Pedro J. Chamizo
Domínguez
La metáfora
(semántica y pragmática)
capítulo I
de lo literal a lo traslaticio
1.1.
¿Qué es una metáfora?
El sustantivo metáfora
procede, vía latín, del sustantivo griego metáphora, que
significa traslado o transferencia y está relacionado
con el verbo metaphorein, que significa transferir o
llevar. Así, por ejemplo, una transferencia bancaria sigue
siendo en la jerga financiera griega actual “una metáfora”. Esto es,
metáfora, en griego, es un término polisémico que, al ser
tomado como préstamo por otras lenguas, ha restringido su
significado para denominar a un determinado fenómeno lingüístico
referente a un “tropo
que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro
figurado, en virtud de una comparación tácita”
o en una “aplicación
de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al
cual no denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación
(con otro objeto o concepto) y facilitar su comprensión”
(Las definiciones de los términos españoles las tomaré de la
vigésima segunda edición del Diccionario de la lengua española,
de la Real Academia Española de la Lengua, DRAE, en
adelante). En principio, esta definición neutra de metáfora podría
ser compartida por todo el mundo y puede funcionar como un punto de
partida común para un primer acercamiento al tema de este trabajo.
Ahora bien, el hecho de que
podamos usar el lenguaje metafóricamente, esto es, el hecho de que,
en el contexto de una proferencia, podamos utilizar al menos un
término, que significa literalmente un objeto, para denominar a otro
objeto distinto que quizás no tenga nada que ver con el primero, es
un fenómeno que ha maravillado a lingüistas y filósofos a lo largo
de la historia. Y ello por los muchos e interesantes efectos que
tiene este fenómeno. Entre estos efectos podríamos destacar los
siguientes:
-
Su abundante uso en el
lenguaje cotidiano.
-
Su no menor uso en los
ámbitos retóricos y poéticos.
-
Su presencia en el
lenguaje de la ciencia, aunque, en este caso, muchas veces
de forma solapada y vergonzante.
-
El hecho de que la
metáfora sea un potente mecanismo cognoscitivo.
-
El hecho de que muchas
metáforas –a pesar de que su uso es, en principio,
ocasional– terminan lexicalizándose y creando nuevos
significados sin necesidad de multiplicar los significantes.
Esto es, la metáfora es quizás el mecanismo lingüístico más
generalizado para crear polisemias.
En función de estos fenómenos
las preguntas que se han hecho filósofos y lingüistas sobre la
metáfora a lo largo de la historia podrían resumirse en las
siguientes u otras similares: ¿Por qué necesitamos las metáforas?
¿Qué añade el uso de una metáfora al uso de una expresión literal?
¿Es la metáfora un mero recurso estético o tiene también una función
cognitiva? ¿Qué nos permite usar metafóricamente un término dado
para referirnos a un objeto y no cualquier otro término? Estas
preguntas han sido aproximadamente las mismas a lo largo de la
historia del pensamiento, pero las que han variado grandemente a lo
largo de la historia han sido las respuestas que se le han dado a
estas cuestiones. Y, entre estas respuestas, se puede afirmar que ha
habido tradicionalmente un cierto consenso en las siguientes
opiniones:
-
La razón última que
permite utilizar un término que literalmente significa un
objeto para referirnos metafóricamente a otro objeto
distinto radicaría en la existencia de algún parecido entre
ambos objetos. Así, si podemos afirmar cosas como “Tus ojos
son de azabache”, sería porque entre la negritud del
azabache y unos ojos negros habría algún parecido, aunque
también haya muchas diferencias.
-
La metáfora ejerce una
función estética indudable y por ello es un mecanismo
retórico y poético de primera magnitud al que recurrimos
continuamente cuando llevamos a cabo la función poética del
lenguaje.
-
En razón de que la
metáfora es un recurso retórico y poético de primera
magnitud, su papel también parece ineludible cuando queremos
ver un objeto desde una perspectiva distinta a la habitual.
-
La metáfora también
ejerce una función cognitiva además de las funciones
retórica y poética.
Esto último es especialmente
relevante para una consideración de la metáfora desde un punto de
vista filosófico, pues casi nadie ha negado que la metáfora lleve a
cabo una función cognitiva, aunque sí haya habido muchas opiniones
divergentes sobre la valoración de esa función cognitiva indudable.
Dicho de otra manera, lo que se ha discutido hasta la saciedad es si
esa función cognitiva debe ser valorada negativamente de cara a una
correcta comprensión del mundo o si, por el contrario, esa función
cognitiva es un instrumento precioso que nos ayuda a enfrentarnos
cognoscitivamente al mundo, de modo que una metáfora nueva nos
permitiría ver al mundo y sus objetos desde una perspectiva novedosa
que complementaría las perspectivas anteriormente existentes. Y aquí
es precisamente donde las valoraciones que históricamente se han
hecho de la metáfora varían enormemente en función de las diversas
posturas teóricas. Estas posturas que se han dado históricamente
pueden sintetizarse en dos: las que han considerado a la metáfora
como un mecanismo perjudicial para un lenguaje que pretenda ser
referencial y las que, por el contrario, consideran a la metáfora un
mecanismo no sólo ineludible sino incluso muy conveniente para el
lenguaje referencial, de modo que el uso de metáforas en el lenguaje
referencial no sólo no debería ser criticado sino que debería ser
potenciado. Pues la metáfora tiene un papel ineludible lo mismo a la
hora de formularse preguntas sobre la realidad que a la hora de
transmitir nuestros conocimientos, ideas, creencias u opiniones
sobre la realidad, incluidas las propias preguntas y respuestas de
la metafísica (Bustos Guadaño, 2000: 12).
1.2.
Algunas opiniones históricas
Dado que este trabajo no parece
ser el lugar más adecuado para hacer una historia pormenorizada de
los matices de cada una de estas dos posturas y de la nómina de los
pensadores que han mantenido una u otra, me voy a limitar a dar
cuenta de algunos de los hitos más destacados de cada una de estas
dos opciones teóricas sobre la metáfora en el pensamiento moderno y
contemporáneo, aunque las teorías y opiniones sobre la metáfora
están presentes en el pensamiento lingüístico y filosófico al menos
desde Aristóteles (Bobes Naves, 2004: 51-116; y Johnson, 1985). La
postura que ha intentado expulsar –sea tácita o explícitamente– a la
metáfora del ámbito del lenguaje referencial, y especialmente del
ámbito del lenguaje de la ciencia, de la filosofía y de cualquier
otro lenguaje que pretenda ser referencial, ha sido compartida por
todos aquellos que han defendido que el lenguaje de la ciencia debe
estar hecho de un barro distinto al del lenguaje ordinario. Esta
postura ha sido compartida lo mismo por el racionalismo y el
empirismo clásicos que por el primer Wittgenstein, el Círculo de
Viena o por D. Davidson, aunque en cada caso los matices y las
razones últimas para pretender expulsar a la metáfora del lenguaje
de la ciencia puedan variar. Me centraré, para ilustrar esta
cuestión, en el rechazo de la metáfora por parte del racionalismo y
del empirismo clásicos (Para una exposición más amplia de este
asunto, ver Chamizo Domínguez y Nerlich, en prensa). Aunque
racionalismo y empirismo se suelen presentar como corrientes
filosóficas antitéticas que difieren en cuanto a sus tesis sobre el
origen del conocimiento y los límites de éste, ambas corrientes
coincidirían en que el papel de la filosofía debe ser el de
fundamentar la ciencia con objeto de hacernos
comme maîtres et possesseurs de la nature
(Descartes) o de natura parendo vincitur (Bacon). Y, en este
proyecto de fundamentar la ciencia, un paso necesario es el de
establecer un lenguaje referencial libre de ambigüedades que nos
permita minimizar los idola fori baconianos.
