Teoría, Crítica e Historia

El pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana: Argentina

 

"José María Ramos Mejía ante la condición humana"

Hebe Clementi

Vida y obra

José María Ramos Mejía nace en 1849, mientras se está dirimiendo el conflicto entre el gobierno del “tirano” Rosas y el interior, aunque delimitar ese espacio sería imposible sin repasar nuestra misma historia. La batalla de Caseros encontrará una primera definición, aunque la cuestión seguirá con abierta cicatriz hasta unos buenos treinta años más. Es hijo de Matías Ramos Mejía y de doña Francisca Madero, ambos de muy destacada situación económica y social. Las tierras de la familia ocupan enorme extensión de la provincia de Buenos Aires, donde existía una autonomía más que legendaria en el área, y las reyertas y agravios con el gobierno de Rosas tenían larga data. El padre había protagonizado agudas confrontaciones como su abuelo, y razones no faltaron para emigrar a la Banda Oriental en 1831, aunque se regresa poco después con el ánimo de participar en la Revolución del Sud, y luego en los sucesos de Chascomús, que lo obligaron al exilio nuevamente, con sus hermanos Francisco y Ezequiel.

Desde Montevideo el padre protagoniza el armado de una partida de cincuenta voluntarios para unirse al General Lavalle, quien desde Corrientes organizaba el ejército con el cual huye hacia el norte después de ser abatido. Muere Lavalle en Jujuy frente a la Quebrada de Humahuaca, y será Matías Ramos Mejía el responsable de llevar sus restos a Bolivia, atravesando la quebrada, para evitar agravios a los despojos. La participación futura no podrá ser neutral y lo veremos luchando contra Hilario Lagos y luego con los porteños contra Urquiza, en Cepeda y Pavón. Recién en 1864 vuelve a sus majadas de ovejas y vacunos. Diez años más tarde estará junto a Mitre en la batalla de “La Verde” que será realmente el final de su trayectoria guerrera. Muere en 1885, cuando José María cuenta ya 36 años; no parece futilidad el relato de los avatares que dan razón de la temprana actuación y pertenencia política, que marcaron a la vez sus convicciones. Tanto él como su hermano Francisco, dos años menor que él, habían seguido estas alternativas de muy cerca. Estaban inscriptos en la Universidad, José María en Medicina y Francisco en Derecho, de modo que no se los puede pensar neutrales en las cuestiones en juego en el área universitaria a favor de una reforma (desatada por el suicidio de un joven estudiante de Derecho), avatares que los conectan con Vicente Fidel López y Juan María Gutiérrez, entre otros. Tampoco pudieron ser ajenos a los hechos de 1874 (estuvo preso junto a su padre en Junín), mientras escribía artículos que firmaba como Licenciado Cabra, para La Prensa, donde José C. Paz le tenía especial simpatía, y en otros diarios, incluido El Nacional.

En junio de 1875 funda y preside el Círculo Médico Argentino, y enseguida se decide a sugerencia suya que la institución publique sus Anales, que continúan teniendo un sólido y persistente prestigio. Entre sus compañeros en esa instancia figuran Juan Ramón Fernández, Pedro N. Arata, Antonio Gandolfo, Eduardo Holmberg, José M. Jorge, Juan José Naon, Bartolomé Navarro, Eduardo Obero, Enrique Revilla, Telémaco Susini, Eufemio Uballes, Luis F. Vila, Guillermo Valdez, Juan M. Bosch y Alberto Costa (así consta en el homenaje a José María Ramos Mejía que realiza la Academia Nacional de Medicina en 1930, donde el Dr. José Arce representó a la Facultad de Medicina).

En 1878 publica un primer trabajo sobre neurosis y locura, tema que seguirá trabajando en Las neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, en Historia de la locura, y múltiples informes de casos investigados donde da cuenta de una temática que lo convocará a lo largo de su existencia, paralelamente a sus múltiples iniciativas institucionales, también conectadas con esas áreas.

Falta decir que todavía no se ha recibido... Debió esperar la reincorporación, en lo que medió Amancio Alcorta, entonces Ministro de Gobierno de la Provincia de Buenos Aires. Su ruta de especialización tenía ya el antecedente citado, de modo que no extrañe que su tesis de doctorado, en 1879, sea sobre Apuntes Clínicos sobre Traumatismo Cerebral, y que un seguimiento fisiológico-patológico derive en apreciaciones sobre los cambios psicológicos subsiguientes. La urgencia de la hora lo convoca a la Revolución de 1880, donde los hechos sangrientos que la caracterizan ponen en evidencia la necesidad de que el gobierno comunal cuente con instituciones primordiales. Será a partir de allí el orientador más dinámico y operativo. El primer Hospital de Sangre de la ciudad precede a otras instituciones conexas y como médico de la Comisión Municipal, atiende una sala en el Hospital San Roque, promueve la creación de la Asistencia Pública –de la que es Director General desde 1882–, dispone una Casa de Aislamiento, es Perito de los Tribunales de la Nación desde donde promueve la creación de un Hospital para Crónicos, un laboratorio bacteriológico, el Instituto Antirrábico, la Escuela Municipal de Enfermeras, el Cuerpo Médico Domiciliario, Salas de Urgencia, Registro de Pobres, una Sociedad de Cremación, Casas de Socorro. Es consejero técnico del Presidente de la Comisión Municipal, siendo Torcuato de Alvear el titular de la ciudad, con quien difícilmente pudiera confrontar en celeridad y capacidad organizativa.

