Teoría, Crítica e Historia

Pedro J. Chamizo Domínguez

La metáfora
(semántica y pragmática)

 

Capítulo III
Metáfora viva y metáfora muerta

 

3.1. Metáfora e intimidad

Se cuenta que Napoleón Bonaparte, al ver acercarse en cierta ocasión a Taillerand apoyado en el hombro de Fouché, comentó

[1] Ahí viene la astucia apoyada en la maldad.

Es obvio que [1] será significativa para nosotros en la medida en que estemos familiarizados con la historia de Francia de finales del siglo XVIII y principios del siglo XIX, que sepamos que la astucia de Taillerand le permitió sobrevivir a las convulsiones políticas y sociales que se produjeron en Francia desde 1789 hasta el Congreso de Viena (1815) y que Fouché era el jefe del aparato represivo francés, lo mismo durante la revolución que en el imperio. Este conocimiento histórico es el que nos permite comprender que astucia y maldad son, en este contexto, alusiones por antonomasia a Taillerand y Fouché, respectivamente. Y es obvio también que [1] era mucho más significativa para los oyentes de Napoleón en la medida en que ellos tenían experiencia directa de la astucia de Taillerand –que le permitió sobrevivir incluso al Terror– y de la maldad de Fouché –quien, al igual que Taillerand, también sobrevivió a todos las convulsiones de la Francia de la época. De modo que la metáfora por antonomasia que usó Napoleón fue comprendida inmediatamente por sus oyentes en la medida en que hablante y oyentes compartían ciertos conocimientos sobre los dos personajes aludidos. Sin esos conocimientos compartidos entre hablante y oyentes es probable que la malicia de la aseveración napoleónica no hubiera sido correctamente comprendida y [1] hubiera sido asignificativa o malinterpretada. Ahora bien, Napoleón pudo proferir [1] ante terceras personas –y probablemente no lo hubiese proferido ante las personas aludidas– porque una de las implicaturas de [1] para los oyentes de Napoleón era que éste estaba compartiendo con ellos una intimidad y, por el mero hecho de compartirla, la estaba reforzando.

Estas reflexiones sobre la anécdota atribuida a Napoleón me permiten plantear la cuestión de la relación entre metáfora e intimidad y proponer la tesis de que una metáfora se origina allí donde existe una situación de intimidad y que, a su vez, el uso de esa metáfora sirve para fomentar la intimidad entre los hablantes. Y precisamente el éxito de una metáfora consistirá justamente en que abandone el ámbito de intimidad en que se ha originado y pase a ser compartida y comprendida por el mayor número posible de hablantes. Y una metáfora tiene que nacer en un ámbito de intimidad compartido por un número no excesivamente grande de hablantes para que sea posible su correcta comprensión en función de los saberes, creencias, opiniones y usos sociales que comparte ese grupo de hablantes. Y el hecho de que esa metáfora se extienda a grupos cada vez más amplios de hablantes hasta ser comprendida, aceptada y usada por la mayoría de los hablantes de una lengua será precisamente la mejor prueba de que el grupo inicial de hablantes entre los que se acuñó la metáfora ha conseguido extender al resto de los hablantes sus saberes, creencias, opiniones o usos sociales.

Una metáfora nace de una necesidad comunicativa de un hablante, que puede recurrir al arsenal establecido de metáforas de una lengua, si lo que tiene que comunicar cuenta con un repertorio suficiente de metáforas establecidas y tipificadas en la lengua en cuestión. En este caso, los términos usados metafóricamente funcionan prácticamente igual que los términos usados en su sentido más literal. Los errores de interpretación que pueden originarse en estas proferencias metafóricas no son muy distintos de los que pueden originarse cuando hablamos literalmente. Pero, cuando se proponen metáforas novedosas, no se puede pensar razonablemente que éstas vayan a ser interpretadas unívocamente por la comunidad de los hablantes. Del mismo modo, hay metáforas, muy corrientes y bien delimitadas en una lengua o en una cultura, cuyo significado sería difícilmente aprehensible por oyentes que no participen del mismo tipo de creencias o saberes que los hablantes. Así, una metáfora del dominio académico aplicada al dominio taurino como

[2] “El Niño de la Dehesa recibió su doctorado en la Plaza de Las Ventas”,

difícilmente podría ser bien interpretada por quien desconociese el funcionamiento de la tauromaquia y el mecanismo de acceso a los títulos académicos. Igualmente hay metáforas que tienen un sentido determinado en el ámbito de un grupo profesional, por ejemplo, pero que cambiarían radicalmente de sentido para un oyente que no perteneciese al grupo en que esas metáforas sean usuales. En este sentido, un médico puede informar a un colega de que está tratando un precioso infarto, pero se cuidará mucho de calificar con ese adjetivo a la enfermedad ante el paciente, quien, con toda probabilidad, no interpretaría las palabras del médico en el mismo sentido en que las interpreta su colega. Precisamente por ello, las metáforas propias de un determinado sociolecto científico tienen que ser adaptadas muchas veces para que sean comprendidas por la mayoría de los hablantes (Knudsen, 2003). Toda la serie de casos como éstos es la que da pie a plantear la relación existente entre metáfora e intimidad, tema que propuso T. Cohen (1979: 1-10) y que ha sido tratado posteriormente por D. E. Cooper (1986: 153-178).

La tesis básica, que relaciona metáfora e intimidad, se puede sintetizar en la afirmación de que, mientras que las metáforas ya lexicalizadas o semilexicalizadas se pueden proponer normalmente por los hablantes y, habitualmente, son correctamente entendidas por los oyentes, las metáforas novedosas deben nacer en el ámbito de una comunidad restringida de hablantes en la que se mantenga algún tipo de intimidad. El hecho de que estas metáforas surjan en situaciones de intimidad tiene, además, tres consecuencias importantes que conviene reseñar:

  • Sirven para cohesionar al grupo y aumentar o reconocer la intimidad.

