Pedro Henríquez Ureña

 

El concepto de hombre
en el pensamiento de Pedro Henríquez Ureña*

 

Rosa Elena Pérez de la Cruz

 

“Nada de lo humano le era indiferente”
Ernesto Sábato.

“Sigo impenitente en la arcaica creencia
de que la cultura salva a los pueblos”
Pedro Henríquez Ureña.

 

Humanismo desde la palabra. Pedro Henríquez Ureña crítico

Pedro Henríquez Ureña ha sustentado una crítica rigurosa e independiente, momento de un proceso de experiencia humana o vivencia de lo humano desde Latinoamérica: “La preocupación por el idioma como vehículo de comunicación que expresa la cosmovisión de una raza o de un pueblo -señala José Luis Abellán- orientó su actividad investigadora a la historia de la literatura y a la crítica literaria” (Abellan y Barrenechea, 1998: 551). Se propuso reafirmar la unidad de la cultura hispanoamericana. En este sentido admitimos con Barrenechea que Pedro Henríquez Ureña: “Concentró mucho de sus esfuerzos en estudios de lengua, sin duda por considerar que la lengua es una cosmovisión elaborada por una comunidad, el instrumento de expresión, comunicación y acción de los individuos dentro de ella, y el que da cohesión al grupo” (Loc. cit.). Ahora bien, entender la lengua como “instrumento” supone la aclaración que hace Leopoldo Zea, se trata de “La lengua vista como instrumento para comprender y hacerse comprender y no como instrumento de dominio” (Tena, 1996: 404). Dominio que puede aparecer velado por la apariencia de generosidad como sería el caso de suplantar la voz de “los sin voz”, en vez de propiciar la igualdad de oportunidades en la esfera de la comunicación ideal. Pedro Henríquez Ureña procura la expresión de nuestro espíritu. “Por eso –advierte su coterráneo Andrés Avelino- su manera es presentar pueblos, personas, obras, ambientes y cosas, porque por todo ello habla nuestro espíritu indo-español” (Ibíd.: 644). En su estudio del endecasílabo castellano –continúa Avelino- Pedro Henríquez Ureña “muestra que no sólo en el cambio de los acentos sino también en las combinaciones de las diversas formas de endecasílabos, la expresión del más noble verso castellano, adquiere carácter de objetividad autóctona” (Ibíd.: 647). Afirmación que se enmarca en el contexto de los estudios que van desde la versificación irregular en castellano o de los regionalismos del español hasta las síntesis más completas como Las corrientes literarias en la América hispánica(1949) o la Historia de la cultura en América hispánica (1947).

El origen de la poesía castellana es irregular en los cantos populares, regular en los poetas palaciegos, e irregular, nuevamente, en el verso libre de la época moderna y la actual.

En estos estudios Pedro Henríquez Ureña llega a una consecuencia ineludible: la identificación del verso libre, irregular y rítmico con la prosa. Las oraciones, en cualquier lengua, tienen el acento propio del idioma de que se trate. La prosodia natural contiene el acento y el ritmo.

Pasemos ahora a un texto de Pedro Henríquez Ureña que nos ilustra lo que a través de diversas lecturas, vengo afirmando. Cito in extenso.

A la unidad rítmica, desnuda y clara, se atiene el verso libre a que se consagran hoy, en típica confluencia, poetas jóvenes de las más divergentes naciones occidentales. Si es verdad que nuestro tiempo cava hasta llegar a la semilla de las cosas para echarlas a que germinen de nuevo y crezcan libres; si el empeño de simplificación y de claridad toca a los fundamentos de los valores espirituales, y del valor económico, y de la actividad política, y de la vida familiar ¿por qué no ha de tocar a las formas de expresión? Reducido a su esencia pura, sin apoyos rítmicos accesorios, el verso conserva intacto su poder de expresar, su razón de existir. Los apoyos rítmicos, que a unos les parecen necesarios, a otros les sobran o les estorban. Y tales apoyos tienen vida limitada: recorren ciclos y desaparecen. Desapareció la cantidad en los viejos idiomas indoeuropeos; desapareció la aliteración en los germánicos... El siglo XIX, en Europa, está lleno de quejas contra la rima. ¿Por qué la rima resiste todavía el ataque? Cuando se la expulsa, se va con ella el cuento de sílabas: de otro modo, habríamos creado especies nuevas de verso blanco en medidas exactas. Y el verso blanco, está lejos de la “prosa monótona”: órgano de sonoridades rotundas o diáfanas bajo las manos de Shakespeare y de Milton, de Keats y de Shelley, de Goethe y de Leopardi, aun hoy en inglés busca apoderarse de “Los tonos de la voz hablada” en los poemas de Robert Frost; pero su fuerza parece exhausta. No hay formas universales ni eternas.
Aceptemos la sobriedad máxima del ritmo: el verso puro, la unidad fluctuante, está ensayando vida autónoma. No acepta apoyos rítmicos exteriores; se contenta con el impulso íntimo de su vuelo espiritual (Abellán y Barrenachea, 1998: 170).

