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Leopoldo Alas

La familia de León Roch (Pérez Galdós)”

No todo ha de ser acierto y perfección en el movimiento de la ciencia y de la cultura, y bien puede el más entusiasmado partidario de los progresos modernos reconocer los lunares que no han de faltar en la obra humana de los adelantos. Uno de los defectos a que aludo es, en mi opinión humilde, el prurito de las nomenclaturas, de las divisiones y subdivisiones infranqueables que introducen en la ciencia y hasta en la literatura aun tratadistas que hacen alarde de muy prudentes y reservados, cuando no de escépticos. Dejo, porque no hace al caso directamente, la cuestión de la ciencia en este respecto, y me limito a tratar de las divisiones y clasificaciones en materia literaria; pues bien, en academias, libros y hasta críticas de periódico suelen ser víctimas los míseros autores de este sistema parcelario. Tal crítico, a quien en su vida se le ha ocurrido tener razón, aplicando el nomius de sus abstractas cavilosidades a la obra del ingenio, la encuentra inconmensurable, y en este caso no transige con las más patentes bellezas. Aquí nos hemos reído mucho de la antigua retórica, que tenía una casuística para el arte; pero, en mi opinión, no serán menos ridículas, andando los tiempos, estas divisiones y subdivisiones de géneros y subgéneros, que son como casillas estadísticas, a que ha de sujetar el artista el vuelo de su fantasía. El día en que la verdadera ciencia de la literatura sea conocida se podrá legítimamente determinar cuál es la natural distinción de género a género; pero hoy que tal ciencia no existe (y ningún espíritu serió y sincero dirá otra cosa) exigen la verdad, la justicia y hasta el buen gusto, cierto latitudinarismo en la crítica respecto al fin y límites de las obras de arte, y a falta de dogmas evidentes, gran poder de intuición, estudio prolijo y reflexivo de los modelos que, sin degenerar en empirismo sistemático, si vale hablar así, se aparte de la abstracción seca y fría, nociva en todo, pero más que en nada en materia estética.

Para muchos que trabajan en una reacción, en su principio provechosa, contra el utilitarismo en el arte, es mancha que afea no poco la obra bella, la tendencia del autor a demostrar —cómo el arte puede y hasta dónde puede— determinadas afirmaciones de un orden cualquiera; dicho esto así, y hablando en seguida del fin propio del arte y de su actividad, etc., parece como que no hay nada que oponer y que los poetas y demás artistas deben huir para siempre de toda tendencia en sus obras.

Y con todo, la experiencia nos enseña que el público de nuestros días, si aplaude las obras no tendenciosas cuando son bellas, más aplaude las que además entrañan un grave problema social, como dicen los redactores filósofos de La Correspondencia. Ejemplo, el mismo señor Pérez Galdós, mientras escribió sus Episodios nacionales, en que el público, aunque tal vez la hubiera, no advirtió tendencia alguna de enseñanza, sino pura novela descriptiva, no obtuvo todo el buen éxito de que vio después coronados sus esfuerzos cuando se publicó Doña Perfecta y Gloria.

Esta experiencia a que aludo, que es así y de la cual pudiera citar infinitos ejemplos, ¿no podrá manifestarnos su razón suficiente? Creo que sí. El público en general vive en un estado de cultura muy inferior al que han alcanzado algunos privilegiados; si a tal pensador no le hace falta, para entrar en especulaciones purísimas y abismarse en ellas, el atractivo del arte, y antes lo que en él ha de haber de sensible e individual le estorba y retarda en el camino, no sucede lo mismo al pueblo todo, ni aun a muchos que pasan por hombres ilustrados y lo son a su modo; esta mayoría considerable del público sin este señuelo de la poesía no penetra voluntariamente en ciertas regiones del pensamiento; pero con el arte sí entra, y en gustando aquella regalada ambrosía de las ideas más altas, al tratar con las madres goza lo que no soñó fuera de aquella misteriosa morada de que vivía tan cerca sin saberlo, y lo que allí ve y comprende lo reputa por lo más bello y admirable, y atribuye al artista todo el valor de sus puras emociones, de aquellas reflexiones tan nuevas y tan profundas que mejoran su espíritu, lo levantan y depuran.