  • El tipo de metáforas que se usan sirve para definir o identificar al grupo.

  • El éxito de una metáfora surgida en situaciones de intimidad y en un grupo restringido radica en que se extienda también el uso de esa metáfora fuera del grupo en que se ha originado.

Si, como hemos visto en el capítulo anterior, una estrategia pragmática para interpretar correctamente el significado de proferencias metafóricas requiere tener en cuenta los saberes y creencias de los hablantes, nada más natural que pensar que las metáforas novedosas surjan allí donde esos saberes y creencias son más íntimamente compartidos. Así, en el ejemplo que propone el mismo Cooper de un hombre que se ha casado con una cantante de ópera e informa a un amigo

[3] Me he casado con un abono para la ópera” (Cooper, 1986: 153),

no sólo se requiere un cierto grado de intimidad entre el hablante y el oyente, según el cual se sepa que el primero es tan aficionado a la ópera como para hacer cualquier cosa –incluso casarse– con tal de poder acceder gratis a las representaciones. Además de esta intimidad previa a la proferencia de la información de [3] hay también, en la misma información, una especie de guiño al oyente, según el cual se pueden estar comunicando cosas como “no me importa que sea fea y obesa” o “no tiene más valor para mí que el de servirme de entrada gratis a la ópera”, confidencias que quizás no se confesasen nunca a aquellas personas con las que el hablante no quisiera compartir su intimidad ni profundizar en ella.

Ahora bien, que las metáforas nazcan allí donde hay una cierta intimidad entre los hablantes y sirvan también para cohesionar la intimidad en un círculo determinado de hablantes no implica que el uso de las metáforas, que han nacido en esas circunstancias, tenga que quedar reducido al grupo en que se han originado, ni que los hablantes ajenos a ese grupo no puedan tener acceso a ellas. Muy al contrario, salvo que se trate de grupos clandestinos o esotéricos, en los que se prohibiese expresamente el acceso a sus metáforas por parte de los no iniciados y en los que, además, se consiguiese hacer cumplir esa prohibición, el destino de las metáforas originadas en ámbitos reducidos de intimidad es ir conquistando paulatinamente círculos cada vez más amplios de personas que las utilicen. Es más, el éxito social, político, cultural o religioso de un grupo de hablantes se puede medir bastante razonablemente considerando el número de metáforas propias que ha conseguido imponer a la comunidad general de los hablantes. Hasta tal punto es esto así que, incluso aquellas personas que no compartan o nieguen explícitamente las creencias o saberes del grupo en que una metáfora se haya originado, se pueden servir de esa misma metáfora, incluso cuando ignoren sus orígenes y sus implicaciones. Y esto acontece lo mismo en los ámbitos de los saberes más comunes como en los ámbitos de saberes más especializados de la ciencia o de la filosofía. Probablemente, si reflexionamos sobre unidades fraseológicas como “es una obra de moros”, “es un trabajo de negros”, “se ha despedido a la francesa” o “se ha hecho el sueco”, diremos que no coinciden con nuestros verdaderos saberes o creencias sobre los moros, los negros, los franceses o los suecos y que esas expresiones son síntoma de un racismo o de una xenofobia detestables. Y, sin embargo, las seguimos utilizando y nos siguen cohesionando como grupo frente a los otros grupos humanos a los que nos referimos con ellas. Del mismo modo, incluso los descreídos más recalcitrantes no tendrán empacho en decir de una situación placentera que es una gloria, de una persona agradable y bondadosa que es un ángel o de una persona malvada y fea que es un demonio. Y ello porque el grupo o los grupos en que estas metáforas, ahora semilexicalizadas, se originaron han conseguido imponerlas incluso a los hablantes que no comparten sus creencias. Igualmente, no creo que exista ningún astrónomo –y con toda probabilidad que existan muy pocos no astrónomos– que crea que el sol gira alrededor de la tierra, y, sin embargo, seguimos diciendo que el sol nace o se levanta por el este y que se pone o se acuesta por el oeste.

3.2. Los tres estadios en la vida de una metáfora

Acabo de mantener que, para que una metáfora novedosa sea correctamente comprendida, se requiere que sea propuesta entre hablantes que comparten un cierto grado de intimidad y que el éxito de esa metáfora nacida en el ámbito de la intimidad consistirá precisamente en que abandone el ámbito en el que nació y se generalice entre los hablantes de una lengua, incluso hasta el punto de que los hablantes pierdan conciencia de que alguna vez fue una metáfora. Lo que haré en el resto de este capítulo será analizar los tres estadios en los que puede encontrarse una metáfora desde el momento en que es propuesta por primera vez hasta que se lexicaliza y, en muchos casos, ya no es entendida como tal metáfora. Estos tres estadios en la vida de una metáfora serían los de metáfora novedosa o creativa, metáfora semilexicalizada y metáfora lexicalizada o muerta.

