad Santo Tomás durante la década del
ochenta, donde se recibe y propaga dicha forma de pensar. Sin
embargo, ¿cómo es posible que, en un ambiente tomista, causante,
según tantos comentaristas, de nuestra imposible modernidad,
haya cobrado vigor un pensamiento antihumanista?
En efecto, existe un consenso en la filosofía institucional
colombiana, en cuanto a que el tomismo nos mantuvo reos del
Medioevo, de espaldas a la anhelada modernidad (Jaramillo, 1998;
Sierra, 1978). De manera paradójica, sin embargo, la
consistencia de parte del pensamiento antihumanista en Colombia,
por lo menos a nivel institucional, se experimenta a través de
un grupo de filósofos reunidos en torno a dicha Universidad.
Vale aclarar que esta consistencia tiene múltiples vetas e
intervenciones y tiene diversas historias no-oficiales en otros
lugares.
Destacamos entonces un singular entronque de dicho pensamiento
con los debates sobre la filosofía latinoamericana y la teología
de la liberación: el Grupo de Bogotá. Conformado básicamente por
filósofos y teólogos, el grupo se articuló en torno a los
diferentes intereses de sus miembros (la hermenéutica de Paul
Ricoeur, la lectura de Marx, la metafísica de Xavier Zubiri), y
delineó desde distintos lugares (la ética, el análisis de “lo
popular” y la filosofía latinoamericana), la posibilidad de una
verdad en América Latina[1].
Se “abre” con la publicación en 1977 de Metafísica desde
Latinoamérica de Germán Marquínez, quien fue discípulo de
Zubiri, y se “cierra” con la publicación de dos textos a
mediados de los años noventa: Posmodernidad y verdad de
Roberto Salazar Ramos (1993a), y Crítica de la razón
latinoamericana de Santiago Castro-Gómez (1996). Por fuera
de cualquier periodización ingenua, nos interesa la puesta en
práctica de una serie de postulados de este Grupo que difirieron
de la corriente filosófica predominante en Colombia, y una serie
de acciones que rebasaron el marco universitario, refugio del
buen filósofo.
El programa de filosofía sobre el que se asentaba el Grupo de
Bogotá, esgrimía una característica importante: promovía un
programa de corte regional (la “Enseñanza a Distancia como
Método Liberador”), desescolarizado y descentralizado, enfocado
en la periferia, de la cual, paradójicamente, provienen todos
los filósofos “fuertes” de la tradición “moderna” en Colombia,
los grandes “profetas” (Sierra, 1985b). Ataque a la vanidad del
centro, recorriendo las travesías del destierro, no es
casualidad que una lectura de los textos que pasan revista a la
conformación de un pensamiento filosófico en Colombia, dé como
resultado la invisibilidad casi absoluta de dicho proceso
(Hoyos, 2000; Sierra, 1978).
Esto es muestra para nosotros, no tanto de una invisibilización
que habría que corregir, sino signo de una unidad hermética,
arrogante, absuelta de cualquier duda o fuga. Bárbaros,
predicadores de la salvación, serán condenados al olvido,
signados por el entusiasmo que según sus detractores, conllevan
las formas infantiles del pensamiento.
Lo que pasa por alto la crítica de la filosofía latinoamericana
en Colombia como dogma, militancia o pastorado, es que no era
solo un problema de enunciación o de geopolítica del
subdesarrollo, sino de relación con lo real. Quizás lo que hiere
al “profeta” no es tanto la posibilidad de una verdad
“latinoamericana”, sino que alguien más ose pronunciar aquello
que le “pertenece”, como lo hizo el Grupo de Bogotá. La
totalidad solo es pensable, dignamente, desde la razón
universal, y solo yo, dice el profeta, puedo ver el mundo.
De ahí que entre en cólera ante el agravio de quien, sin pasar
por las mediaciones necesarias, se atrevió a salir al mundo
(como la Filosofía Latinoamericana, como el Grupo de Bogotá): el
mundo es uno, es universal dice el profeta, pero sobre todo ¡es
mío!
