Teoría, Crítica e Historia

 

Dos caminos ante la pobreza: Los padres Gabriel y Néstor en la novela Nicodemus

Steven Casadont

 

CAPÍTULO I
HUÉRFANOS

En 1962, Juan XXIII tomó el primer paso en la apertura de la Iglesia al mundo moderno, con su proclamación de que la Iglesia quería ser “de todos y particularmente la Iglesia de los pobres” (Gutiérrez Pobreza 83). Los Documentos del Vaticano II reflejan la nueva orientación eclesial: “Cristo [...] fue enviado a evangelizar a los pobres, [y] la Iglesia debe caminar, por moción del Espíritu Santo, por el mismo camino que Cristo siguió, es decir, por el camino de la pobreza” (Ad gentes 5).

El concepto de una Iglesia de los pobres captó la atención de los curas y teólogos latinoamericanos, donde una crisis económica acentuó la severidad de la pobreza de las masas. En estas condiciones muy reales de la pobreza extensa, los teólogos latinoamericanos recibieron el mandato del Vaticano II.

Recordemos, una vez más, las características del momento actual de nuestros pueblos en el orden social: desde el punto de vista objetivo, una situación de subdesarrollo, delatada por fenómenos masivos de marginalidad, alienación y pobreza, y condicionada, en última instancia, por estructuras de dependencia económica, política y cultural con respecto a las metrópolis industrializadas que detentan el monopolio de la tecnología y de la ciencia (neocolonialismo). Desde el punto de vista subjetivo, la toma de conciencia de esta misma situación, que provoca en amplios sectores de la población latinoamericana actitudes de protesta y aspiraciones de liberación, desarrollo y justicia social. (Medellín X)

Desde la perspectiva del pobre, los teólogos latinoamericanos empezaron a construir su nueva teología que respondería, en su propia manera, al desafío planteado por el Concilio Vaticano II.

La historia de Nicodemus lleva el diálogo inspirado por el Vaticano II a un indeterminado país latinoamericano. Ya que él era escritor colombiano y publica la novela durante una época de guerra civil en su país (que toma lugar, también, en Nicodemus), sería fácil asumir que la novela está situada en tal país. De todas formas, Nicodemus podría pertenecer a cualquier país hispanoamericano con un gobierno opresivo que tuviera una relación de conveniencia con la jerarquía eclesial.

La preferencia a los pobres, deseada por Juan XXIII en el Concilio Vaticano II, ha resonado fuertemente con los curas Gabriel y Néstor. El intento por parte de estos sacerdotes para actualizar las proclamaciones de Juan XXIII y dedicarse a los pobres se refleja en las palabras de Gabriel: “Me alienta mi amor por mis hermanos miserables e indigentes que son el noventa por ciento de este país. Me dedicaré a ellos” (25).

Los dos sacerdotes quieren poner en práctica el mandato de Juan XXIII, pero la Iglesia no ha tratado, en términos concretos, lo que quiere decir esta nueva orientación pastoral. Ellos viven en la primera de tres épocas en la historia de la opción por la pobreza: del Vaticano II, en 1962, hasta Medellín, en agosto de 1968 (Lois 10-11). La idea de solidarizarse con el pueblo pobre, a través del acto de optar por la pobreza, empezó a aparecer en estos años después del Concilio Vaticano II y sería el componente clave en el desarrollo de la teología de la liberación. Medellín dio grandes pasos en clarificar la posición eclesial oficial de la Iglesia Latinoamericana:

Uno de los grandes méritos de Medellín es partir de esa situación y expresarla en términos sorprendentemente claros y accesibles para un documento eclesiástico. Se inaugura así una nueva relación del lenguaje teológico y pastoral con las ciencias sociales que buscan interpretar esa realidad. (Gutiérrez Teología 170)

Debido al tiempo histórico en que viven los dos curas a lo largo de la novela, los años que preceden a Medellín, se quejan de su soledad doctrinal. El Padre Gabriel comenta:

