Manuel Peimbert Sierra |
Manuel Peimbert Sierra
Luz Fernanda Azuela1 Cuando la sabiduría popular dice “Infancia es destino”, Freud confirma y el historiador vacila. Sobre todo cuando se trata de analizar a un astrónomo que estudia la composición química del universo, pese a haber crecido entre puros humanistas y reconocerse descendiente de los más ilustres pensadores del siglo XIX mexicano. De una crianza así, Freud esperaría otro humanista, pero nos salió astrónomo. Un astrónomo que ha alcanzado las más altas distinciones académicas en su campo profesional y el reconocimiento unánime como representante de la ciencia mexicana de punta en el siglo XX y lo que va del actual. Manuel Peimbert, en efecto, es uno de los pocos latinoamericanos que pertenece a la Academia de Ciencias de los Estados Unidos (1987), a la American Philosophical Society (2002) y a la Sociedad Astronómica Real de Inglaterra (1989), así como a la Unión Astronómica Internacional y a la Academia de Ciencias del Tercer Mundo (1987), de la que ha sido vicepresidente. En México Peimbert es miembro del Colegio Nacional (1993) y ha recibido los premios más importantes del país: el Premio de Ciencias de la Academia Mexicana de Ciencias (1971); el Premio Universidad Nacional en Ciencias Exactas (1988); y el Premio Nacional de Ciencias y Artes en el área de Ciencias Físico Matemáticas (1981). Todos estos reconocimientos se deben a su obra científica, a sus descubrimientos astronómicos y a su desempeño excepcional en la ciencia mexicana. Desde la prominente posición que ocupa dentro del mundo académico, Peimbert ha sido objeto de numerosas semblanzas y entrevistas en las que ha tenido ocasión de exponer sus puntos de vista sobre la ciencia en México y opinar sobre algunos problemas coyunturales. En estas ocasiones, así como en algunos textos de su autoría, el astrónomo ha manifestado sus preocupaciones sobre el orden social, casi siempre alrededor de su condición de científico universitario. No obstante, sigue pendiente una exposición de su pensamiento filosófico y en particular, sobre la condición humana, pues sus interlocutores parecen haberlo percibido conforme al erróneo arquetipo del científico duro -refractario al pensamiento filosófico y la especulación metafísica- cuya torre de cristal no alberga ninguna conciencia histórica o social. Sin embargo, una lectura atenta a los artículos que el propio Peimbert ha escrito sobre estos asuntos y a las entrevistas que ha concedido en momentos clave de la vida universitaria, remiten a su profundo sentido humano y a una lúcida conciencia social que lo vincula con los ideales de sus ilustres ancestros. En particular los de su bisabuelo Justo Sierra Méndez, de quien heredó la fe en la educación como clave del progreso individual y colectivo, amén del compromiso con los jóvenes mexicanos a través de la docencia. De la cuna humanista al destino científico Manuel Peimbert Sierra nació en la ciudad de México el 9 de junio de 1941, cuando el país navegaba un poco a tientas en las aguas del incipiente bienestar que le brindó el despegue económico auspiciado por la segunda guerra. Su infancia se desenvolvió al abrigo del “desarrollo estabilizador”, en el seno de una clase media acomodada que aún guardaba la memoria y algunas reliquias materiales de la abundancia prerrevolucionaria. En la casa de sus abuelos -Manuel Sierra Mayora y Margarita Casasús Altamirano-, donde creció, se habían acabado los lujos pero no los libros, ni la prosapia, ni las relaciones con la crema y nata de la intelectualidad. En la biblioteca de la casa pudo leer a Dumas y a Salgari y acompasar los duelos de espadachines y piratas con una Divina Comedia ilustrada por Doré. Las conversaciones con su abuelo pasaban de Juárez y la gesta liberal del XIX mexicano, al brillo y la penumbra de la Europa de Napoleón Bonaparte. Su abuela, en cambio, le hacía vivir la historia patria de una manera íntima y entrañable, como sangre corriendo por sus venas. Pues como madre mítica, se encargó de