Es sabido que el racionalismo
ha privilegiado el cogito como punto de partida de cualquier
certeza y de cualquier conocimiento seguro, de modo que una
argumentación racional impecablemente construida y fundada se
convierte no sólo en un instrumento cognitivamente privilegiado,
sino incluso en el mejor método para persuadir. De ahí que Descartes
afirmase ya en el Discurso del método que quienes “digieren”
mejor sus pensamientos también serán los que estén más capacitados
para persuadir, incluso aunque no hayan aprendido nunca retórica:
Ceux qui ont le
raisonnement le plus fort, et qui digèrent le mieux leurs
pensées, afin de les rendre claires et intelligibles,
peuvent toujours le mieux persuader ce qu’ils proposent,
encore qu’ils ne parlassent que bas-breton, et qu’ils
n’eussent jamais appris de rhétorique.
(Descartes, A.T., VI: 7).
Ahora bien, aunque el verbo digérer no
está siendo usado aquí por Descartes metafóricamente, sino de
acuerdo con el significado literal que tenía en el francés del siglo
XVII como “ordonner méthodiquement un sujet”; bien se puede “leer”
el texto cartesiano de acuerdo con el significado literal actual de
ese verbo como “transformer les aliments dans les voies digestives
pour les rendre assimilables par l’organisme” y mantener que
probablemente no haya un término más apropiado cognitivamente que el
usado por Descartes para significar lo que él quería significar. En
cualquier caso, lo cierto es que el rechazo cartesiano a la retórica
en los ámbitos cognitivos va a crear escuela. Por ello la Lógica
de Port-Royal, siguiendo la estela cartesiana, va a
considerar el uso de las figuras del lenguaje como “el más grande de
todos los vicios”:
On a considéré, par
exemple, en ce qui regarde la Rhétorique, que le secours
qu’on en pouvait tirer pour trouver des pensées, des
expressions, & des embellissements, n’était pas si
considérable. L’esprit fournit assez de pensées, l’usage
donne les expressions; & pour les figures & les ornements,
on n’en a toujours que trop. Ainsi tout consiste presque à
s’éloigner de certaines mauvaises manières d’écrire & de
parler, & surtout d’un style artificiel & rhétoricien
composé de pensées fausses & hyperboliques & de figures
forcées, qui est le plus grand de tous les vices.
(Arnauld y Nicole, 1981: 29. El subrayado es
mío).
Esta consideración del carácter
vicioso de la retórica radicaría, en última instancia, en el hecho
de que la retórica y el uso de las figuras del lenguaje estarían
asociadas al ámbito de las pasiones. Y en la medida en que la
metáfora, como las demás figuras del lenguaje, estaría asociada a la
retórica y al ámbito de las pasiones y no al ámbito de lo racional,
su uso debería estar circunscrito a los casos en los que queremos
convencer emocionalmente, pero no debería usarse en aquellos casos
en los que pretendemos conseguir un convencimiento racional de
nuestros interlocutores. Pero además, lo mismo el racionalismo que
el empirismo, van a considerar a la retórica no como el arte de bien
hablar sino como el arte de engañar, de modo que el uso retórico de
las figuras del lenguaje no llevaría más que al engaño de nuestros
interlocutores. De ahí que las figuras del lenguaje deban ser
escrupulosamente excluidas de cualquier discurso que pretenda ser
racional, pues las figuras del lenguaje en general, y las metáforas
en particular no son más que instrumentos para el engaño (Musolff).
Esta tesis que asocia metáfora y engaño va a ser doctrina común en
el empirismo y va a ser mantenida explícitamente lo mismo por Th.
Hobbes que por J. Locke. Y Hobbes va a ser muy claro al respecto,
como muestra patentemente el siguiente texto:
In Demonstration, in
Councell, and all rigorous search of Truth, Judgement does
all; except sometimes the understanding have need to be
opened by some apt similitude; and then there is so much use
of Fancy. But for Metaphors, they are in this case
utterly excluded. For seeing they openly professe deceipt;
to admit them into Councell, or Reasoning, were manifest
folly. (Hobbes 1996: 52. El
subrayado es mío).
Por su parte, Locke va a ir más
lejos aún que Hobbes en un texto que sería claramente censurado en
la actualidad por su evidente incorrección política de acuerdo con
nuestros parámetros de lo que debe ser un lenguaje políticamente
correcto. Para Locke la retórica y la elocuencia serían como el
“bello sexo”
(fair sex) –sintagma que no es otra cosa que un eufemismo de
mujeres–, cuyas evidentes bellezas no son más que un poderoso
instrumento del error y el engaño, lo cual es especialmente grave
desde el momento en que los hombres –y uno no sabría decir con
certeza si aquí men se refiere al género humano en general o
sólo a los varones– encuentran placer en ser engañados:
This evident how
much Men love to deceive, and be deceived, since Rhetorick,
that powerful instrument of Error and Deceit, has its
established Professors, is publicly taught, and has always
been had in great Reputation: And, I doubt not, but it will
be thought great boldness, if not brutality in me, to have
said thus much against it. Eloquence, like the fair Sex, has
too prevailing Beauties in it, to suffer it self ever to be
spoken against. And 'tis vain to find fault with those Arts
of Deceiving, wherein Men find pleasure to be Deceived.
(Locke, 1975: 97).
Hasta donde he podido
averiguar, la metáfora comienza a valorarse positivamente en la obra
del último gran racionalista: G. W. Leibniz. Y justamente la
inflexión en esta valoración negativa de la metáfora que comparten
racionalismo y empirismo se va a producir históricamente cuando
Leibniz responda, en sus Nouveaux essais sur l'entendement humain,
a las tesis expuestas por Locke en el texto citado anteriormente:
THÉOPHILE. Bien loin de
blâmer contre votre zèle pour la vérité, je le trouve juste.
