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Fernando de Castro

Sermón que ante la Corte, en la fiesta del terremoto,
el 1º de noviembre del año 1861, predicó el
Sr. Don Fernando de Castro

 

Vigilate quia nescitis diem neque horam
San Mateo, XXV, 13.

Soberano Señor Sacramentado.

Señora:

Al crear Dios al primer hombre, dijo: “Hagamos al hombre a imagen y semejanza nuestra y que domine sobre toda la tierra.” El siglo presente puede envanecerse de haber casi realizado completamente este designio del Supremo Hacedor. El sabio desde su gabinete como si estuviese sobre la masa candente del sol, así regula el movimiento de los astros por el conocimiento de sus leyes. El hombre ha estudiado el fuego para apoderarse del rayo, con una gota de agua reducida a vapor da movimiento a la materia y a todas sus obras; por medio de la electricidad pone en relación al espíritu y a todas sus ideas; y con una exactitud verdaderamente matemática prevé y calcula la aparición de fenómenos, que se realizan de la misma manera que los ha previsto y calculado.

Pero, Señora, la ciencia humana tiene un límite que no traspasará jamás; hay fenómenos que no conoce, que la sorprenden por lo imprevisto. Era el lº de Noviembre de 1755, día de sol claro y despejado, un día meridional y propio de la transparencia de nuestro cielo: cuando de repente, como a cosa de las diez de la mañana, se sintió en toda la Península ibérica, pero principalmente en Lisboa, un ruido subterráneo. La tierra tiembla; los edificios bambolean, crujen y caen estrepitosamente; el mar embravecido, formando altísimas montañas de olas, invade la tierra hasta dos leguas, y al recogerse, arrastra consigo y sumerge en el seno de las aguas cuanto encuentra. En lo que había dejado el mar en seco aparecen centenares de volcanes vomitando fuego, y un huracán impetuosísimo le comunica a las naves, de éstas pasa a los edificios, y el terremoto, el mar, el aire y el fuego destruyen casi por completo la hermosa ciudad de Lisboa, sepultando también entre sus ruinas la mayor parte de sus habitantes. Tal fue, Señora, el terremoto de 1755. El augusto predecesor de V. M. Fernando VI en agradecimiento a la Divina Providencia por haber librado a la España de sus estragos, instituyó esta solemnidad, en la que inmerecidamente me cabe la honra de dirigir a V. M. la Divina Palabra.

Señora: la doctrina de Jesucristo es una, y será siempre la misma, pero sus aplicaciones son varias según las necesidades de los tiempos. Y la Palabra Divina para que sea viva, y penetre, y mueva el corazón, es necesario que sea práctica. Al repasar en mi memoria los sucesos contemporáneos de Europa, y sobre todo los de nuestra patria, observo que se realiza un hecho en el orden social muy parecido a lo que son los terremotos en el orden natural; un hecho que desgraciadamente se reproduce con frecuencia, y que es como una amenaza pendiente de continuo sobre la sociedad. Son las revoluciones, Señora. Las causas de los terremotos y de las revoluciones son enteramente distintas, aunque en los efectos se parezcan; pero en lo que convienen es, en que los unos y las otras, son avisos que la justicia divina envía a los Reyes y a los pueblos para que vivan precavidos y se corrijan en su vida y costumbres. A fin de estar prevenidos para los unos, y de evitar las otras, no conozco un medio más. eficaz que la vigilancia cristiana, esto es, el cumplimiento de. todos los deberes cristianos, pero particularmente de aquellos (entre los cuales llamo de un modo especial la atención de V. M., porque serán el asunto de mi discurso) que hagan referencia al orden social, por ser hoy el más seriamente amenazado.

Ayudadme, pues, a implorar, para desenvolver este pensamiento, los auxilios de la Divina misericordia, mediante la intercesión de todos los Santos, y en particular de María Santísima, a quien todos... etc.

 

Soberano Señor Sacramentado.

