Teoría, Crítica e Historia

Alejandro Sánchez Lopera

 

"La posibilidad de una moral insurgente:
Camilo Torres Restrepo
"[i]

 

1. Construir un yo por fuera del origen: la muerte del alma

Camilo Torres (1929-1966) presentado en la literatura como “científico”, co-fundador del primer programa disciplinar de sociología en América Latina; Camilo, “revolucionario”, combatiente de la guerrilla foquista del Ejército de Liberación Nacional (ELN); Camilo Torres, “sacerdote”, figura decisiva en la dinámica de los movimientos eclesiales contestatarios de Centro y Suramérica desde mediados del siglo XX. El despliegue de su acción al interior de diferentes instituciones (Estado, Universidad, Iglesia) y en diversos ámbitos como la ciencia y la praxis política revolucionaria, ha sido estudiado desde diferentes ángulos; diversas son las formas en que se ha relatado su historia, en que se le ha dotado de un pasado.

El presente texto intenta problematizar, por fuera de la ansiedad por retratar un “yo”, la experiencia del sacerdote y sociólogo colombiano, muerto en combate en las filas del Ejército de Liberación Nacional en 1966. En ese sentido, como parte de un proyecto de investigación más amplio[ii], avanza una reflexión sobre la literatura académica producida en torno a Torres Restrepo que no describe la veracidad o falsedad de los juicios de los distintos autores de los documentos. A contravía de esto, analiza las fuerzas sociales implicadas en la emergencia del enunciado de la revolución como algo posible en la década del sesenta, en donde Camilo Torres, sería entonces un síntoma, no un simple accidente, anomalía, o encarnación de una subjetividad heroica o nombre propio[iii].

Como punto de partida, se observa que la literatura referida a Camilo Torres comparte tres rasgos fundamentales. En primer lugar, una perspectiva acumulativa de lo que “se sabe” en torno a Torres, que intenta llenar vacíos o insuficiencias para configurar un perfil comprehensivo de este. En segunda instancia, la búsqueda de coherencia retrospectiva al analizar la experiencia de Torres, proyectando categorías de análisis del presente sobre el pasado entendiendo dicha experiencia como “fracaso”, “desviación”, “desperdicio” e incluso “traición”; aquí se moviliza un anacronismo que postula una perversión o corrupción con respecto a una esencia inscrita en el interior de la subjetividad o un "núcleo de interioridad".

Finalmente, la literatura revisada persigue, por medio de la “pesquisa” de circunstancias que otorguen coherencia a sus pensamientos y actos, la construcción de la figura del “creador” (lo cual nos remite a ejercicios de historia de las ideas) o del “héroe” (que apunta a estudios biográficos de corte cronológico). Presentándolo como "excepción", desconectado de todas las relaciones sociales que lo hicieron posible, consideramos que el grueso de la literatura traza la agonía del caudillo, celebrando el ritual de inscripción de un “yo” (caudillo, científico, héroe, mártir) en el modo de vida liberal. En suma, se trata de un duelo por componer, de la manera más fidedigna, la historia de un alma.

Este texto plantea una alternativa acerca de cómo interrogar el material de otro modo, para intentar provocar o conformar otras relaciones, que no restituyeran un “yo” o una interioridad, sino poder establecer algunas tensiones que den cuenta de las fuerzas sociales capaces de producir la experiencia de Camilo Torres. Se trata entonces, desde nuestra perspectiva, de diagramar parte de las fuerzas que la hicieron posible, las fuerzas que con posterioridad la actualizan, y los efectos de esa experiencia en relaciones de fuerzas venideras pues, como se pregunta Michel Serres, “¿es posible concebir un objeto al margen de las relaciones de fuerza?” (1994: 157).

Poder instalar la experiencia de Camilo Torres en una serie de tensiones sociales, en un cruce de relaciones, supone el distanciarse de conjunto de obsesiones que atraviesan el conjunto de esa literatura. La principal de ellas, que será la que se retará en este escrito, es el deseo insaciable por la conversión secular de nuestra sociedad, intentando suprimir cualquier vestigio religioso a través de la homologación de la creencia y la mística con el dogma y el milenarismo.

