Leopoldo Alas

El doctor Pértinax

 

I

El sacerdote se retiraba mohíno; Mónica, la vieja impertinente y beata, quedaba sola junto al lecho de muerte. Sus ojos de lechuza, en que se reverberaba la luz de la mortecina lamparilla, lanzaba miradas como anatemas al rostro cadavérico del doctor Pértinax.

—¡Perro judío! Si no fuera por la manda ya iría yo aguantando el olor a azufre que sale de tu cuerpo maldito...! ¡No confesarse ni a la hora de la muerte...!

Este impío monólogo fue interrumpido por un ¡ay! del moribundo.

—¡Agua! —exclamaba el mísero filósofo.

—¡Vinagre! —contestó la vieja sin moverse de su sitio.

—Mónica, buena Mónica —prosiguió el doctor hablando como pudo—, tú eres la única persona que en la tierra me ha sido fiel..., tu conciencia te lo premie..., esto se acaba..., llegó mi hora, pero no temas...

—No, señor, pierda usted cuidado...

—No temas, la muerte es una apariencia, sólo el egoísmo... individual puede quejarse de la muerte... Yo expiro, es verdad, nada queda de mí..., pero la especie permanece... No es sólo eso; mi obra, el producto de mi trabajo, los majuelos del pueblo, mi propiedad, extensión de mi personalidad en la Naturaleza, quedan también; son tuyos, ya lo sabes, pero dame agua.

Mónica vaciló, y ablandándose al cabo, cuanto un pedernal puede ablandarse, acercó a los labios de su amo no sé qué jarabe, cuya sola virtud era trastornar el juicio del moribundo más y más cada vez.

—Gracias, Mónica, gracias, y adiós, es decir, hasta luego. Queda la especie; tú también desaparecerás, pero no te importe, quedarán la especie y los majuelos que heredará tu sobrino, o mejor dicho, nuestro hijo, porque esta es la hora de las grandes verdades.

Mónica sonrió, y después, mirando al techo, vio en la oscuridad de arriba la imagen reluciente de un tambor mayor, de grandes bigotes y de gallarda apostura.

“¡No sería mala especie la que saliera de cuerpo enclenque y de tu meollo consumido por las herejías!”

Esto pensó la vieja al tiempo mismo que Pértinax entregaba los despojos de su organismo gastado al acervo común de la especie, laboratorio magno de la naturaleza.

Amanecía.

II

Era la hora de las burras de leche: San Pedro frotaba con un paño el aldabón de la puerta del cielo y lo dejaba reluciente como un sol. Claro, como que era el aldabón que limpiaba San Pedro el mísmísimo sol que nosotros vemos aparecer todas las mañanas por el Oriente.

El santo portero, de mejor humor que sus colegas de Madrid, cantaba no sé qué aire muy parecido al ça ira de los franceses.

—¡Hola!, parece que se madruga —dijo, inclinando la cabeza y mirando de hito en hito a un personaje que se le había puesto delante en el umbral de la puerta.

El desconocido no contestó, pero se mordió los labios, que eran delgados, pálidos y secos.

—¿Sin duda prosiguió San Pablo—, usted es el sabio que se estaba muriendo esta noche... ? ¡Vaya una noche que me ha hecho usted pasar, compadre... ! ¡No he pegado ojo en toda ella, esperando que a usted se le antojase llamar, y como tenía órdenes terminantes de no hacerle a usted aguardar ni un momento... ! ¡Poquito respeto que se les tiene a ustedes aquí en el cielo! En fin, bien venido, y pase usted; yo no puedo moverme de aquí, pero no tiene pérdida. Suba usted todo derecho... No hay entresuelo.

El forastero no se movió del umbral y clavó los ojos pequeños y azules en la venerable calva de San Pedro, que había vuelto la espalda para seguir limpiando el sol.

Era el recién venido delgado, bajo, de color cetrino, algo afeminado en los movimientos, pulcro en el trato de su persona y sin pelo de barba en todo su rostro. Llevaba la mortaja con elegancia y compostura y medía los ademanes y gestos con académico vigor.