A esto se dirá: es que el arte, sólo por ser arte, obra esas maravillas sin necesidad de ser tendencioso. Y entonces replico: pues el arte, que presentándome bellezas sensibles me eleva a esas regiones y me hace sentir mucho y con pureza, pensar con rectitud y profundidad, o querer con energía y desinterés, a ese arte es al que yo llamo tendencioso cuando concreta a determinado propósito este poder que tiene sobre mi espíritu. El arte que fuese a este fin útil por otros caminos, con disertaciones abstractas, o aun sin ser abstractas, de forma didáctica puramente, no merece el nombre de arte, y por eso muchos libros que se llaman tendenciosos no lo son dentro de la esfera artística.

Las novelas contemporáneas del señor Pérez Galdós son tendenciosas, sí, pero no se plantea en ellas tal o cual problema social, como suele decir la gacetilla, sino que, como son copia artística de la realidad, es decir, copia hecha con reflexión no de pedazos inconexos, sino de relaciones que abarcan una finalidad, sin lo cual no serían bellas, encierran profunda enseñanza, ni más ni menos, como la realidad misma que también la encierra, para el que sabe ver, para el que encuentra la relación de finalidad y otras de razón entre los sucesos y los sucesos, los objetos y los objetos.

Así como de la vida real unos sacan más enseñanza que otros, de las novelas, que deben ser copia de la vida real, pero no fragmentaria, sino de lo orgánico que hay en ella, unos sacan también más enseñanza que otros, y el novelista cumple con su cometido cuando de su obra se puede obtener –por quien pueda– lecciones de que otros no tienen ni acaso necesidad. ¿Quién duda que del Quijote ha obtenido más lecciones, más experiencias el siglo XIX que el siglo en que se escribió? Shakespeare no decía al alma de Voltaire lo que dice al espíritu sagaz de Henri Taine, y de fijo que la lectura de La familia de León Roch no suscitó en el pensamiento del cura de mi pueblo las reflexiones que pudiera hacer brotar del espíritu de algún Luis Gonzaga, de algún joven místico de puro corazón y de escogida inteligencia. En este sentido, ¿cómo no han de tener enseñanza las obras buenas, las que son reflejo artístico de la vida? Así es que en mi humilde juicio el ilustre novelista español, lejos de ir por mal camino en sus novelas contemporáneas, sigue el que más conviene, especialmente ahora: el que le dará más laureles y al público más provecho.

Se trata de la primera parte de una novela que tendrá tres o cuatro: el que haya creído que el asunto de esta obra es el problema del conflicto religioso se equivoca, o a lo menos no juzga con toda exactitud. León Roch y María Egipcíaca luchan, dentro del lazo que les une, por disidencias religiosas, mejor, por culpa del espíritu intolerante, seco y ciego del fanatismo; es verdad, pero si hasta aquí llega el desarrollo de la novela en la primera parte, las consecuencias del conflicto, que son las que se van a ver en el resto de la obra, forman su propio asunto, y por el primer tomo no es posible juzgar del conjunto ni de la idea principal.

Si olvidáramos esto podríamos creer que el escaso movimiento que se nota en la primera parte era defecto capital de la novela, mientras no es más que una manera de exposición, que han usado otros notables novelistas: Víctor Hugo, por ejemplo, en los Trabajadores del mar, en el Hombre que ríe y tal vez en los Miserables. Pero si falta movimiento, y esto cabe en una exposición, no falta interés que no debe faltar nunca desde los primeros renglones.

León Roch interesa desde que aparece, no por la energía e su carácter, ni por la inflexibilidad de sus resoluciones, ni por la grandeza de su talento, sino por su propósito de formar una familia a imagen y semejanza de aquel noble anhelo de su corazón, que tan bien nos describe el autor. León Roch no es el filósofo estoico ni el asceta laico de voluntad de hierro que va al cumplimiento de su destino por la línea recta imperturbable, es librepensador, pero no es filósofo; ha dejado de creer en la religión cristiana y no ha sustituido a la antigua Iglesia ninguna arquitectónica teológica; pero cree tener derecho, aun en medio de sus vacilaciones y debilidades, a la paz del hogar, al natural dominio, legítimo en ciertos límites, del esposo sobre el espíritu de la familia propia. No es León Roch varón perfecto, el Mesías de estos nuevos judíos que esperamos al hombre nuevo, gran novela podría hacer un autor como Galdós con semejante carácter; pero esta vez no ha sido ese su asunto; tal vez León Roch no es siquiera el principal personaje de la obra de que se trata.