De esta manera, la literatura académica escrita a lo largo de las décadas efectúa distintos ejercicios de retrospección y anacronismo, proyectando los valores de su respectivo presente en el pasado que analiza; uno de los efectos fundamentales de estos ejercicios, que recae sobre la cuestión religiosa al tratar de borrar su huella o exponer sus ´peligros´, es el debilitamiento del vigor de prácticas cristianas que, en conexión con otras fuerzas sociales, configuraron prácticas insumisas con respecto a lo predominante.

La intención, sin embargo, antes que un balance, un estado del arte o una especie de historiografía de la producción bibliográfica sobre Camilo Torres, obedece a otras coordenadas. No corresponde a una historia del ELN (historia de organizaciones o historia de la milicia); ni un relato de Torres desde la historia de la ciencia (internalista o externalista, historia del error y su corrección a través de la verdad), ni una historiografía desde la teología (historia sacra o monumental); mucho menos una lectura que provea una historia al caudillo (épica, fundacional, hagiográfica).

La apuesta tampoco se dirige a realizar una evaluación del rigor de los textos producidos en torno a Torres, el acertado tratamiento de las fuentes, o el grado de adecuación entre teorías, conceptos y material empírico. No se trata, entonces, de una crítica de historiador profesional. Pero sí de una inquietud en torno a la relación que esos estudios establecen con el pasado, con las formas de producción de la memoria ahí inscritas, y al tiempo se refiere a la relación que se puede establecer con el material histórico por fuera del feudo disciplinar.

Se trata, entonces, de escribir un relato en torno a la experiencia de Camilo Torres, a través de un uso genealógico de la historia tal como se desprende de la propuesta de Michel Foucault, especialmente en la lectura que elabora sobre Friedrich Nietzsche (2000; 1992a;1992b, 1982). Por fuera entonces de una historia de las ciencias, de las instituciones, y de una taxonomía de los valores, la perspectiva defendida intenta establecer siguiendo a Foucault, las relaciones entre un dominio (ciencia), una estructura (política) y unas prácticas (moral), que no apunta al juicio sobre la veracidad de unos contenidos en los textos estudiados, sino al discernimiento de una estrategia de producción de la verdad que estos movilizan.

Es necesario aclarar que este análisis de la verdad no remite al develamiento de ideas mistificadas, la denuncia de una conciencia deformada, o a la visibilización de los efectos de un poder inconfeso y oculto –el final de la ilusión-, como tal vez quisiera una crítica de la ideología; tampoco consiste en retratar una historia de simulacros o engaños, a la manera una historia desviada que, traicionada en el intento de consumar su finalidad, impide que alcancemos el origen, la verdad revelada del texto, del autor, o de la historia misma. Es decir que se entiende por verdad, “no las proposiciones verdaderas a descubrir o aceptar, sino el conjunto de reglas que permiten decir y reconocer las proposiciones tenidas por verdaderas” (Veyne, 1987).

En ese sentido para nuestro caso, siguiendo las indicaciones de Foucault, la pregunta no sería cuál es la verdad en la historia de Camilo Torres Restrepo, sino cuál es la historia de esa verdad que se intenta construir en torno a él. Por ese motivo, el uso de los textos no se remite a un análisis lingüístico (semántico, sintáctico, lógico-proposicional) ni a un análisis de un contenido, sino al desciframiento de las distintas morales que pueblan los textos, los distintos valores de la verdad que los habitan. Es decir, acogemos la idea referente a que el discurso implica una apropiación, el despliegue de una fuerza, un avasallamiento; en suma, comporta una materialidad: “es necesario –comenta Foucault- concebir el discurso como una violencia que hacemos a las cosas, en todo caso como una práctica que les imponemos” (Foucault, 1992b: 45).