Tenía la esperanza del Concilio Vaticano II. Pero se clausuró sin haber tratado la problemática del presbiterio. Es lo único que me defrauda del Concilio. Los presbíteros fuimos los grandes olvidados del Concilio. Es horrible la soledad doctrinal en que nos estamos quedando los sacerdotes. Casi veinte siglos y no hemos definido bien ni la teología del sacerdocio, ni la filosofía del sacerdocio. Parece que la Iglesia le hubiera dado más importancia al estado clerical que al estado sacerdotal. (25)

Néstor comparte las preocupaciones de Gabriel en cuanto a lo que espera esta Iglesia nueva de su clero:

Es necesario aceptar en el mundo y aquí una crisis sacerdotal, no solamente de número, sino de institución, de definición, de ubicación, de función, de filosofía y de teología y de sociología del sacerdocio, no tanto del sacerdocio en sí, cuanto del sacerdote en sí, del sacerdote persona humana y ministro, y de su posición como hombre entre los hombres y frente a su comunidad, frente a la verticalidad de la organización eclesiástica y a la horizontalidad del mundo. (231)

Es obvia la frustración que sentían estos dos curas que querían seguir la llamada divina que Dios les hizo, pero no tenían doctrina adecuada para seguirla, tampoco una Iglesia capaz ni dispuesta a guiarlos. En cuanto a lo último, Gabriel comenta sobre el silencio de la Iglesia Latinoamericana frente a la nueva orientación propuesta por el Vaticano II: “El olímpico silencio, muy parecido a un satánico desdén, es el arma favorita de esos señores obispos. Conozco laicos y sacerdotes con consultas escritas serias, a quienes no se les responde nunca” (111). El Concilio Vaticano II les dio a estos sacerdotes una palmada de semillas sin darles a ellos las instrucciones de cómo plantarlas. En palabras de Gabriel: “Sencillamente se nos ha destituido de nuestros cargos, sin darnos misión alguna, sin suspendernos tampoco, siquiera sanciones canónicamente, pero dejándonos sin misión, sin oficio y sin medios de vida” (104).

También los documentos de Medellín hacen eco del estado de confusión que sentía su clero en los años después del Concilio Vaticano II:

Existe, ante todo, un peligro para la misma fe del presbítero de hoy […] Cabe señalar principalmente cierta superficialidad en la formación mental y una inseguridad doctrinal, ocasionadas tanto por el imperante relativismo ideológico y por cierta desorientación teológica, como por los actuales avances, sobre todo de las ciencias antropológicas y de las ciencias de la Revelación, de los que muchos presbíteros no poseen la necesaria información o no han llegado a tener una suficiente asimilación de síntesis. (XI)

Durante este tiempo histórico, la carencia de doctrina eclesial no era el único obstáculo que bloqueaba el camino a un compromiso con los pobres: la resistencia a la nueva orientación de la Iglesia por la jerarquía eclesial les presentó a los curas radicalizados con otro desafío. Las estrechas relaciones entre la Iglesia, el estado y las clases altas resultó en una renuencia por parte del orden establecido dentro de la Iglesia a aceptar la nueva orientación eclesial propuesta por el Vaticano II.