3.2.1. Metáfora novedosa

Una metáfora creativa nace normalmente a causa de una necesidad comunicativa del hablante que cree tener algo nuevo que decir, sea porque se trate de una realidad nueva o porque se crea haber entendido una realidad ya conocida de manera distinta a como se venía haciendo habitualmente. Puesto que el hablante no tiene términos usaderos para referirse a esa realidad, tiene que echar mano de términos que ya tienen un significado literal perfectamente delimitado para, cambiando metafóricamente ese significado, poder hablar del objeto nuevo o de la realidad nueva. A partir del cambio metafórico de significado de este término nuclear, los términos que se relacionan con el que ha cambiado de significado, por parecido o por oposición, deberán cambiar también de significado para poder conformar una nueva forma de entender y hablar de la realidad de que se trate, hasta construir una completa red de metáforas novedosas. Por su parte, si hubiese ya algún otro sistema de metáforas semilexicalizadas que no fuese compatible con el nuevo sistema, ese otro sistema antiguo deberá ir desapareciendo para referirse al objeto de que se trate en cuanto que se comenzará a considerar por los hablantes como inadecuado. Esto hace que el proceso de aparición y de aceptación por parte de la comunidad de los hablantes de las metáforas creativas tenga una cierta dosis de paradoja, puesto que las metáforas creativas son incongruentes con las redes de metáforas semilexicalizadas ya existentes y con las creencias y asociaciones que conllevan esas redes vigentes en un momento dado. Y, sin embargo, si tienen éxito –lo que sucede normalmente cuando su creación obedece a razones cognoscitivas– su destino será el de pasar, con el tiempo, a generar otros sistemas metafóricos que rivalizarán y, en su caso, sustituirán a los anteriormente existentes para hablar del objeto de que se trate.

Quizás sea en los ámbitos de la ciencia y de la filosofía en los que resulte más ilustrativo un análisis del proceso de rivalidad y sustitución entre dos redes de metáforas, una red semilexicalizada y aceptada comúnmente por la comunidad de los hablantes y otra que se propone para completar o para refutar a la anterior. En estos ámbitos teoréticos la aparición de una nueva teoría científica o filosófica suele tener en su base, o generar como resultado, una nueva metáfora creativa y una red de metáforas subsidiarias de ella con, al menos, tres consecuencias importantes:

  • Proponer un nuevo modelo o un nuevo marco de referencia para conocer la realidad.

  • Crear una red de metáforas subsidiarias que permita generar un número indefinido de aseveraciones sobre esa realidad congruentes con la metáfora básica.

  • Entrar en colisión y sustituir, si tiene éxito, a las teorías rivales anteriores y/o contemporáneas cuyas redes de metáforas se muestren incompatibles con la nueva.

Veamos cómo ha sucedido esto en el caso concreto en que una metáfora novedosa ha ido a la par que un cambio teórico en la concepción de la propia disciplina en la que ha aparecido. Me refiero a la metáfora relativamente reciente –al menos es lo suficientemente reciente como para que esté poco generalizada fuera del ámbito académico– puesta en circulación por Th. S. Kuhn en su ya clásica obra The Structure of Scientific Revolutions y que ha conllevado todo un cambio en la forma de entender la ciencia, su historia y su filosofía. Hasta la aparición de la obra de Kuhn la sustitución de una teoría científica por otra se entendía en términos de un proceso lógico –¿cómo no habrían de ser “lógicos” los científicos?– que se podría sintetizar en la aseveración básica:

[4] “La sustitución de una teoría científica por otra es un proceso lógico”.

Y, de acuerdo con [4], los términos habituales para referirse a la actividad del científico eran justamente términos procedentes o emparentados con el vocabulario técnico de la lógica, términos tales como deducción, inferencia, cálculo, probabilidad, verdad, falsedad, objetividad, refutación, falsación o contrastabilidad. Pero el uso de estos términos –por muy técnicos que sean– no es un uso semánticamente inocente, pues conlleva asociada toda una imagen no sólo de la actividad científica, sino incluso de los propios científicos que la llevan a cabo, los cuales son vistos y se ven a sí mismos como hombres objetivos, veraces, lógicos y coherentes. Incluso el científico loco, tan al gusto de ciertas novelas y de ciertas películas, goza del privilegio de poseer una lógica y una objetividad intachables en sus investigaciones; y por ello le salen bien sus experimentos. Lo que diferencia al científico loco de las novelas y de las películas de su colega cuerdo no suele ser la metodología o el proceso lógico de sus investigaciones, sino el fin al que destina el resultado de sus investigaciones. El funcionar en todo momento de acuerdo con las prescripciones de la lógica de más estricta observancia aparece tan unido a la imagen del científico como la bata o el cuaderno de laboratorio, sin los que tampoco podríamos imaginarnos a ningún científico que se precie.

Pues bien, esta imagen de la ciencia y de los propios científicos es la que comenzará a cambiar cuando Kuhn proponga sustituir [4] por

[5] “La sustitución de una teoría científica por otra es una revolución”.

La propuesta kuhniana de entender en términos de revolución la sustitución de una teoría científica por otra tiene, en mi opinión, varias consecuencias importantes:

  • Permite generar una red de metáforas subsidiarias, que expresan verdades u opiniones sobre la ciencia, su historia y su filosofía, que no había sido posible anteriormente.

  • Cambia también la imagen que teníamos del científico.

  • Nos permite ver las propias revoluciones políticas desde una perspectiva nueva.

  • Ha creado un nuevo significado para el significante revolución.

Con respecto a la primera consecuencia, una vez aceptada y asumida [5] como verdadera, se puede aplicar un número indefinido de términos, cuyo significado literal pertenece al ámbito de los cambios políticos, al ámbito de la ciencia con un significado metafórico de segundo orden. Y, además, de acuerdo con el nuevo significado metafórico de revolución, los oyentes podrán decidir si son verdaderas o falsas las aseveraciones metafóricas en que entren a formar parte esos términos cuyo significado literal pertenece al ámbito político. Ejemplos de una red de metáforas generada por [5] serían aseveraciones como:

[5.1] “Copérnico derrocó la dictadura astronómica de Ptolomeo”,

[5.2] “El físico X ha dado un golpe de estado a la teoría de su colega Z”,

[5.3] “Las barricadas de la argumentación de X no fueron suficientes para detener la carga de los antidisturbios de los argumentos de Z”,

[5.4] “No es verdad que aquel cambio de teoría fuese realmente una revolución, fue más bien un pronunciamiento”, y,

[5.5] “La física cuántica ha conquistado el poder”.