trasmitir la tradición familiar, marcando su joven espíritu con la conciencia de una raíz patriótica y entregada a los afanes de la pluma. De acuerdo con la crónica que le trasmitiera, Manuel Peimbert guarda los lazos consanguíneos que ligaron a Justo Sierra con Manuel Carpio; a Ignacio Manuel Altamirano con Joaquín Casasús; y a Vicente Riva Palacio con Javier Barros Sierra... La conseja tradicional admite incluso cierta indiscreción de Vicente Guerrero que emparentaría al astrónomo con el héroe de la Independencia.2 Era pues una familia de rancio abolengo, pero del abolengo que cuenta: el de los luchadores sociales y los intelectuales. Y más aún, las posiciones de avanzada y el compromiso social no habían quedado encerrados en la vitrina con las porcelanas y condecoraciones del glorioso pasado, sino que continuaban vivas en los mayores que lo formaron: su abuelo como distinguido profesor de la Facultad de Derecho de la UNAM y autor de un texto de su especialidad y su madre -Catalina Sierra- como historiadora activa y colaboradora de Agustín Yánez y Daniel Cosío Villegas. Una mujer pionera en muchos sentidos, que se hizo un nombre propio como autora y mostró a su generación la capacidad femenina para desarrollarse a plenitud. La posición de Catalina Sierra en la vida cultural se vio reflejada en las amistades que frecuentaba: Tito Monterroso, Rubén Bonifaz Nuño, Fernando Benítez, Héctor Azar, Henrique González Casanova y Elisa Vargas Lugo, para mencionar sólo algunos.3 De manera que uno podría intuir la forja de una vocación humanista en la fragua misma de una vida cotidiana que lo tenía perennemente expuesto a las expresiones más elevadas de la cultura de aquellos años. A pregunta expresa, Manuel Peimbert admite el peso de ese ambiente en su búsqueda vocacional, pero puntualiza que “tenía facilidad e interés tanto por las materias de humanidades como por las matemáticas” y de niño nunca sobresalió en ninguna disciplina particular.4 Cuando llegó el momento de elegir carrera, “no tenía una vocación definida y estaba más bien interesado en seguir desarrollándose como estudiante en general y seguir preparándose en idiomas y otras disciplinas”. Entró a la Facultad de Ciencias sin haber tomado una decisión definitiva, pues “creía que eventualmente se podría cambiar a alguna facultad del área de humanidades, en las que también tenía mucho interés” [Peimbert, 1984: 38-43]. Sin embargo, las ciencias exactas lo sedujeron desde los primeros meses y bastó una experiencia precoz en el Instituto de Astronomía, bajo la guía de Guillermo Haro, para que el joven Peimbert entregara su vida a las estrellas, o más precisamente a las nebulosas. Este acontecimiento decisivo tuvo lugar en el Observatorio de Tonanzintla, donde colaboraba con Haro en tareas muy sencillas, que no obstante, dieron lugar a su primer descubrimiento. La experiencia, compartida con Gerardo Batiz le dio a probar “la emoción que produce la investigación científica”. Narra Peimbert:
Un científico en el entorno de las movilizaciones sociales Al término de su carrera (1963) Manuel Peimbert emprendió el viaje a Berkeley con su esposa y colega Silvia Torres, que con el tiempo se convertiría también en una de sus más brillantes y asiduas colaboradoras. Eran los años sesenta y en Berkeley confluían los cauces de las revoluciones sociales que marcarían la cultura occidental del último tercio del siglo XX: el movimiento hippie y su derivación antibelicista que impugnó la guerra de Vietnam; la demanda igualitaria de los negros y las mujeres, que transitó por el asesinato de Luther King, la ferocidad de los Panteras Negras y la sublevación de las mujeres (unas indóciles señoras de clase media que quemaban sus sostenes ante el estupor de los hombres). También le tocó la lucha de los inmigrantes que encabezaba César Chávez y mostraba a una incrédula Norteamérica el potencial de este sector demográfico. Y desde luego, el movimiento estudiantil por la libertad de expresión (free speech), con acompañamiento