Pablo Richard escribe que las relaciones entre la Iglesia y el estado estaban en un estado de crisis durante la década de los sesenta (Berryman 8). Los movimientos progresivos dentro de la Iglesia rechazaban el modelo de lo que Carter llama religión/política, que le había permitido a la Iglesia distanciarse de los problemas terrenales. “Lo que está en crisis, en otras palabras, no es la Iglesia como tal, sino un modelo particular de las relaciones Iglesia-Estado” (Berryman 8). La Iglesia se ubicaba como apoyo general del sistema político existente (Levine 57), pero, en una época de gobiernos represivos, esta relación era especialmente desconcertante. De hecho, su silencio frente a los abusos de un gobierno opresivo podría ser considerado como una forma de aprobación: “Por acción o por omisión […] los cristianos siempre han influido en la configuración socio-política del mundo en que viven” señala Romero (pár. 4), y Gutiérrez añade que su silencio es “silencio frente al despojo y la explotación de los débiles por los poderosos” (Teología 173). Berryman concuerda que “la Iglesia puede legitimar o ilegitimar. A menudo no puede eludir un asunto: el silencio puede considerarse un consentimiento implícito” (8). Gutiérrez niega que la Iglesia pueda escaparse de lo político, escribiendo que “nada escapa a lo político” y que “todo está coloreado políticamente” (Teología 66-67). “Cuando, con su silencio o sus buenas relaciones con él, legitima un gobierno dictatorial y opresor, ¿está cumpliendo sólo una función religiosa?” (Teología 84). Berryman subraya la preferencia, por parte de la Iglesia, por los gobiernos que reconocen oficialmente el catolicismo y su tendencia a meterse en la política cuando está en contra de un grupo considerado demasiado a la izquierda políticamente (8).

Así, los sacerdotes que colaboran con el gobierno sandinista son suspendidos, mientras el cardenal Obando, que denuncia a los sandinistas en cualquier oportunidad, pero nunca denuncia las atrocidades de los “contras” apoyados por Estados Unidos, y hasta celebra misas por sus partidarios en Miami, es envuelto con el manto del profeta. No se levantan clamores cuando el cardenal Jaime Sin, de Manila, participa activamente forjando la coalición antielección de Marcos, urge a los filipinos a votar y después a defender los resultados de las elecciones, y después apoya a los oficiales del ejército que se vuelven contra Marcos. ¿Estaba el cardenal apoyando un surgimiento extraordinario de poder no violento del pueblo, o ayudando a Estados Unidos y a las élites filipinas a calmar y a cooptar lo que podría haberse convertido en una auténtica revolución? Sea cual fuere el resultado, es difícil verlo como otra cosa que como el uso del poder político de la Iglesia. Lo mismo es cierto del papa Juan Pablo II, quien infatigablemente declara que los sacerdotes deben mantenerse fuera de la política, y sin embargo al visitar Perú en 1985 puede urgir a las guerrillas de “Sendero Luminoso” a rendirse, aun cuando no hizo una recomendación semejante a la “contra”, creada y apoyada por Estados Unidos en Nicaragua dos años antes. Un cínico podría sacar en conclusión que lo que el Papa quería decir es que él mismo va a manejar la injerencia política de la Iglesia. (Berryman 8)

Nicodemus trata de las relaciones acomodadas entre la Iglesia y los poderes corruptos del estado. El grupo Nicodemus en la novela, busca ser un núcleo de apoyo ante el sentimiento de orfandad en que se encuentran los sacerdotes comprometidos, por lo que se reúne:

Para defender sus ideales y hasta sus propias personas contra ciertos jerarcas que les niegan su protección frente a los poderes tiránicos, por andar más atentos en cultivar sus buenas relaciones con las supremas autoridades civiles que en cuidar de sus ovejas, según queja de estos presbíteros en conflicto” (9).

La esposa del general Ibarbure advierte a Néstor: “Este gobierno no se va a caer tan fácilmente. Lo apoya la Iglesia. Muchos obispos están de acuerdo con él” (159). La personificación de esta resistencia eclesial a la nueva orientación de la Iglesia y su acomodación con el gobierno se presenta en el personaje del Monseñor Becchini. Al oír de las noticias sobre Gabriel y Néstor y su participación en un disturbio en una discoteca, Becchini le advierte a Néstor: “Usted comprende, el incidente tenía una implicación política contra el estado” (69). El presidente le había otorgado a Becchini la máxima condecoración nacional (67), conmemorando las estrechas relaciones entre la Iglesia y el gobierno. Becchini dice que “El General Cristancho es bueno con la iglesia, a lo cual Néstor responde “es bueno porque le da plata. Nosotros, los sacerdotes, le hemos dado nuestras vidas. Ya es tiempo de distinguir entre nuestra vida y la plata de Cristancho” (70).