En esa dirección, la genealogía no remite al develamiento paulatino en los textos de un sentido oculto, esencial o primario, al diseño de escalas de validez de las afirmaciones contenidas en ellos, o al balance de aquello que se sabe en torno a algo. Siguiendo la reflexión propuesta por Paul Veyne (1984), no se trata de observar el objeto y decir lo que se sabe acerca de él, sino que tiene que ver con lo que podemos saber, en un momento determinado, sobre ese objeto.

Desde nuestra postura, lo anterior implica que la pregunta no es qué se sabe, sino qué es posible saber actualmente acerca de Camilo Torres, lo cual lo ubica por fuera de los marcos de la historiografía tal como se ha planteado comúnmente en nuestro medio (Cfr. Tovar, 1994; Bejarano, 1997). De lo que se trata entonces es de componer la historia de una serie de interpretaciones, análisis que desborda la lógica autoreferencial e interna del discurso, para intentar dar cuenta de los mecanismos capaces de configurar una experiencia como la de Camilo Torres, qué procedimientos sociales dieron pie al desarrollo de esa trama.

Liberar la semántica infinita, atender a las categorías de significante y significado y plegarse a su tentación de erigirse en unidades despóticas es, en palabras de Deleuze, revitalizar “formas de restaurar la interioridad del texto”. Las palabras no significan nada, sólo existen fuerzas exteriores que las hacen funcionar o estallar, sólo existe el texto como un campo de exterioridad donde combaten morales, afectos, cuerpos, ya que el texto es simplemente “un pequeño engranaje de una práctica extratextual”. Se trata, entonces, “de averiguar para qué sirve [el texto] en la práctica extratextual que [lo] prolonga” (Cfr. Deleuze, 2005: 326; 331).

De manera que la apuesta no apunta sólo a escribir otra versión de la historia de Camilo Torres; al mismo tiempo, es una historia de quienes han escrito la historia de Camilo; historia de historiadores, de biógrafos, de militantes, de monjes, que al escribir la historia sobre Torres escriben la historia de sí mismos, y de sus colectivos. Este análisis, que evita la tentación de contribuir a incrementar el conocimiento que se tiene del yo, precisa para llevarse a cabo de una determinada estrategia de lectura y una concepción particular del material a trabajar.

Más allá de entender los textos como expresión de la conciencia de una interioridad (autor, creador) se trata de, en el proceso de elaborar la fuente, discernir qué dan por hecho o evidente, y cómo en los textos se configuran determinados objetos naturales que aglutinan prácticas heterogéneas, así como producen datos que prescinden de sus condiciones de emergencia. Bajo esta perspectiva los relatos unifican procesos sociales dispersos, coagulan prácticas dispares y, otorgándoles una historia, les imprimen e imputan coherencia, secuencia y sobre todo, inteligibilidad.

En esa dirección, a partir del desplazamiento de la posición de la historia con respecto al documento y la transformación experimentada en el manejo de las fuentes, “se atribuye como tarea primordial, no el interpretarlo, ni tampoco determinar si es veraz y cuál sea su valor expresivo, sino trabajarlo desde el interior y elaborarlo. La historia lo organiza, lo recorta, lo distribuye, lo ordena, lo reparte en niveles, establece series” (Foucault, 2001: 10). En esa misma vía, la mirada sobre el material apunta a que los “hechos” relatados pierdan su presunto carácter transparente (a la manera de una historia especular), de autovalidación, ya que lo que se pretende rastrear son el conjunto de prácticas sociales de las cuales esos “hechos”, de acuerdo con la lectura que sugiere Paul Veyne (1984), son una simple proyección y objetivación.

Recrear aquello que acatan o aceptan quienes escriben las historias, establecer el “momento dogmático” y la moral que vehiculan en sus textos, permite descifrar la forma en que se suprimen las múltiples luchas, los enfrentamientos y las fuerzas que se disputan la dirección de los procesos sociales; de alguna manera, los textos a analizar se presentan como estrategias que intentan estabilizar la proliferación de dichas fuerzas sociales. Por eso, desde la propuesta de Foucault, el análisis de los textos indagará por los vínculos fundamentales que el discurso establece entre relaciones de fuerza y relaciones de verdad, en la articulación de los tres ámbitos mencionados anteriormente de ciencia, política y moral[iv].

