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Gerardo Bolado
Transición y recepción: La Filosofía Española
en el último tercio del siglo XX.
CAPÍTULO 1.
Filosofía y modernidad en España
En este libro voy a acercarme a la historia haciéndose de la filosofía en
España, al último episodio de la historia de la filosofía española,
precisamente aquel que me ha tocado vivir de manera modesta. Parece
obligado, por tanto, empezar con una justificación de este empeño,
aunque sea meramente testimonial, porque tanto la historia reciente
como la filosofía española son
objetos dudosos y de valor escaso para muchos historiadores y filósofos.
En efecto, desde la historiografía podría pensarse que sólo se dejan
historiar científicamente los procesos acabados, acotados y
objetivables. Por otra parte, muchos autores consideran que la filosofía
tiene un sentido universal y no conoce fronteras políticas, o,
sencillamente, que se trata de un producto intelectual extraño,
inexistente o de menor calidad en la Península Ibérica. No me invento
estas posiciones, que se pueden documentar, aquella entre los
historiadores más académicos, y, de éstas, la primera entre los
profesores universitarios de tendencia metafísica, sean escolásticos o
de alguna otra sucursal, y la segunda entre los autores de la llamada
generación joven, la versión española de la generación del 68.
Sin embargo, entre la historia
objetiva, que estudia el pasado en cuanto pasado, y la historia
subjetiva, contada por los protagonistas de un período en sus memorias
o en sus narraciones autobiográficas, puede tener su lugar respetable
una actividad crítica de revisión histórico-sociológica de los
procesos recientes. Me parece indudable que esta historia reciente, pese
a su irreductible porcentaje de fracaso parcial, puede cumplir una función
crítica, cuando menos conveniente, en estos tiempos de superabundante
producción, más aún en períodos de transición, ruptura y
reinstitucionalización, como lo ha sido el experimentado por la última
filosofía en España. Pero sobre todo, en estos momentos de ruptura y
transición la historia reciente ha de cumplir una función guía de los
proyectos historiográficos, ha de servir para clarificar los proyectos
de futuro hacia el que se dirige el presente y en función de los cuales
se recupera el pasado. Porque la investigación histórica recibe su
sentido del futuro que persigue la actualidad. La discusión de la
filosofía española actual pone de manifiesto los procesos del pasado
necesitados de revisión. Valgan estas consideraciones para justificar
mis aportaciones, que, si fracasan completamente, habrá de atribuirse a
las deficiencias de mi método, no a la imposibilidad o inconveniencia
de la tarea.
Parece indudable hoy en día
que la filosofía es un producto cultural de carácter histórico,
carente de sentido al margen de su propio contexto socio-cultural. Por
otra parte, la sociedad española ha venido normalizándose, conforme a
la filosofía occidental moderna, mediante un proceso de superposición
de sucesivas recepciones, que han ido dejando ciertamente considerables
productos filosóficos propios, de manera especial en el primer tercio
del siglo XX. Seamos o no conscientes de ello, en ningún caso va a
resultarnos ajena toda esta historia, a los que pensamos y escribimos en
español, por tratarse de la historia a la que pertenecemos. Detengámonos
un momento en esta consideración, que permite comprender el sin sentido
de cualquier menosprecio de nuestro propio pasado filosófico.
La sociedad española se
incorporó a la cultura moderna de una manera peculiar, plantándose en
la Europa del siglo XVII con un catolicismo renovado y una filosofía
tradicional cristiana revitalizada: una potente neoescolástica que
deslumbró en las universidades europeas. ¿Quién duda que las Disputationes
Metaphysicae y el Tractatus de
legibus ac Deo legislatore de Francisco Suárez llenó las
universidades y los colegios de los jesuitas en Europa hasta bien
entrado el siglo XVII? ¿Cómo olvidar que otro jesuita español,
Baltasar Gracián, va a ofrecer una de las visiones barrocas más
influyentes en la sabiduría mundana moderna con su novela alegórico-filosófica
El Criticón? ¿Acaso no es en
buena medida nuestro barroco la cultura de la Contrarreforma, la expresión
plástica y literaria de las ideas del catolicismo reformado?