Et il serait à souhaiter qu’il put toucher. Je n’en
désespère pas entièrement, parce qu’il semble, Monsieur, que
vous combattez l’éloquence par ses propres armes, et que
vous en avez même une d’une autre espèce, supérieure à cette
trompeuse, comme il y avait une Venus Uranie, mère du divin
Amour, devant laquelle cette autre Vénus bâtarde, mère d’un
Amour aveugle, n’osait paraître avec son enfant aux yeux
bandés. Mais cela même prouve que votre thèse a besoin de
quelque modération, et que certains ornements de l’éloquence
sont comme les vases des Égyptiens, dont on se pouvait
servir au culte du vrai Dieu. Il en est comme de la peinture
et de la musique, dont on abuse et dont l’une représente
souvent des imaginations grotesques et même nuisibles, et
l’autre amollit le cœur, et toutes deux amusent vainement;
mais elles peuvent être employées utilement, l’une pour
rendre la vérité claire, l’autre pour la rendre touchante,
et ce dernier effet doit être aussi celui de la poésie, qui
tient de la rhétorique et de la musique.
(Leibniz, 1966:
305-306).
Y este texto leibniziano es
interesante no sólo en relación a lo que significa como cambio de
valoración con respecto a los tropos en contra de las tradiciones
racionalista y empirista, sino muy especialmente con respecto a los
argumentos que se utilizan en él. En primer lugar, Leibniz comienza
concediendo a Locke que la elocuencia y la retórica son como el
bello sexo, que nos pueden engañar en cualquier momento. Ahora bien,
aceptado esto, Leibniz va a desmontar las implicaciones del texto de
Locke con dos argumentos. El primero de estos argumentos consistirá
en mantener que el papel negativo o positivo que puedan ejercer las
figuras del lenguaje dependen del uso que se haga de ellas y no de
las figuras del lenguaje en sí; esto es, de la metáfora y demás
tropos caben usos positivos y usos negativos. El segundo argumento
tiene toda la pinta de ser un argumento ad hominem del que
Locke puede escapar difícilmente, so pena de abjurar de sus propios
escritos: la prueba de que la metáfora puede tener un papel
sumamente positivo de cara a la transmisión del conocimiento radica
en el propio uso que el mismo Locke hace de las metáforas, que
parece ser un uso muy pertinente y adecuado. Y, aunque Leibniz no lo
argumente explícitamente, los corolarios de su texto no pueden ser
otros que el de aceptar que el uso de metáforas es perfectamente
legítimo en un lenguaje que pretenda ser informativo y no sólo en el
lenguaje emotivo; y que los valores de verdad de las aseveraciones
metafóricas pueden ser adjudicados de forma análoga a como
adjudicamos los valores de verdad a las aseveraciones literales.
La lanza rota por Leibniz en
pro de una consideración positiva de la metáfora se desarrollará en
los siglos XVIII y XIX, cuando la consideración de la función
cognitiva positiva de la metáfora y su ineludibilidad en cualquier
lenguaje y en cualquier lengua pasan a un primer plano, hasta el
punto en que se van a mantener tesis como la de que la metáfora está
en el origen mismo del lenguaje. El romanticismo cometerá justamente
el exceso contrario al que habían cometido racionalismo y empirismo,
el de privilegiar genéticamente el significado metafórico frente al
literal, lo que va a asociado a privilegiar lo pasional frente a lo
racional. Consideremos un texto de J. J. Rousseau para hacer ver
esto:
Comme les premiers
motifs qui firent parler l’homme furent des passions, ses
premières expressions furent les Tropes. Le langage figuré
fut le premier à naître, le sens propre fut trouvé le
dernier. On n’appella les choses de leur vrai nom que quand
on les vit sous leur véritable forme. D’abord on ne parla
qu’en pöesie; on ne s’avisa de raisoner que longtemps après.
[...] L’image illusoire offerte par la passion se montrant
la première, le langage qui lui répondoit fut aussi le
premier inventé; il devint ensuite métaphorique quand
l’esprit éclairé reconnoisant sa première erreur n’en
employa les expressions que dans les mêmes passions que
l’avoient produite. (Rousseau, 1995:
381-382).
Si ahora la metáfora se sitúa
en el origen mismo del lenguaje, entonces será una ardua –cuando no
imposible– tarea la de delimitar lo literal de lo metafórico. Y el
problema es que, sin una delimitación lo más precisa posible entre
lo literal y lo metafórico, no podremos alcanzar tampoco una teoría
plausible de la metáfora, aunque sólo sea porque los humanos no
podemos pensar una cosa más que contrastándola con otra. De modo
que, si algo es entendido como una metáfora, será porque puede ser
distinguido de otra cosa.
La reflexión lingüística y
filosófica del siglo XX ha retomado el tema de la metáfora y sobre
él han escrito los filósofos más dispares desde J. Ortega y Gasset a
D. Davidson pasando por M. Black, G. Lakoff, M. Johnson, N. Goodman,
W. Alston o J. Searle. Comoquiera que utilizaré las aportaciones al
tema de la metáfora de todos ellos –y de algunos más– a lo largo de
este trabajo, me limitaré en este capítulo introductorio a señalar
sucintamente los que, en mi opinión, son los hallazgos más
relevantes de la filosofía del siglo XX sobre la metáfora. Éstos
serían básicamente los siguientes:
-
Lo metafórico sólo
puede ser definido en función de y en contraste con lo
literal. La metáfora es detectable precisamente en la
tensión entre los términos que se usan literalmente en una
proferencia y los que se usan translaticiamente.
-
La metáfora no sólo se
limita a poner de manifiesto una analogía aceptada por una
determinada comunidad lingüística entre dos objetos dados,
la metáfora también puede crear esta analogía (Ortega, 1924;
Black, 1981).
-
En función de esa
analogía que crea la metáfora es como podemos conceptualizar
determinadas ideas, especialmente las ideas de aquellos
objetos de los que no tenemos una experiencia sensible, como
es el caso de Dios (Alston, 1989: 17-65 y 103-117).
-
Las metáforas no
funcionan aisladamente unas de otras, sino en la medida en
que forman parte de redes conceptuales que pueden ser
complementarias unas de otras o incompatibles entre sí (Lakoff
y Johnson, 1980).
-
En función de esa
pertenencia de las metáforas a redes conceptuales, las
metáforas conforman nuestra concepción de la realidad. Dicho
de otro modo y usando la afortunada expresión de Lakoff y
Johnson (1980), “vivimos
de metáforas”,
lo mismo en el lenguaje cotidiano que en cualesquiera jergas
especializadas, sean éstas las jergas de los carpinteros, de
los militares, de los científicos, de los teólogos o de los
filósofos
1.3.
Lo literal y lo metafórico
Si lo metafórico se entiende
como un cambio en el significado de un término de modo que ese
término signifique un objeto distinto del que habitualmente
significa, entonces una metáfora sólo podrá ser detectada y
comprendida en el contexto de una proferencia y en la medida en que
el significado translaticio resulte chocante o raro para los
hablantes de una lengua dada y en un determinado momento sincrónico.
Esto es, si podemos decir que la metáfora conlleva un significado
translaticio o derivado de un término es porque tenemos en mente que
el término de que se trate tiene un significado apropiado o literal,
que sería el significado normal que los hablantes adjudicarían a ese
término. Así, si decimos que en “Juan es un pájaro” la
palabra pájaro está usada translaticiamente es porque sabemos
que Juan es un ser humano y porque sabemos también que, en este
contexto, esa palabra no significa “ave,
especialmente si es pequeña”,
sino “hombre
astuto y sagaz, que suele suscitar recelos”
(DRAE).