Por el contrario, si “el ser está fundado y se funda en el
haber, en lo que hay, en la realidad”, comenta Germán Marquínez,
miembro preponderante del Grupo de Bogotá, “se nos puede negar
el ‘ser’, se nos puede decir que no somos nadie en el
mundo, pero nadie nos puede quitar lo que hay” (1984: 121). Es
decir, la pregunta y el problema instalado eran otro, pero no
exclusivamente por la voluntad del filósofo que se volcaba por
fuera de la Universidad (actitud vista como populista), sino por
la clase de preguntas filosóficas que lo estimulaban. Tal como
afirma Jaime Rubio, uno de los miembros del Grupo:
Admitamos que existe una precomprensión de la totalidad que
es la que nos permite que reflexionemos sobre ella. En este
sentido la filosofía es subversiva. “Subvertere” es
poner arriba, al descubierto, lo que estaba abajo oculto. Lo
que está oculto hay que manifestarlo. Es la comprobación de
que no existe una filosofía enteramente libre de supuestos.
La filosofía ´occidental´ ha nacido dentro de un marco muy
limitado y está marcada por una ´servidumbre´; es hija de la
cuestión formulada por los griegos: ¿qué es el ser? (1980:
24)
En el lapso de “existencia” del Grupo de Bogotá, se auspiciaron
en Colombia diversos encuentros latinoamericanos de filosofía,
propiciando un espacio de convergencia de las tendencias más
representativas de dicha corriente de pensamiento. A nuestro
modo de ver, dos aspectos son cruciales para resaltar en ese
proceso: en primer lugar, la búsqueda de puntos de encuentro con
la reflexión que en América Latina las ciencias sociales habían
realizado en torno a los modos de dominación y jerarquización
política, cultural y económica. En segundo lugar, la adopción de
una postura (filosófica) diferente frente a la realidad
latinoamericana, que ya no aguardaba por la buena voluntad de
las élites o su benevolencia para realizar transformaciones
sociales[2].
En el fondo, otro tipo de relación con lo real, por fuera
del mandato de Ortega y Gasset y sus discípulos en el
continente, “profetas” insignes del modo mayoritario de hacer
filosofía en América Latina.
Siguiendo la idea de Zubiri referente a que “toda realidad tiene
eso que llamamos su ser. El ser no es la realidad, sino algo
fundado en ella, por tanto algo ulterior a su realidad” (1973:
12), Marquínez aboga entonces por una “meta-física intramundana”:
No son éstos patrimonio del ser unívoco, sino de las cosas
en su humilde realidad. Debemos denunciar la falsa
universalidad que desde el ser de la ontología se ha querido
imponer a las cosas dictándoles una unidad, verdad y bondad
que no nacía de ellas mismas. Hay que pensar radicalmente
esas nociones desde abajo, desde el subsuelo de la realidad
(1984: 140).
De otra parte, la fisura que va a introducir el pensamiento
antihumanista en la reflexión sobre lo latinoamericano
(especialmente el uso de Michel Foucault a través de Roberto
Salazar), y la reflexión sobre lo real (Zubiri a través de
Marquínez), provocará el desplazamiento de las preguntas y la
conmoción de algunos acumulados. Además, problematizará la
relación que se venía estableciendo con vertientes fuertes de la
filosofía latinoamericana de la liberación. De acuerdo con
Salazar Ramos, la pregunta no era tanto si nuestra razón era
¨lógica¨, sino que se trataba de indagar por cuál era la lógica
de nuestra razón (1988: 415).
Pero las rupturas epistémicas, el cambio de óptica en el
modo de percibir y ordenar las cosas […] no está dado por el
capricho y el solo querer filosófico, es decir, no es un
producto ad intra, una intención explícita de la
interioridad filosófica, sino que existe el agobio, la
presión histórica contextual, unos pujos del momento que
obligan a una respuesta filosófica (Salazar Ramos, 1983:
23).
Estallar la unidad que había capturado lo disperso de la
experiencia latinoamericana, reavivó la discusión en torno a los
múltiples caminos posibles, las encrucijadas del proceso propio
de conformar un pensamiento de corte “latinoamericano”, y
agudizó rupturas entre distintos sectores. Parte del deslinde
con la propuesta de Enrique Dussel, por ejemplo, y con el
vínculo específico entre la liberación y lo latinoamericano, es
expuesto tanto por Germán Marquínez como por el propio Salazar
Ramos. Para Marquínez,
las anteriores dimensiones de la filosofía latinoamericana
han de estar, en el sentir de todos los filósofos americanos
de la joven generación, apoyados en un nivel radical de
pensamiento que unos llaman ontológico y otros prefieren
denominarlo metafísico. Hay que decirlo, la filosofía de la
liberación está necesitando salir de un primer estadio un
poco retórico, un poco romántico, para encontrar sus propias
raíces metafísicas (Marquínez cit. Salazar, 1988: 398).