El retrato de ese escenario en el que se despliegan las fuerzas, es uno de los objetos de análisis que interesan al uso genealógico de la historia, lo cual circunscribe una de las apuestas de este texto. Foucault (1992a) llamará a la trama constitutiva de ese enfrentamiento, al diagrama de esas fuerzas que irrumpen y aparecen, precisamente, emergencia. Lejos de preguntarse por el origen la emergencia, entonces, designa un terreno de lucha, el lugar del enfrentamiento de las fuerzas por la imposición de verdades, ya que “las tramas que relata son la historia de las prácticas en que los hombres han visto verdades y de sus luchas en torno a esas verdades” (Veyne, 1984: 237).

Así mismo, observamos cómo al amparo de distintas funciones que varían en el tiempo, como la de “sacerdote”, “político”, “revolucionario”, “humanista” “caudillo”, entre otras, se le otorgan cualidades o propiedades a Camilo Torres desdibujando las fuerzas sociales en las que este se instala: visionario, ingenuo, víctima, altruista. Esta serie de “imágenes” y cualidades, que fungen como ilusiones naturales (Veyne) útiles y aptas para atrapar prácticas dispersas, heterogéneas, son las que nos abren al segundo nivel de análisis que describe Foucault, que corresponde al otro objeto de la genealogía: la procedencia.

En efecto, teñidas de un carácter épico y voluntarista, la tentación de unidad que permea las versiones sobre Torres efectúan una liturgia de la unificación que generalmente produce escritos de carácter biográfico, que implican un juicio apologético o descalificador sobre éste. A este tipo de rituales de unificación, el uso genealógico de la historia opone justamente el análisis de la procedencia, que evita factores explicativos unívocos o principios soberanos desencadenantes que apunten a restituir de manera fidedigna la unidad de una época, de una mentalidad y en nuestro caso, de un yo o una interioridad. “No se trata – comenta Foucault– de encontrar en un individuo, un sentimiento o una idea, los caracteres genéricos que permiten asimilarlo a otros”, al contrario, “la procedencia permite también reconocer bajo el aspecto único de un carácter, o de un concepto, la proliferación de acontecimientos a través de los cuales (gracias a los cuales, contra los cuales) se han formado” (1992a: 25, 26-27)[v].

De esta manera, los relatos y las versiones escritas alrededor de Camilo Torres, se revelan entonces como estrategias de captura y unificación de prácticas múltiples; en ese sentido, son valoraciones, fuerzas en lucha por la primacía, por imponer una interpretación determinada al proceso. En esa dirección, no se trata de una comparación entre versiones más o menos fidedignas sobre la historia de un alma, o entre perspectivas convencionales enfrentadas a otras inéditas cuyo grado de certeza determinará la plausibilidad o aceptación de su explicación; se trata más bien, de un proceso de enfrentamiento, pues “el discurso no es simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault, 1992b: 13).

Lo anterior sugiere que no estamos ante versiones que toman por asalto un núcleo o una interioridad verídica (una verdad en la historia del yo), o ante la enunciación de un sujeto, sino ante procedimientos de sojuzgamiento que tienden a imponer un determinado modo de vida. Es decir que los textos a estudiar no se vislumbran constituidos de significados que denotan un sentido, sino que conforman modos de poblar el mundo que intentan prevalecer sobre otros, constituyen fuerzas en ejercicio que tienden a doblegar y apropiarse de las demás, razón por la cual la estrategia de este texto radica en realizar una disección. En esta vía, como afirma Foucault,

“si interpretar fuera sacar lentamente a la luz una significación enterrada en el origen, sólo la metafísica podría interpretar el devenir de la humanidad. Pero si interpretar es apropiarse, violenta o subrepticiamente, de un sistema de reglas que en sí mismo no tiene significación esencial, e imponerle una dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en otro juego y someterlo a reglas secundarias, entonces el devenir de la humanidad consiste en una serie de interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia: historia de las morales, de los ideales de los conceptos metafísicos, historia del concepto de libertad o de la vida ascética, como emergencia de interpretaciones diferentes” (1992a: 41- 42).