Señora:

La Iglesia católica enseña que todo en el mundo está dispuesto y ordenado por Dios; que toda potestad viene de Dios; y que todos los hombres deben respetar y obedecer a las autoridades constituidas, no por temor como el esclavo, sino por amor como el hombre libre; y que cada uno debe permanecer resignado en aquella condición y clase en que Dios le hubiere hecho nacer. Esta doctrina se ha casi olvidado, y por su olvido el hombre sufre, y en la sociedad hay un malestar general. No es esto sólo, Señora; el linaje de la gente plebeya que hasta hace poco tiempo nacía sólo para aumentar el número de los que viven, hoy nacen para aumentar el número de los que piensan. Pero cuando del desorden social que ve y le irrita, deduce que todo en el mundo es obra del acaso, que los nombres de justicia, de virtud y de mérito no corresponden a nada de lo que se realiza en la historia presente, y que los Gobiernos obran movidos sólo por el interés y el favor, piensan mal y se sublevan. La sublevación es sofocada, pero el malestar general continúa, y bajo la misma o diferente forma, las revoluciones se reproducen.

Señora: no conozco una predicación más útil hoy día que la de hacer comprender a todas las clases de la sociedad el cumplimiento de sus deberes morales y sociales con arreglo a la doctrina de Jesucristo. Predicación fructuosísima será por tanto aquella que, no declamando, sino razonando; no con exaltación ni espíritu de partido, sino con calma, con amor, con sinceridad, tenga por objeto ilustrar sobre este asunto a las clases inferiores, dándoles a conocer que la mejora social a que deben aspirar no es salirse de la condición humilde en que Dios les ha hecho nacer; ni tampoco apoderarse violentamente del gobierno de la sociedad; ni menos emanciparse del trabajo, buscando por este medio gozar ancha y libremente de las comodidades y placeres de la vida moderna, sino que deben dirigir sus aspiraciones a educarse intelectual y moralmente, según la doctrina cristiana. Sin negar la importancia de los estudios científicos para resolver los problemas y cuestiones sobre la miseria pública, puede decirse que la compensación más completa, más pronta y duradera para todas las desigualdades sociales, se encuentra sólo en los consuelos, en las esperanzas y en las recompensas que ofrece la religión cristiana. Esa religión divina fundada por Jesucristo; predicada y extendida por hombres del pueblo; instituida primero para los pobres, después para los ricos que ejercen misericordia con los pobres; que llama bienaventurados (Señora, en el Evangelio de este día lo ha oído V. M.), no a los ricos, sino a los pobres; no a los que ríen, sino a los que lloran; no a los que persiguen, sino a los perseguidos; que santifica y ennoblece el trabajo, no considerándolo sólo como una pena, sino como uno de los mayores beneficios que Dios ha dispensado al hombre para que viva. La lucha diaria que el hombre sostiene para oponerse a las resistencias exteriores de los demás hombres y de la naturaleza, el esfuerzo que hace en su interior para dominar las pasiones y desterrar la ignorancia de su espíritu, de tal manera lo engrandecen, que nada hay que se le pueda comparar sobre la tierra. Tan cierto es esto, Señora, que si la sociedad humana se hubiese constituido de manera que sin trabajar el hombre pudiese satisfacer todas sus necesidades, esa sociedad sería una raza de hombres despreciables. El trabajo no solamente es un elemento de prosperidad material, sino un medio de engrandecimiento moral.

Vosotros, los que sois pobres, no envidiéis a los ricos hartos de todo, ociosos y hastiados de vivir, porque no son ellos los bienaventurados de la tierra. Con todo su oro no comprarán un momento de felicidad. Con todos sus placeres juntos no experimentarán la satisfacción viva que vosotros sentís al contemplar la perfección de una obra que ha salido de vuestras manos, el goce purísimo de haber hecho una acción caritativa o de haberse enriquecido vuestro espíritu con una idea nueva. Tened presente que hace dieciocho siglos dijo San Pablo: toda criatura gime; y nosotros podemos repetir hoy también que toda criatura alta o baja gime.

Siento profundamente afligir el corazón de V. M., pero debo apelar a vuestro testimonio para desengaño de los ilusos. ¿No es verdad, Señora, que bajo la dorada techumbre de los palacios, los cuidados, los disgustos, el dolor, la muerte, amargan la existencia y hacen triste la dulce alegría de la vida? ¿No es cierto que habéis envidiado muchas veces la calma y la tranquilidad con que en su pobre albergue el labriego y el artesano comen su, pan de cada día y duermen el sueño de la noche? ¿No es verdad, también, que habéis reputado esa medianía honesta como el supremo ideal de la felicidad sobre la tierra? Pues a esa honrada medianía, y aun a más alto puesto, podéis llegar vosotros hoy en la relación viva e inmediata en que viven todas las clases de la sociedad; mas entendedlo bien, mediante la educación, la honradez y el trabajo.