Nicodemus considera también de la percepción existente de que se trataba de una Iglesia de los ricos. La posición extraordinaria de la Iglesia dentro de la sociedad hispanoamericana le daba la oportunidad de respaldar a los necesitados frente a la clase opresora por su contacto con ambas:

En sociedades muy divididas como las de América Latina hay poco contacto significativo entre las fronteras de clase. Más que cualquier otro forastero, el personal eclesiástico —hermanas, sacerdotes, pastores— están en posibilidad de cruzar las fronteras de cultura y de clase. (Berryman 5)

La Iglesia, en efecto, tenía la oportunidad de ser la voz representativa de los que no tenían partidarios en los corredores del poder. Sin embargo, ella, por lo general, se hacía más visible en las comunidades ricas que en las de los pobres, por lo que durante la década de los años sesenta se inicia un debate que problematiza. Un debate tuvo lugar en estos años sobre la relación entre la Iglesia y los ricos:

Aunque la pobreza no fue un tema principal en los documentos del Vaticano II, la autocrítica desatada por el concilio empezó a hacer surgir cuestionamientos sobre la pobreza mundial y sobre la actitud de la Iglesia hacia la riqueza y la pobreza […] La noción de la opción por los pobres es reconocer que institucionalmente la Iglesia católica ha estado más cerca de las élites que de los pobres. (Berryman 2)

El hecho de que su clero se había “concentrado en las ciudades más grandes, a menudo en escuelas católicas para los ricos” (Berryman 1), solo aumentaba la percepción pública de que ésta no era una Iglesia de los pobres. En Nicodemus, el conservador Monseñor Becchini insiste que “la Iglesia no tiene clases” (81), pero Néstor resalta la existencia de una Iglesia fuertemente dividida según las clases económicas:

En esta ciudad, hay tres Iglesias […] Las parroquias ricas de los ricos, en una misma arquidiócesis, en una misma ciudad, a muy pocos kilómetros de distancia de los pobres, están tan distantes y son tan extrañas, como si fuesen antípodas. Como si entre el oriente y el occidente de esta ciudad y esta arquidiócesis, existiera la misma distancia que hay entre el Polo Norte y el Polo Sur. Como si perteneciera a dos religiones distintas. (80-82)

Su experiencia en un barrio pobre subraya la ausencia de sacerdotes en las zonas marginadas, un hecho evidente en los comentarios de las hermanas que trabajan allí. Cuando Néstor les pregunta a ellas: “¿Qué actitud tienen las hermanas de esta iglesia hacia dos curas comunistas?”, las hermanas, optando por la pobreza sin darse cuenta de sus implicaciones políticas, responden: “Parece que el comunismo da lo que falta de clero nos había negado: capellanes residentes” (40). Esta misma situación, la desigualdad en la distribución de los sacerdotes entre los sectores ricos y los barrios pobres, se trataría luego con énfasis en los Documentos de Medellín:

Reconocemos, con todo, que hay errores de orden distributivo que influyen en la calidad del trabajo pastoral:

a) Lo primero que hiere la vista es la excesiva acumulación de personal en las iglesias desarrolladas, y la ausencia de elementos en regiones necesitadas, en la misma nación y hasta en la misma diócesis o ciudad;

b) Hay Iglesias que abundan en clero parroquial, pero carecen de sujetos especializados. Hay regiones e Iglesias que se beneficiarían, si recibieran (siquiera temporalmente), la ayuda de sacerdotes especializados cuyos servicios no se aprovechan suficientemente. (XI)