Nuestra cultura católica y su
filosofía tradicional aristotélico-escolástica perdieron de entrada
los elementos modernos del renacimiento en el período de Felipe II y,
desde el barroco, entraron en una particular dialéctica con la cultura
reformada y filosófico-científica de la primera modernidad europea;
una peculiar dialéctica de aperturas y ensimismamientos, que ha
tenido su continuidad en la segunda modernidad europea de la tecnología
y el desamparo, que nos toca vivir.
La filosofía moderna piensa
en los cauces del individualismo para dar razón de la nueva ciencia
matemático-experimental, de la organización económico-política
liberal de la sociedad, y de la interioridad cristiana fruto de la
reforma. Se trata de una filosofía antibarroca que apuntaba a la
Ilustración. Porque el barroco es ante todo la cultura del catolicismo
reformado, cuya filosofía académica es la neoescolástica, sobre todo
jesuítica, siendo sus filosofías literarias o literaturas filosóficas,
su filosofía más propia, El
Criticón de Gracián o el teatro de Calderón, entre otras.
Siempre presintió el barroco
que vivía de querer reproducir un pasado sin futuro, de que su
sustancia remedievalizante no tenía porvenir; de ahí su pesimismo y su
excentricidad estilística. A medida que avanza la segunda mitad del
siglo XVII, tras la paz de Westfalia, se van imponiendo las tendencias
modernas: La Royal Society y los Principia... de Newton son a la ciencia, lo que la Revolución
Gloriosa y los Two Treatises of
Government de J. Locke para el liberalismo político. La cultura
filosófica española del barroco, tanto en su modalidad escolástica y
académica, como en su modalidad literaria, decae, se enquista y
degenera ya en la segunda mitad del siglo XVII.
Desde entonces la dinámica de
la cultura filosófica española parece seguir una dialéctica invertida
con respecto a la cultura europea, que, con su pleno desarrollo en la
segunda modernidad, ya entrada la segunda mitad del siglo XIX, empezó a
transformar la sociedad española desde su misma base económica. En
Europa, a partir de la Ilustración, los avances de la cultura
intelectual moderna fueron combatidos, ya que no era posible con las
armas, con los ataques doctrinales de la cultura tradicional católica.
En España, por el contrario, la cultura intelectual del siglo XVIII
incorpora la cultura filosófico-científica y estético-artística moderna,
bien de manera escéptica y crítica con los novatores
en sociedades y círculos cultos, bien de manera ecléctica en una
renovación académica erudita y estéril, bien al servicio del poder
real y del prestigio de la aristocracia, pero siempre bajo el predominio
y el control de la cultura intelectual católica. La mentalidad
ilustrada, promovida por individuos selectos y sociedades distinguidas
en el corazón del siglo XVIII, sufrirá la reacción del poder político
y de la cultura intelectual del Antiguo Régimen en el último cuarto
del siglo XVIII, y no tendrá su efectividad hasta bien entrado el siglo
XIX.
En efecto, será en el siglo
XIX, avanzada la industrialización, cuando el despliegue de las
dimensiones radicales de la cultura intelectual moderna en Europa, sus
formaciones políticas y económicas correspondientes, harán
insostenible el predominio de la cultura intelectual católica en España.