Resulta patente la sólida convicción e independencia de criterio. Recordemos que está dando respuesta a dos preguntas que, a todas luces, resultan ser complejas: ¿Será cierto que hay dos únicos modos de expresión verbal: el verso y la prosa? ¿Y será cierto que el verso y la prosa deben mantenerse puros, antitéticos e inconfundibles entre sí? Problamente sea una manera de inducirnos a la honestidad intelectual. Puesto que como él mismo señala, vivimos bajo el terror de que nos descubran parentesco con el inmortal bourgeois gentil homme. Sobre todo, si el parentesco existe. Lo cual presupone que sufrimos de “escrúpulos innecesarios”. Quizás no sea el hombre común quien se equivoca, sino el maestro de retórica. Y nos recuerda al árabe cuando describe la prédica de Mahoma: “No es poesía, ni es prosa, ni es lenguaje mágico, pero impresiona, penetra...”.

Para llegar al texto que acabo de citar Pedro Henríquez Ureña tuvo que hacer un recorrido histórico -breve y sustancioso mostrando que una de sus habilidades es la capacidad de síntesis- por diversas fórmulas de versificación, con el objeto de desvanecer el prejuicio de que sólo es verso el de nuestro idioma, en nuestra época y que sigue un ritmo con leyes conocidas. Por eso traspasa la línea del tiempo y busca ejemplos en Asia, África y Europa, hasta comprobar, que de común sólo existe la noción esencial de unidad rítmica. Sin embargo, no pasemos por alto los últimos tres enunciados del texto citado. Pedro Henríquez Ureña no pierde ocasión alguna para llamar la atención sobre el valor y la identidad propia de nuestra América. Es Gramática, sí, es análisis filológico, sí, pero también es un impulso ético: valorarnos, sin desmedro, en todo lo que somos.

La profunda labor sobre la métrica castellana de Pedro Henríquez Ureña -vuelvo a Avelino- hubo de ser muy beneficiosa para los movimientos literarios modernistas de la América Latina y de España. La primera edición de la obra data del 1920 y ya en 1921, en nuestros primeros manifiestos postumistas, al pedir absoluta libertad de metro y rima así como de motivos, vocablos poéticos y expresión de la emoción estética nos sentíamos respaldados por esa obra gigante de investigación de la métrica castellana que discutíamos con juvenil alegría en nuestros cenáculos literarios de aquellos tiempos (Tena, 1996: 647).

El estudio que hizo Pedro Henríquez Ureña lo llevó a concluir la necesaria interconexión entre prosa y verso. La historia lo confirma:

La prosa no nace como mera proyección del lenguaje hablado: se crea como derivación y a ejemplo del verso. Nuestro período, en los discursos, es una imitación de la estrofa. El orador clásico se sentía cercano al poeta, al punto de hacer acompañar su declamación con música de flautas. Y las huellas de aquellos orígenes podemos rastrearlas: todavía existen oradores cuya entonación es como de himno exaltado, especie de canto solemne para el público, sin semejanza con la conversación familiar. La prosa del Antiguo Testamento está todavía cortada en trechos que calcan el versículo de los poetas... Y con las Prosas profanas de Rubén Darío se ha divulgado entre nosotros la curiosa –pero significativa- circunstancia: nuestra palabra románica para designar la forma de expresión opuesta al verso representó, en su origen, una especie de versificación suelta, sin medida pero con rima. Esas prosas litúrgicas ejercieron influjo que no conocemos bien. En los comienzos de la prosa castellana, en la Crónica general compilada bajo la inspiración de Alfonso el Sabio, tropezamos con barrocas confusiones y vaivenes: los autores prosifican, para convertirlos en historia, los poemas épicos, y en la prosificación dejan rastros de verso: pero en ocasiones trabajan al revés: versifican a medias la prosa que les sirve de fuente (Abellán y Barrenachea, 1998: 171-172).

Recuerda Pedro Henríquez Ureña que si bien en el continente asiático distinguen varios modos de componer, p.e. verso con medida y rima; lenguaje rimado pero no medido; prosa poética, medida y no rimada; prosa pura, sin metro ni rima, en el caso de los persas. Mientras los árabes tienen formas intermedias entre verso y prosa como el saj´, el arrullo de la paloma, en el cual su versificación irregular, rimada, es para ellos la fuente de los dos ríos, y el Corán está situado en el punto medio donde se dividen. Y los chinos poseen el wun chang, prosa medida pero no separada en renglones, con frecuentes efectos paralelos.

