Dos caminos ante la pobreza:
Los padres Gabriel y Néstor en la novela Nicodemus
Steven Casadont
CAPÍTULO I
HUÉRFANOS
En 1962, Juan
XXIII tomó el primer paso en la apertura de la Iglesia al mundo moderno,
con su proclamación de que la Iglesia quería ser “de todos y
particularmente la Iglesia de los pobres” (Gutiérrez Pobreza 83).
Los Documentos del Vaticano II reflejan la nueva
orientación eclesial: “Cristo [...] fue enviado a evangelizar a los
pobres, [y] la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por
el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza”
(Ad gentes 5).
El concepto de
una Iglesia de los pobres captó la atención de los curas y teólogos
latinoamericanos, donde una crisis económica acentuó la severidad de la
pobreza de las masas. En estas condiciones muy reales de la pobreza
extensa, los teólogos latinoamericanos recibieron el mandato del
Vaticano II.
Recordemos, una vez más, las características del
momento actual de nuestros pueblos en el orden social: desde el
punto de vista objetivo, una situación de subdesarrollo,
delatada por fenómenos masivos de marginalidad, alienación y
pobreza, y condicionada, en última instancia, por estructuras de
dependencia económica, política y cultural con respecto a las
metrópolis industrializadas que detentan el monopolio de la
tecnología y de la ciencia (neocolonialismo). Desde el punto de
vista subjetivo, la toma de conciencia de esta misma situación,
que provoca en amplios sectores de la población latinoamericana
actitudes de protesta y aspiraciones de liberación, desarrollo y
justicia social. (Medellín X)
Desde la
perspectiva del pobre, los teólogos latinoamericanos empezaron a
construir su nueva teología que respondería, en su propia manera, al
desafío
planteado por el Concilio Vaticano II.
La historia de Nicodemus lleva el
diálogo inspirado por el Vaticano II a un indeterminado país
latinoamericano. Ya que él era escritor colombiano y publica la novela
durante una época de guerra civil en su país (que toma lugar, también,
en Nicodemus), sería fácil asumir que la novela está situada en
tal país. De todas formas, Nicodemus podría pertenecer a
cualquier país hispanoamericano con un gobierno opresivo que tuviera una
relación de conveniencia con la jerarquía eclesial.
La preferencia
a los pobres, deseada por Juan XXIII en el Concilio Vaticano II, ha
resonado fuertemente con los curas Gabriel y Néstor. El intento por
parte de estos sacerdotes para actualizar las proclamaciones de Juan
XXIII y dedicarse a los pobres se refleja en las palabras de Gabriel:
“Me alienta mi amor por mis hermanos miserables e indigentes que son el
noventa por ciento de este país. Me dedicaré a ellos” (25).
Los dos
sacerdotes quieren poner en práctica el mandato de Juan XXIII, pero la
Iglesia no ha tratado, en términos concretos, lo que quiere decir esta
nueva orientación pastoral. Ellos viven en la primera de tres épocas en
la historia de la opción por la pobreza: del Vaticano II, en 1962, hasta
Medellín, en agosto de 1968 (Lois 10-11). La idea de solidarizarse con
el pueblo pobre, a través del acto de optar por la pobreza, empezó a
aparecer en estos años después del Concilio Vaticano II y sería el
componente clave en el desarrollo de la
teología de la liberación. Medellín dio
grandes pasos en clarificar la posición eclesial oficial de la Iglesia
Latinoamericana:
Uno de
los grandes méritos de Medellín es partir de esa situación y
expresarla en términos sorprendentemente claros y accesibles
para un documento eclesiástico. Se inaugura así una nueva
relación del lenguaje teológico y pastoral con las ciencias
sociales que buscan interpretar esa realidad. (Gutiérrez
Teología 170)
Debido al
tiempo histórico en que viven los dos curas a lo largo de la novela, los
años que preceden a Medellín, se quejan de su soledad doctrinal.
