José Luis
Gómez-Martínez
Teoría del ensayo
Je l'ay voué [les Essais] à la commodité particulière
de mes parens et amis: à ce que m'ayant perdu
(ce qu'ils ont à faire bien tost) ils y puissent retrouver
aucuns traits de mes conditions et humeurs, et que
par ce moyen ils nourrissent plus entière et plus
vive la connoissance qu'ils ont eu de moy... Je veus
qu'on m'y voie en ma façon simple, naturelle et ordinaire,
san contantion et artifice: car cést moy que je peins.
Michel E. Montaigne
9. LO SUBJETIVO EN EL ENSAYO:
EL ENSAYO COMO CONFESIÓN
Aún en las más dispares y contradictorias definiciones del ensayo siempre ha habido una
característica común: su condición subjetiva; y es este subjetivismo el que
paradójicamente causa la ambigüedad y la dificultad en las definiciones, pues como muy
acertadamente dice Gómez de Baquero: "Lo subjetivo, lo personal, es lo más difícil
de reducir a unidad, a definición, a contorno" (142). Es, en efecto, lo subjetivo al
mismo tiempo la esencia y la problemática del ensayo.
Resulta sin duda una exageración el afirmar que "el ensayo es una relación de
disposiciones de ánimo e impresiones" (Routh 32), pues si bien es cierto que el
ensayista expresa lo que siente y cómo lo siente, no por eso deja de ser consciente de su
función peculiar de escritor en su doble aspecto de artista de la expresión y de
transmisor e incitador de ideas. Es decir, el lirismo innato del ensayista queda modulado
al ser sometido a la razón en un proceso más o menos consciente o patente de
organización que lo haga inteligible y convincente, pues aunque el ensayo no pretende
convencer, todo buen conversador desea lograrlo; lo que por otra parte no se puede
conseguir sin proyectar lo que se está escribiendo como algo sentido.
El ensayista escribe porque experimenta la necesidad de comunicar algo, por la sencilla
razón de que al comunicarlo lo hace más suyo. Ramiro de Maeztu nos dice en su ensayo
"Sobre el discurso de Lord Salisbury": "La lectura del discurso me causó
una impresión profundísima" (35). Y nosotros después de leerlo experimentamos una
vaga sensación de haber estado charlando con Maeztu, o más incluso, de haber sorprendido
sus pensamientos en un momento de reflexión. Cuando el ensayista escribe, nos hace sus
contemporáneos, sus amigos y nos permite penetrar en su mundo al entregarnos no sólo sus
pensamientos, sino también el mismo proceso de pensar. Esta proyectada sinceridad es en
definitiva la que nos gana. ¿Cómo dudar del ensayista cuando éste nos ofrece la
confianza del amigo al descubrirnos lo íntimo de sus pensamientos? Así procede Santa
Teresa cuando con llaneza indica: "¡Válame Dios, en lo que me he metido! Ya tenía
olvidado lo que trataba, porque los negocios y salud me hacen dejarlo al mejor tiempo, y
como tengo poca memoria, irá todo desconcertado, por no poder tornarlo a leer. Y aún
quizá se es todo desconcierto cuanto digo; al menos es lo que siento" (64). Desde
los comienzos del ensayo se ha destacado la sinceridad del ensayista implícito, quien,
por otra parte, reiteradamente lo señala en sus escritos: desde Guevara, "Y porque
no parezca hablar de gracia, tiempo es que demos licencia a que diga en esto lo que siente
mi pluma" (Epístolas, I: 220), hasta Unamuno, "Yo, a fuer de buen
español, improvisador, he improvisado estas notas sobre mi pueblo, tal y como en mí lo
siento" (El porvenir, 152).