Ahora bien, la palabra
literal (y sus derivados) es una palabra sumamente polisémica (Nerlich
y Chamizo, 2003). Y, de los muchos significados que tiene la palabra
literal, hay varios de ellos con respecto a los cuales se
define lo metafórico. Desde una consideración diacrónica el adjetivo
literal sería sinónimo de etimológico, primitivo,
original o primigenio. En este sentido es en el que
usamos literal en aseveraciones como “Virtus
significaba literalmente en latín virilidad y sólo
posteriormente significó valentía o fuerza”. En casos
como éste estamos informando de que el significado original de
virtud era muy distinto de los significados que posteriormente
adquirió ese término, por más que ahora esos otros significados sean
los habituales para virtud y el significado original haya
desaparecido en las lenguas modernas. En este sentido lo literal se
opondrá a lo translaticio en cuanto que, por literal, se
entenderá el significado primigenio o el significado más
antiguamente documentado de un término, mientras que, por
translaticio, se entenderán los diversos significados que un
término haya ido adquiriendo en el transcurso de su historia. Y,
desde un punto de vista sincrónico, literal se usa de un modo
algo distinto a como se usa desde la perspectiva diacrónica. Así, si
afirmamos “Screw significa literalmente en inglés
atornillar y translaticiamente follar”, estamos afirmando
que esa palabra inglesa tiene un significado normal, habitual o de
primer orden y otro significado derivado metafóricamente de ese
significado habitual para los hablantes ingleses actuales y que
permite que esos hablantes tengan todavía conciencia de que screw
se usa eufemísticamente para eludir el disfemismo inglés fuck,
que sería el término que en la actualidad significa literalmente
follar. En este sentido, significado literal querrá decir
significado de primer orden en contraste con cualesquiera
otros significados derivados de ese significado de primer orden.
Esta noción de literal
que estoy proponiendo tiene graves dificultades teóricas (Bobes
Naves, 2004: 148-149), aunque sea una noción bastante de sentido
común, plausible y operativa. Y estas dificultades teóricas afectan
lo mismo al ámbito diacrónico que al sincrónico. Desde un punto de
vista diacrónico la distinción entre el significado literal de un
término dado y el significado (o significados) que tuvo ese término
en el pasado no siempre puede establecerse con nitidez. Y ello
porque algunos hablantes pueden tener conciencia del significado
arcaico u obsoleto de un término y de su significado actual, y, en
razón de ello, usar el término siendo conscientes de esa duplicidad
semántica para conseguir determinados efectos retóricos o
cognoscitivos. Y, desde el punto de vista sincrónico, el criterio
para decidir cuál sea el significado de primer orden de un término y
cuáles sean sus significados de segundo o de tercer órdenes puede
variar grandemente entre los hablantes de los diversos dialectos y
sociolectos de una lengua. No obstante, y a pesar de estas
discrepancias, se puede mantener razonablemente la existencia de un
núcleo semántico básico para la mayoría de los términos y para la
mayoría de los hablantes de una lengua dada, núcleo semántico básico
con respecto al cual los otros significados del término serían
considerados translaticios, estén o no estén lexicalizados en un
momento dado.
Consideremos la cuestión de las
diferencias semánticas entre los diversos dialectos de una lengua
recurriendo a un par de ejemplos. El sustantivo inglés cock
significa literalmente gallo y con este significado puede ser
usado aún en el Reino Unido –y en los contextos adecuados– sin
correr graves riesgos de que el hablante sea considerado una persona
grosera o malhablada, aunque los británicos también sepan que
cock tiene el significado de segundo orden de pene. En
Estados Unidos, por el contrario, el significado de pene para
cock se ha generalizado hasta tal punto que ha terminado por
hacer olvidar a los hablantes cuál era el significado literal de esa
palabra. El resultado de esto es que cock no puede ser usada
impune e inocentemente en los Estados Unidos y los estadounidenses
han tenido que sustituir cock por rooster cuando
quieren designar al animal sin que se evoque automáticamente al
miembro viril. Y un fenómeno análogo a éste es el que se ha
producido en los diversos dialectos del español con la palabra
polla. El significado de primer orden de polla es
“gallina nueva,
medianamente crecida, que no pone huevos o que hace poco tiempo que
ha empezado a ponerlos” (DRAE).
Ahora bien, en el español de España este significado de primer orden
ha quedado prácticamente oscurecido por el significado de pene,
que, aunque en su momento fue un eufemismo, en la actualidad tiene
un carácter disfemístico tan marcado que impide prácticamente que en
España se pueda usar polla para designar a la gallina joven y
haya que recurrir al diminutivo pollita o a una perífrasis.
Por su parte, en muchos países americanos de lengua española
polla ha adquirido un significado de segundo orden de apuesta,
lotería o “apuesta,
especialmente en carreras de caballos”,
de modo que esa palabra no tiene ninguna connotación disfemística en
Iberoamérica, aunque también haya suplantado en buena medida el
significado de gallina joven.
Con respecto a los diversos
sociolectos de una lengua también nos encontramos con el mismo
fenómeno. Así, por ejemplo, el verbo especular significaba
literalmente en latín reflejar o espejear. Pero este
verbo ha pasado a las lenguas modernas con los significados de
segundo orden de “registrar,
mirar con atención algo para reconocerlo y examinarlo”,
“meditar,
reflexionar con hondura, teorizar”
y “perderse en
sutilezas o hipótesis sin base real” (DRAE),
que ahora podrían ser considerados como los significados básicos de
ese verbo y que se usan muy a menudo en la jerga filosófica. Pero
estos significados han sufrido ulteriormente otros cambios que hacen
que el verbo especular signifique
“efectuar operaciones
comerciales o financieras, con la esperanza de obtener beneficios
basados en las variaciones de los precios o de los cambios”,
“comerciar,
traficar” o
“procurar
provecho o ganancia fuera del tráfico mercantil”
(DRAE) en el sociolecto o jerga de los
economistas. Como resultado de ello los significados de especular
son muy distintos si el verbo se usa en la jerga filosófica o en la
jerga económica, aunque en ambos casos sus significados actuales
sean metáforas lexicalizadas con respecto a su significado original.
Y lo que se dice para el verbo especular es válido también,
mutatis mutandis, para sus derivados y cognados como el
adjetivo especulativo, el sustantivo especulación o el
adverbio especulativamente.
El resultado de estas
divergencias semánticas entre los hablantes en el eje diacrónico y
de los diversos sociolectos y dialectos de una lengua en el eje
sincrónico será el que, en algunos casos, los hablantes
pertenecientes a un grupo determinado entiendan un significado como
translaticio, mientras que los hablantes pertenecientes a otro grupo
lo entiendan como literal. Pero en la mayoría de los casos sí hay un
acuerdo entre los hablantes para decidir cuál sea el significado
literal de un término (o cuáles sean, en su caso) y cuál sea su
significado translaticio (o cuáles sean, en su caso).