Salazar Ramos, por su parte, refuerza dicha opinión al comentar
“la actitud ligera, folclorista y sentimental que la filosofía
latinoamericana iba tomando en su despliegue discursivo”.
Refiriéndose a la vertiente central de la filosofía de la
liberación, puntualiza: “Tal vez porque el recurso a los
esquemas dusselianos condicionó notablemente la búsqueda de
perspectivas quizá mucho más fecundas” (Ibíd.: 413). Esas
otras perspectivas se refieren, intuimos, por un lado, al uso de
la perspectiva antihumanista, y especialmente la lectura de la
propuesta de Michel Foucault. Por el otro, a la crítica al abuso
de la categoría pueblo, entendida como invocación ética
del sufrimiento, y no como categoría (política) constitutiva de
lo común. Esto, en nuestra interpretación, supuso una crisis en
el Grupo de Bogotá, y en parte del pensamiento latinoamericano,
ya que después de “pasar” por Foucault, ¿cómo es posible seguir
sosteniendo la idea de una verdad latinoamericana?
De ahí que Salazar Ramos señale la necesidad de hacer un
“estudio anabásico del pensamiento latinoamericano y colombiano”
(1988: 414). La anábasis, si seguimos a Badiou, “exige
que el pensamiento acepte una disciplina”. Sin ella, no se puede
“remontar la pendiente”. Anábasis, además, “designará la
retirada hacia ‘su casa’, un movimiento de gente extraviada,
fuera de lugar y fuera de la ley” (Badiou, 2005b: 110).
Desorientación, por tanto, “principio de extravío” que fuerza a
inventar un destino, “libre invención de una errancia que será
a la postre un retorno, un retorno que, antes de ella, no
existía como camino de vuelta” (Ibíd.). “Embarcarse” y
“volver”, recorrer para extraviarse sin saber si se llegará al
mismo punto, señalando la travesía –necesariamente violenta‒ de
quien es arrancado o sustraído de sus tradiciones, exiliado en
un mundo donde ya no concuerdan las cosas y su sentido, donde se
vulnera hasta la muerte el lazo que une las palabras y las
cosas.
La Anábasis griega es entonces una expedición militar, un
viaje, en el que Ciro intenta, fallidamente, asesinar a su
hermano mayor (Artajerjes) para obtener el trono de Persia.
Intenta destronar al “rey legítimo”, dar muerte a su propio
linaje. Su lado oscuro: diez mil griegos, en su mayoría
mercenarios, destinados a la lucha contra los “bárbaros”: los
persas. Quienes defendieron la “razón”, fueron mercenarios. Como
hoy, como siempre. Siempre habrá quién defienda la sociedad.
El enigmático lugar de Persia en esta historia, empieza a
aclararse en el momento en el que se liga el mundo árabe,
especialmente el averroísmo, con la gran filosofía occidental.
La crítica de Alain de Libera al enclaustramiento de la razón
occidental, a su narcicismo, nos aclara un poco las cosas. De
Libera habla de las “amnesias erigidas en programas”, esto es,
la expulsión sistemática de cualquier indicio árabe, atada a una
“renovación directamente con la Grecia pagana excluyendo de
Occidente todo lo que, al elegir, no es ni cristiano, ni
romano ni germánico”. Comenta entonces el historiador: “La razón
es griega. Así, todo es asunto de filiación. La razón occidental
es una e indivisible: no podría tener dos riberas”.
La visión de la historia del ser como destino de Occidente
hace comunicar directamente a Alemania y a Grecia, sin
mediación extranjera, un mundo donde la coherencia y
la unidad, más allá de las especulaciones sobre el
parentesco de las lenguas griega y germánica como lenguas
naturalmente filosóficas, parece evidentemente tener como
único hecho el no implicar ni árabes ni judíos […] Un giro
árabe, llámese andaluz o marroquí, es, si ocurre,
inadmisible. Lo más simple es olvidarlo […] En este idilio
europeo, Averroes es el agua-fiestas (De Libera, s/f: 32).