Sin embargo, en Occidente, la prosa, como hemos visto en el último párrafo citado, se desarrolla gradualmente en la historia.. Sabemos que una de sus formas avanzadas es la exposición sistemática de ideas abstractas. Pero, su última conquista – que ha sido lo más difícil-es la copia exacta de la conversación real, señala Pedro Henríquez Ureña.

Andrés Avelino se reconoce deudor de estas tesis de Pedro Henríquez Ureña, pero no sólo él. Octavio Paz también lo confiesa con la sencillez y autenticidad de los grandes. Basta asomarse a la conversación de Anthony Stanton con Octavio Paz. Después de señalar aciertos y desaciertos de su libro: A la orilla del mundo de 1942, dice Paz:

Seguí escribiendo pero me quedé muy poco tiempo en México. Al año siguiente salí del país. Estuve en los Estados unidos primero, donde leí mucha poesía de lengua inglesa, y esto cambió radicalmente mis ideas acerca de la poesía. Leí también poesía medieval española. Me interesaron las ideas de Henríquez Ureña sobre la versificación irregular. Él sostiene que es la forma más antigua del verso español. Esto me hizo pensar que, a pesar de su origen francés, el moderno verso libre en realidad era una vuelta al origen de la poesía en nuestra lengua. El verso libre, fundado en el ritmo, dio mayor libertad a mis poemas. En los poemas de Condición de nube y Calamidades y milagros... hay un cambio a mi juicio esencial, sobre todo en ciertos poemas que tratan de la vida urbana. Es un tema que había ya explorado antes en algunos poemas, como los sonetos de Crepúsculos de la ciudad, pero en una forma más tradicional. Los poemas escritos en este período son bastante distintos. Por ejemplo, Seven P.M., La calle, Cuarto de hotel y Elegía interrumpida. En todos ellos la visión de la ciudad es más moderna e intensa, el lenguaje es el habla diaria (Paz, 2003, T. 15: 107 y ss.).

Y más adelante, refiriéndose, justamente, a la América Latina y la crítica, responde a César Salgado en 1988:

Usted me pregunta por qué es indispensable la crítica literaria. Yo no sé si sea indispensable sino inevitable: la edad moderna nació con el pensamiento crítico. La ilustración fue un movimiento de crítica de las instituciones, la filosofía, la religión, la política, la moral, las costumbres, el erotismo. Naturalmente, la estética no escapó a este escrutinio de la razón. Apenas si necesito recordar a Kant, para no hablar de Diderot, que no sólo reflexionó sobre la novela sino sobre la pintura. Desde entonces todos los movimientos poéticos y artísticos han sido acompañados por el pensamiento crítico. En general esos movimientos han sido doblemente polémicos: por una parte, han combatido la tradición del pasado inmediato y, por otra, han inventado o redescubierto otra tradición (Ibíd.: 516).

Tal es el caso de Pedro Henríquez Ureña. Lo confirma Paz al responder la pregunta sobre la urgencia de desarrollar la crítica en América Latina.

No sólo ni exclusivamente la crítica literaria. Incluso yo diría que la crítica literaria siempre ha estado presente en América Latina. Hemos tenido críticos excelentes: Bello, Henríquez Ureña, Reyes. España tuvo, en el siglo pasado, a Menéndez Pelayo, un gran crítico, no inferior a Sainte-Beuve. En el XX a Menéndez Pidal, Américo Castro, Dámaso Alonso y otros. Lo que nos ha faltado ha sido la crítica filosófica, moral y política. No sólo no tuvimos nada semejante a Hume, Voltaire o Rousseau; tampoco hemos tenido un Coleridge, es decir, un gran poeta que sea también un pensador filosófico y un crítico literario. Adoptamos las ideas de la modernidad europea sin mucho discernimiento y las aplicamos con irreflexión a nuestra realidad. Para nosotros la modernidad ha sido con frecuencia un traje y, a veces, un disfraz... En este sentido, sí puede decirse que la crítica ha sido la gran ausente de la cultura hispánica (Ibíd.: 517).