El
Padre Gabriel
comenta:
Tenía la esperanza del Concilio Vaticano
II. Pero se clausuró sin haber tratado la problemática del
presbiterio. Es lo único que me defrauda del Concilio. Los
presbíteros fuimos los grandes olvidados del Concilio. Es
horrible la soledad doctrinal en que nos estamos quedando los
sacerdotes. Casi veinte siglos y no hemos definido bien ni la
teología del sacerdocio, ni la filosofía del sacerdocio. Parece
que la Iglesia le hubiera dado más importancia al estado
clerical que al estado sacerdotal. (25)
Néstor comparte las preocupaciones de Gabriel en cuanto a lo que espera
esta Iglesia nueva de su clero:
Es necesario aceptar en el mundo y aquí una
crisis sacerdotal, no solamente de número, sino de institución,
de definición, de ubicación, de función, de filosofía y de
teología y de sociología del sacerdocio, no tanto del sacerdocio
en sí, cuanto del sacerdote en sí, del sacerdote persona humana
y ministro, y de su posición como hombre entre los hombres y
frente a su comunidad, frente a la verticalidad de la
organización eclesiástica y a la horizontalidad del mundo. (231)
Es obvia la
frustración que sentían estos dos curas que querían seguir la llamada
divina que Dios les hizo, pero no tenían doctrina adecuada para seguirla,
tampoco una Iglesia capaz ni dispuesta a guiarlos. En cuanto a lo último,
Gabriel comenta sobre el silencio de la Iglesia Latinoamericana frente a
la nueva orientación propuesta por el Vaticano II: “El olímpico silencio,
muy parecido a un satánico desdén, es el arma favorita de esos señores
obispos. Conozco laicos y sacerdotes con consultas escritas serias, a
quienes no se les responde nunca” (111). El Concilio Vaticano II les dio
a estos sacerdotes una palmada de semillas sin darles a ellos las
instrucciones de cómo plantarlas. En palabras de Gabriel: “Sencillamente
se nos ha destituido de nuestros cargos, sin darnos misión alguna, sin
suspendernos tampoco, siquiera sanciones canónicamente, pero dejándonos
sin misión, sin oficio y sin medios de vida” (104).
También los
documentos de Medellín hacen eco del estado de confusión que sentía su
clero en los años después del Concilio Vaticano II:
Existe, ante todo, un peligro para la misma
fe del presbítero de hoy […] Cabe señalar principalmente cierta
superficialidad en la formación mental y una inseguridad
doctrinal, ocasionadas tanto por el imperante relativismo
ideológico y por cierta desorientación teológica, como por los
actuales avances, sobre todo de las ciencias antropológicas y de
las ciencias de la Revelación, de los que muchos presbíteros no
poseen la necesaria información o no han llegado a tener una
suficiente asimilación de síntesis. (XI)
Durante este
tiempo histórico, la carencia de doctrina eclesial no era el único
obstáculo que bloqueaba el camino a un compromiso con los pobres: la
resistencia a la nueva orientación de la Iglesia por la jerarquía
eclesial les presentó a los curas radicalizados con otro desafío. Las
estrechas relaciones entre la Iglesia, el estado y las clases altas
resultó en una renuencia por parte del orden establecido dentro de la
Iglesia a aceptar la nueva orientación eclesial propuesta por el
Vaticano II.
Pablo Richard
escribe que las relaciones entre la Iglesia y el estado estaban en un
estado de crisis durante la década de los sesenta (Berryman 8). Los
movimientos progresivos dentro de la Iglesia rechazaban el modelo de lo
que Carter llama religión/política, que le
había permitido a la Iglesia distanciarse de los problemas terrenales.
“Lo que está en crisis, en otras palabras, no es la Iglesia como tal,
sino un modelo particular de las relaciones Iglesia-Estado” (Berryman
8). La Iglesia se ubicaba como apoyo general del sistema político
existente (Levine 57), pero, en una época de gobiernos represivos, esta
relación era especialmente desconcertante. De hecho, su silencio frente
a los abusos de un gobierno opresivo podría ser considerado como una
forma de aprobación: “Por acción o por omisión […] los cristianos
siempre han influido en la configuración socio-política del mundo en que
viven” señala Romero (pár. 4), y Gutiérrez añade que su silencio es
“silencio frente al despojo y la explotación de los débiles por los
poderosos” (Teología 173). Berryman concuerda que “la Iglesia
puede legitimar o ilegitimar. A menudo no puede eludir un asunto: el
silencio puede considerarse un consentimiento implícito” (8). Gutiérrez
niega que la Iglesia pueda escaparse de lo político, escribiendo que
“nada escapa a lo político” y que “todo está coloreado políticamente” (Teología
66-67). “Cuando, con su silencio o sus buenas relaciones con él,
legitima un gobierno dictatorial y opresor, ¿está cumpliendo sólo una
función religiosa?” (Teología 84). Berryman subraya la
preferencia, por parte de la Iglesia, por los gobiernos que reconocen
oficialmente el catolicismo y su tendencia a meterse en la política
cuando está en contra de un grupo considerado demasiado a la izquierda
políticamente (8).