Lo que se intentó destruir entonces, en el viaje anabásico, fue
una procedencia, señalando todo lo que hay que borrar para
ser, y corroborando un itinerario y un destino ya sabido
desde antes de partir: ¡Grecia! ¡Grecia!… Sólo que la verdad
blanca, también es espuria. Retomando entonces: ¿qué viaje
emprendió la crítica latinoamericana en su destrucción de lo
antiguo, qué suprimió y qué no pudo borrar? En parte se
evidenciaron
los riesgos que trajo pensar dentro de los parámetros de la
modernidad europea, o hacerlo como lo intentó largamente
Leopoldo Zea, quien terminó proyectando una “modernidad
latinoamericana”, descentrada del sujeto europeo. Tal como lo
afirma Roberto Salazar,
El proyecto [latinoamericano] guarda otra similitud con el
proyecto de la modernidad europea: la creencia en una
historia universal, en un sujeto universal, en una cultura
universal; solo que en el caso de la filosofía
latinoamericana esa universalidad era vista y percibida
desde los márgenes de la modernidad, pero haciendo parte de
ella. Pero esas críticas sólo fueron marginales, en la
medida en que en la filosofía latinoamericana de la
liberación se postulaba, sin quererlo, como el proyecto de
una filosofía de la modernidad para América Latina: para
dejar de ser “colonias” o “naciones periféricas” había que
alcanzar la modernidad europea (1993a:s/p).
Como parte del olvido, al exilio también serán condenados
quienes mantienen un vínculo fuerte entre conocimiento y
política radical. Lo extraño son los innumerables lazos que unen
a los poscoloniales con la ciencia social (latinoamericana)
sobre la que ejercen parte de su crítica. Salvo algunas
excepciones (como Silvia Rivera o Arturo Escobar) que han
señalado esos nexos, no siempre son reconocidos por los autores
actuales[3].
En ese sentido cabe preguntarse, ¿qué ha tenido que reprimir y
olvidar el pensamiento pos o decolonial, para
poder posicionarse a nivel global? ¿Para hacerse digno de la
lucha por el mundo?
La cuestión es si aún es posible un pensamiento de la revuelta,
de la revuelta “pura o absoluta”, retando el estigma referente a
que quien recurre a la violencia es el causante del deterioro de
la colectividad. O si por el contrario, estamos ante un
pensamiento de retrato, que hace parte de tantos modos de
resignación ante “el mundo”. Por eso, no deja de ser curioso el
hecho de que muchos de los intelectuales encerrados en la
crítica infinita de discursos (posmodernos o pos/de-coloniales),
condenen en general las formas políticas de mediados del siglo
XX como anacrónicas, esencialistas o dogmáticas. El pueblo,
dicen ellos, es un gran embeleco[4].
El exilio con respecto a uno mismo deja aquí de ser un síntoma
de alienación. En efecto, parte del esfuerzo de los poderes en
nuestra época es forzar al sujeto a que diga: “Estoy alienado”,
vivo en un anacronismo ligado a la certeza del dogma, al
autoritarismo de la verdad. La tarea es presionar al
desobediente a creer que padece, y repetirle: tu voracidad te
llevará a la destrucción, permaneces anclado en la superstición…
eres virtualmente peligroso. No obstante, ante estos
requerimientos, quien desacata la Ley, continúa su andar
repitiendo: “esa verdad, está en mi alma. No obedece a un
éxtasis de otra época, ni a una simple reacción ante el
cansancio del hoy. Soy incapaz de unidad. Es mi vida la que está
en contra del consenso, del Todo, del Universo, y eso no me hace
triste”
Justamente, la lectura de la filosofía latinoamericana de
aquello que falta en Hegel o Descartes, su lado sombrío o
sus puntos ciegos, es la misma que van a realizar algunos
autores poscoloniales en torno a la filosofía latinoamericana.
Así, el intérprete contemporáneo, situado en lo pos o lo
decolonial, analiza el límite, la dualidad constitutiva
de la filosofía latinoamericana, su “momento dogmático”. De
allí, dice el intérprete, sólo resultan: pastores, militantes,
jueces. Sin embargo, ¿es posible captar la potencia de ese
pensamiento, por fuera de la visibilización de sus
contradicciones y binarismos? Parte del pensamiento poscolonial
y posmoderno, aterrado ante la posibilidad de invocar una
verdad, y sobre todo de producir una verdad en la edad del
simulacro incesante, se niega rotundamente a ello.