Gutiérrez señala que “una actitud de defensa de la fe” ha sido el motivo para esta alianza con los ricos, llevando a la Iglesia “a buscar el apoyo del poder establecido y de los grupos económicamente poderosos, para hacer frente a sus adversarios eventuales y asegurar lo que creía ser una tranquila predicación del evangelio” (Teología 125). Medellín trata igualmente de la percepción pública de una Iglesia rica: “Llegan también hasta nosotros las quejas de que la Jerarquía, el clero, los religiosos, son ricos y aliados de los ricos” (IX). Los documentos insisten en que la Iglesia rompa esta alianza con los ricos:

Queremos que nuestra Iglesia latinoamericana esté libre de ataduras temporales, de connivencias y de prestigio ambiguo; que "libre de espíritu respecto a los vínculos de la riqueza", sea más transparente y fuerte su misión de servicio; que esté presente en la vida y las tareas temporales, reflejando la luz de Cristo, presente en la construcción del mundo. (XIV)

Al examinar las alianzas sociales de la Iglesia en estas sociedades empobrecidas, los teólogos se preguntaban si la Iglesia no había sacrificado su credibilidad. Berryman cuestiona si la Iglesia había perdido su significado por su bendición a los ricos:

Imaginemos una misa en una parroquia en un barrio rico de una ciudad capital, donde el promedio de ingreso per cápita es cincuenta veces el de los campesinos que forman la mitad más baja de la población. Si en tales casos la misa sirve para tranquilizar conciencias, ¿no está desmintiendo el simbolismo? (cap. 12)

Nicodemus proyecta con claridad su visión de una Iglesia rica y en alianza con los prósperos de la sociedad. El conservador Monseñor Becchini, quien es muy gordo, contrasta simbólicamente en su forma física con la delgadez del Padre Néstor. Él le invita a Néstor a compartir su cena de “antipastos de Toscana; queso Casciacavallo de leche de brífala, de Salerno; prosciuto de Bologna […] Krumiri de Cassale y turrón de Cremona, sin que faltara, a nungún momento, el rocío del Chianti” (77). La abundancia de comida y licor le hace dormirse durante el diálogo de Néstor, simbólico de como los excesos de la Iglesia le habían hecho distanciarse de las preocupaciones de su clero.

La clase alta, según Néstor, usaba la Iglesia “como su escudo protector, pues empieza a sentir la amenaza de la miseria y de la ignorancia”, y él rechaza estas estrechas relaciones entre la Iglesia y los ricos: “No fue con oro y plata que Cristo nos mandó a predicar” (24). Gabriel no aguanta más la preferencia a los ricos que muestra la Iglesia:

Yo no sirvo más a una Iglesia que es 33 por ciento Evangélico, 34 por ciento económica y 33 por ciento política […] yo me estaba ahogando en este pozo de inautenticidad en que se ha convertido la Iglesia en muchas diócesis […] se presta como herramienta de dominación de determinadas clases sociales y económicas. (109)

Ponerse en contra de esta alianza traía consigo sus propias consecuencias. Gabriel señala lo que pasaba a los curas que rechazaban esta alianza e hicieron la llamada por una Iglesia pobre: “Dije que la Iglesia tenía que dar testimonio de pobreza y vender sus bienes inútiles y poner ese dinero al servicio de los pobres. Se me desmintió públicamente y se me destituyó de la capellanía universitaria” (104-05). El padre Carlos, un compañero en el grupo Nicodemus, dio unas conferencias sobre “el testimonio cristiano individual, comunitario y social” y “se le prohibió seguir dictando su conferencia” (110).