Lo que ha dado en llamarse el problema religioso no sólo tiene importancia imponderable como tal problema religioso, sino que es digno de atención especial por las relaciones que mantiene con todo lo que en la vida nos interesa; por esta razón, aun los espíritus menos inclinados a meditar los misterios de ultratumba se preocupan con la materia religiosa, que sin que nadie pueda estorbarlo influye en todo, y al más despreocupado sprit-fort puede hacerle víctima de su poder tiránico. León Roch, decía más arriba, no es un filósofo; si ha dejado de creer lo que le enseñaron en los primeros años fue porque encontró aquella antinomia insoluble entre la aritmética y el catecismo de que nos habla Heine; mas, por desgracia, León, como tantos otros, no ha construido para su conciencia una dogmática, no tiene para cada afirmación atrevida de la Iglesia otra afirmación que oponer. Pero esto no es por culpa suya, y sin necesidad de saber a punto fijo lo que pasa de tejas arriba, se cree con derecho, y de esto está seguro, a buscar una felicidad honesta, la del hogar tranquilo, en el cual se cumple ese idilio que el mismo cristianismo describe con tanta perfección: unión de los cuerpos y de las almas, dulce concordia en esta vida, que es a la vez un sagrado compromiso para la eternidad. María Egipcíaca es la compañera que escoge el pobre sabio para realizar sus legítimos ensueños. La novela comienza con una carta de María a León; en esa carta, que cada cual quisiera para sí y bienaventurados los que hayan recibido alguna semejante, se revela un espíritu sencillo y noble, una ignorancia que suele acompañar a la inocencia y que parece que participa de sus encantos: ya en esa carta hay alguna nubecilla preñada de rayos, en realidad, pero como se ve de lejos y el sol la baña con su luz, parece un ramillete de flores en el jardín del cielo.

María llega a ser la esposa de León. La religión de la esposa debiera ser una garantía de que el matrimonio iba a realizar las aspiraciones de León. ¿Por qué se casan los esposos? ¿Para saciar el sensual apetito? ¿Para fines puramente materiales? No, por cierto, nos dice la Iglesia. “No os es licito emborracharos con vuestro propio vino”, ha dicho un santo; la concupiscencia no desaparece con la bendición del sacerdote, es preciso que la unión sea honesta, espiritual el vínculo. Esto quiere la Iglesia y esto quiere León; perfecto acuerdo. Pero... la Iglesia tiene ideales que contradicen esos buenos propósitos. La mujer que cumple como buena católica; la que tenga, como María Egipcíaca, los gérmenes del misticismo y aspire a una práctica seria y lógica de las doctrinas creídas, tenderá al ascetismo; por su Dios (es decir, por una idea) dejará todo lo que no sea Dios, es decir, lo que ella se figura que es Dios, y sacrificará al esposo —porque todos los maridos son finitos y perecederos—, se perderá en las nubes ascendiendo de una en otra morada mística y hará imposible aquella unión espiritual que la misma Iglesia juzga indispensable en el matrimonio. Todo esto, que es inflexiblemente lógico, se presenta en la novela de Pérez Galdós con la fuerza de convicción y persuasión que tienen la realidad y el arte. Ya se ha advertido en otras obras de nuestro novelista que los personajes que representan el error son puro instrumento suyo, y sin dejar de tener interés sumo vienen a ser como premisas de un silogismo o como miembros de una ecuación, no porque les falte espontaneidad, movimiento y vida, sino porque en todo eso no interviene el factor de la casualidad y de lo fenomenal, no sobreviene el azar de las contingencias ni las influencias encontradas de caracteres y temperamentos; todo se explica por la idea, por la fuerza originaria del error creído, amado y practicado. De la María Egipcíaca que se revela como divina aparición en la carta, bien puede sacar la religión al uso la mujer vestida de paño pardo, que es luego el tormento del mísero León. Las mismas cualidades de María, que pudieran hacer esperar de ella una mujer dócil capaz de comprender verdades a fuerza de amar, de intimar con el sabio por querer mucho al hombre, esas mismas cualidades, minada el alma inocente por la zapa de confesionario, se convierten en enemigos. El sacerdote siembra en el espíritu dócil lo absoluto; es decir, lo absoluto al revés, el error absoluto; que aunque no lo hay, según dicen, no encuentro mejor nombre para esa doctrina que quiere unión de los espíritus y comienza por colocar en medio el abismo infinito.