En cierta medida, creemos que la inserción de parte de la
filosofía marginal –latinoamericana en este caso– en el
pensamiento global, se da a costa de su desactivación política,
de su domesticación; es, en cierta medida, la legalización de su
potencia. Lo imperdonable de las prácticas calificadas como
pastorales o militantes (la teología de la liberación de Gustavo
Gutiérrez, la IAP de Orlando Fals Borda...), no es su “falta de
rigor”, sino su “traición” con respecto al pacto con el Estado,
con la paz y la razón. Es su exceso con respecto al deber, lo
que deviene en su condena. La pregunta que emerge entonces es si
frente a las posturas de muchos de los críticos de las décadas
del sesenta y el setenta, las críticas elevadas no son solo a su
“esencialismo”, sino a su énfasis en la urgencia de transformar
las relaciones de producción y consumo, las materialidades que
unen y separan los diversos grupos sociales. No lo sabemos.
Entre tanto, el pensamiento ligado a la empresa de la razón
aducirá los efectos disolventes de la primacía del nosotros
que ha provocado la desolación del yo, su imposibilidad.
En contravía de ese dictamen, hallamos no solo la praxis de los
cristianismos populares y parte de las prácticas revolucionarias
en América Latina, sino de parte de la oposición europea al “yo
pienso, luego soy” que tanto influyó en este lado del Atlántico:
Emmanuel Levinas.“‘¡Aquí estoy!’ o ‘¡heme aquí!’”, viene a ser
el clamor de un yo estallado, que no sucumbe a la arrogancia:
“La unicidad del Yo es el hecho de que nadie puede responder en
mi lugar” (Levinas, 2009: 62).
La idea de Levinas de ser “rehén de los otros”, hace eco
asimismo de lo afirmado por Michel de Certeau en la misma época,
1971: “Nadie es cristiano sin los otros”. Cabe recordar la frase
del sacerdote jesuita, que figura en el cristianismo primitivo,
y extrae a través de Heidegger: “No sin ti”, “que jamás sea
separado de ti”.
Creemos que al potenciar el estrato teológico intramundano que
ronda gran parte de las filosofías latinoamericanas, tal vez se
pueda volver a decir con Beckett: “No diré más yo”. Así, quizás,
pueda recobrar vitalidad
el enunciado conformado durante décadas en la articulación entre
política radical y mística en América Latina: ¿qué soy yo, sino
todos ustedes?
¡América Latina… es verdadera!
Como los americanos parecen andar con prisa para considerarse
los amos del mundo, conviene decir: “¡Jóvenes, todavía no! Aún
tenéis mucho que espesar, y mucho más que hacer. El dominio del
mundo no se regala ni se hereda. Vosotros habéis hecho por él
muy poco aún. En rigor, por el dominio y para el dominio no
habéis hecho aún nada. América no ha empezado aún su historia
universal”
José Ortega y Gasset
El epígrafe de Ortega, bastante elocuente, nos permite abrir la
problemática referente a que tal vez el pensamiento opere en
parte por prescripciones, pero esas prescripciones provienen de
afuera, no del interior de la conciencia. Situarse afuera de la
mente y sus mistificaciones, permite relatar parte de esos
senderos extraviados, habilita a nuestro juicio una mirada por
fuera de la bondad, el lamento o la condena. Y, por supuesto, de
la condescendencia. Para poder contar historias desterradas,
malditas, hoy decimos: “América Latina… ¡es el mundo!” Antes se
trataba, parece, de encontrar las palabras adecuadas a nuestras
cosas, de mantener intacto el orden del sentido (Salazar,
1993a).
Lejos de la idea de un lenguaje insuficiente para expresar
nuestra realidad, decimos con Oswald de Andrade: “Como hablamos,
como somos”, sin pena o inferioridad: “No nos hace falta nada”.
Lo que viene, entonces, es la apertura. Por eso acogemos la
pregunta del peruano Augusto Salazar Bondy: “¿Cómo se puede ser
latinoamericano?”, en la que resuena entonces el eco
nietzscheano: “¿cómo hay que ser para ser eso?” Creemos en un
sujeto que sin piedad, o nostalgias, afirme: he deformado al
ser, me he convertido en un monstruo.