Señora: una de las aspiraciones más legítimas de las clases inferiores, es aquella que tiene por objeto pedir el que sean educadas y estimuladas a la virtud por las superiores. Es una inclinación como natural en las clases de condición humilde imitar todo lo que ven en las altas clases, unas veces por vanidad, otras por complacencia. De manera que, si las clases superiores se propusiesen en todas sus acciones por único objeto la virtud, eso solo sería bastante para poner en orden todas las cosas y remediar muchísimos abusos. Pero desgraciadamente no siempre sucede así. No es mi ánimo ofender a ninguna clase ni persona; no es propio de mi ministerio, ni de mi carácter tampoco. Pero no por eso debo dejar de decir que esa tendencia al lujo y ese afán por los goces materiales de la vida, que se nota con sobresalto en las clases inferiores, y que aumenta cada día, tiene su origen en el lujo y goces sensuales de las personas acomodadas, de una manera tal, como no se ha conocido en la Historia desde los tiempos del Imperio romano; y cuya consecuencia inmediata es producir ese egoísmo característico de nuestro siglo, que consiste, no en dejar de socorrer a los pobres, sino en hacerlo por mano ajena; no en no compadecerse de sus miserias, sino en no ocuparse de ellas personalmente; porque la molicie, la afeminación y el refinamiento de las costumbres han hecho tan delicadas a esas clases que, salvas honrosísimas excepciones, no tienen valor, Señora, para subir a una guardilla y llorar con el que llora y afligirse con el afligido; ni corazón para contemplar a pie quedo la pobreza, la desnudez, el hambre, las enfermedades, la muerte, y lo que es aún peor que la muerte, la abyección y envilecimiento en que se encuentran sumidos esos seres humanos, de los cuales parece haberse borrado hasta la imagen de Dios de que fueron formados, y en quienes no han nacido todavía las ideas de conciencia, de virtud y de libertad. No hay, Señora, en las clases acomodadas, ni bastante elevación de pensamiento, ni suficiente grandeza de ánimo, para acercarse a las clases inferiores y decirles: “Yo vengo a vosotras porque creo en Jesucristo y su doctrina; vengo no sólo a daros el alimento del cuerpo, como han hecho aun los gentiles, sino también el del alma, pasto propio de la caridad cristiana; porque sé que redimir un alma de la miseria y del vicio es más meritorio que resucitar los muertos, que medir el cielo y la tierra, que descubrir la aplicación del vapor y la electricidad. Oíd; lo que hoy nos separa, no es tanto el nacimiento, las riquezas y los honores, cuanto la educación, el mérito v la virtud. Mirad; ¿veis ese monumento grandioso, rico, soberbio levantado por el siglo XIX para la exposición de los productos de la industria humana? Pues vosotros que sois los obreros que habéis trabajado en levantarlo, en calidad de hombres y de cristianos, valéis más que él y que todo lo contenido en él.” Hablando de esta manera, se estimularía al trabajo y a la virtud a las clases inferiores por las acomodadas. En vez de hacer eso, se vive en la inacción y en los placeres; y cuando llega el día del peligro, se pide a la política que comprima y a la religión que amenace. ¿Sabéis, podría yo deciros, cuáles son las causas de los terremotos y de las desigualdades en la superficie de la tierra? Pues oíd. El aire y los gases condensados en el seno de la tierra, cuando se embravecen buscan salida; y no encontrándola, rompen por la parte más débil; y al romper, la tierra se levanta, formando nuevas alturas y montañas sobre las antiguas o al lado de ellas. Pues así pasa con las revoluciones. Hay una atmósfera moral que rodea la tierra, así como la atmósfera material. Esa atmósfera moral se forma del flujo y reflujo de ideas, opiniones, sentimientos, virtudes, pasiones, vicios, miserias e injusticias. Cuando esa atmósfera está viciada y sus miasmas se condensan, buscan también salida; y no encontrándola, ni en la reforma de las costumbres, ni de las instituciones sociales, rompen por la parte más débil que es el pueblo, y al romper, las multitudes se levantan y forman nuevas alturas, nuevas desigualdades de clases en la sociedad, o sobre las antiguas o al lado de ellas. “Velad, porque no sabéis el día ni la hora.”