Así, los sacerdotes que colaboran con el
gobierno sandinista son suspendidos, mientras el cardenal Obando,
que denuncia a los sandinistas en cualquier oportunidad, pero
nunca denuncia las atrocidades de los “contras” apoyados por
Estados Unidos, y hasta celebra misas por sus partidarios en
Miami, es envuelto con el manto del profeta. No se levantan
clamores cuando el cardenal Jaime Sin, de Manila, participa
activamente forjando la coalición antielección de Marcos, urge a
los filipinos a votar y después a defender los resultados de las
elecciones, y después apoya a los oficiales del ejército que se
vuelven contra Marcos. ¿Estaba el cardenal apoyando un
surgimiento extraordinario de poder no violento del pueblo, o
ayudando a Estados Unidos y a las élites filipinas a calmar y a
cooptar lo que podría haberse convertido en una auténtica
revolución? Sea cual fuere el resultado, es difícil verlo como
otra cosa que como el uso del poder político de la Iglesia. Lo
mismo es cierto del papa Juan Pablo II, quien infatigablemente
declara que los sacerdotes deben mantenerse fuera de la política,
y sin embargo al visitar Perú en 1985 puede urgir a las
guerrillas de “Sendero Luminoso” a rendirse, aun cuando no hizo
una recomendación semejante a la “contra”, creada y apoyada por
Estados Unidos en Nicaragua dos años antes. Un cínico podría
sacar en conclusión que lo que el Papa quería decir es que él
mismo va a manejar la injerencia política de la Iglesia.
(Berryman 8)
Nicodemus
trata de las relaciones acomodadas entre la Iglesia y los poderes
corruptos del estado. El grupo Nicodemus en la novela, busca ser un
núcleo de apoyo ante el sentimiento de orfandad en que se encuentran los
sacerdotes comprometidos, por lo que se reúne:
Para defender sus ideales y hasta sus
propias personas contra ciertos jerarcas que les niegan su
protección frente a los poderes tiránicos, por andar más atentos
en cultivar sus buenas relaciones con las supremas autoridades
civiles que en cuidar de sus ovejas, según queja de estos
presbíteros en conflicto” (9).
La esposa del
general Ibarbure advierte a Néstor: “Este gobierno no se va a caer tan
fácilmente. Lo apoya la Iglesia. Muchos obispos están de acuerdo con él”
(159). La personificación de esta resistencia eclesial a la nueva
orientación de la Iglesia y su acomodación con el gobierno se presenta
en el personaje del Monseñor Becchini. Al oír de las noticias sobre
Gabriel y Néstor y su participación en un disturbio en una discoteca,
Becchini le advierte a Néstor: “Usted comprende, el incidente tenía una
implicación política contra el estado” (69). El presidente le había
otorgado a Becchini la máxima condecoración nacional (67), conmemorando
las estrechas relaciones entre la Iglesia y el gobierno. Becchini dice
que “El General Cristancho es bueno con la iglesia, a lo cual Néstor
responde “es bueno porque le da plata. Nosotros, los sacerdotes, le
hemos dado nuestras vidas. Ya es tiempo de distinguir entre nuestra vida
y la plata de Cristancho” (70).