Después de mirar una buena pieza, la obra de San Pedro, dio media vuelta y quiso desandar el camino que sin saber cómo había andado; pero vio que estaba sobre un abismo de oscuridad en que había tinieblas como palpables ruidos de tempestad horrísona, y a intervalos, ráfagas de luz cárdena a la manera de la que tienen los relámpagos. No había allí traza de escalera, y la máquina con que medio recordaba que le había subido tampoco estaba a la vista.

—Caballero —exclamó con voz vibrante y agrio tono—: ¿se puede saber qué es esto? ¿Dónde hoy? ¿Por qué se me ha traído aquí?

—¡Ah! ¿Todavía no se ha movido usted? Me alegro, porque se me había olvidado un pequeño requisito.

Y sacando un libro de memorias del bolsillo, mientras mojaba la punta de un lápiz en los labios, preguntó:

—¿Su gracia de usted?

—Yo soy el doctor Pértinax, autor del libro estereotipado en su vigésima edición que se intitula Filosofía última...

San Pedro, que no era listo de mano, sólo había escrito a todo esto Pértinax...

—Bien; ¿Pértinax de qué?

—¿Cómo de qué? ¡Ah! sí; querrá usted decir, ¿de dónde? Así como se dice: Tales de Mileto, Parménides de Elea..., Michelet de Berlín...

—Justo, Quijote de la Mancha...

Escriba usted: Pértinax de Torrelodones. Y ahora, ¿podré saber qué farsa es ésta?

—¿Cómo farsa?

—Sí, señor, yo soy víctima de una burla; esto es, una comedia; mis enemigos, los de mi oficio, ayudados con los recursos de la industria, con efectos de teatro, exaltando mi imaginación con algún brebaje, han preparado todo esto, sin duda; pero no les valdrá el engaño: sobre todas estas apariencias está mi razón, mi razón que protesta con voz potente contra y sobre toda esta farándula; pero no valen carátulas ni relumbrones; que a mí no se me vence con tan grosero ardid, y digo lo que siempre dije, y tengo consignado en la página 315 de la Filosofía última..., nota b de la subnota alfa; a saber: que después de la muerte no debe subsistir el engaño del aparecer, y es hora de que cese el concupiscente querer vivir. Nolite vivere, que es sólo cadena de sombras engarzada en deseos, etc. Con que así, una de dos, o yo me he muerto o no me he muerto; si me he muerto, no es posible que yo sea yo, como hace media hora que vivía; y todo esto que delante tengo, como sólo puede ser ante mí, en la representación, no es, porque yo no soy; pero si no me he muerto y sigo siendo yo, éste que fui y soy, es claro que esto que tengo delante, aunque existe en mí como representación, no es lo que mis enemigos quieren que yo crea, sino una farsa indigna tramada para asustarme; pero en vano, porque ¡vive Dios...!

Y juró el filósofo como un carretero. Y no fue lo peor que jurase, sino que ponía el grito en el cielo, y los que en él estaban comenzaron a despertarse al estrépito, y ya bajaban algunos bienaventurados por las escalonadas nubes, teñidas cuál de gualda, cuál otra de azul marino.

Entre tanto, San Pedro se apretaba los ijares con entrambas manos por no descoyuntarse con la risa que le sofocaba. Más se irritaba Pértinax con la risa del Santo, y éste hubo de suspenderla para aplacarle, si podía, con tales palabras:

—Señor mío, ni aquí hay farsa que valga, ni se trata de engañar a usted, sino de darle el cielo, que por lo visto ha merecido por buenas obras que yo ignoro: comoquiera que sea, tranquilícese y suba, que ya la gente de casa bulle por allí dentro y habrá quien le conduzca donde todo se lo expliquen a su gusto, para que no le quede sombra de duda, que todas se acaban en esta región, donde todo lo que menos brilla es este sol que estoy limpiando.

—No digo yo que usted quiera engañarme, pues me parece hombre de bien; otros serán los farsantes, y usted sólo un instrumento sin conciencia de lo que hace.