Es cierto que, ya en el primer tercio del siglo XIX, las tendencias
liberales de la mentalidad ilustrada producirán constituciones,
reformas legales, reformas educativas, etc. Hasta el punto de que
algunos autores retrotrajeron la España moderna al trienio liberal. Sin
embargo, la transformación de la cultura intelectual en España, el
paso de la cultura intelectual católica dominante a una cultura
intelectual moderna, que se va produciendo desde el krausismo a mediados
del siglo XIX, con los antecedentes de la mentalidad ilustrada, será
consecuencia de las transformaciones políticas que van acogiendo los
cambios económicos consiguientes a la industrialización y el
liberalismo económico. Si en Inglaterra o en Francia la cultura
intelectual moderna es adelantada y generadora de la modernidad política
y económica, en España será al contrario. Y, tal vez por esto,
nuestra cultura intelectual moderna es producto de una serie de
recepciones superpuestas, más que incorporadas. Cada recepción
prescinde de las anteriores, como para adaptarse a las exigencias de la
Europa sucesiva.
La segunda modernidad, la
modernidad estética, tras la crisis de fundamentos filosófico-científicos
y existenciales, tiene como verdadero trasfondo la consolidación de las
tendencias modernas, de una ciencia con sentido económico tecnológico,
de un Estado liberal estabilizador de la economía de mercado
capitalista, y de la plena interiorización de la religión, que
desaparece del ámbito de lo público. El Estado liberal, agente de los
intereses económicos nacionales, ve en el conocimiento científico su
mejor consejero (ciencias sociales) y la fuente de innovación tecnológica
y de crecimiento económico (sistemas tecnológicos). La Iglesia verá
definitivamente marginada su doctrina y menospreciado su magisterio por
esta efectiva complementariedad predestinada entre el Estado liberal y
la ciencia positiva, quedará sorprendida por el movimiento de las
piezas de la modernidad, que la acorralan y expulsan del tablero. La
reacción romana con el Syllabus
y con el Vaticano I puso muy difíciles las cosas al catolicismo liberal,
imposibles de hecho en España.
Desde mediados del siglo XIX,
el Krausismo contribuirá a construir las tendencias liberales de esta
cultura intelectual moderna entre nosotros, aunque fuera marginado por
la España de la Restauración. La España imposible de la Revolución
Gloriosa fue la krausista. Sería muy difícil de explicar la mentalidad
positiva, que domina las tendencias liberales de la modernidad filosófico-científica
española desde 1875 hasta 1914, por dar unas fechas, sin referirse a
una larga nómina de filósofos krausistas, aunque sin perder de vista
desde finales del siglo XIX al Neokantismo, que tendrá entre sus
representantes algunos autores procedentes del krausismo. El
regeneracionismo hunde sus raíces en el institucionismo krausista.
Desde este contexto se explican también las obras de los médicos que
propusieron líneas de reforma social para mejorar las condiciones de
vida de las clases obreras en las ciudades. Al Krausismo se sumará, así
mismo, buena parte del catolicismo liberal que hizo imposible la reacción
romana desde el Syllabus. La
intelectualidad liberal, dominada por la mentalidad positiva, quedará
atrapada entre la mentalidad tradicional católica y la mentalidad
revolucionaria.
No se puede reconstruir esta
cultura intelectual moderna de la Restauración sin tener presentes las
dinámicas de la mentalidad tradicional católica, que, no siendo ya
omnipotente, seguirá predominando en el período. Por un lado, la
reconstitución de la neoescolástica, con la renovación del tomismo,
lanzada por Roma, y que tendrá entre nosotros al dominico Zeferino González
como primera y principal figura. Por otro lado, la intelectualidad
tradicionalista que desarrolla su pensamiento en los cauces de un
historicismo católico, dejando unas obras que serán la base de la
historiografía de nuestra cultura filosófica, científica y literaria
contemporánea. Estos historicistas tenían una primorosa formación
europea, superior en muchos casos a la de los intelectuales liberales,
como ha demostrado Vallejo del Campo en el caso del historicista católico
por excelencia del período, Menéndez Pelayo. En combate ideológico
contra el liberalismo están también el tradicionalismo integrista de El Siglo Futuro (Ramón Nocedal), o el tradicionalismo de Vázquez
de Mella, que, según Abellán, hunde sus raíces en la tradición española
de pensamiento antiilustrado de los siglos XVIII y primera mitad del XIX
(Donoso Cortés, Gabino Tejado, José María Quadrado).