musical de Joan Baez y anticlímax de represión policíaca. Berkeley terminó de sazonar la sensibilidad social de Peimbert justo en la víspera de su retorno a México, en un momento coyuntural. En mayo de 1968, el joven astrónomo se encontró con una universidad más conciente de su papel histórico y dispuesta a participar en la vida política del país. El movimiento estudiantil estallaría en unos cuantos meses, dividiendo la historia contemporánea de México en un antes y un después. Como es sabido, desde sus inicios el movimiento contó con la simpatía y el apoyo de un grupo importante de profesores, que se integraron a una Coalición formada por 72 representantes (con sus respectivos suplentes) de cada una de las escuelas. Peimbert lo fue de la Facultad de Ciencias, participando en todas las reuniones, mítines, asambleas y negociaciones del movimiento hasta que se disolvió el grupo luego de la matanza del 2 de octubre. Entonces se integró al Comité de Defensa de los Presos Universitarios, que organizaron algunas autoridades de la UNAM para lograr la libertad de sus profesores y alumnos. A partir de ese momento Manuel Peimbert se significó por su compromiso con las causas democráticas de los universitarios y se hizo un interlocutor indispensable de los involucrados. Así, el astrónomo se pronunció a favor de la libre asociación de los trabajadores cuando se formó el sindicato universitario (1973), participó activamente en las discusiones que se derivaron de la huelga estudiantil de los años ochenta y luego se integró al grupo de eméritos que mantuvo la posición más abierta durante la penosa huelga del fin de siglo (1999-2000). En el contexto más amplio de la sociedad que contribuyó a forjar desde su trinchera universitaria, Peimbert pugnó por el establecimiento de una política científica sólida para el desarrollo de México y atestiguó la conformación del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (1970), así como la puesta en marcha del Sistema Nacional de Investigadores (1984). También ha figurado como uno de los portavoces más lúcidos de los científicos del tercer mundo, tanto en la Academia de Ciencias de ese nombre –que contribuyó a desarrollar-, como en foros más amplios. Su postura respecto al papel de los científicos de América Latina, parte de la base de la asimetría entre los países del primer mundo y los países subdesarrollados. “Nosotros, afirma Peimbert, tenemos afinidad con los países de América Latina por la raíz histórica, por los sueños y por las lenguas; pero también por un pasado y un desarrollo económico similares. En esa medida, es muy importante que logremos una integración a nivel latinoamericano”.5 Al respecto, aclara que nuestros países necesitan “políticas que nos lleven a transformar la injusticia en la distribución de la riqueza en cada país y la gran iniquidad que existe entre el consumo de los países primermundistas y el de los países tercermundistas”. Pero en la búsqueda de “una alternativa para la humanidad”, advierte, es preciso tomar en cuenta que “la economía no es la finalidad del desarrollo humano”, de modo que la solución para el Tercer Mundo no debe circunscribirse al ámbito económico. Nuestro objetivo, concluye, “debe ser precisamente el desarrollo humano y no el desarrollo de la economía (entendida como el aumento del consumo)”. La tarea de los científicos de América Latina, añade Peimbert, es abrirse a “todas las ideas que han surgido en el mundo [porque] el conocimiento es universal. [Nos corresponde] traerlo de todos lados y utilizarlo para buscar alternativas; utilizarlo para desarrollar a nuestros países y, a la larga -aquí desde el punto de vista optimista- convencer a los primermundistas que se necesitan otras políticas hacia el mundo en su conjunto y al interior de cada país.” Su concepción del papel del conocimiento científico, en este sentido, es de raíz ilustrada: el desarrollo científico y tecnológico contribuye decisivamente al progreso de los países. De ahí su lucha por aumentar la densidad científico-técnica de México mediante una política decidida que incremente el gasto en educación superior y emplee a los científicos. Para Manuel Peimbert,