Señora: no hay influencia moral más poderosa sobre las clases todas de la sociedad que la que ejerce el sacerdote. A su puerta llaman el rico y el pobre; aquél a dar su limosna, éste a recibirla. Ningún hombre puede hacer más bien o mayor mal en la sociedad, según que cumpla con los deberes de su ministerio o los abandone. El tiene en su mano las tres más poderosas palancas capaces de remover el mundo, cualquiera que sea el grado de corrupción, de incredulidad o letargo en que yazga, a saber: la fe, la esperanza y la caridad.

V. M., Señora, es Reina de una Nación católica; importa, pues, a V. M. conocer los deberes del sacerdocio. Jesucristo los determinó diciendo: que su ministerio era “predicar el Evangelio a los pobres, sanar a los contritos de corazón y anunciar la libertad a los cautivos”. Las dos virtudes en cuyas alas habían de ir a predicar el Evangelio por todo el mundo, debían ser la prudencia y la sencillez. “Sed prudentes como las serpientes, y sencillos como las palomas.”

La prudencia nos aconseja, hermanos míos en el ministerio sacerdotal, que huyamos de todo punto de ese palenque, en que, divididos los hombres en bandos y partidos, luchan por intereses puramente terrenos y mundanales, sin dar a ninguno ocasión de queja, para que no sea vituperado nuestro ministerio; antes bien, haciéndonos todo para todos, a fin de ganarlos a todos. No ambicionemos el primer puesto en la jerarquía social, como quien va delante y manda; si nos empeñásemos en eso, la sociedad no nos seguiría. No nos coloquemos tampoco en el último, quedándonos atrás, como en son de queja y descontento; el mundo sigue su camino, no nos esperará. Pongámonos, sí, en el centro, en el medio, al lado de los que van delante y mandan, para decirles: Gobernad en justicia por Dios; y de los que van detrás y nos siguen, para advertirles: “Obedeced a los que mandan por amor de Dios”.

La sencillez evangélica nos obliga a ser graves y circunspectos en nuestras palabras, acciones y maneras. Esta misma sencillez nos fuerza a que en la defensa del dogma; la moral y la disciplina, lo hagamos con templanza, con pureza de intención y con todas aquellas cualidades que tan propias son y tan bien sientan al que lleva razón en lo que dice.

Hay hoy, Señora, profetas que no predican más que lamentos, que no anuncian más que catástrofes y ruinas. Para ellos, individuos, familias, sociedades, Naciones, Gobiernos, civilización, todo está corrompido y todo debe perecer. Y esto lo dicen y lo escriben con una exaltación de espíritu, con una dureza de corazón que aterroriza. Jesucristo, Señora, también profetizó la ruina de Jerusalén, pero también oró a su eterno Padre y se afligió su corazón hasta sudar gotas de sangre. Predicó, sufrió, trabajó, y no se retiró de la sociedad en que vivía hasta dar su sangre por ella y por la redención del mundo. Cuando cayó el Imperio romano, y los bárbaros se establecieron en Europa, el cristianismo salvó la sociedad. Si ésta pereciese hoy, como se anuncia, la culpa sería principalmente nuestra.

Señora: estamos en vísperas de una gran revolución religiosa. En ella, vivid segura, no perecerá el catolicismo, porque no depende de la voluntad del hombre, ni de sus esfuerzos, sino de la voluntad de Dios. De ella no saldrá ningún nuevo dogma católico; pero, Señora, tenedlo presente: de ella saldrá una nueva aplicación de las doctrinas católicas. ¿Qué hacer, hermanos míos, en circunstancias tan críticas como se preparan? Inspirarnos del espíritu de caridad y de amor de que fueron embriagados los Apóstoles cuando el Espíritu Santo descendió sobre ellos para renovar la faz de la tierra. “Velad vosotros también, porque no sabéis el día ni la hora.”

Señora: sobre el pueblo, sobre las clases acomodadas, y sobre el sacerdocio en lo temporal, está la suprema majestad de los Reyes.

Permitidme que diga a V. M., que los Reyes tienen también deberes que cumplir para con sus pueblos.

Dice Santo Tomás en su libro De Regimine principum, que así como aquel hombre es más valiente que puede vencer mayor número de enemigos, y más fuerte el que levanta mayor peso; así necesita más virtud aquel que debe regir una familia, que el que sólo tiene que regirse así mismo; y mucha más todavía el que debe gobernar una ciudad o una Nación. Pero añade, Señora, que si los Reyes necesitan más virtud para gobernar en la tierra, también les será concedida mayor recompensa en el cielo. El ejemplo de los Reyes es de tal influencia sobre los pueblos, que viven en la inevitable alternativa de no poder perderse solos ni salvarse solos. Si se pierden, pierden a su pueblo; si se salvan, salvan también a su pueblo. Meditad sobre eso, Señora; y velad, porque no sabéis el día ni la hora”.