1.4.
El marco y el foco de la metáfora
Dado que la mayoría de las
palabras de una lengua son polisémicas, una palabra aisladamente
considerada carecería de un significado específico y concreto o,
todo lo más, su significado sería el significado de primer orden que
esa palabra tenga en un momento sincrónico dado y para un dialecto o
sociolecto dados. Así, los sustantivos españoles gallina y
leona carecerían de significado si no aparecen en el contexto de
una proferencia o, como mucho, tendrían los significados de
“hembra del gallo, de
menor tamaño que este, cresta pequeña o rudimentaria, cola sin
cobijas prolongadas y tarsos sin espolones”
y “hembra del
león” (DRAE),
respectivamente. Ahora bien, cuando gallina y leona
aparecen en el contexto de una proferencia –que a su vez está
enmarcada en un contexto convencional y conversacional más amplio–
es cuando esos sustantivos adquieren sus significados específicos.
Así, si afirmamos
[1] “María es una gallina y
Juana una leona”
y sabemos contextualmente que
María y Juana designan a un ave y un felino,
respectivamente, entonces los significados de esos sustantivos serán
sus significados literales, que serían “hembra
del gallo, de menor tamaño que este, cresta pequeña o rudimentaria,
cola sin cobijas prolongadas y tarsos sin espolones”
y “hembra del
león” (DRAE),
respectivamente. Por su parte, si afirmamos
[1.2] “María es una gallina
y Juana una leona”
y sabemos contextualmente que
María y Juana designan a dos bípedos implumes de sexo
femenino, entonces estamos usando gallina y leona de
acuerdo con sus significados metafóricos de segundo orden de
“persona cobarde,
pusilánime y tímida”
y “mujer audaz,
imperiosa y valiente” (DRAE),
respectivamente.
El resultado de esto es que, al
igual que ocurriría con los diversos significados literales de los
términos polisémicos, el que estemos utilizando un término
cualquiera de acuerdo con algún significado translaticio sólo podrá
ser aprehendido en la medida en que ese término esté enmarcado en
una sentencia que, a su vez, está enmarcada en un contexto
convencional y conversacional más amplio. Para efectos de este
trabajo eludiré habitualmente aludir a ese contexto más amplio, que
supondré conocido o intuido por el lector, y me limitaré a ilustrar
mis argumentos con ejemplos de sentencias concretas, aunque quiero
dejar claro desde ahora que la metáfora sólo se puede dar en el
marco de una proferencia o de una sentencia. Igualmente, y en razón
de esto, el término metáfora deberá ser entendido las más de
las veces como una abreviación de proferencia o sentencia
metafórica. Establecida la tesis de que la metáfora sólo se
puede dar en el marco de una sentencia o de una proferencia, habrá
que indagar cómo y por qué se da esto. Y para ello hay que recurrir
a la distinción clásica cuya terminología debemos a M. Black (1979),
aunque el propio Black deja claro que la distinción es anterior a
él. En una proferencia metafórica Black distingue el marco (frame)
y el foco (focus). El marco de una metáfora serían las
palabras que se usan de acuerdo con sus significados literales,
habituales o de primer orden, mientras que el foco de una metáfora
sería la palabra (o palabras en su caso) que se usa
translaticiamente y que estoy destacando con bastardillas en los
ejemplos. Así, en el ejemplo que vimos anteriormente, “María es una
gallina y Juana una leona”, gallina y leona
serían los focos, mientras que el resto de las palabras de esa
sentencia constituirían el marco.
Y es justamente en esta tensión
entre el marco y el foco y en el hecho de que el significado del
foco es aparentemente incongruente con el marco en que aparece donde
se genera la metáfora y donde ésta ejerce su función cognitiva. Y
esta distinción entre el marco y el foco es también esencial para
diferenciar la metáfora de otros mecanismos lingüísticos muy
parecidos a ella. Esta distinción es especialmente relevante a la
hora de diferenciar la metáfora del símil (Tirrell, 1991), máxime
cuando se ha mantenido que las metáforas no serían más que símiles
abreviados o encubiertos (Davidson, 1984). Es más, la falta de esta
distinción entre el marco y el foco y entre metáfora y símil es lo
que llevó a Ortega y Gasset (1914: 257) a analizar el verso catalán
[2] “E
com l’espectre d’una flama morta”
como una metáfora cuando, en
realidad, no era más que un símil muy patente. Ahora bien, hay dos
diferencias básicas entre un símil y una metáfora. La primera
diferencia entre un símil y una metáfora radica justamente en que
los símiles carecen de focos; esto es, en que en los símiles todas
las palabras están usadas de acuerdo con sus significados literales.
En las metáforas, por el contrario, hay al menos una palabra a la
que se le está adjudicando un significado translaticio y distinto de
su significado literal. La segunda diferencia radica en que las
metáforas son susceptibles de lexicalizarse, de modo que el que fue
un significado metafórico ocasional de un término en un determinado
momento del pasado puede convertirse, con el transcurso del tiempo,
en uno más de los significados literales de ese término. Por el
contrario, éste no puede ser el caso de los símiles, justamente
porque en los símiles ninguno de sus términos se usa de acuerdo con
un significado translaticio; con lo que los términos que entran a
formar parte de los símiles siguen manteniendo sus significados más
literales. El que este significado translaticio esté más o menos
lexicalizado en una lengua dada es una cuestión que afecta a los
avatares que sufren los significados de los términos a lo largo de
su historia y que permiten hablar de metáforas muertas o
lexicalizadas, metáforas semilexicalizadas y metáforas novedosas,
como veremos más adelante, pero que no afecta a la distinción entre
lo literal y lo translaticio. El hecho de que los significados
translaticios de gallina y leona estén ahora
prácticamente lexicalizados no es argumento para mantener que en su
momento no fuesen entendidos como metáforas vivas y novedosas.
Y también, al igual que las
proferencias en que entran a formar parte términos polisémicos, una
proferencia metafórica tiene la característica de ser necesariamente
ambigua, especialmente cuando el foco de la metáfora sea novedoso o
esté en un estadio de semilexicalización. En estas ocasiones el
significado de una proferencia metafórica siempre es un caso de
implicatura y, como todas las implicaturas, siempre cabe la
posibilidad de que el oyente la malinterprete porque no quiera o no
pueda ser cooperativo. Es decir, cuando el oyente de una proferencia
metafórica no puede o no quiere ser cooperativo, la implicatura
pretendida por el hablante no surtirá sus efectos y, como
consecuencia de ello, el oyente entenderá que esa proferencia está
siendo usada de acuerdo con su significado literal. Este fenómeno
consistente en que el oyente no quiera o no pueda ser cooperativo es
justamente el que se explota con mucha asiduidad para conseguir
efectos humorísticos.