La modernidad económico-política
y sus contradicciones generarán la mentalidad revolucionaria de las
filosofías de la praxis en la cultura intelectual española. La
industrialización de España trajo consigo el incremento de la población
urbana obrera y su consiguiente obrerismo. No se puede reconstruir la
cultura intelectual de la Restauración sin tener presente la mentalidad
revolucionaria de los líderes políticos y sindicales de las
agrupaciones obreras. Entre nosotros parece haber predominado el
anarcosindicalismo promovido por Fanelli, al llevar a los trabajadores a
la Alianza Internacional de Bakunin. En cualquier caso, hay que
distinguirlo del marxismo del PSOE, que terminará comprometiéndose con
la Segunda República, así como conviene diferenciar a éste de otras
tendencias marxistas más radicales. Esta mentalidad revolucionaria, que
tuvo notables líderes y una praxis decisiva en el período, sólo dejará
productos filosóficos e intelectuales menores.
La monarquía constitucional
restaurada, basada en un compromiso ideológico, favorecía a la
oligarquía agraria frente a la oligarquía de negocios y en detrimento
de la pequeña y media burguesía. Establecida en un siglo lleno de
convulsiones y experimentos, como para hacer la política realista de
una sociedad vieja, necesitada de descanso, esta monarquía tendió un
tupido velo sobre las tensiones y conflictos reales entre clases, entre
estamentos, entre el centro y las periferias, etc. La complejidad
socio-política de esta España modernizándose a la fuerza se refleja
en la cultura intelectual del período, que se entreteje desde los múltiples
y variados impulsos de las tendencias contrapuestas de la mentalidad
positiva de los liberales y de la mentalidad católica de los
tradicionalistas, sin perder de vista los tirones procedentes de la
mentalidad revolucionaria.
En España, la modernidad no
surge de la cultura intelectual tradicional de la mentalidad católica,
que, en el mejor de los casos, la recoge y utiliza a su manera y en
orden a mantener su propia preponderancia. Nuestra modernidad
intelectual, producto de la modernización económica impuesta a nuestro
país por las dinámicas europeas, es el resultado de sucesivas
recepciones, que, realizadas por los intelectuales liberales, no acaban
de generar la correspondiente mentalidad. Cuando se habla, por ejemplo,
de La Edad de Plata de la
cultura española, no se refiere uno ciertamente a un período de
renacimiento del Siglo de Oro español, con mayor o menor intensidad,
sino a un primer esplendor de la cultura intelectual moderna española,
consecuencia de las sucesivas recepciones de la cultura intelectual
europea, pero a la que, una vez más, la Guerra Civil del 36 y la
cultura nacional católica del franquismo se encargaron de poner un término
abrupto.
En este libro vamos a
aproximarnos, precisamente, al último capítulo de esta historia paradójica
de rupturas y superposición de recepciones, que representa la filosofía
de los siglos XIX y XX en España. En efecto, las transformaciones económicas
de la sociedad española, promovidas por el Régimen Franquista en los años
sesenta, trajeron consigo otros cambios a duras penas tolerados por
aquel. Me refiero aquí a la transformación progresiva de la mentalidad
de los españoles y a una nueva apertura cultural, protagonizada por
autores jóvenes en importantes instituciones culturales y educativas.
Cualquier exponente de la historia haciéndose de la última filosofía
en España se encuentra en un período de transición política, donde
dominan necesariamente la ruptura y la recepción y donde terminan por
institucionalizarse las tendencias incorporadas, desde mediados de los años
sesenta hasta los años ochenta, en esta última apertura cultural. Un
momento pacífico de ruptura con el pasado inmediato y de incorporación
por decreto de las formas económicas, políticas, y culturales de los
Estados con los que queríamos converger.