—Yo soy San Pedro...

—A usted le habrán persuadido de que lo es; pero eso no prueba que usted lo sea.

—Caballero, llevo más de 1.800 años en la portería...

—Aprensión, prejuicio...

—Qué prejuicio ni qué calabaza —grita el Santo, ya incomodado un tantico—; San Pedro soy y usted un sabio como todos los que de allá nos vienen, tonto de capirote y con muchos humos en la cabeza... La culpa la tiene quien yo me sé, que no se va más despacio en el admitir gente de pluma donde bendita la falta que hace. Y bien dice San Ignacio...

A la sazón aparecióse en el portal la majestuosa figura de un venerable anciano, vestido de amplia y blanquísima túnica, el cual, mirando con dulces ojos al filósofo colérico, le dijo, mientras cogía sus flacas manos con las que él tenía de luz o por lo menos de algo muy tenue y esplendoroso:

—Pértinax, yo soy el solitario de Patmos, ven conmigo a la presencia del Señor; tus pecados te han sido perdonados y tus méritos te levantaron como alas de la tierra triste y llegaste al cielo, y verás al Hijo a la diestra del Padre... El Verbo que se hizo carne.

—Habitó entre nosotros, ya sé la historia; pero señor San Juan, digo y repito que esto es indigno, que reconozco la habilidad de los escenógrafos, pero la farsa, buena para alucinar a un espíritu vulgar, no sirve contra el autor de la Filosofía última y el pobre filósofo escupía espuma de puro rabiado.

El portal ya estaba lleno de ángeles y querubines, tronos y dominaciones, santos y santas, beatas y beatos y bienaventurados rasos. Hacían corro alrededor del extranjero y escuchaban con sonrisa... de bienaventurados la sabrosa plática que tenían ya entablada el autor del Apocalipsis y el de la Filosofía última. Como San Juan se explicara en términos un tanto metafísicos, fue apaciguándose por poco el furioso pensador, y con el interés de la polémica llegó a olvidar la que él llamaba farsa indigna.

Entre los del corro había dos que se miraban de reojo, como animándose mutuamente a echar su cuarto a espadas. Eran Santo Tomás y Hegel, que por distintas razones veían con disgusto en el cielo al autor de la Filosofía última, obra detestable en su dictamen, esta vez de acuerdo. Por fin, Santo Tomás, terciando el manteo, interrumpió al filósofo intruso gritando sin poder contenerse...

¡Nego suppositum!

Volvióse el doctor Pértinax con altiva dignidad para contestar como se merecía al doctor angélico, el cual, después de haberle negado el supuesto, se preparaba a anonadarle bajo la fuerza de la Summa teologica que al efecto hizo traer de la biblioteca celestial. Diógenes el Cínico, que andaba por allí, puesto que se había salvado por los buenos chascarrillos que supo contar en vida, no por otra cosa, Diógenes opinó que la mejor manera de sacar de sus errores al doctor Pértinax era enseñarle todo el cielo desde la bodega hasta el desván. A esto Santo Tomás apóstol dijo: “Perfectamente, eso es, ver y creer.” Pero su tocayo, el de Aquino, no se dio a partido; insistió en demostrar que la mejor manera de vencer los paralogismos de aquel filósofo era recurrir a la Summa. Y dicho y hecho: ya llegaba con cuatro tomos como casas sobre las robustas espaldas una especie de mozo de cordel muy guapo que llamaban por allí Alejandrito, y era efectivamente don Alejandro Pidal y Mon, tomista de tomo y lomo que estaba en el cielo de temporada y en calidad de corresponsal. Abrió Santo Tomás la Summa con mucha prosopopeya y la primer q con que topó vínole como pedrada en ojo de boticario. Ya el Santo había juntado el dedo índice con el pulgar en forma de anteojo, y comenzaba a balbucir latines cuando Pértinax gritó con toda la fuerza de sus pulmones:

—Callen todas las escolásticas del mundo donde está mi Filosofía última; en ella queda demostrado...