En ese clima, sale a la luz su segundo tomo de la Neurosis, en donde se ocupa del dictador Francia, de las alucinaciones del fraile Aldao, del histerismo de Monteagudo y del delirio persecutorio del Almirante Brown. La epidemia de cólera de 1886 reclama toda su energía, y acepta la Cátedra de Higiene que le ofrece la Facultad de Medicina –hasta ese momento a cargo de Guillermo Rawson– y crea, además, la Cátedra de Enfermedades Nerviosas, donde se desempeñó hasta poco antes de su muerte. Otro libro suyo, Estudios clínicos sobre las enfermedades nerviosas y mentales, de 1893, reúne cantidad de estudios realizados en estas funciones específicas, detectando rasgos de degeneración, enfermedades mentales, herencias, etc., notas que volverán una y otra vez en su producción posterior, para las que contará con ámbitos diversificados, ya que además de la diputación nacional en el período 1888-1892 y la presidencia del Departamento Nacional de Higiene –hasta 1898–, crea un lazareto en la isla Martín García, un hospital flotante, la inspección sanitaria del puerto, un laboratorio epidemiológico, y un reglamento específico sobre ejercicio de medicina y farmacia. Las pérdidas de vida por epidemias de viruela, difteria, proliferación de lepra, etc., siguen siendo cuantiosas hasta mucho después de la plaga de fiebre amarilla que fue el detonante, en 1872. Entre 1883 y 1884 hubo 1.860 defunciones en una población de 300.000 habitantes, de modo que la vacunación se impulsó en forma indelegable.

Vale un pantallazo sobre el acceso aluvional inmigratorio. El Primer Censo Nacional, en 1869, marca 1.877.490 almas y es posible seguir el ingreso a partir de entonces, salvo el año 1871 por la epidemia de fiebre amarilla. El Censo de 1895 mostrará una población total de 3.959.911, con 1.004.527 extranjeros. El máximo caudal de ingresos se dará entre 1904 y 1913, con 2.895.025 inmigrantes de los que emigran 1.356.785, que representa el más alto nivel de migración golondrina. El Censo de 1914 arroja un total de 7.895.025 personas, de las que 5.527.785 son “argentinas” y 2.357.952 extranjeras (vale decir un 30% sobre el total). En 1889 se ha dado la cifra más alta de ingresos en el siglo: 75.599, con un 60% de italianos, que son los menos gratificados con pasajes subsidiados. Pueden configurarse dos períodos netamente diferenciados del acceso inmigratorio: el primero, de 1857 a 1890, amparado por la política de gobierno, el auspicio de formación de colonias, promoción de Leyes de Tierra, legislación sobre educación, etc. El segundo, de 1890 a 1914, marcado por la instalación en ámbitos urbanos y el consiguiente hacinamiento. Buenos Aires aumenta su población de 921.168 habitantes en 1895 a 2.066.165 en 1914, y similares aumentos se darán en ciudades del interior. Población urbana que será mano de obra asalariada para construir ferrocarriles y obras públicas o incipientes industrias, que vivirá en conventillos –en 1904 suman 2.462– y que en pocos años participará en los conflictos laborales, huelgas, etc. La inmigración desde entonces se calificará como “espontánea”, de modo que no cuenta con protección específica del gobierno.

Volviendo a José María Ramos Mejía, en 1895 publica La locura de la historia, que si bien remite a su temática de siempre, esta vez está organizada en función del fanatismo religioso como motor o causa decisiva de neurosis y locuras, y no salva a ninguna práctica religiosa. Se detiene en los procedimientos de la Inquisición, en la vida de los monasterios, en los procesos de herejía, en las delaciones que provocan los procesos condenatorios, en la persistencia de locura en generaciones sucesivas (que ejemplifica con la familia real española, de los Austrias, desde Juana a Carlos II). No se salva nadie, ni demoníacos, ni inquisidores, ni locos, ni histéricos, en una profusión de casos y citas de bibliografía generalmente francesa (aquí como en los libros anteriores). Si el fanatismo religioso y sus perspectivas, abordando en el último capítulo, parecerían ser el destello de razón entre tanta herencia deforme y provocaciones, lo cierto es que faltan conclusiones claras. Se diría que el Capítulo IV: “La selección de la especie humana por medio del Santo Oficio”, medios religiosos, a mitad de camino del tratamiento de selección natural y mencionando al pasar a Darwin y el transformismo, pero sin sistematizar propuestas, insiste en marcar los errores de la Inquisición “que ha derivado en el descenso de la inteligencia española...”. Temas recurrentes a lo largo de otras 150 páginas reiterativas del destino de los Austrias, y sin olvidar a los diabólicos culpables, ni a los judíos, a quienes califica con fuertes connotaciones, como estas por ejemplo:

han demostrado, basándose en un censo muy completo que levantaron en 1888 sobre un número considerable de alienados, que la raza judía llevaba la delantera, particularmente para la parálisis general, la manía y la melancolía, cuyos rastros son tan visibles en toda la literatura de Israel. Todas las visiones del Apocalipsis tienen el amargo sabor de las alucinaciones terroríficas de los melancólicos exaltados y profundamente panofóbicos que han descrito los autores, y en esa angustiosa aspiración desordenada e infundada de ser ellos los únicos elegidos de dios, el pueblo rey, los depositarios de la verdad divina, parece que estuviera el germen adormecido de esa parálisis general terrible a que muestran tan visible predisposición que comienzan por levantar al hombre a las colosales grandezas de su delirio prodrómico, para hundirlo bien pronto en la triste demencia de sus períodos finales. Kraft-Ebing [en “Trattato clinico pratico delle malatie mentale”] comparte con los mencionados profesores la misma opinión y agrega que es probable que a ese hecho, más que a la religión misma, pueda atribuirse la circunstancia de que ella presenta impedimento al matrimonio y castiga con leyes severas los cruzamientos de la raza. (Ramos Mejía, 1895:140)

El Anticristo de Renan es la fuente que sigue, cuando se pregunta si: “esas enfermedades divinas en presencia de las cuales la medicina antigua se declaraba impotente, parecían constituir el temperamento ordinario del pueblo judío. Durante cuatro años esta extraña raza que parece creada para engañar al que la maldice como al que la bendice vivió en una convulsión, en presencia de la cual el historiador, fluctuando entre la admiración y el horror, se detiene con respeto como delante de lo que es misterioso” (Ramos Mejía, 1895:148).

El tema de la Raza es por cierto argumento de doble filo, o de elusividad persistente aplicado a la situación argentina. Ramos Mejía no es explícito en la abominación del inmigrante, pero quizá ni el más truculento denostador haya escrito párrafos tan gráficamente grotescos como los de Ramos Mejía en artículos posteriores bajo el título genérico A martillo limpio, que es como se forjará esa solidaridad nacional –no la clase postulada por el socialismo– como fruto de convivencia. Si bien no expone situaciones concretas, tampoco toma una posición global contundente frente al conflicto que motivan los diferentes: en especial el inmigrante recién desembarcado en nuestra playa, algo amorfo y mentalmente retardado.

Aunque auspicia un futuro mejor para los hijos que cursen la escuela primaria “patriótica” quizá su postura es más coherente y más constructiva que la lista de atributos y defectos de la raza indígena cotejados con la sangre y el espíritu español, que C. O. Bunge cataloga en su Nuestra América, que tuvo una recepción elogiosa ante autoridades españolas de fuste, en 1903, Unamuno incluido.

La edición que manejamos de La locura en la historia, lleva un prólogo de 58 páginas de Paul Groussac, que titula “La degeneración hereditaria”, y que no tiene desperdicio alguno. La moderación que impone a la demoledora crítica que desfila en esas páginas, aparece como una pieza de corrección y refinada calidad, en donde no contrae el intercambio de ideas totalmente opuestas sobre la cuestión del momento que consiste, por un lado, en la adopción de inmigrantes de todo el mundo y, por el otro, en el tema de la degeneración de la especie, a su vez mezclado con las ventajas de una religión única y las consecuencias que su falta produce en la patología mental: “Lejos, entonces, de tildar al autor por sus yerros frecuentes, debemos en estricta justicia señalar las vistas nuevas y atrevidas, las páginas brillantes o profundas que en su obra menudean, acogiendo con aplauso el conjunto, en gracia del esfuerzo prolongado y de la energía mental que acredita” (R. Mejía: 1895: VI).

Son palabras que podrían calificar toda la trayectoria de Ramos Mejía, como lo mejor que sobre esa totalidad se impone, aunque no excluye lo que sigue:

la teoría descansa […] con el estigma de degenerados, fronterizos de la locura, hereditarios y otros calificativos desapacibles. No nos apresuremos a compadecerles: en este décimo círculo dantesco se encuentran todos los hombres de genio, todos los héroes, desde Platón hasta Renan. (R. Mejía, 1895: X-XI)

Muestra la poca solidez de la inducción al cifrar la demostración de la herencia degenerativa en las cabezas históricas, siendo que en conjunto son más de doscientos que en su mayoría poblaron los conventos de España sin contar las hembras que entroncaron en el extranjero. (R.Mejía, 1895: XVIII)

La teoría de la degeneración es una excrecencia parasitaria de la herencia general, que se ha hecho dogma con el triunfo popular del darwinismo. Sería arduo problema y extraño a este examen, el determinar si en definitiva, la hipótesis transformista habrá estimulado o detenido la marcha de la civilización. (R. Mejía, 1895: XXIII)

Estos asertos de Groussac preceden a una cuidadosa referencia sobre la polémica entre el transformismo y el presunto determinismo de la teoría darwiniana, tan traída y deformada para, finalmente, en la sección IV de este largo prólogo distinguirla: “el eje de la nueva psiquiatría aplicada a la historia y a la sociología es la teoría de la degeneración hereditaria. Examinemos su estructura científica antes de verificar la exactitud de sus aplicaciones históricas y sociales”. En ánimo de evitar descalificación concluye:

No se trata de negar en absoluto la realidad de la herencia mórbida en su proporción positiva, sino de reducirla a sus límites científicos. Para ello, basta asentar que la herencia patológica no es ni puede ser un factor orgánico distinto de la herencia fisiológica. Heredamos los defectos como las cualidades en virtud de la misma ley; pero hay un absurdo evidente en el hecho de atribuir al ascendiente morboso un poder de transmisión superior y predominante, que la ciencia y la experiencia diaria desmienten igualmente. [...] ¿Acaso la ambiciosa Filosofía de la historia no es toda ella una hipótesis arbitraria y prematura, cuyas conclusiones no resisten a la prueba disolvente de la crítica? Nadie, empero, quisiera borrar de la lista de las grandes producciones humanas las vastas síntesis de Herder y Hegel, los atrevidos bosquejos de Buckle y Quinet. Lo propio habremos de decir de la patología histórica... libros como La locura en la historia son testimonios elocuentes de valor intelectual y estudiosa energía, que honran a su autor y a la naciente literatura científica de la América del Sur. (R. Mejía, 1895: XLVII y LVII)

Parece lógico admitir que Ramos Mejía reconoce estas contradicciones, pero no puede admitirlas como rectificación de cuanto ha estado trabajando –al menos en sus conclusiones más contundentes– y, por otra parte, el acceso a otra bibliografía más actualizada se le escurre en la voluminosa gestión administrativa, representativa o docente. A la vista está que sus dos últimos trabajos implican una contradicción flagrante con sus conclusiones acerca de patologías mentales, sobre todo en Las multitudes argentinas que edita en 1899 y en Rosas y su tiempo, en 1907.

Para colmo de quehacer, su última ocasión de participar en la gestión pública es de enero de 1908, cuando por decisión presidencial (Figueroa Alcorta), se lo designa Presidente del Consejo Nacional de Educación. Ahí vuelve a la carga con su indomable sed de constructor centrando el esfuerzo en la construcción de más escuelas (15 nuevos edificios en Capital, 34 en provincias y 25 en territorios) amén de encomendar a Leopoldo Lugones una biografía sobre Sarmiento y a Juan P. Ramos, una Historia de la Educación Pública. Reglamenta también el uso de escuelas públicas al aire libre, en el Parque Lezama y en el Parque Olivera, predios acordados por sus respectivos propietarios para instalar escuelas destinadas a niños débiles (también en Tandil), reglamenta la gestión de hospitales y asilos, allí donde hubiera asistencia médica de inválidos o huérfanos, “que deben dejar de ser un acto de caridad dependiente de buenos sentimientos de gente altruista de buena posición, para convertirse en función del Estado, y los gastos que dichos servicios demandaren, no deben ser cubiertos en otra forma que la que rige para sostén de los demás resortes administrativos: ejército, policía, aduanas, etc.”

Y por encima de tan notorio incremento de energías “educativas”, procura con parejo impulso la “escuela patriótica”, en la que reserva especial atención para la enseñanza de la historia a través de las efemérides que aseguren la “argentinización”, en riesgo frente a las generaciones de hijos de inmigrantes que como libro de lectura usaban el Cuore de Edmundo de Amicis. Tiempo vivo en la memoria de generaciones, el de las representaciones escolares, los versos patrióticos, los cánticos de las efemérides, que continuarán a lo largo del siglo. Quizá los artículos que reúne “A martillo limpio” sean contradictorios frente a esta política impostada en todo el país, pero aún así, el énfasis en la Argentina grande y acogedora de multitudes será una constante desde entonces apelando al reconocimiento de todos los hombres de buena voluntad.

Aunque esta gestión aparezca contradictoria con sus escritos anteriores, la ambigüedad parece ser otra vez el signo de la trayectoria de Juan María Ramos Mejía, porque si por un lado apoya la inserción del inmigrante y su prole, y como amigo que es de Roque Sáenz Peña no manifiesta rechazo a la Ley del Voto Obligatorio y Secreto, indirectamente apoya a esa “turba” que llega a nuestras costas y opta por la “nacionalización” escolar. Perderá entonces el apoyo que hasta allí ha mantenido con otros sectores opositores y terminará renunciando a su cargo. Muere muy poco después (1914), y será en su obituario donde se evidenciará la estima que ha ganado su quehacer y su trayecto. José Ingenieros, entonces de 37 años, que ha publicado en 1903 su tesis de doctorado sobre la locura, en 1904 ha ganado una cátedra de Lógica y Psicología, creada en la Facultad de Filosofía y Letras, y en 1905 ha asistido a un Congreso realizado en Roma, donde habían confluido figuras como William James y Enrique Bergson, señalará en la ocasión las virtudes de su maestro de vida y de saber.

Un juicio que en sustancia coincide con el que mucho después una figura autorizada sobre el estado de la cuestión en este complejo panorama de la ciencia a fin de siglo, Hugo Vezzetti, realizaría, al calificar a José María Ramos Mejía como “el primer psicopatólogo argentino, que reúne esa intención nueva de ‘objetivación’ de la locura con el imperativo de construir el andamiaje teórico para analizar y gobernar la sociedad”.