Si como hemos indicado el ensayista se expresa a través de sus sentimientos, sólo lo
basado en la propia experiencia tiene valor ensayístico. De ahí que en el ensayo no
tenga cabida el pensamiento filosófico sistemático ni el objetivismo científico, en
cuanto pretenden una comunicación depositaria. La verdad del ensayista no es un
conocimiento científico ni filosófico, sino que se presenta bajo la perspectiva
subjetivista del autor y el carácter circunstancial de la época. "Mi crítica
renuncia a ser imparcial", señala Mariátegui, para añadir más adelante:
"Declaro, sin escrúpulo, que traigo a la exégesis literaria todas mis
pasiones" (230-231). Por ello no debe sorprendernos el estilo personalísimo de los
grandes ensayistas, aspecto que, lejos de causarnos confusión, debe reafirmarnos en lo
esencial de esta característica; ya que al mostrarnos lo íntimo del escritor, su
personalidad, forzosamente se proyecta en un estilo singular. Tal es el recurso retórico
de las siguientes palabras de Julio Cortázar: "Yo que escribo esto tampoco sé
cambiar mi vida, también sigo casi como antes" (II: 10). Los ensayos de Unamuno, por
ejemplo, no son simplemente la expresión del Unamuno implícito, son su misma esencia.
Ante este contenido se nos da a conocer el verdadero alcance de la asociación del
ensayista con el periódico. Para poder el ensayista vivirse en sus ensayos, es necesario
que escriba regularmente, que se sepa entre amigos, que converse con los lectores que
asiduamente lo leen, no como el escritor consciente y preocupado del valor de la palabra
escrita, sino con la confianza que emana de la charla de café. Sólo así estará
incitado a escribir también de las cosas en apariencia triviales y a entregársenos en
cada rasgo de su pluma. Si los ensayos son producto de la personalidad del escritor,
también lo son de las circunstancias, de la época en que éste vive. Son, por así
decirlo, el termómetro de la sociedad.
El ensayista, en su doble aspecto de estilista y de pensador, nos importa por su
humanidad, por la fuerza de su persona. De otro modo no le permitiríamos tratar temas
pertenecientes generalmente al campo de la ciencia o de la filosofía y evadirse al mismo
tiempo de toda barrera que el objetivismo impone. Incluso podemos decir que es el
subjetivismo en la elección y desarrollo de los temas lo que más apreciamos en él. En
la historia del ensayismo no es posible hablar de escuelas, únicamente de ensayistas y de
imitadores. Ningún ejemplo mejor que el del ensayismo hispánico de la primer mitad del
siglo XX, donde Unamuno, Maeztu, Azorín, Ortega y Gasset, en España, y Rodó, González
Prada, Mariátegui, Reyes, en Iberoamérica, por mencionar únicamente algunos de los más
sobresalientes, poseen de común sólo el hecho de reaccionar ante unas circunstancias
semejantes. Sus personalidades, sin embargo, son distintas; de ahí que los temas que en
cada caso eligen, así como la manera de tratarlos, sean tan diferentes en cada uno de
ellos.
En el campo de la literatura, que es el reino del subjetivismo, se hace especialmente
imperiosa la crítica ensayística. En las últimas décadas ha prevalecido una crítica
seudo-objetiva, heredera del cientificismo positivista del siglo XIX, donde la
personalidad del autor se elimina hasta el anonimato. Pero todo intento de reducir la
literatura a mero objeto, a comunicación depositaria, se cierra asimismo las puertas de
la comprensión. Cuando la crítica no es científica, sino literaria, no es objetiva sino
subjetiva, establece el puente de un entendimiento desde dentro, que hace posible el
discurso humanístico. El crítico no permanece fuera del texto y sobre el texto, sino que
lo acompaña: hace ensayo. Claro está, el escritor entonces se limita también en su
campo de acción. Así lo señala Mariátegui cuando inicia su ensayo "El proceso de
la literatura" con las siguientes palabras: "Me propongo, sólo, aportar mi
testimonio a un juicio que considero abierto" (299). Al ensayista no le interesan,
pues, los temas por los que no se siente atraído. Del mismo modo la sátira y la
polémica no dan lugar por lo general a ensayos. En la crítica literaria actual, el
ensayo, a pesar de ser reducido y es que los ensayistas como artistas no son
numerosos ha alcanzado mayor prestigio y se tiene en más estima que los estudios
objetivos: sírvanos como ejemplo Dámaso Alonso, Enrique Anderson Imbert, Alfonso Reyes.