Nicodemus
considera también de la percepción existente de que se trataba de una
Iglesia de los ricos. La posición extraordinaria de la Iglesia
dentro de la sociedad hispanoamericana le daba la oportunidad de
respaldar a los necesitados frente a la clase opresora por su contacto
con ambas:
En
sociedades muy divididas como las de América Latina hay poco
contacto significativo entre las fronteras de clase. Más que
cualquier otro forastero, el personal eclesiástico —hermanas,
sacerdotes, pastores— están en posibilidad de cruzar las
fronteras de cultura y de clase. (Berryman 5)
La Iglesia, en
efecto, tenía la oportunidad de ser la voz representativa de los que no
tenían partidarios en los corredores del poder. Sin embargo, ella, por
lo general, se hacía más visible en las comunidades ricas que en las de
los pobres, por lo que durante la década de los años sesenta se inicia
un debate que problematiza. Un debate tuvo lugar en estos años sobre la
relación entre la Iglesia y los ricos:
Aunque la pobreza no fue un tema principal
en los documentos del Vaticano II, la autocrítica desatada por
el concilio empezó a hacer surgir cuestionamientos sobre la
pobreza mundial y sobre la actitud de la Iglesia hacia la
riqueza y la pobreza […] La noción de la opción por los pobres
es reconocer que institucionalmente la Iglesia católica ha
estado más cerca de las élites que de los pobres. (Berryman 2)
El hecho de
que su clero se había “concentrado en las ciudades más grandes, a menudo
en escuelas católicas para los ricos” (Berryman 1), solo aumentaba la
percepción pública de que ésta no era una Iglesia de los pobres. En
Nicodemus, el conservador Monseñor Becchini insiste que “la Iglesia
no tiene clases” (81), pero Néstor resalta la existencia de una Iglesia
fuertemente dividida según las clases económicas:
En esta ciudad, hay tres Iglesias […] Las
parroquias ricas de los ricos, en una misma arquidiócesis, en
una misma ciudad, a muy pocos kilómetros de distancia de los
pobres, están tan distantes y son tan extrañas, como si fuesen
antípodas. Como si entre el oriente y el occidente de esta
ciudad y esta arquidiócesis, existiera la misma distancia que
hay entre el Polo Norte y el Polo Sur. Como si perteneciera a
dos religiones distintas. (80-82)
Su experiencia
en un barrio pobre subraya la ausencia de sacerdotes en las zonas
marginadas, un hecho evidente en los comentarios de las hermanas que
trabajan allí. Cuando Néstor les pregunta a ellas: “¿Qué actitud tienen
las hermanas de esta iglesia hacia dos curas comunistas?”, las hermanas,
optando por la pobreza sin darse cuenta de sus implicaciones políticas,
responden: “Parece que el comunismo da lo que falta de clero nos había
negado: capellanes residentes” (40). Esta misma situación, la
desigualdad en la distribución de los sacerdotes entre los sectores
ricos y los barrios pobres, se trataría luego con énfasis en los
Documentos de Medellín:
Reconocemos, con todo, que hay errores de orden distributivo que
influyen en la calidad del trabajo pastoral:
a) Lo
primero que hiere la vista es la excesiva acumulación de
personal en las iglesias desarrolladas, y la ausencia de
elementos en regiones necesitadas, en la misma nación y hasta en
la misma diócesis o ciudad;
b) Hay Iglesias que abundan en clero
parroquial, pero carecen de sujetos especializados. Hay regiones
e Iglesias que se beneficiarían, si recibieran (siquiera
temporalmente), la ayuda de sacerdotes especializados cuyos
servicios no se aprovechan suficientemente. (XI)
Gutiérrez señala que “una actitud de defensa de la fe” ha sido el motivo
para esta alianza con los ricos, llevando a la Iglesia “a buscar el
apoyo del poder establecido y de los grupos económicamente poderosos,
para hacer frente a sus adversarios eventuales y asegurar lo que creía
ser una tranquila predicación del evangelio” (Teología 125).
Medellín trata igualmente de la percepción pública de una Iglesia rica:
“Llegan también hasta nosotros las quejas de que la Jerarquía, el clero,
los religiosos, son ricos y aliados de los ricos” (IX). Los documentos
insisten en que la Iglesia rompa esta alianza con los ricos:
Queremos que nuestra Iglesia latinoamericana
esté libre de ataduras temporales, de connivencias y de
prestigio ambiguo; que "libre de espíritu respecto a los
vínculos de la riqueza", sea más transparente y fuerte su misión
de servicio; que esté presente en la vida y las tareas
temporales, reflejando la luz de Cristo, presente en la
construcción del mundo. (XIV)
Al examinar
las alianzas sociales de la Iglesia en estas sociedades empobrecidas,
los teólogos se preguntaban si la Iglesia no había sacrificado su
credibilidad. Berryman cuestiona si la Iglesia había perdido su
significado por su bendición a los ricos:
Imaginemos una misa en una parroquia en un
barrio rico de una ciudad capital, donde el promedio de ingreso
per cápita es cincuenta veces el de los campesinos que forman la
mitad más baja de la población. Si en tales casos la misa sirve
para tranquilizar conciencias, ¿no está desmintiendo el
simbolismo? (cap. 12)
Nicodemus proyecta
con claridad su visión de una Iglesia rica y en alianza con los
prósperos de la sociedad. El conservador Monseñor Becchini, quien es muy
gordo, contrasta simbólicamente en su forma física con la delgadez del
Padre Néstor. Él le invita a Néstor a compartir su cena de “antipastos
de Toscana; queso Casciacavallo de leche de brífala, de Salerno;
prosciuto de Bologna […] Krumiri de Cassale y turrón de
Cremona, sin que faltara, a nungún momento, el rocío del Chianti”
(77). La abundancia de comida y licor le hace dormirse durante el
diálogo de Néstor, simbólico de como los excesos de la Iglesia le habían
hecho distanciarse de las preocupaciones de su clero.