Precisamente el hecho de que
una proferencia metafórica cuyo foco sea una metáfora novedosa o
semilexicalizada tenga que ser necesariamente ambigua y, por tanto,
susceptible de al menos dos interpretaciones, tiene otra
consecuencia cognitiva de primera magnitud: el que no sea posible
sustituir una proferencia metafórica por otra proferencia literal
equivalente y conseguir los mismos efectos cognitivos. Así, si en
[3] “Juan es un zorro”,
el hablante sabe que Juan
designa a un bípedo implume, es obvio que estará usando zorro
metafóricamente y queriendo significa astuto con ese término,
de modo que la implicatura normal de [3] será
[3.1] “Juan es astuto”
Ahora bien, un oyente que no
pueda hacer esa implicatura porque no tenga la suficiente
información contextual, y precisamente porque no la tiene, no podrá
ser cooperativo, de modo que entenderá o dirá que ha entendido a [3]
como
[3.2] “Juan es el ‘macho de la
zorra’”
y no
[3.3] “Juan es un ‘hombre muy
taimado y astuto’”.
Pero, en cualquier caso, ni
[3.2] ni [3.3], serán sinónimos exactos de [3] en la medida en que
[3] es ambigua y susceptible de recibir al menos dos
interpretaciones distintas, mientras que esa ambigüedad ha
desaparecido lo mismo en [3.2] que en [3.3]. El resultado de esto no
será otro que el hecho consistente en que la correcta interpretación
de las proferencias metafóricas requerirá de una estrategia
pragmática en la que entran a formar parte los conocimientos
lingüísticos de los hablantes, sus creencias, saberes, usos sociales
e implicaturas convencionales y conversacionales, como veremos en el
capítulo siguiente.
1.5.
Término superordenado e hipónimos
Aunque hasta ahora no he hecho
referencia explícita a la definición aristotélica de metáfora, la he
estado manejando de forma tácita. Recurriré ahora a ella de forma
explícita para referirme a la relación de la metáfora con los demás
tropos. Para Aristóteles
La metáfora consiste en
dar a una cosa un nombre que también pertenece a otra, la
transferencia puede ser de género a especie, o de una especie a
género, o de especie a especie, o con fundamento en una analogía
(Aristóteles, 1974: 1457b).
Ahora bien, si damos por buena
la definición aristotélica de metáfora, lo que Aristóteles llama
metáfora incluye también otros tropos como la metonimia, la
sinécdoque o el eufemismo. En función de ello y de su propia teoría
sobre la metáfora, Searle pudo mantener que
According to my account of
metaphor, it becomes a matter of terminology whether we want to
construe metonymy and synecdoche as special cases of metaphor or as
independent tropes (Searle, 1986: 110).
Desde el punto de vista del
contraste entre el significado literal de un término y el
significado translaticio que adjudicamos a ese término, los demás
tropos pueden ser considerados, pues, como casos especiales de
metáforas. O, dicho de otro modo, metáfora puede ser
considerado como un término superordenado, y metonimia,
sinécdoque, ironía o eufemismo no serían más que
hipónimos de metáfora en la medida en que el significado de
metáfora incluye los significados de los otros tropos, pero
no al revés. Analicemos los significados de algunos de los tropos
principales para hacer ver cómo todos ellos no serían más que
hipónimos de metáfora:
-
Si la metonimia
consiste en “designar
algo con el nombre de otra cosa tomando el efecto por la
causa o viceversa, el autor por sus obras, el signo por la
cosa significada, etc.” (DRAE),
es obvio que, desde un punto de vista estrictamente
lingüístico, la metonimia tampoco es otra cosa que una
transferencia de significado. Si decimos “El próximo curso
estudiaremos a Molière” queriendo significar “El
próximo curso estudiaremos la obra de Molière” y no “El
próximo curso estudiaremos a la persona de Molière”, estamos
dando a Molière un significado distinto del habitual.
-
Si la sinécdoque
consiste en “extender,
restringir o alterar de algún modo la significación de las
palabras, para designar un todo con el nombre de una de sus
partes, o viceversa; un género con el de una especie, o al
contrario; una cosa con el de la materia de que está
formada, etc.” (DRAE),
es también obvio que, al usar vela por barco,
estamos dando a vela un significado distinto de su
significado literal.
-
Si el eufemismo
consiste en una “manifestación
suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión
sería dura o malsonante” (DRAE),
es obvio que, cuando usamos lavabo por retrete,
estamos dando a lavabo un significado distinto de su
significado literal como “pila
con grifos y otros accesorios que se utiliza para lavarse”,
“mesa,
comúnmente de mármol, con jofaina y demás recado para el
mismo uso”
o “cuarto
dispuesto para el aseo personal”
(DRAE).
-
Si el disfemismo es un
“modo de
decir que consiste en nombrar una realidad con una expresión
peyorativa o con intención de rebajarla de categoría, en
oposición a eufemismo” (DRAE),
es obvio que, cuando llamamos bastardo a alguien con
intención de insultarlo, no necesariamente tenemos que
significar que sea “hijo
nacido de una unión no matrimonial”,
“hijo de
padres que no podían contraer matrimonio al tiempo de la
concepción ni al del nacimiento”
o “hijo
ilegítimo de padre conocido” (DRAE).
-
Si la ironía es una
“figura
retórica que consiste en dar a entender lo contrario de lo
que se dice” (DRAE),
parece también claro que, si decimos de alguien que está
en su salsa cuando sabemos que está aburrido o hastiado,
estamos dando a está en su salsa el significado
opuesto al que el modismo suele tener normalmente.
-
Si la lítotes (o
meiosis) consiste en “no
expresar todo lo que se quiere dar a entender, sin que por
esto deje de ser bien comprendida la intención de quien
habla” (DRAE),
es claro también que, si decimos de alguien que estaba
ligeramente ebrio, cuando sabemos que estaba
completamente borracho, estamos dando a ligeramente
un significado diferente al que suele tener normalmente y
que es sinónimo de levemente.
El mecanismo lingüístico de
todos estos tropos es, por tanto, el de la adjudicación de un
significado distinto del que tiene normalmente un término o un
sintagma, de modo que las distinciones terminológicas entre ellos
parece que, en principio, no irían más allá de significar de qué
tipo de metáfora se trata en cada caso, o, por decirlo también con
palabras de Searle,
In each case, as in metaphor
proper, the semantic content of the P term conveys the semantic
content of the R term by some principle of association. Since the
principles of metaphor are rather various anyway, I am inclined to
treat metonymy and synecdoche as special cases of metaphor and add
their principles to my list of metaphorical principles. I can, for
example, refer to the British monarch as ‘the Crown’, and the
executive branch of the US government as ‘the White House’ by
exploiting systematic principles of association (Searle, 1986:
110-111).
1.6.