La pasión de Ramos Mejía por resolver cuestiones operativas y elementales, de asegurar asistencia a situaciones urgentes y especialmente las derivadas de neurosis, o simulaciones de locura que la observación cotidiana provee, sobrepasando las dificultades que el diagnóstico podía plantear en relación con la locura, sorteando resistencias teologales, sociales, raciales, científicas, que tiempos y lugares iban mostrando, como hombre de estudio y acción, es sin duda el mayor atributo de una constancia ejemplar.

Falta la mención de sus dos últimos trabajos, donde estas contradicciones afloran con su originalidad y su pleno sentido renovador: Las multitudes argentinas y el Rosas y su tiempo, dos frutos tardíos, tanto así que no aparecen en ninguno de los homenajes u obituarios múltiples que se conocen. Fueron páginas preanunciadoras de otro momento, del paso honroso de la Generación del 80, y la promesa de otros tiempos convocantes.

José María Cantilo, en unas páginas que escribe sobre su propia juventud, relata que junto con Pancho (el hermano Francisco) y con José María, se reunían en el cuarto de Pancho en la casa de los Ramos, y “éramos todos salvajes unitarios enemigos irreconciliables de Rosas y la tiranía. Llevábamos el odio en la sangre..”. Está dando la medida del cambio que José María habrá de dar al final de su vida, sobre otra lectura de la personalidad y la resignificación de su propio pasado y el de Juan Manuel de Rosas. Preanunciaba cambios notorios en la intelectualidad argentina, anticipa el revisionismo rosista que irá tomando inusitada presencia de allí en más, e introduce la validez de la documentación oral como clave insustituible para reparar y enriquecer el análisis de tiempos idos. En efecto, su prólogo al libro es una verdadera pieza introductoria del empleo de la historia oral, hoy admitida con laureles como recurso historiográfico para la recuperación de memorias desechadas u olvidadas.

En la Introducción al Rosas deja constancia:

No desconozco las grandes dificultades del sujeto. La profunda disección moral que me propongo hacer en este libro, impone mil precauciones para conservar sereno el espíritu; porque tenía el General Rosas peculiaridades que le hacen dignísimo de un estudio prolijo y había gravitado demasiado violentamente sobre dos generaciones para que su estudio pueda limitarse a las humildes proporciones de la biografía vulgar. Era pues menester tomar indispensables medidas de defensa contra las preocupaciones y contra la pasión política, que tantos juicios precipitados habían sugerido a los contemporáneos. Medidas y precauciones tanto más necesarias cuanto que los que directa o indirectamente creíamos haber sido damnificados por sus excesos, llevamos en la tradición de familia y en la misma condición de hombres, la causa de esa posible ofuscación del juicio que ha de haber contribuido, sin duda, a desfigurar su personalidad indudablemente excepcional [...] Casi desde los primeros años de la vida, su palabra calurosa e implacable, como que provenía de una de sus altivas víctimas, había hecho del odio al tirano el culto más ferviente del alma [...] Las anécdotas dramáticas y los cuadros vivaces de aquella gran epopeya de la emigración, estaban frescas para mí [...] no hay que descuidar un momento las defensas contra el influjo de esta tradición alternativamente hostil y admirativa que, avalorada, algunas veces, con la amble simplicidad de las antiguas crónicas o con los cromos subidos de las literaturas demonológicas, que nos ha forjado, ya una historia dantesca de la tiranía, ya un idilio político, con los que no todos los criterios se avienen de buen grado. (Ramos Mejía, 1927: XXIX-XXXII)

Pero es evidente que estas definiciones de prácticas públicas instalan dudas sobre la sociedad que se está queriendo construir, en la medida que da lugar protagónico a seres jamás antes incorporados a la versión histórica. Tal es el viejo Eusebio, que muere en 1873, en el Antiguo Hospital de Hombres, que relata cómo vio a Rosas montado sobre su bufón, mientras otros relatan la complacencia y la fiesta de los encuentros campestres, boleando avestruces, o cazando yeguas cimarronas o potros para sacarles la grasa que necesitaban sus cueros... que a su vez terminaban en jolgorios campestres. Aquí no hay citas de Taine, ni Tarde, ni Le Bon, ni Lombroso. Es la versión criolla de la gente que vivió los años rojos de un Rosas asediado por las resistencias de provincias, por las ínfulas colonialistas europeas o por su propio designio. El cometido primordial de Ramos es, pues, descubrir las razones de la adhesión popular al Restaurador, que atraviesa las décadas y actualiza las memorias, una versión despojada de lo que se traducía en una simbología, que restauraba los sentidos que la vivencia había proporcionado, y que sigue dando sentido a sus vidas. Es una mirada de biólogo, de médico, de neurólogo, de soldado, y una recapitulación genuina de pensador social sobre su propia historia. De hombres comunes, de más que modestos recursos y visibilidad social, hace hombres célebres y protagonistas del accionar nacional. Alguien ha dicho que su libro podría ser una nueva lectura del Facundo sarmientino. Y por cierto lo es, si se lo mira desde ese alborear del siglo XX, con esos espectros que tienen su verdad y la expresan por encima de técnicas importadas, revoluciones industriales y olvido de los albañiles primeros. Tiene un aura fundacional, hasta allí no advertida. Aunque habrá quienes puedan leerlo como una regresión a la Argentina criolla, y por lo tanto adversa a la gestión cubierta por la Generación que inicia su final, y aunque ya se conocieron los trabajos primeros de Saldías en este mismo sentido, no es poco el valor testimonial que ofrece José María Ramos Mejía al despuntar el siglo y al fin de su trayectoria vital, sin entregarse al protagonismo que la literatura histórica de las últimas tres décadas habrán de garantizarle a Rosas, pero instalando el conflicto, al sortear el tono apocalíptico de la querella “unitaria”.