Ese mundo del bárbaro, de acuerdo con quienes ven en ello una
amenaza, puede llegar a destruir cualquier cosa, contiene una
potencia infernal que no es capturable por el análisis de los
discursos o por la sensatez. En ese punto, ya no estamos lejos
de portar el sino de lo enfermo, del desecho.
Por ello, quien se subleva propicia un espacio que provoca otra
valoración, abierta a los extravíos y desventuras de las
historias que no quisieron ser criollas ni creyeron en la
civilización. Ni rectificar ni criticar los viejos dilemas:
lejos de extender o problematizar el largo debate
latinoamericano sobre “civilización o barbarie”, optamos por la
barbarie. ¡No más! “nosotros, los victorianos”.
Se trata deexpresar
sin remordimientos: “Tengo ‘derecho al derecho’, a su violencia
fundadora, puedo intentar –hasta donde sea posible- destruir la
separación radical entre derecho y justicia”. O en otros
términos, como recuerda una película sobre el esclavismo en
Brasil: “Mi violencia está en mis derechos”[5].
Sabemos, por lo demás, que la violencia es un proceso que se
construye de manera colectiva. La violencia obedece a
producciones colectivas, a fuerzas sociales que consienten su
ejercicio, y no al simple arbitrio del guerrero.
En esa vía, como parte de la desorientación que se quisiera
imprimir a la filosofía latinoamericana, la crítica al “yo
pienso conquistando” se ensancha y se desplaza: el
problema no es tanto del orden del conocimiento o del discurso;
el problema es del orden de la justicia. En su elaboración
crítica sobre Descartes, referida al sometimiento cartesiano, y
de la filosofía occidental, a la voluntad arbitraria del
soberano, señala Antonio Negri el problema de privilegiar el
“orden contra amotinamientos y rebelión; legalidad –se diría
hoy‒, no justicia, contra desorden” (2008: 140).
No hay que olvidar, con Deleuze, que “la ley no dice lo que está
bien, sino que está bien lo que dice la ley”. Para enfrentar ese
obstáculo privilegiamos la aparición de la desmesura, que no
pasa solamente por llevar al extremo el discurso, sino por
llevar al límite el pensamiento. Llevarlo lo más lejos,
produciendo un pensamiento que no legisle, sino que destruya la
ley para crear otro orden. En esa dirección, creemos que no se
puede conceder con respecto a lo dado, ceder frente a sus
infames distribuciones “democráticas”. Reiteramos la exigencia
que se le hace a cualquier pensamiento a la altura de su época,
de no ser complaciente con el estado de cosas, pues lo que es
letal es lo dado, lo existente: “Cuando nada cambia, los hombres
mueren”, como afirma Badiou.
Se trata, por nuestra parte, de desestabilizar aquello que
atormenta a muchos sujetos subversores: “¿Es posible decir: soy
justo?”, so pena de quedar, con solo formular la pregunta,
capturado en el campo del panfleto o del fanatismo. Preferimos
decir, así estemos equivocados, con Bataille: “Si es aceptado lo
dado sin una revuelta creadora, ¿serán todavía hombres todos
esos seres que aceptaron?”. Este hombre sublevado, por supuesto,
sería el hombre que evoca Deleuze, aquel que, sin llanto, libera
la vida aprisionada en el “hombre” mismo, o el de Nietzsche (que
afirma “vivir de tal manera que queramos vivir otra vez y
queramos vivir así por la eternidad”).
Esa pasión letal, representa un ataque a una práctica, a un
beneficio o prebenda, y no a una idea: afirmar la verdad como
praxis. Optamos entonces por ligar
la verdad y la política, o en términos más precisos, prefigurar
una política de la verdad (no su inverso): verdad colectiva, con
coordenadas, no una verdad ilimitada.
Celebramos el desarraigo del Yo, y ejercemos entonces una
crítica a la privatización de la verdad, a su reclusión en la
enunciación o los pliegues íntimos.
Por eso nos interesan tanto las palabras de Ernesto Sábato: “¿De
cuánta verdad somos capaces?”.
En este análisis de algunos aspectos de la filosofía
latinoamericana, lo fundamental, en términos afirmativos, es el
lazo posible entre el sujeto y la disputa contra el
sometimiento.
Un pensamiento capaz de llegar a su límite, de asumir sus
consecuencias. Sin concesiones a la grotesca desigualad
existente, se
trata, entonces, de desoír al monarca, sea cual sea su reino y
su mando.