Las funciones sociales de algunos tropos
Aunque todos los tropos a los
que he aludido en la sección anterior son casos especiales de
metáforas o hipónimos de metáfora, hay, sin embargo, algunos
a los que quiero referirme de forma particular por sus especiales
características y por las funciones sociales que llevan a cabo: la
ironía, la lítotes y el eufemismo. Ironía y lítotes ejercen la
función social de permitir al hablante referirse a personas o emitir
opiniones que pueden ser ofensivas para el oyente o para terceras
personas sin que la ofensa sea demasiado patente. Ello es posible en
la medida en que una proferencia en que entren a formar parte estos
tropos siempre es susceptible de recibir al menos dos
interpretaciones. Esto es precisamente lo que permite al hablante
expresar sus verdaderos sentimientos u opiniones –y que el oyente
los entienda– sin que la conversación degenere en una pelea o en una
guerra abiertas. Justamente por esta razón, estos tropos son usados
típicamente en el lenguaje diplomático. Pues, glosando y adaptando
para la ocasión la famosa frase de Carl von Clausewitz, el lenguaje
de la diplomacia no sería más que un medio de intentar evitar la
guerra. Y ello porque, como bien insinúa el famoso dicho popular, el
lenguaje de un diplomático tiene que ser lo más elusivo posible,
pues
[4] “Cuando un diplomático dice
no, quiere decir tal vez; cuando dice tal vez,
quiere decir sí; y, cuando dice sí, no es un
diplomático de ninguna manera”.
Ahora bien, los estudios sobre
la metáfora suelen hacer referencia a los parecidos y diferencias
entre la metáfora y los otros tropos, especialmente con respecto a
la sinécdoque y a la metonimia (Bobes Naves, 2004: 166-185; y Le
Guern, 1973). No obstante, aunque hay algunas excepciones (Pfaff et
alii, 1997; y Chamizo Domínguez, 2003),
las múltiples teorías sobre la metáfora no se han aplicado
habitualmente al estudio del eufemismo y del disfemismo. De modo que
los estudiosos de la metáfora no suelen aludir –ni tan siquiera de
pasada– al eufemismo y al disfemismo, mientras que los estudiosos
del eufemismo y del disfemismo tampoco suelen aludir a las teorías
sobre la metáfora. Quizás el origen de este divorcio esté en los
escrúpulos que pueden existir ante el eufemismo mismo en la medida
en que no se puede hablar del eufemismo sin referirse al término
vitando al que sustituye o en que se piense que su uso es eludible
en los ámbitos cognitivos, estéticos o literarios. Sea cual sea la
causa de este divorcio, el eufemismo merece una atención especial y
pormenorizada en la medida en que su presencia es sumamente
relevante lo mismo en el lenguaje cotidiano que en los lenguajes
supuestamente más excelsos como pueda ser el de la ciencia –y muy
especialmente el de la medicina– o el de la literatura. Además de
las funciones sociales que cumplen la ironía y la lítotes, el
eufemismo cumple con un abanico de funciones sociales mucho más
amplio que el de los dos tropos anteriores, aunque el eufemismo
puede construirse con cualesquiera otros
tropos (Chamizo Domínguez, 2003).
Su principal función consiste, obviamente, en poder nombrar
un objeto desagradable o los efectos desagradables de un objeto en
la medida en que “A euphemism is used as an
alternative to a dispreferred expression, in order to avoid possible
loss of face either one’s own face or, through giving offense,
that of the audience, or of some third party” (Allan y Burridge,
1991: 11). De acuerdo con ello, la función
primera de un eufemismo será la de evitar usar un término tabú. Y
los términos tabú suelen ser principalmente los que se refieren a
los siguientes objetos:
-
Dios y la
religión, a fin de evitar las blasfemias (Allan, 2000:
156-157). Vg.: Diantres para demonios;
ostras para hostias.
-
Objetos o acciones
sexuales. Vg.: Conocer, pasar la noche con,
poseer, tomar, irse a la cama con,
salir con y otros muchos para tener un coito.
-
Fluidos corporales
o partes del cuerpo. Vg.: Transpirar para sudar;
expectorar para escupir; axila para
sobaco; extensiones para postizos.
-
Lugares u objetos
sucios, peligrosos o temibles. Vg.: El título de la película
clásica del oeste The Cheyenne
Social Club, que en realidad
hacía referencia a un burdel, funcionaba como un
eufemismo y buena parte de la trama de la película se basa
en lo ambiguo de llamar social club a un burdel.
Del mismo modo, camposanto, necrópolis,
sacramental o, más modernamente, tanatorio para
cementerio. Y ello a pesar de que cementerio
fuese originalmente un eufemismo en griego construido a
partir de su significado literal de dormitorio.
-
La muerte y las
enfermedades. Vg.: hemorroides para almorranas.
Y lo interesante de este caso es que, lo mismo
hemorroides que almorranas, proceden de la misma
palabra griega. Y, si hemorroides tiene un marcado
sabor eufemístico mientras que almorranas tiene un
marcado sabor disfemístico, no es porque no signifiquen
etimológicamente lo mismo, sino porque el término
hemorroides es preferentemente usado en la jerga médica,
mientras que el término almorranas es preferentemente
usado en el lenguaje ordinario.
Pero, además de esta
función principal consistente en permitirnos nombrar a todos esos
objetos, el eufemismo lleva a cabo otras funciones añadidas. Hasta
tal punto es esto así que la vida en sociedad sería difícilmente
concebible sin el recurso al eufemismo, pues el eufemismo se usa
también para:
-
Ser cortés o
respetuoso Vg.: Mi señora esposa o mi señor esposo
para mi mujer o mi marido, respectivamente. En
la actualidad los profesores K. Allan y K. Burridge, que son
los autores de un excelente libro sobre el eufemismo y el
disfemismo que se ha convertido en un clásico sobre el tema
(Allan y Burridge, 1991), están trabajando en un nuevo libro
cuyo título provisional es Taboo
and the Censoring of Language
en el que, entre otros temas, tocan este punto. Los
borradores de este trabajo pueden encontrarse en Internet en
http://www.arts.monash.edu/ling/spec/tcl/.
-
Elevar la dignidad
de una profesión u oficio. Vg.:
Barman para camarero;
chef
para jefe de cocina; maître
para jefe de camareros o jefe de comedor;
tripulante de cabina/auxiliar de vuelo para azafata;
etc. Nótese que la palabra azafata
–que
originalmente significaba “criada de la reina, a quien
servía los vestidos y alhajas que se había de poner y los
recogía cuando se los quitaba” (DRAE) y se usó por
las compañías aéreas españolas por su función eufemística de
elevar la dignidad de una profesión, lo que no se habría
conseguido con el uso de los términos camarera o
moza (Lázaro Carreter, 1997: 590-593)–,
ha dejado parcialmente de ejercer esa función desde que se
usa como sustitutivo eufemístico de puta,
especialmente en los anuncios eróticos de los periódicos. En
México, por el contrario, las auxiliares de vuelo recibieron
el nombre de aeromozas mediante un calco del francés
hôtesse de l’air
y el resultado ha sido que aeromoza
no ha pasado a tener un significado disfemístico, al menos
que yo sepa.