Reconozco que estas afirmaciones de Paz causan revuelo, pero bueno, ahí está, pues la posibilidad siempre abierta de la réplica argumentada y la propuesta, como hizo Pedro Henríquez Ureña. El meollo está en que las naciones hispánicas, apenas si participaron en el gran movimiento espiritual fundacional de la edad moderna. El siglo XVIII estuvo ausente, al igual que una tradición democrática, y habría que repensar si hubo un auténtico siglo XIX. Esta situación histórica explica, piensa Octavio Paz, nuestra incapacidad crítica y acentúan nuestro personalismo e individualismo. Sobre este punto Octavio Paz hace una aclaración:

Por cierto, algunos críticos hispanoamericanos... han creído que yo negaba que hubiese críticos en nuestra lengua. ¡Cómo voy a negar a un Reyes, un Henríquez Ureña, un Borges! No, yo me refería y me refiero a esa tradición de pensamiento crítico que nace a fines del XVII y que es la sangre intelectual de Europa. Esa tradición apenas si existe en España y en sus antiguas colonias (Loc. cit.).

Como podemos observar, dicha ausencia se refiere a la revolución científica y filosófica: Newton y Descartes.

Humanismo desde la docencia: “magisterio de una presencia”

Podríamos sostener que para el profesor del colegio secundario de la Universidad de La Plata la docencia fue una opción personal de vida, como lo es para algunos profesionales de esta área, no para muchos.

Evidentemente, maestro no es quien enseña hechos aislados o quien se aplica a la tarea mnemónica de aprenderlos o repetirlos, -sostiene Borges hablando de Pedro Henríquez Ureña- ya que en tal caso una enciclopedia sería mejor maestro que un hombre. Maestro es quien enseña con el ejemplo una manera de tratar con las cosas, un estilo genérico de enfrentarse con el incesante y vario universo. La enseñanza dispone de muchos medios; la palabra directa no es más que uno (Borges, 1981: VII).

Así destacó Borges la labor docente de Pedro Henríquez Ureña, dándole un lugar secundario a la palabra hueca y un lugar primario al “inmediato magisterio de una presencia”. El mismo Pedro Henríquez Ureña es consciente de su vocación a la docencia como una opción por la vida. Lo dice en múltiples ocasiones, pero el siguiente texto nos parece fundamental, en el contexto del tema: El espíritu y las máquinas, y aislado como lo hacemos ahora:

Sigo impenitente en la arcaica creencia de que la cultura salva a los pueblos. Y la cultura no existe, o no es genuina, cuando orienta mal, cuando se vuelve instrumento de tendencias inferiores, de ambición comercial o política, pero tampoco existe, y ni siquiera puede simularse, cuando le falta la maquinaria de la instrucción. No es que la letra tenga para mi valor mágico. La letra es sólo un signo de que el hombre está en camino de aprender que hay formas superiores. Y junto a la letra hay otros, también seguros: el voto efectivo, por ejemplo, o la independencia económica (Henríquez, 1981: 194).

En todo momento Pedro Henríquez Ureña asienta con claridad el imperativo ético de la opción por la vida en todos los ámbitos. Apunta a un ser humano cultivado, a la siembra oportuna y fructífera a sacar del hombre lo mejor. Podemos observar en este texto varios de los fines de una educación integral. Fines altos, los más altos. Vuelve a poner el dedo en el renglón en La cultura de las humanidades, discurso pronunciado en la inauguración de las clases del año 1914 en la Escuela de Altos Estudios de la Universidad Nacional de México. He seleccionado los dos últimos párrafos, mismos que están precedidos de un recorrido histórico por los humanistas europeos, sobre todo Grecia, Alemania, España.

De toda esta inmensa labor humanística, que no cede en heroísmo intelectual a ninguna de los tiempos modernos... hemos querido ser propagadores aquí. De ella no puede venir APRA los espíritus sino salud y paz, educación humana, estímulo de perfección.

Y la Escuela de Altos Estudios podrá decir más tarde que, en estos tiempos agitados, supo dar ejemplo de concordia y de reposo, porque el esfuerzo que aquí se realiza es todo de desinterés y devoción por la cultura. Y podrá decir también que fue símbolo de este momento singular en la historia de la educación mexicana, en el que, después de largas vacilaciones y discordias, y entre otras y graves intranquilidades, unos cuantos hombres de buena voluntad se han puesto de acuerdo, sacrificando cada cual egoísmos, escrúpulos y recelos, personales o de grupo, para colaborar sinceramente en la necesaria renovación de la cultura nacional, convencidos de que la educación –entendida en el amplio sentido humano que le atribuyó el griego- es la única salvadora de los pueblos (Ibíd.: 603).

Estamos seguros de que hemos leído estos párrafos muchas veces, pero igualmente aún hoy cobra especial relevancia. A veces perdemos de vista el edificio que estamos construyendo y nos concentramos en los ladrillitos que estamos pegando. ¡Valga la comparación!