La institución filosófica
del Tardofranquismo no podía tener continuidad, como tampoco la tenían
otras propuestas culturales y filosóficas, procedentes de la Edad de
Plata. Por el contrario, la posición rupturista ante la tradición
filosófica española de algunos autores del Grupo del 36, de muchos
profesores del Grupo de Postguerra, y, de manera especial, de la
Generación de Jóvenes Filósofos tenía razón al menos en un sentido,
en cuanto representante de una ruptura necesaria con el pasado
inmediato, que dejase lugar a la compleja recepción de las filosofías
propias de sociedades modernas —con economía de mercado y tecnología,
Estado de derecho y tecnocultura—, una recepción que ellos mismos venían
realizando desde mediados de los años sesenta. Pero antes de detenerme
en este proceso, que nos ocupará en el capítulo siguiente, voy a hacer
algunas consideraciones generales a propósito de la tradición filosófica
y de las recepciones de filósofos. Las recepciones son inicialmente
momentos de ruptura con la propia tradición filosófica, que, sin
embargo, se ve enriquecida y renovada por aquellas que llegan a
incorporarse socio culturalmente con éxito.
Frente a los historicismos del
siglo XIX, que tendían a ver e interpretar el presente desde un pasado
fáctico y determinante, la filosofía del siglo XX nos ha enseñado a
invertir nuestra mirada histórica, de tal manera que tendemos a
recuperar el «pasado desde nuestros proyectos de futuro y en orden a
justificarlos en nuestro presente». Así mismo, cuando hablamos de
tradición filosófica no pensamos en el desarrollo histórico de alguna
idea o principio original a través de doctrinas o teorías distintas y
sucesivas, ni nos referimos, tampoco, al discurrir conjunto y más o
menos interrelacionado de distintas escuelas o corrientes filosóficas,
cada una de las cuales se considera depositaria de la verdad perenne.
Hoy en día tendemos a considerar la tradición filosófica como algo más
complejo y multiforme, como las distintas aportaciones que desde la
filosofía se han hecho al desarrollo de la racionalidad a lo largo de
la historia de occidente. Y no consideramos a la tradición filosófica
como productora o depositaria exclusiva de la racionalidad, a la que, a
partir del siglo XVII, se contribuye de manera muy principal desde otros
campos científicos y artísticos. Al hablar más concretamente de
tradición filosófica nos referimos a las obras de los filósofos que
han contribuido de manera esencial al desarrollo de la racionalidad
vigente, y a las que nos acercan de una o de otra manera las historias
generales de la filosofía.
Por otra parte, conviene tener
presente que para el hombre es tan importante recordar como olvidar, la
continuidad como el cambio. Ciertamente, la historia está hecha de períodos
continuistas, donde predomina la conservación del pasado y su recuerdo,
y momentos rupturistas, en que se imponen los cambios y el olvido. Y,
sin embargo, en todo momento histórico hay teorías y doctrinas,
conocimientos y valores, que la humanidad necesita conservar y
desarrollar, como existen también lastres que, cuando menos, sería
deseable archivar y olvidar. Si se me permite ser simplista, yo hablaría
de una buena tradición filosófica, que estaría constituida por las
aportaciones filosóficas a la racionalidad occidental que merecen ser
conservadas; pero también hablaría de una mala tradición filosófica,
de aquella antihistórica, que, compuesta por teorías y doctrinas
merecedoras de olvido, viene a lastrar e incluso impedir el desarrollo
de la racionalidad propiciada desde otros campos.