Si la gente ya la percibía como una Iglesia en alianza con los ricos, su énfasis en las expresiones externas hacía poco para convencerla de lo contrario. Y esta toma de conciencia de la posición política de la Iglesia, repercute fuertemente en la vocación religiosa de Gabriel: “Las apariencias, Néstor, las apariencias. La actividad exterior, que siempre exige más, ha derrumbado mi vida interior” (135). Del mismo modo, la enamorada de la juventud de Néstor, ahora esposa del comandante de las fuerzas armadas, se arrepiente por haber escogido el camino que la hizo la primera dama del país, pero sus lamentos, de hecho, hacen eco de la situación de la Iglesia. Gabriel se queja del enfoque por parte de la Iglesia en sus ritos y su imagen externa:

Algunos obispos [...] están contaminados [...] del constantinismo fanfarrón, del angelicismo ingenuo de los símbolos. El laicado nuestro ya sabe que los valores son inauténticos o no son nada y se ríe de la candidez de la condecoraciones de San Silvestre, de San Gregorio, de los mantos y espadines de la orden del Santo Sepulcro y de la orden de Malta y su cruz. Ya no queremos más cruz que la de Cristo. (110)

La preocupación de la Iglesia en lo externo había pasado por alto lo que el Vaticano II consideró su misión fundamental: “evangelizar a los pobres y levantar a los oprimidos, para buscar y salvar los que estaban perdidos” (LG 8). El concepto de una Iglesia austera representó un choque “para aquellos acostumbrados a ver el catolicismo personificado en iglesias ornamentadas, en ceremonias llenas de incienso y en eclesiásticos solemnes vestidos con brocados” (Berryman 3). Canal Ramírez critica la exagerada muestra externa de la Iglesia: “Los sótanos y la cripta de la misma catedral de kazan, tiene idéntica intención de la anterior pero hace especialmente hincapié en el triunfalismo, en el boato y opulencia, en las exterioridades del rito y la liturgia” (Unión 187). “La imagen que ella misma ofrece, tomada globalmente, no es la de una Iglesia pobre” (Gutiérrez Teología 174), y los Documentos de Medellín reconocen que esta imagen de una Iglesia rica choca con la realidad cotidiana de la mayoría de su gente:

Muchas causas han contribuido a crear esa imagen de una Iglesia jerárquica rica. Los grandes edificios, las casas de párrocos y de religiosos cuando son superiores a las del barrio en que viven; los vehículos propios, a veces lujosos; la manera de vestir heredada de otras épocas, han sido algunas de esas causas. (XIV)

La resistencia del sector conservador dentro de la Iglesia a los cambios propuesto por el Vaticano II llevó a los teólogos de la liberación a reexaminar la estructura general de la Iglesia. Küng señala que “Jesús mismo no fundó una Iglesia, sino que más bien su vida y muerte (y por la fe, su resurrección) pusieron en marcha un movimiento que con el correr del tiempo adoptó formas cada vez más institucionales” (Berryman 12). Esta “institucionalización” de la Iglesia sirvió como un punto de debate entre los teólogos que subrayaron “la urgencia de una renovación profunda de las actuales estructuras eclesiales” (Gutiérrez Teología 162), reprochando a las antiguas estructuras eclesiales haber distanciado a los oficiales eclesiales de la realidad del pueblo y de su clero. Berryman, por su parte, expresa duda sobre la capacidad de la jerarquía eclesial para entender la situación actual de los pobres:

¿Quién está más apto para entender la situación del campesino brasileño —en términos humanos, en análisis social, teológica y pastoralmente—, un individuo que supervisa una agencia de vigilancia doctrinal en el Vaticano, o un teólogo que enseña medio año en una universidad brasileña y pasa el otro medio año viajando por secciones sin caminos en la cuenca brasileña, como hace Clodovis Boff? (cap. 12)

En cuanto a la estructura general del sistema canónico, Küng cuestiona, de hecho, la infalibilidad papal, sugiriendo que la Biblia no la apoya y que fue construida sobre un concepto inadecuado de la verdad: “Esa línea de pensamiento está amenazando claramente todo el sistema de la Iglesia romana, al menos tal como se le ve desde el Vaticano” (Berryman 12). En realidad, la percepción es de una Iglesia que ha perdido su camino: Canal Ramírez escribe de la Iglesia “del Papa emperador, rey y pontífice, de los obispos príncipes […] la Iglesia cuyo reino es de este mundo” (Unión 187). Boff señala la semejanza entre el sistema de gobierno del Vaticano y el del no democrático del Kremlin de la Unión Soviética, comparando el Papa con el secretario general del partido comunista y la curia romana con el politburó (Berryman 12). Ellacuría pinta un retrato de una Iglesia perdida en sí misma:

Pocas tentaciones más graves para la Iglesia que la de considerarse como en sí misma y la de valorar cada una de sus acciones en función de lo que le es conveniente o inconveniente para su subsistencia o su esplendor. Es una tentación en la que ha caído con frecuencia y que con frecuencia ha sido señalada por los no creyentes. Una Iglesia centrada sobre sí misma –y no hay más que recorrer documentos eclesiásticos para percatarse de cómo está centrada sobre sí misma- no es un sacramento de salvación; es, más bien, un poder más de la historia que sigue los dinamismos de los poderes históricos. (134)

Nicodemus abunda igualmente en la crítica de la jerarquía eclesial: en una reunión del grupo Nicodemus, Saúl abre la reunión con “el orden del día […] primero, el debate sobre principado, monarquía e imperio en la Iglesia” (98), y luego lamenta el hecho de que “el espíritu del concilio está detenido y un grupo de sacerdotes anticonciliares adueñados del gobierno” (99). En esa misma reunión Gabriel les acusa a estos obispos de no haber comprendido el mensaje del Vaticano II: “Estos obispos no han entendido el tránsito de la monarquía eclesiástica al puro servicio. ‘Oficio Papal’ decía Juan XXIII, ‘Servicio Papal’ proclama Pablo VI. Todavía se creen príncipes” (110). Nos acordamos de las palabras de Gutiérrez, quien observó que “un cierto narcisismo eclesiástico permanece” (Teología 75), cuando el secretario del Monseñor Becchini le informa a Néstor que “su excelencia no espera a nadie” (68). Néstor se queja de la “dictadura religiosa” (18), y de la dificultad de reunirse con el arzobispo:

El cerco de sus protegidos y de sus protectores ahogan al arzobispo entre adulaciones, le filtran la verdad y no dejan llegar a él sino a sus favoritos. El arzobispo es un asfixiado. Varias veces Gabriel y yo, en los últimos meses, hemos pedido audiencia al arzobispo. Se nos ha dicho siempre: mañana. Para lo mismo responder mañana. (64)

Esta distancia entre la jerarquía eclesial y sus sacerdotes ha impedido que la Iglesia implemente la nueva orientación sugerida en el Vaticano II. Ante esta situación Néstor expresa sus deseos para una reestructuración de la Iglesia: “La excesiva institucionalización canónica de la Iglesia le ha robado la dinámica del espíritu. El Concilio se la quiere devolver, a fin de que la administración y el gobierno sean lo que fueron, medios, y no fines” (79). Gutiérrez nota que los “sacerdotes y religiosos, en proporción cada vez mayor, buscan participar más activamente en la decisiones pastorales de la Iglesia” (Teología 132), y de hecho, la preparación para Medellín tomó una senda no-tradicional.

Como preparación para la reunión, el personal del CELAM había hecho circular entre los obispos un documento preparatorio que estudiaba las condiciones económicas, los estándares de vida, la situación cultural y la vida política. El procedimiento mismo —empezar con observaciones sobre la sociedad y después considerar a la Iglesia— era un rompimiento con el método tradicional de la doctrina-a-la-aplicación que insinúa que la verdad llega a la tierra de lo alto. (Berryman 1)

Los Documentos de Medellín insinúan la necesidad de implementar cambios estructurales:

Para la realización del trabajo catequístico, se impone un mínimo de organización que, partiendo del orden nacional y diocesano, llegue a las distintas comunidades primarias. La organización de tipo nacional, con sus obvias relaciones internacionales, facilitará evidentemente y prestará agilidad al trabajo en la diócesis y otros ambientes, con mayor y más eficaz aprovechamiento de las técnicas, personal especializado y posibilidades económicas. (VIII)

Los Documentos indican la necesidad de ponerse en contacto más cercano con el clero que trabaja con los oprimidos: “Expresamos nuestro deseo de estar siempre cerca de los que trabajan en el abnegado apostolado con los pobres, para que sientan nuestro aliento y sepan que no escucharemos voces interesadas en desfigurar su labor” (XIV).