El terror trágico de esos absurdos aparece con más efecto cuando se les deja en toda su pureza: María Egipcíaca aún vive ligada a la tierra; pero su hermano, Luis Gonzaga, aspira al error infinito de dejar su propia naturaleza por una abstracción soñada. ¡Y dicen los escolásticos que no cabe sublimidad en el mal! Bien sublime es el asceta de tan pocos años que muere de consunción, como la Dama de las Camelias, con la flor de su pasión en las mejillas, enamorado de cavilosidades suyas, con la misma fuerza que pudiera amar a una mujer o a una causa grande, real, noble y legítima. Verdad es que el egoísmo que acompaña siempre a todo pesimismo y a todo misticismo quita no poco de su grandeza a la pasión de Luis Gonzaga; pero aún le queda lo que basta para sumergirnos en profunda meditación dolorosa. Porque crean los neos que está muy por encima de sus creencias, de sus costumbres y hasta de sus facultades sensitivas, ese gran misticismo que es de todas las religiones, que puede existir también fuera de confesión determinada, y que siendo el error más funesto que pudiera enseñorearse de la tierra, tiene tal sublimidad que arrebata, y por algunos de sus limbos se acerca tanto a ciertas profundas verdades, que a veces deslumbra. El señor Pérez Galdós ha sabido tocar tan difícil materia con todo el arte que requería, y en cierto sentido son los capítulos que consagra a Luis Gonzaga lo más grande y admirable que hasta hoy ha salido de su pluma. Fácil es leer y admirar la propiedad de aquellas místicas lucubraciones; pero ¡cuán difícil escribirlas de tal suerte! Mucho más difícil porque el señor Pérez Galdós no es un místico y ha llegado a tanta propiedad no por exaltación, como llegaron muchos místicos, sino a fuerza de ingenio. Y después de todo, cuando se trata de esas cosas de allá arriba, ¡seduce tanto creer! Sólo hay una cosa más sublime: estudiar la verdad y huir de los ensueños como si fueran tentaciones. León Roch, que escucha entre la espesura las frases místicas de Luis, oyendo hablar tanto del cielo mira a las estrellas, y las mira como un pagano, con un profundo sentimiento que no es espiritual puramente, ni es groseramente material, que es, en fin, humano y poético. Lector, cuando leas esta novela (cuando la leas otra vez si la has leído), compara las visiones de Luis con las astronomías de León: yo espero que tu corazón admirará la grandeza del jesuita; pero latirá con más fuerza ante aquella melancólica, sencilla revista de las estrellas, que parece una poesía gnómica, al mismo tiempo que una égloga celeste. Mirar a las estrellas, reconocerlas como amigas, quererlas, sin saber por qué, y sentirse bien en medio de este gran enigma del universo, quizá sea más profundamente religioso que ser místico, rasgar la realidad de la vida en dos partes y con ella el velo de un misterio supremo; lanzar el anatema sobre la mitad del mundo y necesitar aborrecer lo uno para amar lo otro... Pero no todos los católicos son místicos; hay algunos que hasta son diputados.

La familia de María Egipcíaca tiene de todo: su padre es el católico que de su catolicismo sólo conserva la papeleta de empeño, si es licito hablar así; en la prendería del diablo ha dejado todas las virtudes cristianas, pero conserva la papeleta, el resguardo, esto es, la fe de bautismo, para recoger en el día de la muerte toda aquella religión que para vivir no le sirve, y que le servirá para bien morir. Polito es el sietemesino de los salones, que conserva la religión de sus padres por conservar algo, pero que no sabe dónde la tiene, y que de fijo no la tiene en el corazón ni en la cabeza, cuartos desalquilados de su insignificante individuo. Gustavo ya es otra casa: es el joven católico por principios; no sólo sabe montar, tirar, perorar y medrar, también sabe probar su religión con dogmas y todo. El autor pinta con maestría esta terrible variedad del católico. Nada más repugnante que la vanidad y la pedantería disfrazadas de religiosidad; y para mengua suya, de esta mezcolanza hace sus campeones mal amasados la reacción desfachatada. Si el novelista pudiera descender a la arena candente de la política terminaría el retrato de Gustavo con esta pincelada: era redactor de El Siglo Futuro.