Nunca será cómplice de la xenofobia que acompaña muchas veces el rechazo al cosmopolitismo que otros aceptan en función de la sociedad liberal y culta, desdeñosa de los bajos menesteres que cumple el inmigrante urbano, y callando el fruto del trabajo de aquellos que se instalan en el Litoral o la pampa húmeda. El desdén es claro hacia aquellos inmigrantes que se encuentran a la vuelta de cada esquina, como los verá Martel, o los calificará Miguel Cané, preguntándose “¿dónde están los viejos criados fieles que entreví en los primeros años en la casa de mis padres?”. Es el mismo Cané que en 1899 ha presentado un proyecto de ley de expulsión de extranjeros, que en ese momento no prosperó pero luego formó parte de la fundamentación de la Ley de Residencia, que dictará Roca hacia 1902, completada con la Ley de Defensa Social en 1910, cuando se enviaron 2.000 “deportados” a Ushuaia, y otros muchos que debieron salir del país. Casi simultáneamente se encarga a Joaquín V. González un proyecto sobre legislación de trabajo, y al ingeniero Juan Bialet-Massé el Informe sobre la Situación de las Clases Obreras, verdadero compendio insustituible para superar la violencia real que suponía el código de silencio hasta allí, que despojado de la protesta exaltada del movimiento anarquista, daba cuenta de situaciones inicuas en todo el territorio. Como anticipado desagravio a acusaciones posibles, el gobierno inaugura el Hotel de Inmigrantes en 1910, que cinco años antes se había votado, y que habrá de mostrarse con orgullo a los visitantes ilustres del Centenario. Un año antes, Ricardo Rojas, escribe en 1909 La Restauración Nacionalista, que ofrece conclusiones de un viaje a Europa hecho con la finalidad de instrumentar la historia como educadora social, para “constatar la mejor manera de mantener la conciencia colectiva de los argentinos”, preocupación que unos años antes ha mostrado Joaquín V. González con su trabajo La Tradición Nacional, y a la que numerosos otros trabajos concurren.

El arquitecto Martín S. Noel, al celebrarse el XXV aniversario de la muerte de José María Ramos Mejía, expresa que “al desechar la curiosidad estéril del ‘papelista’ exalta la acción constructiva del investigador consciente de su labor”. En cuadros palpitantes de luz y de color hace hablar a los personajes: el pulpero, el tendero o el soldado, nos cuentan sin ambages ni reservas cómo actuaron y cómo vivieron, revelándonos la auténtica pristinidad de sus sensaciones a tiempo que él nos señala que “ésta es la fuerza del documento verbal”.

Y los conceptos que le dedica Vicente Fidel López a Ramos Mejía, el amigo de siempre, al libro Neurosis de los hombres célebres en la historia argentina, esclarece alcances de las posturas “arropadas”, por no llamarlas oblicuas, en relación con sus trabajos, su profunda espiritualidad al fin de cuentas: quienes desde la teología declaman contra la doctrina de las evoluciones, acusándola de materialismo de lo abyecto, no han visto que la palabra materia viene de MATER y de maternidad, ese sublime sentido con que la Naturaleza se ha revelado a los hombres desde los primeros comienzos del lenguaje humano.

Queda, de todos modos, mucho por decir. No mencionamos algunos textos reveladores de Las Multitudes Argentinas, donde los mejores párrafos son aquéllos en los que presenta acontecimientos de nuestra historia argentina y americana, fruto de su reflexión profunda y no citas de autores –franceses o italianos– que hacia el mismo período vienen trabajando sobre el papel de las multitudes en la vida de las sociedades.

Al mismo tiempo, destaca con luminosidad esa otra cara de nuestra historia, que ha podido ir develando, sin teoría sino con la expresa comprobación de las tormentosas querellas en torno a la obligatoriedad, la gratuidad y la laicidad de la escuela pública, apoyándola a conciencia y a pesar de las limitaciones que conoce y que la ciencia positiva le ha demostrado. Es la construcción de la sociedad abierta la que dará significación a los pueblos y a las sociedades americanas, reafirmando la apreciación de fuerzas renovadoras y sin prejuicios sobre la presunta inmoralidad. Aunque es cierto que no incluye en este diseño a los pueblos primeros, ni aborígenes, ni sus cruzas con la gente que puebla el territorio, creemos que no por eso está excluyéndolos, como lo ratifican las conclusiones de su Rosas, y el factor creativo que garantiza a las multitudes...