Ernesto Sábato, alumno de Pedro Henríquez Ureña en ese colegio secundario, con el correr de los años, era ya 1940, se enteró de que el maestro lo buscaba. Y comenta: “cuando estuve delante del maestro, me dijo, con una sonrisa enigmática, que acababa de leer mi nota sobre Bioy Casares y que deseaba llevar algo mío a Sur. Me emocionó profundamente aquel acto de generosidad y así reanudé mis relaciones con Don Pedro” (Tena y Castro, 2001: 48-49). Recordemos con Germán Arciniegas que Sur fue la revista fundada por Victoria Ocampo y de la cual dice en 1982: “Sur fue el gran encuentro. El encuentro en diálogos que juntaban a Borges, Mallea, Bioy Casares... con Alfonso Reyes, Gabriela Mistral, Henríquez Ureña... Europa y América, Argentina y el mundo” (Arciniegas, 1993: 329-330).

Ernesto Sábato se encontró varias veces con su maestro, o en el Instituto de Filosofía de Buenos Aires o en el tren hacia La Plata. En uno de esos encuentros ocurrió lo siguiente:

Llevaba como entonces su portafolio lleno de deberes corregidos, paciente y honradamente. “¿Por qué pierde tiempo en eso?”, le dije alguna vez, apenado al ver cómo pasaban sus años en tareas inferiores. Me miró con suave sonrisa y su reconvención llegó con pesada y levísima ironía: “porque entre ellos puede haber un futuro escritor” (Tena y Castro, 2001: 49).

Disciplinado, trabajador y profundo, preciso y austero, observa Sábato, parecía puesto para probar qué triviales suelen ser esas generalizaciones al relacionar clima y temperamento. Pedro Henríquez Ureña, a nuestro parecer, estuvo de acuerdo con la tesis de Caso: “A quien poco se le exige, poco da” y la aplicó a él mismo y a sus alumnos y hasta a sus amigos. Esto no siempre es bien aceptado. Se entiende.

Humanismo desde la crítica filosófica. Pedro Henríquez Ureña pensador

En la etapa positivista mexicana, la filosofía de Comte, en fusión con teorías de Spencer y con ideas de Mill, era la “filosofía oficial”; puesto que imperaba en la enseñanza, desde la reforma dirigida por Gabino Barreda, y se la invocaba como base ideológica de las tendencias políticas en auge. El comtismo mexicano tenía su órgano periodístico: la Revista positiva.

La crítica de las ideas positivistas, no la crítica conservadora, la católica, sino la avanzada, la que se inspira en el movimiento intelectual contemporáneo, apenas iniciaba con el memorable discurso de Don Justo Sierra en honor de Barreda –1908­- y en algunos trabajos de la juvenil Sociedad de Conferencias. De ahí que en México fuese aún interesante hablar del positivismo.

Para Henríquez Ureña, Antonio Caso es uno de los hombres más capaces “de emprender, con criterio filosófico y documentación extensa el estudio histórico-crítico del positivismo, formulando juicio imparcial que no podríamos obtener ni de los sectarios positivistas, ni de sus francos enemigos los católicos. De Caso podía esperarse estudio libre y lleno de variedad, enriquecido con las opiniones de la crítica reciente; en verdad, muchos lo esperaban” (Henríquez, 1976: 280).

Pero la conferencia sobre el positivismo dictada por Caso en la Escuela Nacional Preparatoria, donde aun dominaba el espíritu comtiano, no resultó ser así, ni en la parte histórica, ni en la expositiva, ni en la crítica introdujo novedad alguna.

Se ha contentado, en general, con la exposición, el trazo de orígenes y los juicios encomiásticos que desde tiempo atrás nos presentan los partidarios del positivismo: historia y crítica que, si en nuestra América se han repetido hasta la saciedad, en Europa están ya revisadas y corregidas. No se ha abstenido Caso de hacer críticas sino de la censura franca; ha ejercido la función crítica sólo a medias (Loc. cit.).

El comtismo es para Henríquez Ureña algo superado, aun “entre los mismos positivistas por tendencia o educación, la influencia de Comte comenzó a disminuir ante el avance de Spencer... El positivismo primitivo está ya sepulto.” Sus tendencias eran más sociales que filosóficas. “su originalidad –escribe Lévy Bruhl– está en pedir a la ciencia y a la filosofía los principios de la reorganización social, verdadero fin de sus esfuerzos” (Ibíd.: 282).

La crítica señala deficiencia de fundamentación al Curso de filosofía positiva, obra principal de A. Comte, afirma el autor de Seis ensayos en busca de nuestra expresión.

El uso negligente o arbitrario de los términos: metafísica, filosofía y ciencia lleva a Comte a creerse libre de la primera, con echar a un lado la explicación de causas y esencias, y capaz de constituir la segunda con nociones puramente científicas... Al definir la metafísica –observa Louis Liard– parece tener presente, sobre todo, la escolástica. Pero la destrucción de las entidades escolásticas fue consumada, no por la ciencia, sino por la misma metafísica (Ibíd.: 283).