La clase alta,
según Néstor, usaba la Iglesia “como su escudo protector, pues empieza a
sentir la amenaza de la miseria y de la ignorancia”, y él rechaza estas
estrechas relaciones entre la Iglesia y los ricos: “No fue con oro y
plata que Cristo nos mandó a predicar” (24). Gabriel no aguanta más la
preferencia a los ricos que muestra la Iglesia:
Yo no sirvo más a una Iglesia que es 33 por
ciento Evangélico, 34 por ciento económica y 33 por ciento
política […] yo me estaba ahogando en este pozo de
inautenticidad en que se ha convertido la Iglesia en muchas
diócesis […] se presta como herramienta de dominación de
determinadas clases sociales y económicas. (109)
Ponerse en
contra de esta alianza traía consigo sus propias consecuencias. Gabriel
señala lo que pasaba a los curas que rechazaban esta alianza e hicieron
la llamada por una Iglesia pobre: “Dije que la Iglesia tenía que dar
testimonio de pobreza y vender sus bienes inútiles y poner ese dinero al
servicio de los pobres. Se me desmintió públicamente y se me destituyó
de la capellanía universitaria” (104-05). El padre Carlos, un compañero
en el grupo Nicodemus, dio unas conferencias sobre “el testimonio
cristiano individual, comunitario y social” y “se le prohibió seguir
dictando su conferencia” (110).
Si la gente ya la percibía como una Iglesia en
alianza con los ricos, su énfasis en las
expresiones externas hacía poco para
convencerla de lo contrario. Y esta toma de conciencia de la posición
política de la Iglesia, repercute fuertemente en la vocación religiosa
de Gabriel: “Las apariencias, Néstor, las
apariencias. La actividad exterior, que siempre exige más, ha derrumbado
mi vida interior” (135). Del mismo modo, la enamorada de la juventud de
Néstor, ahora esposa del comandante de las fuerzas armadas, se
arrepiente por haber escogido el camino que la hizo la primera dama del
país, pero sus lamentos, de hecho, hacen eco de la situación de la
Iglesia. Gabriel se queja del enfoque por parte de la Iglesia en sus
ritos y su imagen externa:
Algunos obispos [...] están contaminados [...]
del constantinismo fanfarrón, del angelicismo ingenuo de los
símbolos. El laicado nuestro ya sabe que los valores son
inauténticos o no son nada y se ríe de la candidez de la
condecoraciones de San Silvestre, de San Gregorio, de los mantos
y espadines de la orden del Santo Sepulcro y de la orden de
Malta y su cruz. Ya no queremos más cruz que la de Cristo. (110)
La
preocupación de la Iglesia en lo externo había pasado por alto lo que el
Vaticano II consideró su misión fundamental: “evangelizar a los pobres y
levantar a los oprimidos, para buscar y salvar los que estaban perdidos”
(LG 8). El concepto de una Iglesia austera representó un choque “para
aquellos acostumbrados a ver el catolicismo personificado en iglesias
ornamentadas, en ceremonias llenas de incienso y en eclesiásticos
solemnes vestidos con brocados” (Berryman 3). Canal Ramírez critica la
exagerada muestra externa de la Iglesia: “Los sótanos y la cripta de la
misma catedral de kazan, tiene idéntica intención de la anterior pero
hace especialmente hincapié en el triunfalismo, en el boato y opulencia,
en las exterioridades del rito y la liturgia” (Unión 187). “La
imagen que ella misma ofrece, tomada globalmente, no es la de una
Iglesia pobre” (Gutiérrez Teología 174), y los Documentos de
Medellín reconocen que esta imagen de una Iglesia rica choca con la
realidad cotidiana de la mayoría de su gente:
Muchas causas han contribuido a crear esa imagen
de una Iglesia jerárquica rica. Los grandes edificios, las casas
de párrocos y de religiosos cuando son superiores a las del
barrio en que viven; los vehículos propios, a veces lujosos; la
manera de vestir heredada de otras épocas, han sido algunas de
esas causas. (XIV)
La
resistencia del sector conservador dentro de la Iglesia a los cambios
propuesto por el Vaticano II llevó a los teólogos de la liberación a
reexaminar la estructura general de la Iglesia. Küng señala que “Jesús
mismo no fundó una Iglesia, sino que más bien su vida y muerte (y por la
fe, su resurrección) pusieron en marcha un movimiento que con el correr
del tiempo adoptó formas cada vez más institucionales” (Berryman 12).
