Teoría, Crítica e Historia

José Luis Gómez-Martínez

Teoría del ensayo

 

Der Essayist muss keine Quelle eines Zitates
nennen, und wenn er es doch tut, darf er auf
Erscheinungsjahr, Bandzahl, Seitenangabe
oder gar lesart verzichten —falls es ihm aus
besonderen Grüden nicht wichtig erscheint.
Souverän— und wir dürfen und brauchen
diesen Herrscher nicht einmal nach seiner
Legitimation zu fragen, so wenig wie einen
wirklichen Herrscher.

Bruno Berger

8. IMPRECISIÓN EN LAS CITAS

En la sección anterior quedó indicado que el público presente en la mente del ensayista es el representado por "la generalidad de los cultos". No se pretende con esto decir que el ensayo no se dirija también al especialista. Claro que sí. Precisamente lo ensayístico, al no aspirar exclusivamente a la comunicación de datos, no encuentra límites en los conocimientos del lector. Por otra parte puede prescindir de las notas eruditas. El verdadero ensayista, por ejemplo, sólo en ocasiones muy especiales hará uso de notas al pie de la página; y esto nos lleva al meollo de nuestro tema: las citas, numerosas en los ensayos, tienen valor por sí mismas en relación con lo que el ensayista nos está comunicando; importa destacar que alguien creó una idea, representada en la cita, pero el "quién", y el "dónde" carecen en realidad de valor. No son las citas importantes porque fulano o mengano las dijo, sino por su propia eficacia. Y el hecho de señalarlas como citas es sólo con el propósito de indicar que no son de propia cosecha, sino que forman parte del fondo cultural que se trata de revisar.

Analicemos un ejemplo para determinar hasta que punto esta peculiaridad del ensayo está de acuerdo con el carácter que hemos venido delineando: Ramiro de Maeztu comienza un breve ensayo, escrito en 1898, en defensa del espíritu español, con las siguientes palabras: "Días atrás dijo Lord Salisbury, primer ministro inglés, en un discurso de cuya letra me he olvidado, pero cuyo fondo se me ha grabado indeleblemente en la memoria" (35). El especialista —pongamos por caso un sociólogo interesado en los discursos de la época— echará en cara a Maeztu la falta total de datos precisos: fecha del discurso, lugar de publicación, las palabras exactas del mismo. Para el "no-especialista", para el que sólo busca leer con placer las ideas por lo que representan y por su exposición artística, tanto el día como el lugar de su publicación carecen en absoluto de importancia. Incluso podríamos decir que Lord Salisbury es también secundario y que si se le nombra no es por su individualidad, sino por lo que tiene de común con su raza, por representar una forma de pensar.

La imprecisión en las citas de los ensayos se relaciona comúnmente con la exactitud en la transcripción de las mismas; pero son también frecuentes las imprecisiones en el autor, e incluso en el autor y texto de una misma cita. Desde los comienzos de la tradición ensayística, los escritores de ensayos podrían haber dicho de sus citas empleadas, lo indicado por Maeztu: "de cuya letra me he olvidado, pero cuyo fondo se me ha grabado indeleblemente en la memoria". La inexactitud, por otra parte, no quita eficacia al contenido de la cita. Al contrario, la refuerza al darle el peso de algo espontáneo y sentido profundamente. Nada más oportuno al propósito que las siguientes palabras de Santa Teresa: "El mesmo Señor dice: Ninguno subirá a mi Padre sino por mí (no sé si dice así, creo que sí), y quien me ve a mí, ve a mi padre" (34). Y es que el ensayista no cita con el propósito del científico. La única exactitud que busca es en el contenido, y sólo en casos especiales el autor estará también en primer plano. Así Unamuno nos dice en su ensayo "Contra el purismo": "Hablando no sé donde Spencer de la superstición lingüística, recuerda a aquellos indios que al ver las maravillas del arado lo pintarrajearon para colgarlo y hacer de él un fetiche a que rendir adoración" (Viejos, 15). Claro está que al lector le trae sin cuidado si Spencer lo dijo o no, mucho menos importancia tiene el "dónde" o las palabras exactas. Lo único que importa es lo acertado de la comparación, el resto es colorido; sin duda una parte integrante del ensayo, pero nunca esencial. Incluso diríamos que al transcribir el nombre de "Spencer", el propósito de Unamuno no es sólo el de indicarnos el autor de la cita, sino más bien el de añadir una dimensión nueva a su contenido por las conexiones que el lector culto pueda llegar a establecer. En este aspecto, como en tantos otros relacionados con el ensayo, Ortega y Gasset consigue con pasmosa sencillez, un equilibrio entre cita y autor, donde ambos, como entidades distintas, se complementan en una unidad de significado superior. En un ensayo "Notas de vago estío" nos dice con referencia al orgullo que los vascones sienten de su tradición familiar: "Recuerdo haber leído en el padre Guevara —no sé si en sus cartas o en el Menosprecio de corte y alabanza de aldea— que, en su tiempo, todo el que... prefería pasar por noble se decía vizcaino" (Notas, 145). Ortega y Gasset menciona a Guevara no con el propósito de darnos un autor para su cita —las mismas ideas se hallan también presentes en Cervantes y Quevedo, por ejemplo—, sino con explícita intención de establecer una continuidad inalterable en el tiempo de una forma de pensar.