Si, al oír las aseveraciones anteriores, mostramos nuestro acuerdo o desacuerdo con ellas, esto lo haremos en la medida en que previamente hayamos aceptado la metáfora básica de [5] en la medida en que esa aceptación nos permite usar términos del dominio de las revoluciones políticas en el dominio de la ciencia y de su historia. Para una filosofía de la ciencia anterior a la propuesta kuhniana las aseveraciones [5.1]-[5.5] probablemente no serían más que meros sinsentidos. No es fácil imaginar a un neopositivista o a un popperiano de estricta observancia, por ejemplo, haciendo aseveraciones como las anteriores. Y, en caso de que las hiciesen, probablemente no tendrían el mismo significado que pueden tener en boca de alguien que comparta la propuesta kuhniana.

La segunda consecuencia parece bastante obvia en relación con lo dicho hasta ahora. Si cambia nuestra imagen de la ciencia, también deberá cambiar nuestra imagen de los hombres que la hacen. Los científicos ya no aparecerán como hombres que asienten y son convencidos por la evidencia de los argumentos o de los experimentos de sus colegas, sino como hombres que luchan por el poder y que vencen o son derrotados en esa lucha en la que, quizás, el objetivo no sea tanto la verdad como el poder mismo.

La tercera consecuencia lleva a que la aceptación del término revolución en el ámbito de la teoría de la ciencia como una metáfora con respecto a revolución aplicado al ámbito de la política puede significar también un cambio en la propia forma de entender las revoluciones políticas. A esto es a lo que M. Black (1981: 72-77) hacía referencia cuando insistió en la función interactiva de las metáforas. Efectivamente, antes de que Th. Kuhn popularizase el término revolución aplicado metafóricamente al ámbito de la ciencia ese término significaba, según el diccionario de referencia que estoy utilizando, dos cosas en el ámbito de la política: cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación e inquietud, alboroto, sedición. Ahora bien, parece que no podemos decir razonablemente que un cambio en ciencia signifique literalmente una sedición o que deba conllevar aparejado algún tipo de violencia. Esto hace que el nuevo significado de revolución no tenga que llevar asociadas las mismas connotaciones violentas y que, a su vez, ya no sea imprescindible definir las revoluciones políticas en términos de violencia, sino que ahora éstas pueden consistir en “cambios de paradigmas” políticos de forma incruenta, como suele pasar en la ciencia.

Finalmente, la cuarta consecuencia está íntimamente unida a las dos anteriores y consiste en que, con la propuesta de Kuhn, se está creando un significado nuevo para el término revolución, significado que, con el transcurso del tiempo, pudiera llegar a ser una de las acepciones literales del término. De hecho, el proceso de lexicalización del significado metafórico último de revolución está avanzando y popularizándose con la suficiente rapidez como para que, además del ámbito de las ciencias naturales para el que nació, se esté empleando incluso en el ámbito de la teología (Küng, 1979: 161-178). Si la metáfora kuhniana consigue dejar de serlo, al lexicalizarse el nuevo significado, los diccionarios no definirán ya revolución sólo como cambio violento en las instituciones políticas, económicas o sociales de una nación o como inquietud, alboroto, sedición” (DRAE), sino que deberán incluir entre las acepciones del término algo así como “proceso en el que se sustituye una teoría científica o filosófica por otra”.

En resumen, la segunda función de la metáfora creativa, la función consistente en construir modelos para comprender una realidad y poder hablar de ella, asume y amplía la función anterior de nombrar o denominar. Comoquiera que los términos no suelen cambiar metafóricamente de significado de forma aislada, sino que un cambio metafórico en un término suele llevar aparejados cambios en los significados de los términos relacionados con el que ha cambiado de significado en primer lugar, se facilita con ello la creación de redes conceptuales, que conforman un modelo o patrón desde el que poder hablar y comprender un objeto o un grupo de ellos. En el marco de estas redes conceptuales es donde un término cualquiera va perfilando y concretando su significado metafórico hasta el momento en que sea entendido como el significado literal o técnico del término en cuestión. La adecuación o inadecuación del uso de ese término será uno de los criterios que permitan adjudicar a las aseveraciones en que entre a formar parte los valores de verdad y también permitirá al oyente inferir si el hablante ha comprendido bien la actividad o ciencia de las que dice estar hablando. Y ello porque las metáforas suelen surgir allí donde una comunidad de hablantes comparte ciertas creencias, que modelan su forma de ver el mundo. Por ello la lexicalización de los significados metafóricos suele ser un buen índice para saber si alguien está bien adiestrado en determinadas creencias, sean éstas generales en la comunidad de los hablantes o particulares de una ciencia o de una escuela o colegio más reducido en alguna actividad.

3.2.2. Metáfora semilexicalizada

De más interés y más significativo que el estudio sobre las metáforas lexicalizadas quizás sea, para la reflexión filosófica sobre el lenguaje y para indagar sus implicaciones gnoseológicas, el estudio de las metáforas semilexicalizadas. Y ello es así porque en esta situación de semilexicalización es cuando, partiendo de una metáfora básica, que permite denominar, entender y conceptualizar a un objeto con términos que literalmente se aplican a otro objeto, podemos generar todo un complejo sistema de conexiones conceptuales usando metáforas subsidiarias y congruentes con la metáfora básica central. Y esto no se queda circunscrito meramente a la función de nombrar o denominar, sino que estas conexiones metafóricas, que establecemos al hablar de un objeto con términos que literalmente sirven para hablar de otro distinto, conllevan sistemas diferentes de entender la realidad y conceptualizarla. De este tipo de metáforas es, por decirlo con palabras de G. Lakoff y M. Johnson (1980), de las que vivimos, porque conformamos mentalmente los objetos en relación a la metáfora (o metáforas) de este tipo que utilizamos para hablar de ellos. La traducción española del título de esta obra (Lakoff y Johnson, 1986) es Metáforas de la vida cotidiana. No obstante creo que hubiera sido más acertado traducir ese título como Las metáforas de las que vivimos, lo cual recogería mejor, en mi opinión, lo mismo la literalidad del título que su contenido doctrinal; amén de ser una colocación análoga a las de “vivir del propio trabajo”, “vivir de ilusiones”, “vivir del cuento”, “vivir del aire”, “vivir de quimeras”, etc.