Una praxis que, con Mariátegui, no cese de repetir: “Quiero
meter toda mi sangre en mis ideas”.
¿De qué manera pueden los efectos de coerción propios de
estas positividades ser, no ya disipados por un retorno al
destino legítimo del conocimiento y por una reflexión sobre
el trascendental o el cuasi-trascendental que lo fija, sino
invertidos o desenlazados en el interior de un campo
estratégico concreto, de este campo estratégico que los ha
inducido, y a partir precisamente de la decisión de no ser
gobernado? (Foucault, 2007: 34).
No querer ser gobernados, como lo indica Foucault, no significa
no querer ser gobernados en absoluto. Significa, precisamente,
“cómo no ser gobernados de esa forma, por ése, en nombre
de esos principios, en vista de tales objetivos y por medio de
tales procedimientos”. No se trata, entonces, de una rebeldía
pueril, sino de pensar gobiernos sin soberanía, órdenes por
fuera de la de ley, se trata de “no aceptar esas leyes
porque son injustas”. ¿Ser gobernados? Sí, pero “no de esa
forma, no para eso, no por ellos”. Gobernados, sí, pero por
nosotros mismos
(Foucault, 2007: 7-8).
Postulamos entonces no un individuo razonable, sino un sujeto
insensato. Nos interesa el pensamiento capaz de retar la sanción
actual que prohíbe socialmente la ruptura del orden. Un
pensamiento que prefigure una vida sin amos. Se trata, para
nosotros, de identificar los rasgos de un pensamiento sublevado,
demente, capaz de medirse con su propia constitución malévola,
su instante de terror necesario para forzar que el mundo sea una
cosa distinta de lo que es. “Sólo la justicia –señala Derrida-
es verdadera”.
En ese sentido, al pensamiento en América Latina lo que le ha
faltado es libertad, no “rigor”. Lo que le ha sobrado es
interpretación a través de las facultades mentales.
Solo la desobediencia, y no la transformación del intelecto,
puede producir un vacío que destruya el lazo, íntimo, que une a
los distintos linajes de “profetas”. Dicha operación, tal vez
desligue esas morales que tanto se necesitan una a la otra, y
agüe su fiesta.
Y quizás, sea un pasaje posible desde la filosofía
latinoamericana, hacia el pensamiento, sin ansias universales.
Nos medimos, entonces, con la capacidad de asumir las
consecuencias de arrojar el pensamiento a lugares impredecibles.
Así, un pensamiento sin rivales “empíricos” o enfrentado a
nombres propios (Hegel, Kant…), se mide con respecto a sus
propios parámetros, “en interioridad”.
La crítica no existe –señala Foucault- más que en relación
con otra cosa distinta que ella misma: es instrumento, medio
de un porvenir o una verdad que ella misma no sabrá y no
será, es una mirada sobre un dominio que se quiere
fiscalizar y cuya ley no es capaz de establecer. Todo eso
hace que la crítica sea una función subordinada en relación
con lo que constituye positivamente la filosofía, la
ciencia, la política, la moral, el derecho, la literatura,
etc. (2007:
5).
Si se trata de inundar la certeza de los “profetas” de dardos
que intranquilicen su prédica,
puede entonces decírseles: “Ustedes que miran todo con los ojos
siempre abiertos, ¿no se baña alguna vez su lucidez en
lágrimas?” (Serres, 2002: 55). El “profeta", sujeto a esa moral,
debe morir con el Estado. Es ese el final de esa estirpe. Ese
linaje, afortunadamente, debe perecer con la ruina de su delirio
y el silencio de su lamento. Desaparecerá confinado en su
palacio, defendiendo la ilusión del pensamiento sereno y
metódico, protegiendo la conversión del pensamiento en museo.
Eterno centinela, el “profeta”
debe morir con su objeto (la razón, el Estado, el Universo). Nos
enfrentamos entonces a
la pregunta
ya no por las “condiciones de posibilidad”, sino por las
condiciones de su desaparición. Hacer imposibles las
condiciones que permiten la injusticia, y tornar al mismo tiempo
vana la sentencia del profeta, que reza: “Yo
doy, yo digo, yo confirmo o adjudico… Estoy drogado por el
saber” (Ibíd.: 136).