Comte, obsesionado por el deseo de unidad y por el sentido de la pluralidad de las cosas, pretende por un lado, escapar a las cuestiones metafísicas y, por otro lado, resolverlas por la ciencia; pero esto lo conduce a situaciones ambiguas. “Es monista y pluralista (o dualista) a la vez” (Loc. cit.). Quiere conciliar su agnosticismo con monismo, sin lograrlo, sostiene De Roberty.

La unidad preconizada de manera decidida por Comte, es la que debe obtenerse por la supremacía del punto de vista sociológico en la codificación de las leyes de la naturaleza (curso, lección LVIII): alega, en extensa argumentación, la necesidad del predominio de un elemento especulativo sobre los demás; declara que las ciencias anteriores a la sociología no son sino grados preliminares del espíritu científico y predice “el advenimiento espontáneo de la verdadera unidad en el sistema de filosofía positiva”. Se ha querido definir el sistema como sociologismo y como estudio histórico del universo. Pero lo cierto es que Comte no logra descubrir el principio unificador que se derivará de la sociología ni cómo lo superior explicará lo inferior: el punto de vista sociológico sirve sólo a recordar el fin práctico, humano, de la ciencia, y a marcar límites a las investigaciones (Ibíd.: 285).

Las tendencias de Comte al monismo sistemático son aspectos momentáneos de su pensamiento, durante el curso más bien es agnóstico. Según De Roberty, el espíritu práctico derrota al teórico. La acción práctica sólo se ocupa de lo concreto, lo particular, lo múltiple: el pluralismo es su ley. Para Boutroux los conceptos de utilidad y realidad resumen el positivismo, sacando las consecuencias lógicas de esa actitud, afirma Henríquez Ureña. Comte habría podido dar la fórmula del pluralismo pragmático de William James.

Pero su propósito de ceñirse a las ideas científicas le alejaba de la discusión estrictamente filosófica; su pragmatismo no es crítico, como el de los pensadores contemporáneos, y su criticismo, la limitación del espíritu humano, su incapacidad para conocer las causas primeras y finales y su sola capacidad para descubrir las relaciones de similitud y sucesión entre las cosas, las leyes de los fenómenos; consideraba, además, el pensamiento humano como hecho bio-sociológico, sometido al influjo del medio y de la evolución; y así su teoría del conocimiento se complica con su sociología, sin que él trate de esclarecer la confusión resultante (Ibíd.: 286). Lévy-Bruhl, su discípulo, insiste en ese criterio sin lograr avance alguno.

En relación al problema del conocimiento, reconoce que sólo se puede llegar a un resultado aproximado a la realidad, pero su postura práctica no le permite discutir en qué medida el conocimiento es reflejo exacto de la realidad, sino que le es suficiente con que el conocimiento que tenemos nos oriente prácticamente.

Para Comte, el consenso humano permite corregir la subjetividad del punto de vista individual.

La conciencia no tiene lugar en su sistema, por eso esquiva la discusión de la relación sujeto-objeto y da a su sistema un aspecto de objetivismo exclusivo.

Según Henríquez Ureña, su norma de utilidad social se vuelve estrecha y despótica, por ser siempre pragmática. “No debemos tratar de conocer sino las leyes de los fenómenos susceptibles de ejercer sobre la humanidad alguna influencia”, escribe Comte en su lección del Curso. En fin, para Henríquez Ureña, Comte no llega a justificar con precisión, ni su concepto de la relatividad del conocimiento, ni su fe en la ciencia y sus pretensiones de unidad filosófica. Las plantea a priori y no las fundamenta en el desarrollo de su obra.

El positivismo es “dogmatismo sin crítica”, dice Liard (Ibíd.: 288). Y Höflding afirma que Comte no ha visto con claridad “el problema de las relaciones entre lo positivo y lo universal, de la posibilidad de establecer sobre una base positiva una concepción total del mundo”. La experiencia no se explica a sí misma. Comprender la pregunta de Kant ¿Qué es la experiencia? Supone ver que el pensamiento positivo es tan metafísico como el de los realistas o los nominalistas.

El mismo Nietzsche descubrió la base metafísica idealista en que se apoya el credo positivista:

Los positivistas son los últimos idealistas del saber... su voluntad de verdad a toda costa, su fe en el valor absoluto, incondicional, de la verdad y la ciencia, no son sino una forma infinitamente refinada, sutil, del espíritu ascético y cristiano. Siempre resulta fundada sobre una creencia metafísica nuestra fe en la ciencia; también nosotros los pensadores de hoy, los ateos, los antimetafísicos, también nosotros tomamos esta fe que nos anima del incendio suscitado por una creencia milenaria ya, por esa fe cristiana que fue también la de Platón, y que enseña que Dios es la verdad, y que la verdad es divina (Ibíd.: 288).