El subjetivismo es, según lo indicado, parte esencial del ensayo. Es esta motivación
interior la que elige el tema y su aproximación a él; y como el ensayista expresa no
sólo sus sentimientos, sino también el mismo proceso de adquirirlos, sus escritos poseen
siempre un carácter de íntima autobiografía. El "yo" del autor se destaca en
todas las páginas, como estandarte que anuncia una fuerte personalidad. Así Julio Torri
cuando nos dice: "Permitidme que dé rienda suelta a la antipatía que experimento
por las sensibilidades ruidosas" (15). Dentro de la individualidad peculiar de cada
ensayista, las notas autobiográficas son frecuentes en todos los ensayos, con
independencia del tema de estos. Antonio de Guevara, engreído en su persona, nos comunica
desde su genealogía "Mi abuelo se llamó don Beltrán de Guevara, y mi padre
también se llamaba don Beltrán de Guevara, y mi tío se llamaba don Ladrón de Guevara,
y que yo me llamo agora don Antonio de Guevara" (Epístolas, I: 73)
hasta sus características físicas "Soy en el cuerpo largo, alto, seco y muy
derecho, de las cuales propiedades no tengo y de qué me quexar, sino de qué me
preciar" (I: 75). Más distante en sus escritos, Ortega y Gasset evita a veces
proyectar su crecimiento emocional, para entregársenos en el intelectual: "Durante
diez años he vivido dentro del pensamiento kantiano: lo he respirado como una atmósfera
y ha sido a la vez mi casa y mi prisión" (Tríptico, 65). El carácter
autobiográfico es tan antiguo como el ensayo mismo y es precisamente en Montaigne donde
llega a su más alto grado: "Estas son mis fantasías, en las cuales yo no trato de
dar a conocer las cosas, sino a mí mismo" (387). Por lo que podemos decir que el
ensayo en la prosa corresponde a la lírica en la poesía.
El ensayista, como muy bien dice Pérez de Ayala, "se supone que está animado del
deseo de declarar...su sentir y pensar; que traza, en mayor o menor grado, su biografía
espiritual y verifica su confesión" (IV: 995). Interpretado de este modo, el
escribir se convierte en una necesidad, en una forma de realizarse; así anota Montaigne:
"Yo no he hecho más mi libro, que mi libro me ha hecho a mí" (648). El
ensayista necesita, pues, de los ensayos como una exteriorización necesaria para poder
comprenderse; de ahí su continuo: yo pienso, yo siento, yo amo, yo me alegro, yo creo,
etc., con que expresa su punto de vista, para hacerlo totalmente suyo. Cómo interpretar
si no la frase con que Pérez de Ayala finaliza su ensayo "Confesiones y
creaciones": "Y perdonad este desahogo de amargura" (IV: 994). El carácter
confesional de los ensayos, consecuencia directa del subjetivismo, es característica
constante de éstos, a pesar de que en diversas épocas haya sido más o menos mitigado
por las circunstancias ambientales o la personalidad del ensayista. En las letras
españolas ya se hace patente en Guevara "Yo mismo a mí mismo quiero pedir
cuenta de mi vida a mi propia vida, para que, cotejados los años con los trabajos y los
trabajos con los años, vean y conozcan todos quánto ha que dexé de bivir y me empecé a
morir. Mi vida no ha sido vida sino una muerte prolixa" (Menosprecio,
175), y se presenta con mayor nitidez en Unamuno, cuya obra es ya toda una pura
confesión.
El tono confesional de los ensayos no es nada más que una manifestación del egotismo
connatural del ensayista. El escribe sobre el mundo que le rodea y su reacción ante él.
El "yo" parece ser el centro sobre el que giran las ideas del ensayo, y sin
embargo su egotismo no es desagradable, porque sólo ofende quien adopta una posición de
superioridad, y el ensayista es nuestro igual, dispuesto a considerar nuestras opiniones.
Se nos entrega con pensamientos y reflexiones en voz alta, como el amigo en busca de
confidente. Así, por ejemplo, el tono de Alfonso Reyes cuando nos dice: "A este
propósito, voy a contaros una modesta experiencia personal" (109). Debemos tener
también en cuenta, como señala Alexander Smith, "que el valor del egotismo depende
enteramente del egotista. Si el egotista es débil, su egotismo es despreciable. Si el
egotista es fuerte, agudo, lleno de personalidad, su egotismo es valioso, y se convierte
en una posesión de la humanidad" (36).
©
José Luis Gómez-Martínez. Teoría del ensayo. Segunda edición. México: UNAM, 1992 (Esta versión
digital sigue, con modificaciones menores, el
texto de la segunda edición española de Teoría del ensayo).
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