Aunque en el dibujo de estos personajes predominan los rasgos cómicos, la corrección y propiedad no faltan, y la intención seria y profunda tampoco; baste reflexionar que como esos creyentes son casi todos, según las edades y los oficios, y que, sin embargo de ser así, pretenden que el mundo y el porvenir les pertenecen.

En esta primera parte, aunque la acción no llega a desarrollarse, hay escenas de exposición comparables a lo mejor que Pérez Galdós hasta el día ha escrito: la vida de Luis y María en los páramos de Ávila, la escena de Pepa y León, en que acierta el autor, por descripciones de lo plástico, a revelarnos lo más espiritual, lo inefable de puro profundo; la descripción de la triste campiña de Madrid, que de noche se traslada al cielo; todos los capítulos en que figura Luis Gonzaga; la conferencia erótico-teológica de María y León a última hora, y otros muchos pasajes, son fragmentos que, por méritos de orden muy distinto, confirman más y más la opinión ya unánime entre el público más culto de que Galdós ha elevado la novela española a unas alturas que no eran de prever pocos años hace.

Por mi parte, estoy tan satisfecho de la tendencia, del estilo y de los procedimientos del autor, que sólo se me ocurre decirle... adelante.

No tengo consejos que dar ni reparos de consideración que poner. Esto es, sin duda, por lo poco que se me alcanza. Prefiero que me digan: “Eres miope”, a inventar defectos que no he visto. En todo caso, si alguno de bulto descubro, a tiempo estoy para avisarlo, porque dentro de poco tendré que hablar a mis lectores de la segunda parte de la novela.

 

La familia de León Roch
Segunda parte (Pérez Galdós)”

Supongo a los lectores del presente artículo, si tiene alguno, enterados de lo que contiene la primera parte de la novela en que me ocupo; de otro modo no sería posible entendernos. En este segundo tomo y parte segunda, el interés de la acción crece naturalmente y llega a ser muy grande desde que el falso misticismo de María Egipcíaca tropieza con un dolor real, de los que llegan al alma sin necesidad de silogismos. Consecuente Pérez Galdós con su sistema, lejos de presentarnos empequeñecida la figura de la imperfecta casada, llega a darle un interés que va acaso más allá de lo que su autor se propusiera. María Egipcíaca, a pesar de sus estameñas, de aquel paño pardo y de aquellas manos descuidadas, no llega a ser, por lo que en ella hay de original, una criatura repugnante ni ridícula, pues todo el ridículo y aun asco que puede causar la supersticiosa religiosidad en que vive como sepultado su espíritu, se ve pronto que no ha podido alterar lo más íntimo de su naturaleza. Además, contribuye no poco en favor de María el derecho que le asiste para conservar el amor de su esposo. No importa que el autor haya sabido pintar con tan simpáticos colores la figura de Pepa, la rival de María, ni importa que León se nos presente en tan espantosa soledad dentro del hogar que soñó como un paraíso; a pesar de todo, y los mismos apasionados a pesar de su pasión lo reconocen, el derecho está con María. Pepa duda, pero ella explica el por qué: es que tanto y tanto dolor, tanta esperanza muerta, han atrofiado el sentimiento del deber en su alma débil y delicada; León no duda, vacila, sí, entre la pasión y el deber, pero no duda. Gran acierto ha mostrado el señor Pérez Galdós con no quebrantar el lazo del matrimonio de la manera precipitada y un tanto grosera de que suelen hacerlo multitud de autores traspirenaicos que, queriendo probar arduas tesis jurídicas, sólo prueban la anemia moral que padecen.