La crítica ha señalado ya cómo penetran en el positivismo de Comte las nociones ontológicas. Así De Roberty ve en su teoría de las discontinuidades una modalidad de las viejas hipótesis metafísicas. Por ejemplo, investigar leyes y no causas, hablar de ley irreductible en vez de causa primera; de propiedad en vez de fuerza. En el positivismo, las propiedades aparecen como límites del conocimiento, tal como las fuerzas para los antiguos. Comte no se preguntó si los principios que llamaba positivos eran realmente menos metafísicos que los de causa y esencia, tampoco analizó la noción de ley, observa De Roberty (Ibíd.: 289).

Comte niega categóricamente lo general como existente en sí, sin embargo, sociedad, estado, humanidad, son para él seres reales. Sus concepciones fundamentales en sociología lo acercan por diversas vías al idealismo moderno: se le llama fundador de un idealismo sociológico (Loc. cit.).

Pero si la metafísica implicada en la obra de Comte es ambigua y endeble –señala Henríquez Ureña- su filosofía de las ciencias, en cambio, es uno de los más poderosos esfuerzos del siglo XIX. Demostró que en el orden científico se había llegado ya a nociones experimentales, y a propósitos de certeza empírica, que hizo posible reunir un cuerpo doctrinario capaz de satisfacer las necesidades intelectuales de las mayorías desorientadas.

La ley de los tres estados, aunque ya habían sido formulados por Turgot, sirvió para iluminar muchas cuestiones de la evolución intelectual de la humanidad. La clasificación de las ciencias, que es aceptable como serie histórica y en parte como serie lógica, sirvió de punto de partida para estructurar la enciclopedia contemporánea. Comte no aportó a la filosofía –señala Henríquez Ureña- ninguna noción esencialmente nueva, sino que puso a su disposición, en mejor orden que antes, el conjunto de las ciencias, como lo había deseado Novalis y lo habían ensayado pensadores del siglo XVIII (Ibíd.: 291).

Pedro Henríquez Ureña reconoce que Comte impulsó vigorosamente el movimiento que democratizó la razón, haciendo la filosofía accesible a las mayorías proclamando la frase de Ladd: “en filosofía nadie queda excluido” ya que es propio del ser racional. Este movimiento dio auge a los métodos científicos y perfeccionó la pedagogía contemporánea. Aunque sus opiniones concretas sobre muchas cuestiones científicas no siempre fueron acertadas, es un logro suyo recorrer en orden el mundo de la ciencia guiado, no por un principio metafísico, como en Spencer, sino por el método de enlace.

En psicología, a pesar de la oposición de Mill y de su rechazo al método de introspección, logró normar el criterio de la escuela empírica corrigiendo las teorías de Gall.

En sociología, si bien se precipitó al querer constituir como ciencia un estudio para el cual no había encontrado el verdadero método, la hizo avanzar mucho al afirmar la realidad social como hecho irreductible; dividió los fenómenos sociales en estáticos, ya estudiados por moralistas y políticos, y dinámicos, los cuales explicó por medio de la teoría de la evolución, que llamaba también progreso y que juzgaba regida por las ideas, según la ley de los tres estados. Sus observaciones sobre esta nueva ciencia aún perduran.

Pedro Henríquez Ureña ha recorrido aquí opiniones que la crítica contemporánea de su época formula sobre la filosofía de Comte. Antonio Caso no las desconoce, ni ignora su fuerza; sin embargo, se acogió a la rutina sectaria que hace aparecer al positivismo como el punto culminante de la evolución filosófica moderna.

Confiemos –afirma- en que las conferencias próximas harán justicia a los pensadores estudiados, y que el respeto a las figuras venerables no corte las alas al libre examen: la crítica es, en esencia, homenaje, y el mejor, pues, como decía Hegel, “sólo un gran hombre nos condena a la tarea de explicarlo” (Ibíd.: 293).

En El positivismo independiente (Henríquez, 1976, T. I,: 295-306) Henríquez Ureña continúa diciendo: “El conferencista –se refiere a Antonio Caso- presentó la filosofía de Comte como monumento dogmático difícil de tocar, no se sabe si por respeto a la majestad arquitectónica o por temor a la debilidad de los cimientos” (Ibíd.: 295).