En estas metáforas semilexicalizadas partimos de la aceptación de que un término T, que tiene un significado de primer orden S en un dominio D, puede ser usado para significar metafóricamente S' en un dominio D'. Hecha esta aceptación por parte del hablante y del oyente, el paso siguiente consistirá en la posibilidad que se abre de utilizar otros muchos términos (T1, T2, T3...) relacionados con S, por parecido o por diferencia, para referirnos a situaciones o entidades que tienen que ver con S'. Esto es, tras el establecimiento, tácito o explícito, de una metáfora básica o nuclear que nos permita, por ejemplo, hablar –como lo estoy haciendo en este capítulo al calificar las metáforas de “vivas” o “muertas”– de la propia metáfora en términos biológicos, podemos decir congruentemente con ello que las metáforas nacen, crecen, tienen descendencia, mueren, que unas son más prolíficas que otras o que su vida es más o menos larga. Es decir, podemos generar un número indefinido de metáforas subsidiarias a partir de la aceptación como verdadera de una metáfora básica o nuclear, y con ellas podemos establecer redes conceptuales para comprender el objeto de que se trate.

Estamos, pues, ante una situación análoga a la que concebía Wittgenstein para los juegos de lenguaje en sus Investigaciones filosóficas. Cuando escogemos una metáfora básica para referirnos a un objeto, escogemos un juego de lenguaje que hay que jugar de acuerdo con ciertas reglas. Y quizás la regla principal, una vez escogida la metáfora básica o nuclear, sea la de que, desde ese preciso momento, los términos relacionados semánticamente con el que sirve de foco a la metáfora básica son también pertinentes para hablar del objeto de que se trate, si se aplican a ese objeto como se aplicaban al objeto al que los términos en cuestión se aplicaban literalmente.

Por otra parte, sobre un mismo objeto se pueden establecer muy diversos sistemas metafóricos; esto es, podemos hablar de y conceptualizar a un dominio término no sólo usando términos extraídos de un único dominio origen, sino usando términos procedentes de varios dominios origen, y el resultado de ello será que, según el dominio origen que escojamos, resaltaremos –y a su vez ocultaremos– facetas distintas del objeto, que nos pueden llevar a cambiar radicalmente nuestra conceptualización del objeto y a descubrir cosas nuevas en él. Tomemos, por ejemplo, para su análisis algunas de las formas como podemos y solemos hablar metafóricamente de una discusión académica y veamos cómo, según la metáfora básica que escojamos para hablar de ese objeto, nuestra forma de entender qué sea una discusión académica puede ir variando de manera sustancial. Aunque sería posible multiplicar indefinidamente las metáforas básicas de las que podemos servirnos para referirnos al origen, desarrollo y objeto de una discusión académica, creo que será suficiente para mis propósitos con centrarme en cuatro de ellas, que son muy corrientes, por lo demás, en nuestras expresiones habituales. Éstas pueden ser las siguientes:

[6] “Una discusión académica es una guerra”, (Metáfora bélica);

[7] “Una discusión académica es una corrida”, (Metáfora taurina);

[8] “Una discusión académica es un juego”, (Metáfora lúdica); y,

[9] “Una discusión académica es un comercio”, (Metáfora comercial).

La aceptación por parte de los hablantes de la metáfora bélica, que hay en [6] y que se ha convertido en un lugar común entre los estudiosos de la metáfora desde que fue propuesta por Lakoff y Johnson (1980), nos permite conceptualizar el objeto discusión académica de manera tal que hace pertinente aplicarle a ese objeto los términos que literalmente se emplean para hablar de las actividades bélicas. Ello hace que nos podamos referir al desarrollo de una discusión sobre física cuántica o sobre la función del artículo en los poemas homéricos, por ejemplo, utilizando palabras que literalmente sirven para hablar de la guerra. Y todo ello mediante una serie indefinida de aseveraciones metafóricas, subsidiarias y congruentes con [6], de las que podrían ser ejemplos las siguientes:

[6.1] “Las críticas de X rompieron las hostilidades”,

[6.2] “X fue atacando uno por uno todos los argumentos de Z hasta que éste se rindió”,

[6.3] “X disparó su artillería pesada hasta pulverizar las defensas de Z”,

[10.4] “No obstante, Z había minado antes los argumentos de X”, y,

[6.5] “A pesar de todo, la victoria de X fue pírrica, porque su estrategia no había sido la adecuada”.

Una descripción del proceso racional de una discusión académica en estos términos no se limita a transmitir al oyente una información verdadera o falsa sobre la discusión académica en cuestión, sino que conlleva asociado todo un complejo sistema conceptual que condiciona la forma de ver el objeto discusión académica, según el cual las teorías, las ideas, los argumentos y los hombres que los mantienen luchan entre sí, vencen o son derrotados. Y el oyente, probablemente, no será consciente de que no sólo lo estamos informando sobre el acontecimiento de la discusión académica, sino que, con nuestra información, le estamos formando también un juicio o le estamos proporcionando una conceptualización determinada de qué sea eso que se llama una discusión académica.