Una delicadísima gradación de colores, un arte exquisito en el esfumar, eran condiciones necesarias para salir con bien del empeño difícil a que su propio talento llevara al novelista. Aunque la obra aún no está terminada y queda mucho por hacer, hasta ahora el acierto en este punto capital no ha faltado ni un momento. Un hombre casado, y casado por amor, con una mujer que ni sueña con ser infiel a su esposo, ha de justificar su conducta al perder el apego a su hogar para llevar el corazón y encaminar sus pasos al hogar de otra mujer; esto ha de hacerse sin que ese hombre aparezca como un malvado, sin que la mujer que acoge al sin albergue se nos figure liviana; y a más de esto, sin que la esposa que pierde al marido sea una adúltera, ni una harpía, ni siquiera una mujer vulgar en el fondo. ¿Consigue todo eso Pérez Galdós? Por lo que conocemos de su novela preciso es confesar que hasta ahora sí; los antecedentes del autor acaso nos permiten pronosticar que el fin corresponderá a lo conocido; aunque será ésta probablemente la ocasión más difícil a que le hayan traído los vuelos elevados de su fantasía envidiable.

Como en las obras dramáticas del arte griego quedaba para dar relieve a las figuras el fondo oscuro misterioso del fatum, sin que por esto dejaran de ser autónomos aquellos personajes tan vivos y reales, así en las novelas de nuestro autor la acción anónima de las ideas y preocupaciones dominantes sirve de fatalidad a su manera para dar cierto interés sublime a los caracteres representados. Si en los cómicos, como la marquesa, Polito, su papá, el señor de Fúcar, etc., los defectos individuales entran por más que el error común admitido; en los personajes que encarnan la principal idea del novelista, como Luis Gonzaga, y en esta segunda parte María Egipcíaca, sigue el carácter, en sí digno, la línea que es resultante de las fuerzas mayores que le solicitan, no perdiendo con esto originalidad, espontaneidad y belleza, por consiguiente, como a primera vista pudiéramos creer, sino adquiriendo superior relieve y tomando toda la dignidad ideal propia de lo genérico y suprasensible que representa.

En cuanto a la conducta de un personaje se le quita la levadura del egoísmo, cualquiera que sea el móvil que le determina, aunque sea un ideal erróneo, es susceptible de interesar puramente y universalmente. María Egipcíaca vive en el error, es cierto; su conducta llega a ser fuente de desgracia; una abstracción, una quimera mística que su naturaleza de mujer sensual no es capaz de seguir en su tendencia más elevada y digna, la arrastra a mil despropósitos, a una vida falsa y separada de todo bien racional; pero de todo esto no es responsable María, como no es el apestado responsable del ambiente emponzoñado en que respira. Luis Gonzaga, el compañero de su infancia, el que repartía con ella el cielo para contar las estrellas, le dejó como legado espiritual aquellas aspiraciones místicas, que como son puro subjetivismo toman diferente rumbo según el espíritu en que influyen: en Luis el misticismo era sabio, depurado acaso de toda mancha sensual; pero en María Egipcíaca, siendo el intento no menos angélico, era por influjos tal vez hasta fisiológicos, en la conducta, en la aplicación diaria, sensual, cosa de apetito más que pasión elevada y sublime. Por eso cuando los afectos naturales se despiertan al aguijón de los celos, el alma de María se levanta, y es bella su extraña figura de esposa ofendida, que viene desde vanos ensueños de idealismo enfermizo a reclamar sus derechos reales.

Mas aquí debe advertirse que cuanto de responsabilidad y culpa se descarga a María es necesario cargarlo a otro lado; si ella no se hace indigna ni repugnante, porque sus propios errores en algo fundamentalmente bueno se originan, no cabe mayor oprobio que el que precisa arrojar sobre ideas, instituciones, costumbres o lo que sean, que arrastran los más santos sentimientos de las almas nobles y pías por laberintos de falsa religión, de falsa mansedumbre, de ascetismo falso y grosero, sensual y estúpido; ideas o instituciones que persiguiendo egoístas ideales no miran el derecho que pisan, desprecian la solidaridad de la vida social y no se sabe si son más dignas de maldición por lo que yerran o por lo que pecan y pervierten.