Esta “institucionalización” de la Iglesia sirvió
como un punto de debate entre los teólogos que subrayaron “la urgencia
de una renovación profunda de las actuales estructuras eclesiales”
(Gutiérrez Teología 162), reprochando a las antiguas estructuras
eclesiales haber distanciado a los oficiales eclesiales de la realidad
del pueblo y de su clero. Berryman, por su parte, expresa duda sobre la
capacidad de la jerarquía eclesial para entender la situación actual de
los pobres:
¿Quién está más apto para entender la
situación del campesino brasileño —en términos humanos, en
análisis social, teológica y pastoralmente—, un individuo que
supervisa una agencia de vigilancia doctrinal en el Vaticano, o
un teólogo que enseña medio año en una universidad brasileña y
pasa el otro medio año viajando por secciones sin caminos en la
cuenca brasileña, como hace Clodovis Boff? (cap. 12)
En cuanto a la
estructura general del sistema canónico, Küng cuestiona, de hecho, la
infalibilidad papal, sugiriendo que la Biblia no la apoya y que fue
construida sobre un concepto inadecuado de la verdad: “Esa línea de
pensamiento está amenazando claramente todo el sistema de la Iglesia
romana, al menos tal como se le ve desde el Vaticano” (Berryman 12). En
realidad, la percepción es de una Iglesia que ha perdido su camino:
Canal Ramírez escribe de la Iglesia “del Papa emperador, rey y pontífice,
de los obispos príncipes […] la Iglesia cuyo reino es de este mundo” (Unión
187). Boff señala la semejanza entre el sistema de gobierno del
Vaticano y el del no democrático del Kremlin de la Unión Soviética,
comparando el Papa con el secretario general del partido comunista y la
curia romana con el politburó (Berryman 12). Ellacuría pinta un retrato
de una Iglesia perdida en sí misma:
Pocas
tentaciones más graves para la Iglesia que la de considerarse
como
en sí misma y la de valorar cada una de sus acciones en
función de lo que le es conveniente o inconveniente para su
subsistencia o su esplendor. Es una tentación en la que ha caído
con frecuencia y que con frecuencia ha sido señalada por los no
creyentes. Una Iglesia centrada sobre sí misma –y no hay más que
recorrer documentos eclesiásticos para percatarse de cómo está
centrada sobre sí misma- no es un sacramento de salvación; es,
más bien, un poder más de la historia que sigue los dinamismos
de los poderes históricos. (134)
Nicodemus
abunda igualmente en la crítica de la jerarquía eclesial: en una reunión
del grupo Nicodemus, Saúl abre la reunión con “el orden del día […]
primero, el debate sobre principado, monarquía e imperio en la Iglesia”
(98), y luego lamenta el hecho de que “el espíritu del concilio está
detenido y un grupo de sacerdotes anticonciliares adueñados del gobierno”
(99). En esa misma reunión Gabriel les acusa a estos obispos de no haber
comprendido el mensaje del Vaticano II: “Estos obispos no han entendido
el tránsito de la monarquía eclesiástica al puro servicio. ‘Oficio
Papal’ decía Juan XXIII, ‘Servicio Papal’ proclama Pablo VI. Todavía se
creen príncipes” (110). Nos acordamos de las palabras de Gutiérrez,
quien observó que “un cierto narcisismo eclesiástico permanece” (Teología
75), cuando el secretario del Monseñor Becchini le informa a Néstor que
“su excelencia no espera a nadie” (68). Néstor se queja de la “dictadura
religiosa” (18), y de la dificultad de reunirse con el arzobispo:
El cerco de sus protegidos y de sus
protectores ahogan al arzobispo entre adulaciones, le filtran la
verdad y no dejan llegar a él sino a sus favoritos. El arzobispo
es un asfixiado. Varias veces Gabriel y yo, en los últimos meses,
hemos pedido audiencia al arzobispo. Se nos ha dicho siempre:
mañana. Para lo mismo responder mañana. (64)
Esta distancia
entre la jerarquía eclesial y sus sacerdotes ha impedido que la Iglesia
implemente la nueva orientación sugerida en el Vaticano II. Ante esta
situación Néstor expresa sus deseos para una reestructuración de la
Iglesia: “La excesiva institucionalización canónica de la Iglesia le ha
robado la dinámica del espíritu. El Concilio se la quiere devolver, a
fin de que la administración y el gobierno sean lo que fueron, medios, y
no fines” (79). Gutiérrez nota que los “sacerdotes y religiosos, en
proporción cada vez mayor, buscan participar más activamente en la
decisiones pastorales de la Iglesia” (Teología 132), y de hecho,
la preparación para Medellín tomó una senda no-tradicional.