De acuerdo con la metáfora básica de [6], que pone en relación discusión académica y guerra, podemos construir un juego de lenguaje autoconsistente en el que sólo nos refiramos al proceso de comunicación racional, que se supone que debe ser una discusión científica, en términos bélicos. Este juego de lenguaje que, por lo demás, no es demasiado rebuscado, pone de relieve determinados aspectos de la discusión y oculta otros de no menor importancia. Precisamente, los aspectos de lucha y hostilidad en una discusión académica, que destaca la metáfora básica de [6], y el hecho de que se oculten con ella otros aspectos no menos significativos y relevantes para hacerse una idea cabal de ese objeto es lo que posibilita, e incluso exige, la existencia de otras redes metafóricas para referirse a ese mismo objeto. En estas otras se ocultarán sistemáticamente los aspectos destacados en [6] y se destacarán, también sistemáticamente, otros distintos.

Un grado menor de agresividad, aunque aún no se renuncie al “derramamiento de sangre”, puede ser el que se observa si sustituimos el juego de lenguaje en el que nos introduce la metáfora bélica de [6] por el que nos posibilita la metáfora taurina de [7], cuyo uso tampoco resulta chocante en el ámbito cultural del español. En congruencia con la metáfora básica de [7] obtendríamos un juego en el que tendrían sentido y serían susceptibles de ser calificadas como verdaderas o como falsas aseveraciones como:

[7.1] “X lidió muy bien los argumentos de Z”,

[7.2] “Lo atrajo con el engaño de una falacia”,

[7.3] “Z embistió a la falacia de X”,

[7.4] “X entró a matar con una estocada demoledora para las tesis de Z”, y,

[7.5] “Los asistentes a la corrida sacaron a hombros por la puerta grande al diestro X”.

Aunque siga siendo una metáfora sangrienta, la propuesta de [7] en lugar de [6] como punto de referencia para hablar del objeto discusión académica, permite también introducir importantes matices que ponen de manifiesto aspectos no asociados a la metáfora bélica. Quizás el matiz más significativo que se introduce en este nuevo juego con respecto al anterior sea el de los aspectos lúdicos y rituales que hay en una corrida y que no hay en una guerra. En la medida en que concebimos la actividad taurina con ciertas connotaciones lúdicas, festivas y rituales, que están ausentes en la actividad bélica, nuestra forma de entender el objeto discusión académica, que hemos intentado describir con la metáfora taurina, variará con respecto a como entendíamos y conceptualizábamos esa misma discusión académica de acuerdo con la metáfora bélica. Por el contrario, otras connotaciones, como la de ser una actividad sangrienta o la de consistir en una rivalidad, se mantienen y sirven de punto de contacto entre ambos sistemas de metáforas. Esto es lo que haría que términos como matar o vencer perteneciesen a ambos sistemas.

Si, por el contrario, lo que queremos resaltar son los aspectos de rivalidad no sangrienta o de entretenimiento en una discusión académica, entonces no serán los más adecuados los juegos de lenguaje a que nos llevan la metáfora bélica de [6] y la metáfora taurina de [7], sino que veríamos como más adecuada la metáfora lúdica de [8]. En congruencia con ella, las informaciones que daríamos a nuestro oyente sobre el acto académico podrían ser del siguiente tipo:

[8.1] “X tenía guardada en la manga la carta de la falacia naturalista”,

[8.2] “Con ella se marcó un buen tanto”,

[8.3] “Después se marcó el farol de un argumento de autoridad”,

[8.4] “Tras eso, arrastró con otra falacia”, y,

[8.5] “Finalmente, X ganó la partida con una demostración lógicamente impecable”.

Como se ve, todos los términos metafóricos, que he utilizado en mis últimas aseveraciones sobre la discusión académica, son los que literalmente se utilizan para describir un juego de cartas, y con ellos he conseguido que desaparezcan de mi descripción del desarrollo de la discusión académica las connotaciones de hostilidad que había en [6] y en [7], para resaltar ahora únicamente las connotaciones de entretenimiento y rivalidad lúdica. Justamente ideas como la de rivalidad, lucha, triunfo o derrota son las que van asociadas a las tres redes metafóricas descritas hasta ahora, pero en cada una de ellas se entienden estas ideas de modo diferente. El hecho de que las ideas reseñadas sean comunes a las tres redes hace que la conceptualización del objeto discusión racional, que podemos hacer con ellas, siga estando escorada hacia un cierto lado en la medida en que continuamos ocultando aspectos importantes de una discusión académica como pueden ser los aspectos de cooperación o de intercambio de ideas. Pero si, por ejemplo, nuestro informe sobre la discusión académica lo hacemos tomando como modelo la metáfora básica de [8], entonces nuestro interlocutor no conceptualizará la discusión académica como un proceso de lucha entre los participantes, sino como un proceso de cooperación en el que las ideas son compartidas y comunicadas. Por ello, de acuerdo con la metáfora básica de [9], nuestro informe sobre aquella memorable discusión académica puede discurrir por los siguientes derroteros:

[9.1] “X confesó que sus ideas estaban almacenadas en sus publicaciones”,

[9.2] “X y Z intercambiaron sus argumentos”,

[9.3] “X supo vender muy bien su teoría a Z”,

[9.4] “X confesó que le había costado muy caro adquirir su teoría”,

[9.5] “También afirmó que había tomado prestadas algunas de las ideas de Y”,

[9.6) “Pero por ellas había tenido que pagar un alto precio”,

[9.7] “Por su parte, Z confesó que la teoría de X no tenía precio y que en la discusión había adquirido muchas ideas nuevas”, y,

[9.8] “Finalmente, todos salimos convencidos de haber hecho una buena compra asistiendo a aquella sesión del Congreso”.