Hasta aquí, he mostrado el perfil de un científico comprometido con las causas sociales más progresistas, convencido de la capacidad humana de actuar en pro de la justicia y el bien a sus congéneres. En otras palabras, he expuesto los rasgos de un humanista, entendiendo por humanismo aquella actitud que hace hincapié en la dignidad y el valor de la persona y que cuenta entre sus principios básicos la convicción en la capacidad de las personas de hallar la verdad y practicar el bien, en tanto que entes racionales. En relación con lo último, basta aludir a la práctica científica de Peimbert, concebida como empeño infatigable por el conocimiento del mundo natural, del universo observable dixit. Un propósito vital que el no dudaría en equiparar con “la búsqueda de la verdad”. Aquí podría entrar en el campo de su especialidad y abrirme paso hacia preocupaciones filosóficas de mayor hondura, donde los contornos de la astrofísica tocan los bordes de la metafísica, la religión y la ciencia. Pues como es bien sabido, aquellos que estudian la composición química del universo, se ocupan de su origen y de su disposición en el espacio en el tiempo. Así, junto con la teoría del Big Bang surgen otras que recuerdan las heterodoxias de Giordano Bruno en el siglo XVII. Considérese la cuestión de la pluralidad de los mundos, que Peimbert plantea como “una pregunta importante para los cosmólogos” que hoy se expresa en estos términos: ¿es el universo observable todo lo que existe o hay un número infinito de universos? Otro problema actual es "la teoría de la creación continua de materia”, que Peimbert juzga
Sin embargo, agrega Peimbert:
Sus reflexiones en torno a este asunto –cuya profundización me rebasa- habrían fascinado a sus ilustres antepasados, quienes en un imaginario espacio intemporal, habrían encontrado el modo de anudar la hebra entre la astrofísica, la literatura, la historia patria y la filosofía. Pues en la temporalidad que me ha dado el privilegio de tratarle, es innegable que las nebulosas de Manuel Peimbert, abrigan las raíces humanistas de Ignacio Manuel Altamirano, Vicente Riva Palacio y de su bisabuelo Justo Sierra. Sin lugar a dudas Freud tiene razón: Infancia es destino.
Bibliografía Directa
Indirecta
1 Raúl Nivón Ramírez participó como colaborador en la investigación bibliográfica y hemerográfica. 2 Su prosapia científica podría completarse en caso de que se probara su parentesco con el naturalista Manuel María Villada (1841-1924), hijo de Antonio Villada y Pilar Peimbert. Aunque el Dr. Manuel Peimbert no tiene noticia de esto, afirma que por tratarse de una familia pequeña, es posible que todos los Peimbert de México estén relacionados. (Entrevista telefónica, Azuela a Peimbert, 13 de septiembre de 2004 ) 3 Peimbert quiso mencionar sólo a los que frecuentaban su casa. (Entrevista personal, Azuela a Peimbert, 30 de septiembre de 2004) 4 Entrevista personal, Azuela a Peimbert, 25 de mayo de 2004. 5 El tema de América Latina que se tratará en los siguientes párrafos se tomó de Sexta sesión de los Coloquios de la Asociación por la Unidad de Nuestra América México, llevada a cabo en el Auditorio Nabor Carrillo, de la Coordinación de Humanidades de la UNAM, 10 de marzo de 1997. www.aunamexico.org/index.html Para evitar la proliferación de citas, se entenderá que los entrecomillados siguientes provienen del texto antedicho. 6 Entrevista personal, Azuela a Peimbert, 30 de septiembre de 2004. v. Manuel Peimbert, 2000. “Origen de los elementos y evolución del Universo”.
Luz Fernanda Azuela1 |
© 2003 Coordinador General para México,
Alberto Saladino García. El pensamiento latinoamericano del siglo XX
ante la condición humana. Versión digital, iniciada en junio de
2004, a cargo de José Luis Gómez-Martínez. Nota: Esta versión digital se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso correspondan. |