1.1 La disección de la verdad

Escribir la historia de esa serie de interpretaciones, realizar su disección, es un ejercicio que sin embargo, ha tenido diversas críticas en nuestro medio. En efecto, bajo la rúbrica de “posmodernidad”, se han condensado una serie de estudios que tienen por objeto de análisis las prácticas sociales, que algunos autores engloban bajo el ambiguo término de “cultura” como ámbito donde se despliegan imaginarios, ideas, mentalidades, representaciones y hábitos. Entendidos como un ataque al humanismo, de acuerdo con estos autores dichos estudios son portadores de heridas con desenlaces que no se pueden prever y efectos inesperados y perversos tanto sobre la disciplina de la historia como sobre el campo de lo social. De igual modo, independientemente del lugar desde donde se elabora la perspectiva, las críticas al llamado “desafío posmoderno” comparten la imputación al conocimiento de una modalidad o función, asignándole un valor determinado y una finalidad específica.

En efecto, por un lado esta crítica hecha en defensa del “racionalismo ilustrado” (tal como lo nombra Jesús Antonio Bejarano), al tiempo que conecta la producción de conocimiento “posmoderno” con un desinterés y en el límite, un rechazo de “la política”, le otorga al conocimiento una característica incremental y acumulativa; por el otro lado, presenta las nuevas perspectivas, centradas según estos autores en el término de “cultura”, como desarrollos incipientes y embrionarios, cuyo impacto es finalmente evaluado a la luz de su afinidad con respecto al modelo liberal democrático.

En este sentido, es posible identificar dos riesgos que señalan los autores. Uno de ellos es que tras ser presa del llamado giro lingüístico, es posible según esa mirada que dichos estudios adopten el “todo vale”, acogiendo cualquier tema, postura, cualquier afirmación, desvirtuando así las tareas democráticas de la historia al abogar por un “nihilismo cognitivo”, quebrantando de esta forma su compromiso o su acuerdo tácito con el ámbito político de corte liberal y humanista (Cfr. Bejarano, 1997: 286; Melo, 2000: 154-155; 170; Archila, 1999: 257)[vi].

Por otro lado, existe una crítica frontal a la pertinencia para nuestro medio de una serie de estudios que, abandonando las pretensiones sistemáticas de la historia disciplinar, hacen imposible la relación entre pasado y verdad al inhabilitar los intentos de producir formas verídicas de reconstrucción del pasado. Entendido como un proceso de adopción por parte de jóvenes historiadores de una moda y jerga extrañas, estos análisis se presentan como presas de un procedimiento de “importación” –el término es de Jorge Orlando Melo–, que desactiva el nexo de la historia con los compromisos de transformación social cayendo en una parálisis que denominan “histeria subjetiva”. En ese sentido, para Mauricio Archila por ejemplo, “el posmodernismo se va perfilando, entonces, como un movimiento cultural escéptico, sino pesimista, que duda de todo sin cuestionar a fondo la sociedad vigente […]  El posmodernismo es, en síntesis, un nihilismo teórico combinado con un conformismo práctico” (1999: 263).

Para objeto de nuestra apuesta, más que la veracidad, validez o ambigüedad de esas afirmaciones, nos interesa observar cómo estas imputaciones habilitan el ingreso o más precisamente la inscripción de esa literatura en el ámbito de las relaciones entre conocimiento y moral. En esa vía, a diferencia de los juicios esgrimidos en los balances historiográficos mencionados, para nosotros el problema no es evaluar si resulta positivo o negativo que se estudie la “cultura” como ámbito, sino cómo eso que se presenta como “cultura” llegó construirse como un objeto susceptible de ser estudiado, objeto pensable para las ciencias sociales en el país. Por ello, uno de los pasos necesarios es establecer un mapa tentativo de la irrupción de estos estudios en nuestro país; cartografiar ese terreno, ejercicio que aún está por hacerse en nuestro medio,  permitirá situar de manera más precisa la perspectiva de análisis que adoptamos, evitando términos demasiado vagos, y excesivamente valorativos como “posmodernismo”.