-
Algunos de esos
eufemismos son préstamos. Los préstamos se utilizan muy
frecuentemente como eufemismos, especialmente cuando las
palabras que se toman como préstamos proceden de lenguas que
se consideran más cultas, refinadas o elegantes (Sagarin,
1968: 47-49). De hecho, el término puta, por ejemplo,
fue tomado del italiano –cuando el italiano era considerada
la lengua europea de la cultura en el Renacimiento– como un
eufemismo, aunque ahora sea un evidente disfemismo.
Sorprendentemente, cuando un préstamo se usa en la lengua
término con un significado eufemístico, éste no suele estar
presente en la lengua origen. Así, el español ha tomado
prestado el sustantivo inglés relax y el sustantivo
finlandés sauna como sustitutivos eufemísticos de
prostitución y burdel, respectivamente, aunque
esos términos no tengan estos usos eufemísticos en sus
respectivas lenguas origen.
-
Dignificar a una
persona que sufre alguna enfermedad, minusvalía o situación
penosa. Vg.: Ser trisómico del par 21 o
padecer/sufrir el síndrome de Down para mongólico;
tercera edad o mayores para viejos;
invidente para ciego; etc.
-
Atenuar una evocación
penosa. Vg.: Dormirse en el Señor o exhalar el
espíritu para morir. Los eufemismos para morir
son especialmente abundantes y proceden de muy diversos
dominios origen, especialmente del dominio del viajar y del
dominio del sueño/descanso. Así, del dominio del viajar, y
sin pretender ser exhaustivos, podemos citar los siguientes:
liar el petate, irse al otro barrio, irse
al otro mundo, irse al cielo, abandonar este
mundo, irse a la gloria, hacer el último viaje
o irse al seno de Abrahán. Y, del dominio del
sueño/descanso, los eufemismos usaderos no son menos
abundantes: descansar en el
Señor, dormir el sueño de
los justos, dormir el sueño eterno, dormirse
en el Señor o descansar en paz.
-
A veces el sustituto
eufemístico al que se recurre para evitar la evocación
penosa que conlleva el término vitando produce efectos casi
humorísticos. La jerga médica y/o paramédica está plagada de
este tipo de eufemismos. Véase, a título de ejemplo, el
siguiente caso: “From
the department of tasteless euphemisms. Reader Aidan
Merritt used to work for an organisation that tabulates
medical statistics. Its reports invariably replaced the
unfriendly word ‘deaths’ by ‘unscheduled bed vacancies’”.
(New Scientist, cubierta
posterior, noviembre de 2003, p. 84.
Agradezco a mi amiga Brigitte Nerlich el haberme comunicado
este sabroso ejemplo).
-
Ser políticamente
correcto. Vg.: Países surgentes o tercer mundo
para países pobres. El llamado “lenguaje
políticamente correcto” es básicamente e”ufemístico.
A veces los excesos del lenguaje
políticamente correcto pueden llegar a extremos
insospechados. A este respecto quiero recordar que la
Asociación Sociológica Británica, rizando el rizo de lo
políticamente correcto, ha recomendado que no se use el
adjetivo seminal y que, en su lugar, se usen
adjetivos tales como classical o formative
(Chamizo Domínguez y Nerlich, 2002). Parece ser que alguien
ha descubierto de nuevo el Mediterráneo y, al haberse
enterado que seminal procede etimológicamente de
semen –que en latín significaba literalmente semilla
y metafóricamente lo que en las lenguas modernas es ahora su
significado literal, esto es “conjunto
de espermatozoides y sustancias fluidas que se producen en
el aparato genital masculino de los animales y de la especie
humana” (DRAE)–
ha decidido declarar al adjetivo en cuestión una palabra
machista y, por ende, políticamente incorrecta. Pero,
además, el caso es más interesante si cabe, dado que es
harto dudoso que los otros adjetivos que se proponen como
sinónimos, funcionen como tales en cualesquiera contextos.
-
Los excesos de cautela
del lenguaje políticamente correcto rozan a veces la
beatería, lo ridículo y hasta lo autocontradictorio. A raíz
del atentado de la Torres Gemelas, de Nueva York, se puso en
circulación el sintagma tolerancia cero para
significar que se iba a perseguir sin tregua al terrorismo.
Ahora bien, tolerancia cero no es más que un
sustituto eufemístico de intolerancia, término éste
que alguien debió considerar demasiado políticamente
incorrecto y disfemístico. El resultado de ello es que ya no
se puede ser “intolerante” ni tan siquiera con el terrorismo.
Crucemos los dedos y confiemos en que a ninguna mente
bienpensante se le ocurra que el
título de la conocida película, de D. W. Griffiths,
Intolerance
(1916) deba ser desde ahora
Zero Tolerance,
para no herir algunas susceptibilidades.
-
Permitir manipular
los objetos ideológicamente. Vg.: Nasciturus o
embrión para feto o criatura; o
interrupción voluntaria del embarazo para aborto.
Este proceso de ingeniería semántica es el que permite que
podamos manipular sin graves problemas de conciencia a un
embrión cuando utilizamos el término nasciturus, cosa
que probablemente no ocurriría si utilizásemos el término
embrión, aunque muy probablemente la referencia de ambos
términos sea la misma. En función de lo anterior se ha
llamado a los eufemismos “palabras corrosivas” (Mitchell,
2001), pero, a pesar de su poder corrosivo, son ineludibles
en el lenguaje cotidiano y muchas veces también en los
lenguajes especializados, especialmente en el lenguaje de la
medicina y la biología.
-
Evitar agravios
étnicos. Vg.: Subsahariano/subsahariana para evitar
el disfemismo negro/negra en español o
Afro-American
para evitar el disfemismo black
en inglés; caucásico/caucásica para blanco/blanca;
o magrebí para evitar el disfemismo moro. Y
obsérvese que, aunque blanco/blanca no suelan tener
connotaciones disfemísticas, suelen ser sustituidos por
caucásico/caucásica para mantener la analogía con el
caso de negro/negra.
-
Evitar agravios
relacionados con la condición sexual de una persona. Vg.:
gay para evitar el disfemismo maricón o
lesbiana para evitar el disfemismo tortillera. Y
obsérvese que, mientras que tortillera es un
disfemismo en el español de España, en México es un término
axiológicamente neutro que no significa más que “persona
que por oficio hace o vende tortillas, principalmente de
maíz” (DRAE).
Recopilando, la metáfora
consiste en la adjudicación a un término, en el contexto de una
proferencia, de un significado distinto de su significado literal.
Esta transferencia de significado tiene una función cognitiva de
primera magnitud que ha sido tradicionalmente valorada de forma
positiva o negativa, pero que casi nadie ha negado. Y, finalmente,
algunos hipónimos de metáfora (ironía, lítotes o eufemismo)
ejercen, además, funciones sociales que harían difícilmente
imaginable la convivencia social si tales recursos lingüísticos y
cognitivos no existieran.
©
Pedro J. Chamizo Domínguez. La metáfora (semántica y pragmática).
Primera edición en español, 2005.
Versión
autorizada por el autor para
Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez.
Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.
Enero de 2005.