De acuerdo con el juego de lenguaje en el que nos introduce esta metáfora comercial, las ideas, las teorías o los argumentos ya no son entendidos como objetos por los que se lucha o se rivaliza. Por el contrario, son objetos susceptibles de trueque, donación, alquiler, préstamo o compraventa. Desde el punto de vista que genera la metáfora comercial ya no es necesario que una discusión quede en tablas o que haya en ella un vencedor y un vencido, sino que en toda discusión todos podemos salir enriquecidos, lo mismo los participantes activos en ella que los oyentes, esto es, todos podemos salir ganando con ella.

Las metáforas analizadas hasta aquí en esta sección participan de la característica común de ser metáforas habituales en nuestro ámbito cultural, con un uso bastante frecuente, bien delimitado y suficientemente tipificado. Por tratarse de unas metáforas semilexicalizadas y ser de uso habitual por parte de los hablantes es por lo que se ha dicho que vivimos de ellas y que conformamos los objetos de acuerdo con ellas, pero su función cognoscitiva parece que queda reducida a señalar relaciones o características de los objetos ya conocidas y comúnmente aceptadas por la comunidad de los hablantes. En este sentido es en el que se puede decir que su función cognoscitiva queda reducida a la de transmitir conocimientos que ya poseemos. Por el contrario, parece que su utilidad es menor si de lo que se trata es de entender las mismas realidades con nuevas formas. Esto es, no ayudan a cambiar de forma novedosa nuestra conceptualización de los objetos a los que hacen referencia. Esta última función es la que llevan a cabo las metáforas creativas o novedosas que hemos visto y analizado en la sección anterior.

3.2.3. Metáfora muerta

Finalmente, y aunque parezca una obviedad de la que se podría prescindir, conviene terminar este capítulo con la consideración de que una metáfora lexicalizada o muerta es una metáfora que, en su día, estuvo viva y fue creativa. Es más, fue lo suficientemente creativa como para que el significado originalmente literal de la palabra en cuestión fuese sustituido por el nuevo significado metafórico, llegándose a olvidar en la conciencia lingüística de los hablantes el significado original de primer orden o, en su caso, permaneciendo operativos los dos significados, entendiéndose ahora los dos significados como un caso de polisemia.

Justamente esta condición de lexicalizada de una metáfora muerta es la que ha llevado a algunos estudiosos del tema a mantener que su consideración carece de relevancia para una teoría de la metáfora. Incluso un estudioso del tema tan autorizado como M. Black ha llegado a mantener que la distinción entre metáfora viva y metáfora muerta no es nada útil, porque llamar metáfora a la metáfora muerta sería como treating a corpse as a special case of a person y ello porque a so-called dead metaphor is not a metaphor at all, but merely an expression that no longer has a pregnant metaphorical use (Black, 1979: 26). Ahora bien, sacando todo su jugo al propio ejemplo del cadáver que ha utilizado M. Black, e incluso concediendo la concepción dualista y cartesiana que parece subyacer a la idea de hombre sugerida por Black, no porque un cadáver haya dejado de ser una persona su estudio carece de utilidad. El estudio de cadáveres es imprescindible para la formación de los médicos, para sus prácticas de anatomía, para conocer y evitar en lo posible y en el futuro, en otros sujetos, las causas por las que ese cadáver alcanzó la condición de tal y para otros muchos fines. Es más, incluso el estudio de un fósil, que sería un caso equiparable al del estudio de una metáfora lo suficientemente lexicalizada como para que los hablantes hubiesen olvidado completamente el significado literal original de la palabra en cuestión, puede proporcionar informaciones valiosísimas sobre sus condiciones de vida y sobre las causas de su muerte, informaciones que pueden servir para iluminar el estudio de los seres aún vivos.

Analicemos, por medio de un ejemplo clásico, cómo ha podido llegar una metáfora a su último grado de lexicalización o fosilización. Se trata de la palabra testa, que en español actual, aunque con un cierto matiz peyorativo en algunos casos, significa literalmente cabeza. Sabido es que, en latín clásico, el término que literalmente significaba lo que significa el español cabeza era caput, de donde procede la palabra española. Por su parte testa significaba literalmente puchero o vasija de barro, de donde procede la palabra española tiesto. Pues bien, mediante una metáfora del latín vulgar, que tenía bastante de humorística, se comenzó a llamar testa a lo que en latín clásico se denominaba con la palabra caput. Esta metáfora jocosa llegó a lexicalizarse hasta tal punto que testa ha pasado al italiano, al español, al portugués y al catalán con la misma grafía, y, como tête, al francés. Por su parte, caput pasó al español con su significado literal clásico de cabeza, al catalán (cap) y al portugués (cabeça). Sin embargo, caput pasó al francés (chef) con un nuevo significado metafórico como sinónimo de gobernante, director o superior; y con ese significado, ahora ya como significado literal, ha pasado del francés al español (jefe), al inglés (chief), al alemán (Chef), al portugués (chefe) y a otras lenguas. Con ello estamos ante casos de metáforas que, por haber cumplido perfectamente su proceso de lexicalización, los hablantes toman ya sus significados como literales y, a partir de ellos, pueden recomenzar el proceso y reconstruir nuevas metáforas con significantes cuyos significados actuales, aunque metafóricos en su origen, ya no se entienden como tales.

Quizás el mejor modo de reconocer una metáfora completamente lexicalizada sea el hecho de que la lengua ha debido recurrir a una nueva palabra para designar al objeto que se significaba anteriormente con el término metafórico ahora lexicalizado. Y ello es lo que hace que nos encontremos ante sinónimos, que permiten explicar el significado de un término utilizando únicamente otro término, sin necesidad de recurrir a una paráfrasis.