Es por lo anterior que el modo de análisis que se propone no está signado por la insuficiencia, ni apunta a descubrir o colonizar un territorio inexplorado (deficitario, inconcluso, inhabitado); el análisis genealógico no se inscribe dentro de una perspectiva incrementalista, producto de la cualificación de los métodos y una densificación en la mirada sobre el objeto, que habilita una comprensión más robusta, acabada.

Tampoco se trata de observar cómo algún objeto, en este caso la “cultura”, es susceptible de ser analizado desde otra óptica (la genealogía), para así descubrir, de manera inédita o novedosa, ese ingreso de la literatura académica en el terreno de la moral y las luchas por la verdad; sino cómo, en la medida en que el discurso es fuerza, práctica de imposición sobre las cosas, son las fuerzas que componen el objeto las que lo arrastran hacia ese ámbito o “escenario”. Se trata entonces de partir del análisis de la alianza peculiar que la historia y de forma general las ciencias sociales predominantes en el país proponen, movilizan y tejen entre moral, política y ciencia.

Esta vertiente predominante parte, a nuestro modo de ver, de una crítica realizada a los “riesgos” que entraña la conexión entre fuerza y verdad, poderío y veracidad que es movilizada por lo que se engloba bajo el término “posmodernismo”, en el que la propuesta de Foucault ocupa un lugar preeminente. En efecto, esta apuesta es interpretada como una postura totalitaria en una especie de radicalización de la voluntad de verdad, por un lado porque si se traslada “hacia lo que tenemos que hacer, hacia nuestro modo de actuar, al parecer traduce una toma violenta del poder, pues no se podría pensar que se persuade a la gente sólo argumentando sobre la manera como la verdad está ligada a estructuras de poder… [de manera que]…para que mi verdad sea la verdad tengo que tomar el poder” (Vattimo, 2002: 69-70).

De otro lado, la concepción que se erige como canon, establece unos parámetros de pertenencia, otorgándole legitimidad a ciertas prácticas y discursos con respecto a otros: ese terreno es el que dictamina unos procedimientos, y en último término, legisla acerca de la dignidad de un discurso para pertenecer o no a la escena “pertinente” a nuestro contexto. En nuestro medio, y desde el ángulo histórico, esta disección o análisis de las fuerzas que tiende al debilitamiento de la verdad y sus efectos, ha sido interpretada como un agravio del pasado que impide desentrañarlo en términos verídicos, y una apuesta dogmática ya que, en sus términos, “la verdadera alternativa a la herencia de la Ilustración, por más cuestionada que ella sea, no es el posmodernismo sino la barbarie” (Archila, 1999: 283).

Para el desarrollo de la perspectiva planteada, se hace necesario partir entonces del cuestionamiento de la relación que estos estudios establecen entre el presente y el pasado, y de los "graves efectos" inscritos en las posturas “posmodernas”, que diagnostican como acecho de nuestro presente. Resulta esencial de esta forma, centrar el análisis de la historia como un operador o intensificador de poder que, como un ejercicio de custodia del pasado, establece a través de las coordenadas de la “disciplina histórica” un cerco soberano sobre la memoria. Ubicar otro tipo de prácticas de escritura, otros usos de la historia para correr o tal vez traspasar ese cerco, implica entonces recurrir a otras trayectorias, trazar otros recorridos que, como se anotó, hagan imposible la relación entre escritura del pasado y verdad. Es en ese terreno, demarcado provisionalmente y cuyos contornos –y tendencias– aún son impredecibles, en el que se inscribe la presente apuesta[vii].