—Oiga usted, señor filósofo —interrumpió Santa Escolástica, que era una señora muy sabida—; yo no quiero callar, ni es usted quién para venir aquí con esos aires de taco; y lo que yo digo es que ya no hay clases y que aquí entra todo el mundo...

—Señora —exclamó el Santo Job, haciendo una reverencia con una teja que llevaba en la mano y usaba a guisa de cepillo—; señora, sea todo por Dios, y dejemos que entre el que lo merezca, que todos cabemos bien. Yo creo que mi amigo Diógenes dice bien; este caballero se convencerá de que ha vivido en un error si se le hace ver el universo y la corte celestial tal como son efectivamente; esto no es desairar a Santo Tomás, mi buen amigo, Dios me libre de ello; pero, en fin, por mucho que valga la Summa, más vale el gran libro de la Naturaleza, como dicen en la tierra, más vale la suma de maravillas que el Señor ha creado; y así, salvo mejor parecer, propongo que se nombre una comisión de nuestro seno que acompañe al doctor Pértinax y le vaya haciendo ver la fábrica de la inmensa arquitectura, como dijo Lope de Vega, a quien siento no ver entre nosotros.

Grandísimo era el respeto que a todos los santos y santas merecía el Santo Job, y así, aunque otra le quedaba, el de Aquino tuvo que dar su brazo a torcer, y Pidal volvió con la Summa a la biblioteca. Procedióse a votación nominal, en la que se empleó mucho tiempo por haber acudido al portalón del cielo más de medio martirologio, y resultaron elegidos de la comisión los señores siguientes: el Santo Job, por aclamación; Diógenes, por mayoría, y Santo Tomás apóstol, por mayoría. Tuvieron votos Santo Tomás de Aquino, Scoto y Espartero.

El doctor Pértinax accedió a las súplicas de la comisión y consintió en recorrer todas aquellas decoraciones de magia que le podrían meter por los ojos, decía él, pero no por el espíritu.

Hombre, no sea usted pesado —le decía Santo Tomás, mientras le cosía unas alas en las clavículas para que pudiese acompañarles en el viaje que iban a emprender—. Aquí me tiene usted a mí, que me resistí a creer en la resurrección del Maestro; vi, toqué y creí; usted hará lo mismo...

—Caballero —replicó Pértinax—, usted vivía en tiempos muy diferentes: estaban ustedes entonces en la edad teológica, como dice Comte, y yo he pasado ya todas esas edades y he vivido del lado de acá de la Crítica de la razón pura y de la Filosofía última; de modo que no creo nada, ni en la madre que me parió; no creo más que esto: en cuanto me se da saberme, soy conscio, pero sin caer en el prejuicio de confundir la representación con la esencia, que es inasequible; esto es, no es para mí, como conscio, quedando todo lo que de mí (y conmigo todo) sé, en saber que se representa todo (y yo como todo) en puro aparecer, cuya realidad sólo se inquieta el sujeto por conocer, por nueva representación volitiva y afectiva, representación dañosa, por irracional, y pecado original de la caída; pues deshecha esta apariencia del deseo, nada queda que explorar, ya que ni la voluntad del saber queda.

Sólo el Santo Job oyó la última palabra del discurso, y rascándose con la teja la pelada coronilla respondió:

—La verdad es que son ustedes el diablo para discurrir disparates, y no se ofenda usted, porque con esas cosas que tiene metidas en la cabeza o en la representación, como usted quiere, va a costar sudores hacerle ver la realidad tal como es.

—Andando, andando —gritó Diógenes en esto—: a mí me negaban los sofistas el movimiento, y ya saben ustedes cómo se lo demostré: ¡andando, andando!

Y emprendieron el vuelo por el espacio sin fin. ¿Sin fin? Así lo creía Pértinax, que dijo: —¿Piensan ustedes hacerme ver todo el universo?

—Sí, señor —respondió Santo Tomás apóstol (único Santo Tomás de que hablaremos en adelante)—, ese fruto se ve.