La tradición filosófica se
ha desarrollado de manera distinta en los distintos contextos
socioculturales europeos. En algunos, como es el caso del contexto español,
ha jugado un papel importante la presencia de una filosofía
tradicional. Cuando hablamos de la filosofía tradicional de un país,
nos referimos a alguna escuela o corriente filosófica que no sólo ha
disfrutado en él de una singular vitalidad científica y académica
hasta el presente, sino que se ha sedimentado en el lenguaje cotidiano,
de tal manera que condiciona de manera cuasi natural el modo de pensar
de sus gentes. La filosofía tradicional arraiga y tiene vigencia en la
vida académica, sea en centros oficiales o privados de enseñanza, en
academias y en otros centros de vida intelectual y científica; así,
tiene representantes que con sus desarrollos, su enseñanza y sus
publicaciones mantienen su difusión y actualidad. El carácter de
filosofía nacional es propio, así mismo, de una filosofía
tradicional, en otras palabras, a una filosofía tradicional le
corresponde el tener o haber tenido vigencia en el ámbito económico,
político y sociocultural de un país hegemónico, por tanto, alcanzar
una cierta implantación en el lenguaje donde se desarrolla el vivir
cotidiano, con su interacción con los otros elementos de aquel ámbito,
desde los económicos hasta los religiosos. Esa vitalidad científico-intelectual
y esa identidad nacional deben haber tenido vigencia con cierta duración,
y, por otra parte, la presencia de esa escuela o corriente filosófica
ha de mantener cierta continuidad hasta el presente.
En España ha predominado una
filosofía tradicional, la filosofía escolástica, que fue recuperada y
penetró en la mentalidad de los españoles en un momento de fuerte
nacionalización de nuestra sociedad, precisamente en la época dorada
de nuestra cultura, entre los reinados de Felipe II y Felipe IV, y por
obra de las órdenes religiosas. En la reconstrucción de la historia
del pensamiento español no hay que perder de vista las «recuperaciones»,
que son reinterpretaciones y apropiaciones del propio pasado, que tienen
lugar en momentos de intensa nacionalización, y que se ordenan a ganar
antigüedad, densidad y continuidad histórica. Así, por ejemplo, la
historiografía española de finales del reinado de Felipe II, piénsese
en un P. Mariana, recupera y convierte en españoles a pensadores
nacidos en la península Ibérica con anterioridad al establecimiento
del Estado nación España, por ejemplo a un Séneca, o a un Isidoro de
Sevilla, a un Alfonso X, etc. En este caso sin descuidar la historiografía
del siglo XVIII, la escéptica de un Ferraras o a la crítica de la época
de Mayans y Siscar. En otras ocasiones, la recuperación se lleva a cabo
a través de la reedición y la interpretación actualizada de los
autores. La «recuperación» es un procedimiento historiográfico
continuista, y suele triunfar en dinámicas históricas conservadoras y
estabilizadoras, a los que sirve con motivos restauradores. La recepción,
por el contrario, es un procedimiento rupturista, que se suele
incorporar en momentos históricos de transición y cambio,
introduciendo elementos filosóficos de otros contextos socio-culturales
europeos. Desde el siglo XVII distintas recepciones filosófico-científicas
han venido a confrontarse con la filosofía tradicional, pero sin lograr
hasta el momento crear nuevas tradiciones filosóficas.
Hay varias maneras de mal
entender el proceso de recepción filosófica, en las que voy a
detenerme aquí. Por ejemplo, quienes hablan de la recepción filosófica
en términos de importación y exportación, como si de un comercio de
mercancías se tratara. Así mismo, quienes estudian la recepción
concreta de algunos autores como si fuera un procedimiento de reproducción
o de reconstrucción, como si el receptor fuera un imitador que cumple
tanto mejor su función cuanto mayor es la fidelidad con que su copia o
reconstrucción reproduce el original. Hay quienes, en fin, confunden la
recepción con una cierta actualización erudita que parece enaltecer aún
más a la «excelencia académica», o, peor aún, con el acopio de
citas directas o indirectas que, de una corriente o autor, hacen de
manera perversa sus detractores académicos, en su particular lucha por
evitar su incorporación.