Con testa estamos, pues, ante el caso de una metáfora perfectamente fosilizada cuya génesis y evolución sólo pueden ser rastreadas con un pertinente saber filológico. Por otra parte, este caso extremo, que hace adecuado el adjetivo calificativo “fosilizada” aplicado a esta metáfora, se ha dado en el tránsito de una lengua –el latín vulgar– a otras lenguas distintas como son el italiano, el español, el catalán o el portugués. Pero este último fenómeno se da también en el seno de una misma lengua, llegándose también a sustituir el significado literal de una palabra por su nuevo significado metafórico; proceso que se cumple tan completamente como para que se olvide el antiguo significado literal o sigan conviviendo pacíficamente los dos significados en el mismo significante, ahora como ejemplos de homonimia. Veamos dos casos de esto.

Consideremos cómo la palabra francesa grève ha llegado a significar huelga en la actualidad. Grève significaba originalmente lo mismo que la palabra española grava y, en la Edad Media, pasó a significar orilla (rive, en la actualidad) mediante una metonimia originada en el hecho de la existencia de grava en las orillas de los ríos y del mar. Hora bien, dado que los obreros parisinos, que buscaban trabajo, se situaban en las orillas del Sena para ser contratados, la colocación être en grève pasó a significar metafóricamente en un primer momento estar buscando trabajo o estar parado y, en un segundo momento, cesar de trabajar como protesta por las condiciones laborales o como reivindicación de mejores condiciones laborales y/o salariales. Y este último significado es el que se ha lexicalizado hasta tal punto que en la actualidad el significado de primer orden de grève no es otro que el de huelga, mientras que los significados de grava u orilla suenan ya en francés actual como arcaizantes o están reducidos al ámbito de dialectos muy concretos. Con ello estamos ante un caso que añade al de testa el matiz de que se conservan los dos significados alternativos para el mismo significante, aunque ahora la primacía pertenezca al que, en su momento, fue un significado metafórico de segundo orden.

Un caso análogo al de grève es el del término español policía. El término policía –y sus cognados en las lenguas modernas– deriva de la palabra griega pólis, que significa ciudad. Y el primer significado que tuvo policía y sus cognados estaba relacionado con la cortesía, la urbanidad, la buena crianza y la limpieza, que se creían más propias de los habitantes de la ciudad que de los habitantes del campo. Una vez lexicalizado el significado de limpieza para el significante policía es cuando este significante se pudo usar metafóricamente para designar a los agentes de la autoridad, en la medida en que se entendió su función represiva como una especie de limpieza moral de la vida pública. Y este significado metafórico de tercer orden es justamente el que se ha hecho el más habitual en la actualidad para el significante policía, hasta el punto de que muchos hablantes han olvidado los otros significados cronológicamente anteriores o, todo lo más, los consideran como arcaicos y obsoletos.

Y lo relevante de esto es que, una vez completado este proceso, ahora podemos añadirle nuevos significados metafóricos al significante policía, significados que ya no estarían relacionados ni con el dominio de la ciudad ni con el dominio de la limpieza, sino con el dominio de los cuerpos represivos. Así si afirmamos

[10] “Los glóbulos blancos son la policía del cuerpo”,

para un hablante español medio en la actualidad, el significado de policía es algo que tiene que ver primeramente con los agentes de la autoridad, y no con el buen orden que se observa y guarda en las ciudades y repúblicas, cumpliéndose las leyes u ordenanzas establecidas para su mejor gobierno, ni con la limpieza, aseo, ni con la cortesía, buena crianza y urbanidad en el trato y costumbres, sino con cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas” (DRAE).

Precisamente porque para el hablante común policía significa ya casi exclusivamente agente de la autoridad, las metáforas que podemos construir ahora con ese término tienen que ver más con los aspectos represivos de la policía que con los aspectos relacionados con la limpieza. Por ello es por lo que un caso como [10] nos llevará normalmente a conceptualizar los glóbulos blancos como ejerciendo una cierta actividad represora de los microorganismos hostiles al cuerpo. Por su parte, si quisiéramos conceptualizar la actividad de los leucocitos como una actividad de limpieza, quizás consideraríamos más apropiada una aseveración metafórica del tipo de

[11] “Los glóbulos blancos son el servicio municipal de limpieza de la sangre”.

Estos ejemplos creo que muestran suficientemente que, aunque un significado metafórico lexicalizado haya dejado de ser una metáfora en sentido estricto, no obstante su análisis no es un mero pasatiempo erudito. Y no es un mero pasatiempo erudito porque este análisis nos descubre cuál es la función y el destino de las metáforas. La función de la metáfora –y por ello su estudio es imprescindible para cualquier reflexión sobre el lenguaje– no es otra que la de crear nuevos significados sin multiplicar los significantes. Y el destino de una metáfora se cumple cuando estos significados nuevos dejan de ser entendidos por los hablantes como metafóricos para pasar a ser entendidos como literales y, en el caso de las actividades intelectuales, incluso como “significados técnicos”. Que sea mayor o menor el número de metáforas que consigan alcanzar su objetivo y lexicalizarse es una cuestión meramente cuantitativa que en nada afecta a la función cualitativa de la metáfora. Y, finalmente, conviene insistir en que el proceso de lexicalización de las metáforas es normalmente muy lento en la historia de una lengua y que no todas las metáforas se lexicalizan al mismo ritmo, ni de forma uniforme en todos los dialectos y sociolectos de una lengua. Durante mucho tiempo las metáforas permanecen en un estado de semilexicalización en el que tienen otras características además de la característica de denominar o nombrar los objetos, que parece básica en las metáforas lexicalizadas o muertas.

 

 

© Pedro J. Chamizo Domínguez. La metáfora (semántica y pragmática) Primera edición en español, 2005. Versión  autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Enero de 2005.

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