—Pero, ¡hombre, si el Universo (en el aparecer, por supuesto) es infinito! ¿Cómo conciben ustedes el límite del espacio?

—Lo que es concebirlo, mal; pero verlo todos los días lo ve Aristóteles, que se da unos paseos atroces con sus discípulos, y por cierto que se queja de que primero se acaba el espacio para pasear que las disputas de sus peripatéticos.

—Pero ¿cómo puede ser que el espacio tenga fin? Si hay límite, tiene que ser la nada; pero la nada como no es, nada puede limitar, porque lo que limita es, y es algo distinto del ser limitado.

El Santo Job, que ya se iba impacientando, le cortó la palabra con éstas:

—¡Bueno, bueno!, conversación; más le vale a usted bajar la cabeza para no tropezar en el techo, que hemos llegado a ese límite del espacio que no se concibe, y si usted da un paso más se rompe la cabeza contra esa nada que niega.

Efectivamente, Pértinax nota que no había más allá; quiso seguir y se hizo un chichón en la cabeza.

—Pero esto no puede ser —exclamó, mientras Santo Tomás aplicaba al chichón una moneda de las que llevaban los paganos en su viaje al otro mundo.

No hubo más remedio que volver pie atrás, porque el Universo se había acabado. Pero finito y todo, ¡cuán hermoso brillaba el firmamento con sus millones de millones de estrellas!

—¿Qué es aquella claridad deslumbradora que brilla en lo alto, más alta que todas las constelaciones? ¿Es alguna nebulosa desconocida de los astrónomos de la tierra?

—Buena nebulosa te dé Dios —contestó Santo Tomás—; aquélla es la Jerusalén celestial, de donde bajamos nosotros precisamente; allí ha disputado usted con mi tocayo, y eso que brilla son las murallas de diamantes que rodean la ciudad de Dios.

De manera que aquellas maravillas que cuenta Chateaubriand y que yo juzgaba indignas de un hombre serio...

—Son habas contadas, amigo mío. Ahora vamos a descansar en esta estrella que pasa por debajo, que a fe de Diógenes que estoy cansado de tanto ir y venir.

—Señores, yo no estoy presentable —dijo Pértinax—; todavía no me he quitado la mortaja y los habitantes de esa estrella se van a reír de este traje indecoroso...

Los tres ciceroni del cielo soltaron la carcajada a un tiempo. Diógenes fue el que exclamó:

—Aunque yo le prestara a usted mi linterna, no encontraría usted alma viviente ni en esa estrella ni en estrella alguna de cuantas Dios creó.

—Claro hombre, claro —añadió muy serio Job—; no hay habitantes más que en la tierra; no diga usted locuras.

—¡Eso sí que no lo puedo creer!

—Pues vamos allá —replicó Santo Tomás, a quien ya se le iba subiendo el humo a las narices. Y emprendieron el viaje de estrella en estrella y en pocos minutos habían recorrido toda la Vía Láctea y los suburbios más lejanos. Nada, no había asomo de vida. No encontraron ni una pulga en tantos y tantos globos como recorrieron. Pértinax estaba horrorizado.

—¡Esta es la creación! —exclamó—. ¡Qué soledad! ¡A ver, enséñeme usted la tierra, quiero ver esa región privilegiada: por lo que barrunto, debe ser mentira toda la cosmografía moderna, la tierra estará quieta y será centro de toda la bóveda celeste; y a su alrededor girarán soles y planetas y será la mayor de todas las esferas!...

Nada de eso —repuso Santo Tomás—; la astronomía no se ha equivocado; la tierra anda alrededor del sol y ya verá usted qué insignificante aparece. Vamos a ver si la encontramos entre todo este garbullo de astros. Búsquela usted, Santo Job, usted que es cachazudo.

—¡Allá voy! —exclamó el santo del desierto, dando un suspiro y asegurando en las orejas unas gafas—. ¡Es como buscar una aguja en un pajar...! ¡Allí la veo! ¡Allí va! ¡Mírela usted, mírela usted qué chiquirritina! ¡Parece un infusorio!