Una filosofía del derecho y
de la democracia, una filosofía de la tecnología, una filosofía del
arte y de la comunicación, etc., para no hablar de una filosofía de la
vida o una ontología hermenéutica no se dejan importar y exportar como
un instrumento, una técnica o una teoría científica, por poner
algunos ejemplos. Una buena recepción no consiste meramente en adquirir
los derechos de unas obras, lograr unas traducciones competentes y hacer
una buena edición y distribución, que las haga llegar a su público,
por fuerza minoritario en este caso. Ni podemos caer en la simpleza de
pensar que nuestra filosofía está siendo recibida en otros países, y,
con ello, que está dejando de ser sucursalista, por el mero hecho de
editar en inglés, en alemán o en la lengua que se quiera, una
recopilación de trabajos de nuestros autores protagonistas en alguna de
las áreas filosóficas de investigación y docencia en España.
Toda recepción filosófica
empieza siendo un proceso de traducción, interpretación y comentario
de textos y autores llevado a cabo por profesores, escritores,
traductores y editores con protagonismo en las universidades, en las
editoriales, y en los medios de comunicación, y termina por desembocar
en alguna suerte de institucionalización de la filosofía incorporada.
Si la recepción es buena y va profundizando, el mencionado proceso no
se quedará en los límites de la institución filosófica, sino que
entrará en las conciencias individuales de los ciudadanos y en los ámbitos
productivos, de orden, y de cultura de la institucionalización social,
ganando así su lugar correspondiente en la nueva sociedad. Si la
filosofía recibida conecta de manera efectiva con los individuos y las
instituciones sociales (económicas, tecnológicas, jurídico-políticas,
culturales), si el proceso de recepción rebasa los márgenes de la
institución filosófica y comunica de manera efectiva con las
instituciones y los individuos de la sociedad, el proceso de recepción
ganará un tercer momento original y autóctono de recreación en el
mismo plano de la institución filosófica. La recepción deja de ser
académica cuando su proceso gana el segundo momento, pues las ideas
filosóficas vienen a hacerse efectivas en distintos momentos de la vida
social. Con el tercer momento del proceso, la recepción deja de ser
sucursalista, porque la labor de adaptación y la elaboración de la
propia realidad, llevará a desarrollos originales con sentido. En la
segunda mitad del siglo XIX, el krausismo representa un ejemplo de
recepción que fue más allá del impacto académico, pero que no llegó
a capitalizar en desarrollos filosóficos propios sus derivaciones en
campos como la educación, el derecho, las ciencias sociales, etc.; en
otras palabras, la recepción no profundizó en su tercer momento, y, en
consecuencia, nunca llegó a superar el sucursalismo filosófico.
El proceso de recepción no
tiene por qué ser planificado, pero, difícilmente alcanzará su
segundo momento si no hay liderazgo, en otras palabras, si, por parte de
los mencionados protagonistas, no hay voluntad de institucionalización
y lucidez para realizar las conexiones adecuadas. En el primer momento
del proceso, parece necesario que se incorporen las aportaciones de los
filósofos contemporáneos más certeros e influyentes. Si, tras el período
de transición política, la recepción permanece dispersa en el primer
momento, académico y sucursalista, la institucionalización de la
filosofía resultará deficiente, incluso puede llegar a quedarse
hipostasiada y enquistada en algún reducto académico minoritario.
Una adecuada
institucionalización de la filosofía será la que defina sus objetos,
sus métodos y sus pedagogías en relación a cuestiones que tengan
planteados, lo sepan o no, los individuos y la sociedad hacia los que se
transita, y que tradicionalmente hayan sido cosa de filósofos, de tal
manera que encuentre su lugar propio entre las instituciones públicas y
privadas. Esa institucionalización habrá de tener lugar en el sistema
educativo, en el mundo de la cultura, en el mundo editorial, y en los
medios de comunicación. En la medida en que se consoliden una serie de
disciplinas en la Universidad y en la Enseñanza media, en la medida que
se produzca un cupo de libros publicados y distribuidos, en la medida en
que tenga presencias en los medios de comunicación y de formación de
opinión, en esa medida estará institucionalizada la filosofía.