Los Documentos de Medellín, rompiendo en esto también las barreras disciplinarias, reconocen igualmente el significado del papel que desempeñan los escritores en la sociedad latinoamericana:

Teniendo en cuenta el importante papel que los artistas y hombres de letras están llamados a desempeñar en nuestro continente -especialmente en relación a su autonomía cultural- como intérpretes naturales de sus angustias y esperanzas y generadores de valores autóctonos que configuran la imagen nacional, esta Conferencia Episcopal considera particularmente importante la presencia de la Iglesia en estos ambientes. (VII)

En el caso de esta novela de Gonzalo Canal Ramírez, el papel cambiante de la Iglesia misma en la sociedad latinoamericana, y su posición hacia una opción por la pobreza, no solamente son partes de sus “angustias y esperanzas”, sino que reflejan además el debate teológico de su tiempo. Hemos visto algunos de los paralelos que existían entre los temas presentados en Nicodemus y las preocupaciones muy reales de su época: la carencia de doctrina adecuada para implementar la preferencia a los pobres sugerida en el Vaticano II; las estrechas relaciones entre la Iglesia y el estado; una Iglesia en más contacto con las clases dominantes que con los oprimidos; la percepción pública de una Iglesia rica, y una jerarquía acomodada que en resistencia a la nueva orientación de la Iglesia. Debido a estos factores, los curas comprometidos con el espíritu del Vaticano II, como Gabriel y Néstor, se encontraron aislados en el mundo eclesial y teniendo que hallar su propio camino sin la ayuda de la jerarquía de la Iglesia. En el caso de Gabriel, el camino que él siguió en su compromiso con el pueblo pobre se cruzó con el camino de la violencia.

 

Bibliografía

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  • Ellacuría, Ignacio. “La Iglesia de los pobres, sacramento histórico de liberación”. Mysterium liberationis II. Comp. Ignacio Ellacuría y Jon Sobrino. Madrid: Editorial Trotta, 1990.

  • Gutiérrez, Gustavo. “Por el camino de la pobreza”. Cuadernos Americanos 12.6 (1988): 71-100.

  • Gutiérrez, Gustavo. Teología de la liberación-perspectivas. Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1971.

  • Documentos finales de Medellín. Teología de la liberación en hipertexto. Proyecto Ensayo Hispánico. 13 de junio de 2004. <http://www.ensayistas.org/critica/liberacion/medellin/>

  • Documentos del Concilio Vaticano II. La Santa Sede Archivo. 28 octubre 1965. 12 de junio de 2004. <http://www.vatican.va/archive/hist_councils/ii_vatican_council/index_sp.htm>

  • Levine, Daniel. “Church Elites in Venezuela and Colombia: Context, Background, and Beliefs”. Latin American Research Review, 14.1 (1979): 51-79.

  • Lois, Julio. Teología de la liberación: Opción por los pobres. Madrid: Editorial Fundamentos, 1986.

  • Romero, Oscar Arnulfo. "La dimensión política de la fe desde la opción por los pobres" “Teología de la liberación en hipertexto”. Proyecto Ensayo Hispánico. 23 de junio de 2004. <http://www.ensayistas.org/critica/liberacion/TL/>

 

 

© Steven Casadont,
Dos caminos ante la pobreza: Los padres Gabriel y Néstor en la novela Nicodemus. 2005.

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