Como
preparación para la reunión, el personal del CELAM había hecho
circular entre los obispos un documento preparatorio que
estudiaba las condiciones económicas, los estándares de vida, la
situación cultural y la vida política. El procedimiento mismo —empezar
con observaciones sobre la sociedad y después considerar a la
Iglesia— era un rompimiento con el método tradicional de la
doctrina-a-la-aplicación que insinúa que la verdad llega a la
tierra de lo alto. (Berryman 1)
Los
Documentos de Medellín insinúan la necesidad de implementar cambios
estructurales:
Para
la realización del trabajo catequístico, se impone un mínimo de
organización que, partiendo del orden nacional y diocesano,
llegue a las distintas comunidades primarias. La organización de
tipo nacional, con sus obvias relaciones internacionales,
facilitará evidentemente y prestará agilidad al trabajo en la
diócesis y otros ambientes, con mayor y más eficaz
aprovechamiento de las técnicas, personal especializado y
posibilidades económicas. (VIII)
Los Documentos indican la necesidad de
ponerse en contacto más cercano con el clero que trabaja con los
oprimidos: “Expresamos nuestro deseo de estar siempre cerca de los que
trabajan en el abnegado apostolado con los pobres, para que sientan
nuestro aliento y sepan que no escucharemos voces interesadas en
desfigurar su labor” (XIV).
Los Documentos de Medellín, rompiendo en
esto también las barreras disciplinarias, reconocen igualmente el
significado del papel que desempeñan los escritores en la sociedad
latinoamericana:
Teniendo en cuenta el importante papel que
los artistas y hombres de letras están llamados a desempeñar en
nuestro continente -especialmente en relación a su autonomía
cultural- como intérpretes naturales de sus angustias y
esperanzas y generadores de valores autóctonos que configuran la
imagen nacional, esta Conferencia Episcopal considera
particularmente importante la presencia de la Iglesia en estos
ambientes. (VII)
En el caso de esta novela de Gonzalo Canal Ramírez,
el papel cambiante de la Iglesia misma en la sociedad latinoamericana, y
su posición hacia una opción por la pobreza, no solamente son partes de
sus “angustias y esperanzas”, sino que reflejan además el debate
teológico de su tiempo. Hemos visto algunos de los paralelos que
existían entre los temas presentados en Nicodemus y las
preocupaciones muy reales de su época: la carencia de doctrina adecuada
para implementar la preferencia a los pobres sugerida en el Vaticano II;
las estrechas relaciones entre la Iglesia y el estado; una Iglesia en
más contacto con las clases dominantes que con los oprimidos; la
percepción pública de una Iglesia rica, y una jerarquía acomodada que en
resistencia a la nueva orientación de la Iglesia. Debido a estos
factores, los curas comprometidos con el espíritu del Vaticano II, como
Gabriel y Néstor, se encontraron aislados en el mundo eclesial y
teniendo que hallar su propio camino sin la ayuda de la jerarquía de la
Iglesia. En el caso de Gabriel, el camino que él siguió en su compromiso
con el pueblo pobre se cruzó con el camino de la violencia.
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fe desde la opción por los pobres" “Teología de la liberación en
hipertexto”. Proyecto Ensayo Hispánico. 23 de junio de 2004.
<http://www.ensayistas.org/critica/liberacion/TL/>
© Steven Casadont,
Dos caminos ante la pobreza: Los padres Gabriel y
Néstor en la novela Nicodemus. 2005.