Se comprende el absurdo de
quienes confunden la recepción de un autor o de una corriente de
filosofía con poner una sucursal de los mismos en alguna universidad
española. Y tanto mejores las sucursales, cuanto más fieles
traducciones e interpretaciones del autor original representen. Desde
esta posición podría incurrirse en el absurdo de convertir en asunto
estrella del estudio de una recepción a la demostración de que su
protagonista publica con su nombre obras que, en realidad, son copias
traducidas del autor recibido. Y no sería menos absurdo reducir la
investigación de una recepción a un estudio comparativo de textos,
para llegar a la esperada conclusión de que el protagonista español de
la recepción interpretó mal o no llegó a entender esta o la otra
interpretación canónica del autor original recibido. Y, sin embargo,
la fidelidad en la reproducción puede ser directamente proporcional a
la esterilidad de la sucursal.
El estudioso de la recepción
ha de empezar por tener claro en qué consiste ese proceso histórico,
algo que se escapa a los planteamientos académicos pedantes o
tergiversadores, pero que se revela en toda su plenitud a los que han
sentido su necesidad. Esta consideración es tan vital para el enfoque
del estudio, como lo puede ser el conocimiento bibliográfico de las
traducciones, comentarios e interpretaciones de las obras del autor o de
la corriente recibida, en cuanto elementos constituyentes de la base empírica
del estudio. Sanz del Río o Ortega y Gasset, dos de los filósofos que,
con mayor conciencia, han protagonizado esa historia nuestra de
recepciones superpuestas en los siglos XIX y XX, empezaron por sentir la
carencia de cultura filosófica en nuestra sociedad, y la necesidad de
injertar o trasplantar en ella desarrollos filosóficos incorporables.
Las deficiencias de racionalidad filosófica de la sociedad española,
así como sus peculiares condiciones de vida y acción, constituyen el
referente de cualquier recepción, que se orienta a subsanar aquellas y
que habrá de adaptarse a éstas, si ha de superar la indiferencia o el
rechazo.
La cultura filosófica ni se
construye ni se desarrolla de igual manera en todas las sociedades y
lenguas. Y esta diferencia no se reduce a una cuestión de estilo y
forma de la escritura filosófica, sino que afecta a desarrollos
concretos, incluso al propio lugar de la filosofía en el conjunto de la
cultura. Un hombre de cultura como Ortega y Gasset, protagonista
sensible y consciente como nadie de la necesidad y de los requisitos de
una buena recepción, presenta constantes observaciones y ejemplos
primorosos a seguir en el cuidado de esta tarea.
En el estudio de una recepción,
lo primero que hemos de tener en cuenta son las necesidades y
condiciones de la cultura filosófica en la sociedad española del período,
la realidad de la institución filosófica en ella y el proyecto de
recepción de su protagonista. Sólo desde aquí tiene sentido valorar
la representación efectiva que se hace del autor o de la corriente
recibida, a través de sus traducciones, de sus interpretaciones y críticas.
Puede tener su interés comparar el proyecto y la realización de la
recepción de algún autor o corriente, con las obras originales o con
otras interpretaciones canónicas de los mismos, en orden a valorar si
habría sido posible una recepción más rica, y en qué medida dicha
recepción puede ser mejorada. Pero este análisis pertenece a un
segundo momento, y, para tener sentido, ha de hacerse tomando en
consideración el anterior y primario.
El éxito en la recepción de
un autor o de una corriente filosófica significa la incorporación de
una nueva tradición de pensamiento en la cultura filosófica de una
sociedad. Una buena recepción llega a desarrollarse en una cultura con
la vitalidad y la persistencia de una tradición.

©
Gerardo
Bolado Transición y recepción: La Filosofía Española en el último
tercio del siglo XX. Santander: Sociedad Menéndez Pelayo / Centro
Asociado a la UNED en Cantabria, 2001. Edición digital autorizada para
el Proyecto Ensayo Hispánico. Esta versión digital
se provee únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.
Edición para Internet preparada por José Luis Gómez-Martínez.