Pértinax vio la tierra y suspiró pensando en Petra y en el fruto de sus filosóficos amores.

—¿Y no hay habitantes más que en esa mota de tierra? Nada más.

—¿Y el resto del universo está vacío?

—Vacío.

—Y entonces ¿para qué sirven tantos y tantos millones de estrellas?

Para faroles. Son el alumbrado público de la tierra. Y sirven además para cantar alabanzas al Señor. Y sirven de ripio a la poesía. Y no se puede negar que son muy bonitas.

—Pero ¡vacío todo!

—¡Vacío!

Pértinax permaneció en los aires un buen rato triste y meditabundo. Se sentía mal. El edificio de la Última filosofía amenazaba ruina. Al ver que el universo era tan distinto de como lo pedía la razón, empezaba a creer en el universo. Aquella lección brusca de la realidad era el contacto áspero y frío de la materia que necesitaba su espíritu para creer. “¡Está todo tan mal arreglado que acaso sea verdad!”, así pensaba el filósofo. De repente se volvió hacia sus compañeros y les preguntó:

—¿Existe el infierno?

Los tres suspiraron, hicieron gestos de compasión y respondieron:

—Sí; existe.

—¿Y la condenación es eterna?

—Eterna.

— ¡Solemne injusticia!

—¡Terrible realidad! —respondieron los del cielo a coro.

Pértinax se pasó la mortaja por la frente. Sudaba filosofía. Iba creyendo que estaba en el otro mundo. Aquella sin razón de todo le convencía.

—¿Luego la cosmogonía y la teogonía de mi infancia eran la verdad?

—Sí; la primera y última filosofía.

—¿Luego no sueño?

—No.

—¡Confesión! ¡Confesión! —gritó llorando el filósofo, y cayó desmayado en los brazos de Diógenes. Cuando volvió en sí estaba de rodillas, todo vestido de blanco, en los estrados de Dios, a los pies de la Santísima Trinidad. Lo que más le chocó fue ver efectivamente al Hijo sentado a la diestra de Dios Padre. Como el Espíritu Santo estaba encima, entre cabeza y cabeza, resultaba que el Padre estaba a la izquierda. No sé si un trono o una dominación se acercó a Pértinax y le dijo:

—Oye tu sentencia definitiva —y leyó la que sigue:

“Resultando que Pértinax, filósofo, es un pobre de espíritu incapaz de matar un mosquito;

Resultando que estuvo dando alimentos y carrera por espacio de muchos años a un hijo natural habido por el tambor mayor Roque García en Mónica González, ama de llaves del filósofo;

Considerando que el hecho de creer Pértinax suyo el hijo de Mónica, si quita en parte el mérito a su buena obra, en cambio, le eleva a la categoría de mártir y confesor;

Considerando que todas sus filosofías no han causado más daño que el de abreviar su existencia, que no servía para bendita de Dios la cosa;

Fallamos que debemos absolver, y absolvemos libremente al procesado, condenando en costas al fiscal señor don Ramón Nocedal, y dando por los méritos dichos al filósofo Pértinax la gloria eterna.”

Oída la sentencia, Pértinax volvió a desmayarse.

 

Cuando despertó se encontró en su lecho. Mónica y un cura estaban a su lado.

—Señor —dijo la bruja—, aquí está el confesor que usted ha pedido... Pértinax se incorporó; pudo sentarse en la cama, y extendiendo ambas manos gritó, mirando al confesor con ojos espantados:

Digo, y repito, que todo es pura representación, y que se ha jugado conmigo una farsa indigna. Y en último caso, podrá ser cierto lo que he visto; pero entonces juro y perjuro que si Dios hizo el mundo debió haberlo hecho de otro modo.

Y expiró de veras.

No le enterraron en sagrado.

 

[Fuente: Alas, Leopoldo (Clarín). Solos de Clarín. Madrid: A. de Carlos Hierro, 1881]

Actualizado: septiembre de 2005

 

© José Luis Gómez-Martínez
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