Un poco más allá en el tiempo, la misma Ley 1920 sobre la educación, habrá de reflejarse en la Ley del Voto Obligatorio y Secreto, y casi enseguida, en la Reforma Universitaria de 1918, porque estarán dados los instrumentos legales para la participación inteligente de esa masa impugnada por muchos en virtud de su masividad peligrosa e inmanejable, pero a la que, en última instancia, Ramos Mejía otorga el viaducto hacia el porvenir en estos dos últimos trabajos, donde sin entrar en polémica se hace cargo de todas las implicancias sociales y culturales.

Apostó pues a la esperanza americana, utilizó el desarrollo de las ciencias que llegaba de Europa, y se sirvió de antenas americanísimas para definir el sentido de su compromiso con la historia y la posteridad argentinas.

 

Una visión original

Roberto Di Giano

Ramos Mejía en su obra Las multitudes argentinas, que data de 1899, dejó bien establecido que la influencia de las multitudes en el desarrollo de la historia política de nuestro país fue siempre fuerte (es más, convierte a estos actores colectivos en protagonistas principales). Dice allí que la multitud ya se perfiló desde la misma organización colonial, entendiendo su conformación como un proceso donde el individuo comenzó poco a poco a ceder: primero se organizó en grupo y luego en turba amorfa a través de la cuál empezó a mostrarse confusamente hasta afirmarse.

El autor argentino toma distancia del gravitante Gustave Le Bon[1], quién en su libro Psicología de las masas (1895) afirmaba que recién en su época las multitudes estaban asumiendo un papel considerable. Ramos disiente con dicha mirada al poner el peso en la especificidad argentina y, así se diferencia sin ningún tipo de inhibiciones del pensador europeo: “La multitud, como entidad social o política, es de antigua data, aun cuando diga Le Bon que apenas hemos entrado en la era de las turbas [...] Posiblemente en otros pueblos no tuvieron el influjo que parecen tener hoy, que es la época de las influencias colectivas” (R. Mejía, 1977: 29).

Además para Ramos Mejía, que se apoya alternativamente en las versiones históricas de Bartolomé Mitre y Vicente F. López, el verdadero hombre de la multitud ha sido siempre el integrante de las capas sociales populares (y no cualquier sujeto colectivo como cree Le Bon).

La multitud, según el criterio del improvisado sociólogo de nuestro país, se conforma básicamente con individuos que tienen características específicas. Las mismas los llevan a distinguirse del resto de la población, siendo un requisito indispensable el que exista una comunidad de estructura moral y psicológica entre sus miembros que incluya, entre otras cosas, la fuerte inclinación a fusionarse. Así se deja afuera a los individuos que tienen un nivel intelectual superior y que por su propia formación son más proclives a la soledad que a la asociación compulsiva.

Ramos, que teje a la postre una particular mirada del pasado argentino al desbordar con su rica imaginación las visiones precedentes, argumenta que el papel excluyente que asumieron las multitudes en determinados momentos de la historia se debió a que las clases superiores no pudieron hacerse cargo de su papel de dirigentes porque se habían rutinizado. De allí que las únicas innovadoras, en circunstancias como las descriptas, fueran las clases subordinadas que tomaron un papel mucho mas activo como consecuencia de que los grupos dirigentes se habían dejado atrapar por la inercia y la poca conciencia de la situación real.

Ramos Mejía distingue claramente las actitudes y los comportamientos que tuvieron las clases sociales durante el período prerevolucionario que desembocaría mas tarde en las luchas por la independencia de nuestro país: “... las capas superiores estaban [...] entregadas a las beatitudes de la vida colonial y haciendo tranquilamente la digestión de la frugal merienda, las inferiores vivían entregadas a una vida de borrasca y en plena insurrección. Desobedecían toda autoridad, provocaban al preboste y riñendo con el alcalde y juez hacían gala de un espíritu de indisciplina e independencia llenos de traviesa ironía” (R. Mejía, 1977: 103)

Como buen estudioso de las conductas colectivas se sitúa a contramano de las corrientes de pensamiento que ponían el énfasis en la acción personal de los grandes hombres. Ramos pensaba que mucho del prestigio ganado por algunos caudillos se debía a la obra de las multitudes. Si bien acepta que, a veces, al llegar a cierta altura, la sugestión provenía también del caudillo hacia la multitud mientras no contrariara las tendencias sociales predominantes.

El autor pone como referencia, para el caso argentino, a Juan Manuel de Rosas porque, a partir de contar con ricos atributos que incluía, en buena medida, un aspecto físico atractivo, construyó una corriente recíproca con las multitudes de la época. Ellas, “bárbaras e impulsivas” después de un periodo de anarquía, le atribuyeron a este gobernante cualidades personales extraordinarias: “Rosas [...] daba a la multitud y recibía de ella; el intercambio era completo” (R. Mejía, 1977: 166).

Cuando Ramos Mejía analiza el mundo social de fines del siglo diecinueve lo describe como un ambiente en el cual reinaba la mediocridad, y donde los destinos del país eran dispuestos por un pequeño sector social peligrosamente alejado de las verdaderas preocupaciones y modalidades de las masas que no podían definir, como en otras épocas, tendencias firmes para modificar el rumbo social, cosa que Ramos observaba con mucha atención: “El país, o como se decía en otros tiempos mejores, la patria, está hasta cierto punto dirigido por fuerzas artificiales, por tres o cuatro hombres, que representan sus propios intereses [...] pero pocas veces tendencias políticas, económicas e intelectuales de la masa” (R. Mejía, 1977: 219).