Urge, en consecuencia, la construcción de un léxico del olvido
(no puedo regresar si nadie me recuerda), pero sobre todo, de
una práctica de la destrucción. Ese pensamiento, estéril, ya
está lo suficientemente adentro de nosotros. Es hora de dejarlo
ir. Hay, entonces, que provocar -o facilitar- la ley de su
extinción, de su ruina. Destruir su ley, “excluyendo todo
aquello que excluye”, provocando un éxodo con respecto a aquello
que solo nos condena a la repetición, o al rencor. Recordamos
aquí
de nuevo a Oswald de Andrade: “Ninguna fórmula para la
contemporánea expresión del mundo. Ver con ojos libres”.
En definitiva, se trata de
inventar, desde múltiples puntos, un pensamiento ilegal,
irredento, que diga sin temor: me hice libre, y ya no quiero
seguir siendo débil.
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Notas
Este artículo es producto del proyecto de investigación
en curso titulado “Verdad, moral y violencia en América
Latina”, apoyado por el Instituto de Estudios Sociales
Contemporáneos (IESCO) de la Universidad Central, y por
el Departamento de Humanidades de la Universidad El
Bosque (Bogotá – Colombia).
Politólogo. Magíster en Investigación en Problemas
Sociales Contemporáneos e investigador de la Línea
Socialización y Violencia del IESCO – Universidad
Central (Bogotá – Colombia). Agradezco a Mónica Zuleta,
Santiago Castro-Gómez y César Cardozo. E-mail:
marroco4@yahoo.com
[1]
Entre sus miembros estaban Germán Marquínez, Jaime
Rubio, Teresa Houghton, Eudoro Rodríguez Albarracín,
Luis José González y Roberto Salazar Ramos. Se pueden
consultar los diversos trabajos del Grupo de Bogotá en
torno a la filosofía durante la época colonial, la
filosofía de la liberación y la religiosidad popular,
publicados por la Universidad Santo Tomás y la Editorial
El Búho, así como los artículos publicados en la revista
Cuadernos de Filosofía Latinoamericana, que
recogieron reflexiones de diversos países del continente
en torno a la situación filosófica, política y cultural
de América Latina. Finalmente, se encuentra la
Biblioteca Colombiana de Filosofía, que ha publicado
diecinueve volúmenes con textos filosóficos colombianos
de los siglos XVII, XVIII y XIX, aparte de publicar
textos inéditos de diversas épocas, también colombianos.
[2]
En palabras de Joaquín Zabalza, decano de Filosofía de
la Universidad Santo Tomás en 1977, “este nuevo estilo
de filosofar –novedoso sin duda en nuestra historia
colombiana–se ha ido abriendo camino entre nosotros”.
Prosigue, al referirse a la “conformación de un grupo
pensante que busque la identidad del filosofar
colombiano y latinoamericano”, a través “del Programa de
Filosofía a Distancia [con] frecuentes seminarios que,
en los dos últimos años, fueron organizados por el
Centro de Enseñanza Desescolarizada y en los que se
agitaron temas tan importantes como la Filosofía en
América Latina, la Liberación, el Tomismo en América
Latina, la Enseñanza a Distancia como Método Liberador”
(cit. Marquínez, 1984: 9-10).
[3]
En efecto, Silvia Rivera señalará el olvido voluntario
de los poscoloniales, especialmente de Walter Mignolo,
del Taller de Historia Oral Andina como
“antecedente” de sus sofisticadas reflexiones (2006).
Por su parte, Arturo Escobar resaltará los lazos del
“programa modernidad/colonialidad” con las posturas de
Darcy Ribeiro, Rodolfo Kusch, Enrique Dussel, Pablo
González Casanova y Orlando Fals Borda, presentando
estos autores como parte de la “genealogía” de dicho
grupo (2005: 64).
[4]
Acercamientos similares ofrecen, entre muchos otros,
Elías Palti, en su “Crítica de la razón militante”
(2008) y H. C. Mansilla, en su “Crítica de la guerrilla
latinoamericana” (1990).
[5]
Agradezco a Juliana Flórez la alusión a esta película
¿Cuánto vale, o es por kilo?, de Sergio Bianchi
(2005).
Actualizado, marzo de 2010
[Fuente: Alejandro Sánchez Lopera. "El
estallido de la verdad en América Latina". Nómadas 31
(2009: 49-61]
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier
reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso
correspondan.
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