Caso no rectificó su postura laudatoria hacia las ideas comtianas, tampoco ensayó una crítica nueva, a excepción de una breve discusión sobre la ley de los tres estados, sostiene Henríquez Ureña. En sus últimas conferencias afirmó que la fórmula definitiva del criterio positivista es el experiencialismo de John Stuart Mill; el idealismo crítico según el cual no se puede vencer la subjetividad del conocimiento ni derivar de la experiencia la realidad del mundo exterior, sino solamente el orden que éste nos representa. Y con más énfasis dice:

Comte aplicó el criterio de experiencia, pero nunca lo formuló de manera satisfactoria, y siempre aceptó como hecho incontrovertible la realidad objetiva; Spencer creó un realismo que afirma la existencia de lo absoluto incognoscible pero generador de lo conocido y postula el acuerdo entre los objetos cognoscibles y sus representaciones. Mill es quien estudia con verdadero empeño crítico, de filósofo a la vez moderno y clásico, el problema del conocimiento; y por eso, su positivismo es el único que sobrevive, fructífero y ejemplar (Ibíd.: 295- 296).

Ahora bien, para Henríquez Ureña, el experiencialismo de Mill es distinto del positivismo francés y más aún, del realismo transfigurado de Spencer.

El autor de la Lógica raciocinativa e inductiva no es positivista. Mill no esquivó la crítica, no sacrificó la filosofía a la ciencia, no desdeñó el pensamiento clásico, tuvo un espíritu de tradición y a la vez de evolución. “Todo lo que conocemos de los objetos es: las sensaciones que nos dan, y el orden en que ocurren esas sensaciones... Del mundo exterior nada conocemos ni podemos conocer sino las sensaciones que obtenemos de él”. He ahí la declaración fundamental del idealismo crítico de Mill (Ibíd.: 299). Deja abierta la vía de la intuición. No discute la posibilidad de la ontología por no caber dentro de la lógica; pero concede alcance limitado a la intuición. A la experiencia misma sólo la acepta como reveladora del orden en el mundo conocido, no como autoridad para extender ese orden a todo espacio y tiempo.

De las cosas externas, de la materia, sólo sabemos que son posibilidades permanentes de sensaciones. Estas posibilidades son exteriores a nosotros en el sentido de que “no son edificadas por el espíritu, sino solamente percibidas por él; hablando en la lengua de Kant, son dadas a nosotros y a los demás seres como nosotros” (Ibíd.: 300). La única certeza absoluta es que existen estados de conciencia.

En Comte hay, más que en Mill, gérmenes de pragmatismo; pero se definen como deseos de orden y utilidad: Savoir pour prévoir. Sin embargo, Mill, al colocar el problema epistemológico en los lindes del escepticismo, suscitó en William James el deseo de justificar el conocimiento dándole valor de acción ya que no de realidad.

Cuando se le pregunta a Henríquez Ureña sobre Caso y sus conferencias contesta: “es muy joven –25 años–, puede ser que viaje, que modifique sus ideas, que siga menos métodos, nuevos rumbos...” La personalidad que ahora muestra debe evolucionar.

De todos modos, la conferencia final de Antonio Caso fue un alegato a favor de la especulación filosófica. Entre los muros de la Preparatoria, la vieja escuela positivista, volvió a oírse la voz de la metafísica que reclama sus derechos inalienables. Si con esta reaparición alcanzara ella algún influjo sobre la juventud mexicana que aspira a pensar, ése sería el mejor fruto de la labor de Antonio Caso (Ibíd.: 306).

A pesar de la fuerte crítica a la postura de Caso, Henríquez Ureña no pierde la esperanza de un cambio en la persona de Caso, con relación al positivismo en contra del cual luchaban todos los ateneístas. Aunque también ve la posibilidad de que se detenga donde se inició, que se deje vencer por la inercia que en la América Española conduce al estancamiento. Tiene claro que Antonio Caso es un amante de la filosofía y posee el don de la palabra. Amén de poseer amplio conocimiento de la evolución del pensamiento europeo, escribe Henríquez Ureña, a quien el hecho de no compartir todo el contenido de la conferencia de Caso, y por eso hace la réplica, no le ofusca de tal manera que no pueda ver las habilidades, las capacidades y las bondades de su compañero de ideales, como ocurre con muchos colegas de nuestro tiempo. Su verdadero humanismo no cancela en ninguna persona aquello que realmente somos “un haz de posibilidades”.

Bibliografía

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*La versión impresa apareció en el libro: Alberto Saladino García (compilador), Humanismo mexicano del siglo XX, Toluca, Universidad Autónoma del Estado de México, 2004, Tomo I, págs. 63-82.

Rosa Elena Pérez de la Cruz
Facultad de Filosofía y Letras/UNAM
Julio 2006

 

© 2003 Coordinador General para México, Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de 2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez.
Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan.

 

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