La principal preocupación del pensador argentino era, entonces, que las multitudes estuviesen tan opacadas, pues ellas poseen, según su criterio, una función democrática importante: es el recurso y la fuerza de los actores anónimos. Este fecundo pero asistemático analista de los fenómenos sociales, se hallaba convencido que sin la presencia activa de dicho sujeto plural se hacía imposible pensar en grandes cosas para la nación.

Ramos Mejía, pese a encontrarse en un lugar privilegiado de la sociedad intentó romper (al menos parcialmente) con las perspectivas elitistas, describiendo ciertos motivos principales que llevaron a que las multitudes se encontraran ausentes de la vida política nacional, cuando el siglo veinte estaba ya definitivamente asomando en la Argentina: “no hay propiamente multitudes [...] porque, entre otras razones, no existe la calurosa pasión de un sentimiento político, el amor de una bandera a que esté ligado el bienestar de la vida, el odio sectario, la rabia de clase o de casta. Como aún no se deja libremente formarse o no existen problemas que apasionen y determinen su constitución, las que solemos ver las calles más que multitudes, son agrupaciones artificiales...” (R. Mejía, 1977: 233-234).

A partir de estas conclusiones Ramos Mejía termina pensando que era necesario imponer a la sociedad una idea de nacionalidad a través de variados caminos, pero, fundamentalmente, a partir de la educación. Y aquí vemos como se superpone el gran esfuerzo realizado para lograr una mayor comprensión del papel que cumplen las multitudes en la vida de una nación, y una demanda prioritaria de la época: lograr un rápido y masivo despertar patriótico cuando miles de inmigrantes se incorporaban a nuestras playas con sus diversos rasgos culturales.

 

Bibliografía de obras citadas

  • Ramos Mejía, José María. Rosas y su tiempo. Buenos Aires: Atanasio Martínez, 1927.

  • ______. Las Multitudes Argentinas. Buenos Aires: de Belgrano, 1977.

  • ______. La Locura en la Historia. Buenos Aires: Felix Lajouane, 1895.

  • Vezzetti, Hugo. “El discurso psiquiátrico”. En El Movimiento positivista argentino. Compilador Hugo Biagini. Buenos Aires: de Belgrano, 1985.

  

Bibliografía de Ramos Mejía

  • Estudios clínicos sobre las enfermedades nerviosas y mentales. Buenos Aires: 1893.

  • Rosas y su tiempo. Buenos Aires: La Cultura Argentina, 1952.

  • Las Multitudes Argentinas. Buenos Aires: de Belgrano, 1977.

  • La Locura en la Historia. Buenos Aires: Felix Lajouane, 1985.

 

Bibliografía sobre el autor

  • Groussac, Paul, “introducción” a La locura en la Argentina. Buenos Aires: Félix Lajouane, 1895.

  • Homenaje al Dr. José María Ramos Mejía, Buenos Aires, Peuser, 1940. Incluye trabajos presentados por las más altas instituciones con motivo del homenaje a José María Ramos Mejía, en el XXV Aniversario de su muerte, del Dr. Pedro M. Ledesma, Presidente del Consejo Nacional de Educación; Dr. José Arce (decano de la Facultad de Medicina); Dr. Francisco de Veyga, miembro de la Academia Nacional de Medicina; Dr. Jacobo Spangenberg, Presidente del Departamento Nacional de Higiene; Dr. Arq. Martín S. Noel, miembro de la Academia Nacional de la Historia; Dr. Enrique Mouche, en representación de la Facultad de Filosofía y Letras; Dr. Ricardo Negri, Círculo Médico Argentino y Centro de Estudiantes de Medicina.

  • Picotti, Dina. “La cuestión religiosa”. En El Movimiento positivista argentino. Compilador Hugo Biagini. Buenos Aires: de Belgrano, 1985.

  • Rovaletti, Lucrecia. “Panorama psicológico”. En El Movimiento positivista argentino. Compilador Hugo Biagini. Buenos Aires: de Belgrano, 1985.

  • Terán, Oscar. Vida intelectual en el Buenos Aires de fin de Siglo (1880-1920), derivas de la “cultura científica”. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2000.

  • Vezzetti, Hugo. “El discurso psiquiátrico”. En El Movimiento positivista argentino. Compilador Hugo Biagini. Buenos Aires: de Belgrano, 1985.

 

[1] Es importante tener en cuenta que, como bien señala Hugo Biagini, Gustave Le Bon: “fue uno de los socio-organicistas franceses que mayor resonancia obtuvo en el pensamiento americano finisecular; especialmente con los estudios sobre el alma de las masas en tanto producto étnico y ambiental...” (“Acerca del carácter nacional”, en Biagini, Hugo (comp.), El movimiento positivista argentino, Buenos Aires, Edit. Belgrano, pp: 26-27).

 

Hebe Clementi
Roberto Di Giano

Revisión técnica: Adrián Celentano
Actualizado, diciembre 2005

 

© 2003 Coordinador General Pablo Guadarrama González. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Coordinador General para Argentina, Hugo Biagini. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.

 

© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

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