Difícil de suyo es el arte de reinar; más difícil en los tiempos calamitosos que atravesamos; y dificilísimo si se reina, como V. M., sobre un pueblo valiente, es verdad, pundonoroso, amante de la monarquía y leal a sus Reyes; pero que, en medio de no acertar a gobernarse, ha decaído de aquella honradez proverbial española y aquella hidalguía castellana que durante siglos fue el timbre que ennobleció más a los españoles a los ojos de los demás países de Europa. Ha desvirtuado en todos sentidos y de todos modos la religión de sus padres, y ha caído en un indiferentismo político y religioso parecido al de aquel Obispo de Laodicea de quien habla el Apocalipsis de San Juan y a quien dijo el Señor: Por cuanto eres tibio y ni eres frío ni valiente, te comenzaré a arrojar de mi boca”.

Mas cobre ánimo V. M. ..., Este estado es pasajero; la Nación española es joven todavía en la vida de las Naciones modernas, tiene fe en la energía de su raza y en los destinos de su patria, quiere creer, quiere levantarse, y sólo espera como los que estaban sentados alrededor de la piscina de Betania el movimiento de las aguas. La España confía, Señora, en que seréis vos el ángel que la remueva; y lo espera con tanta mayor confianza, cuanto que de público se dice, se cree y se ve, que ni el ánimo liberal, ni la generosidad y nobleza de sentimientos, ni la fortaleza de espíritu os faltan. A la primera Isabel de Castilla, cupo la gloria de fundar la unidad material de la monarquía española, constituyéndola; quépaos a vos, Señora, la de fundar su unidad moral y política, regenerándola. Cumpliendo, Señora, con los deberes sociales que os ligan con vuestro pueblo; practicando V. M. la religión católica en que ha nacido, sin escrúpulo, sin miedo y sin encogimiento, con la grandeza y elevación que conviene a los Reyes; no parándose tanto en la exterioridad de la ley en la letra que plata, como en el espíritu que vivifica, que enciende el corazón de los Reyes y les da fuerzas para que desaten o rompan las ligaduras que les impiden gobernar con sabiduría a sus pueblos; abarcando con una mirada serena todos los acontecimientos que se realizan al presente en el mundo, para adquirir clara inteligencia de su espíritu tendencias; dominando y campeando así libre el ánimo de V. M. sobre todas las cosas y sobre todo, no tema las dificultades y peligros de reinar. Allí donde vaya V. M. en este sentido, allí la seguirá el pueblo español.

Una palabra más, Señora, y concluyo. Los frutos de la civilización moderna nacen y se crían entre espinas como los frutos de todas las civilizaciones pasadas y del porvenir. Pero así como la delicada mano de V. M. es capaz de tomar una rosa sin que lastimen sus dedos las espinas; así creo que el pueblo español puede recoger bajo el reinado de V. M. los frutos de la civilización moderna, sin incurrir en el peligro que la amenaza, que es el vivir sólo para producir y consumir, como si de sólo pan viviese el hombre. “La unidad del hombre, dice Santo Tomás, la forma la naturaleza; pero la unidad de la sociedad a que se da el nombre de paz tiene que ser el resultado de la previsión y prudencia de los Monarcas.”

Esa previsión y esa prudencia os deseamos sinceramente, con toda la efusión de nuestro corazón, los españoles. Cuando deis gracias a Dios en el Te Deum que va a cantarse por haber librado a la España de los estragos del terremoto de 1755, pedidle eficazmente esa previsión y prudencia, para que unidos todos por el amor en las contradicciones de la tierra gocemos juntos de la bienaventuranza en el cielo.

 

[Fuente: Fernando de Castro. “Sermón que ante la Corte, en la fiesta del terremoto, el 1º de noviembre del año 1861”. Texto incluido como apéndice en Antonio Jiménez-Landi, La Institución Libre de Enseñanza. Madrid: Taurus, 1973, pp. 622-629. Este excelente libro, fundamental para el estudio de la Institución Libre de Enseñanza, contiene una sección con treinta apéndices]

Actualizado: marzo de 2005

 

© José Luis Gómez-Martínez
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