León Roch personifica en su mujer todo ese cúmulo de absurdos que viven en la sociedad santificados: es natural que León piense así; para él es su María quien causa tanta desgracia con tan necia conducta; si el lector puede y debe ir al origen del mal, el mísero esposo se queja del enemigo que directamente le causa el daño, y aun reconociendo en otra parte la culpa mayor, perentoriamente necesita apartarse del mal inmediato. León, por culpa de la superstición y el fanatismo, no tiene un hogar como lo había soñado: a María le manda su Dios que no ame a su esposo, y, en cambio, Pepa del Fúcar, la pobre Pepa desengañada, sigue amando con toda la fuerza y toda la verdad con que sólo se puede amar lo que vive y se ve en la tierra. Al fin León se enamora de los que le aman. Al lado de Pepa existe Monina, un ángel de dos o tres años; León, que llegó con el espíritu a la edad de ser padre, ve en Monina cifrada toda la felicidad que él soñó y no tiene; por eso quiere tanto a la hija de Pepa; además, hay en este cariño loco por la tierna criatura un sofisma del corazón; amar lícitamente a la hija viene a ser un modo delicado de amar a la madre. Bien lo prueba ésta cuando tanto agradece a León aquella frase de su dolor: “¡Lo que más quiero en el mundo!”

¡Qué delicado pincel –mejor y sin metáforas–, qué alma tan grande la que supo sentir, concebir y ejecutar estas ficciones tan profundas, tan tiernas, tan verdaderas, para la verdad virtual de lo bello, que estremecen lo más noble del corazón humano! El interés dramático y la verdad de la verosimilitud exigían que la lógica de las pasiones siguiera adelante: Pepa comprende todas estas delicadezas y quintaesencias del amor; pero, en fin, quiere a León, a León mismo, lo quiere para sí, todo para ella; León, aunque vacila, también siente que quiere entregarse a Pepa, todo él también, para el amor, para el amor como se entiende en la tierra.

Si llegar a este punto de una vez hubiera sido precipitado, de efecto repulsivo, con las naturales gradaciones que el autor ha empleado, nada es más oportuno, más conforme a lo verosímil; pero si ya se explica la vehemencia del deseo acaso no exista justicia para darle rienda suelta: Galdós coloca en el espíritu de León todo el infierno de lucha que supone una pasión cierta, que se despedaza contra un deber no muy claro; no es aquel deber, determinado de tal modo, el que hace fuerza tan grande, por sí mismo, en la conciencia de León; es la conciencia del deber en general la que en él se resiste como inexpugnable fortaleza.

En esta situación se presenta María Egipcíaca, la esposa, que faltó a muchas obligaciones, que dio motivo y pábulo a la infidelidad, pero que es la esposa. ¡Y qué hermosa se presenta María! No es Friné, que por bella vence a la justicia, es la justicia que además cuenta con la hermosura. En la escena final, entre León y María, quizá la más interesante y bella, hay una resurrección de la Naturaleza en aquella mujer beata; en el cuerpo y en el espíritu de María parece que se celebra un misterio dionisíaco; el grito de la realidad es tan intenso que toda otra voz se apaga en aquella alma que sufre revolución espantosa: cuando María se arroja al cuello de su esposo, le oprime y exclama al perder el sentido: “Te ahogo, te ahogo; yo soy la más guapa para ti.” María parece redimida. ¿Lo estará? Acaso no; acaso el autor no dé por agotada la fuerza extraña que influía en el ánimo de la odalisca mojigata; de todos modos el conflicto queda en pie, porque Pepa y León son inocentes en aquella conjuración de los falsos ideales contra la vida natural de los hombres y de la sociedad; de todos modos, el autor deja la trama de su novela en puntos bien difíciles, pero confío en su ingenio, sobre todo en su instinto evidente, que en obras anteriores le llevó siempre a soluciones acertadas.

Esperemos la tercera parte: el público la espera con gran interés, y para entonces el juicio definitivo.

No cito episodios notables de este segundo tomo: son casi todos modelos de descripción y observación en los respectivos géneros.

También hoy concluiré diciendo al ilustre novelista: “Adelante”.

 

[Fuente: Leopoldo Alas (Clarín). Sólos de Clarín. Madrid: A. de Carlos Hierro, 1881.]

Actualizado: septiembre de 2005

 

© José Luis Gómez-Martínez
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