Cuando el autor no añade nada a la cita, no la proyecta en una nueva dimensión, el ensayista lo ignora completamente: "Un naturalista francés, cuyo nombre no recuerdo, ha iniciado una teoría nueva para explicar el triunfo de unos seres sobre otros" (Ortega, Notas, 9). Con más frecuencia, como hace José Martí en su ensayo "México y Estados Unidos", por razones semejantes a las de Ortega, el ensayista mantiene una actitud de indiferencia ante el nombre del autor: "El fatídico desdén hacia la raza de color trigueño que un novelista simbolizó acá hace pocos años ..." (74). En realidad esta característica es tan antigua como el ensayo mismo, y una de sus diferencias básicas con el estudio científico, cuyo valor primordial es precisamente la aportación de datos. Montaigne omite el nombre del autor cuando la idea que cita es ya parte de la herencia cultural de una civilización: "No es maravilla, dice un antiguo, que el azar tenga tanto poder sobre nosotros, puesto que nosotros vivimos por azar" (320). Sábato lo omite porque desea que el lector de algún modo se sienta aludido: "No recuerdo quién le decía a Gide que no leía nada para no perder su originalidad" (24). Santa Teresa, en fin, se sirve de este recurso —tan en concordancia con su estilo sencillo— para proyectar en sus escritos una sensación de intimidad y espontaneidad: "Decíame poco ha un gran letrado que son las almas que no tienen oración como un cuerpo con perlesía" (9). Tanto Ortega y Gasset como Martí, Montaigne, Sábato y Santa Teresa piensan al escribir, no en el crítico, a veces más interesado en la exactitud de los datos que en el contenido de estos, sino en el lector a quien no quieren recargar con detalles innecesarios.

Analicemos, en su contenido, las siguientes palabras de Pérez de Ayala: "Después de publicar don Miguel de Unamuno no sé cuál de sus novelas, alguien, no sé quién, le dijo: 'eso no es una novela'. Y Unamuno replicó: 'Pues llámela usted nivola'" (IV: 909). Pertenecen estas palabras a su ensayo "la novela y la nivola", en el que trata de probar que lo bien escrito, lo que tiene personalidad no necesita ser clasificado, pues sea cual sea la etiqueta que se le ajuste, no por ello aumentará o disminuirá en su valor. En este ensayo, Pérez de Ayala consigue dar a una cita particular un valor universal, precisamente omitiendo el autor del juicio y la obra de Unamuno a la que se refería. Pérez de Ayala no pretende demostrar si tal o cual obra de Unamuno es o no novela ni si el crítico que intentaba negarle la categoría de novela llevaba o no razón. El se propone tan sólo reflexionar sobre la eficacia de las clasificaciones y sugerir que la obra de arte tiene valor por sí misma.

La técnica de la cita ha evolucionado desde los comienzos de la tradición ensayística hasta nuestros días. Antonio de Guevara, sin respeto al concepto depositario de la verdad, no sólo imaginaba fuentes ficticias y creaba escritores y filósofos, sino que atribuía a éstos y a los conocidos de la antigüedad, ideas de su propio ingenio. Es decir, subordinaba, hasta el extremo, la cita al contenido, y su función era sólo la de convencer al lector con el apoyo de una aparente erudición. Con Montaigne las citas dejan de ser ficticias, pero siguen siendo un soporte erudito. Son como joyas que resaltan en el texto y ante cuyo deslumbre se eleva el valor y credulidad del mismo. En Unamuno y Ortega y Gasset la cita se encuentra ya incorporada en el texto como parte integrante de éste, sin que ello motive alteración alguna en el ritmo de la prosa.

 

© José Luis Gómez-Martínez. Teoría del ensayoSegunda edición. México: UNAM, 1992 (Esta versión digital sigue, con modificaciones menores, el texto de la segunda edición española de Teoría del ensayo).  Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.

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