1.2. Trazos y obsesiones en la literatura sobre Camilo Torres

Acoger la perspectiva genealógica permite como hemos visto, no definir un origen, sino establecer una procedencia y unas condiciones de aparición de las fuerzas, para así roturar un campo de emergencia. Desde ahí entonces es posible trazar un mapa de las luchas en torno a las configuraciones que ha encarnado la figura de Torres, que entendemos como capas fabricadas en torno a su historia, que “hacen” que Camilo Torres llegue “a ser algo”. Como se anotó anteriormente, estas capas capturan prácticas heterogéneas y operan como ilusiones naturales para dar cuenta de Torres en diferentes coyunturas: Camilo héroe, humanista, místico, caudillo son algunas de las capas que, en diferentes momentos, son propuestas para dar cuenta de la historia de Torres entendida como el relato de una interioridad.

El análisis de la producción de esas capas, implica esquivar las intenciones de quienes escriben, sus móviles, sin preocuparse de asegurar una correspondencia entre autor y obra. De esta forma es posible centrarse en el juego de supuestos que hacen posible la construcción de esas capas; estos supuestos obedecen a unas condiciones sociales específicas y además remiten a una serie de reglas de escritura y no a la invención o potestad de un autor. Intentar establecer los “momentos dogmáticos” de los textos escritos sobre Camilo Torres, implica entonces discernir esos supuestos que no son exteriores a ellos –es decir no provienen de un marco teórico que antecede a los textos– y que, simultáneamente, obedecen a disposiciones sociales ya que el discurso siempre comporta unos ordenamientos sociales específicos.

Descifrar el modo en que estas capas y supuestos entran en un proceso indiscernible en el que al tiempo que coexisten, se diferencian, implica en suma asumir el estudio de un proceso de co-producción que los liga. Ahora bien, ¿cuáles son esos supuestos mencionados y cómo su funcionamiento permite que cristalicen determinadas capas? Es posible enunciar cuatro supuestos extraídos de la literatura, que hacen posible decir ciertas cosas sobre Camilo Torres. Estos supuestos que atraviesan la literatura estudiada, son los siguientes: I) La asunción de una perspectiva acumulativa de la práctica científica, asignándole además a la ciencia una función ideal cuyo cumplimiento determina su pertinencia para nuestro contexto; II) un análisis de la violencia y la guerra centrado en la institución, que asimila la instauración de la ley con la pacificación de la sociedad; III) una concepción específica acerca de la secularización y laicización, que homologa la creencia y la mística con el dogma y el milenarismo, y en la mayoría de los casos supone dicha secularización pacífica como un objeto natural o dato; y IV) la adopción de la antinomia democracia/autoritarismo, como límite infranqueable que sirve de lente para analizar la correlación de fuerzas sociales.

Al mismo tiempo, intentaremos argumentar cómo a través del tipo de análisis propuesto sobre la experiencia de Camilo Torres, es posible mostrar la forma en que ésta puede conmover los supuestos mencionados anteriormente. En ese sentido, la relevancia de la perspectiva no es sólo un reordenamiento del material a su vez interrogado desde otros lugares, sino que al mismo tiempo, como lo sugiere Ginzburg (2001), apunta a disminuir la relevancia de un yo que, en su calidad de “héroe”, de alguna manera “precede” al estudio mismo. Lo anterior, de paso, nos confronta con la cuestión de la actualidad de la pregunta que guía el texto.

La disección de los textos tenderá entonces a mostrar cómo al operar, esos supuestos participan en la conformación de las diversas versiones sobre Camilo Torres, produciendo una serie de capas con unas características particulares que rigen aquello que se dice sobre Camilo Torres. De esta manera, si como recuerda Deleuze, “la historia de una cosa es la sucesión de las fuerzas que se apoderan de ella, y la coexistencia de fuerzas que luchan por conseguirlo” (2002: 10), de lo que se trata entonces es de discriminar las rupturas y articulaciones entre las diferentes formas de relatar la historia de Torres, recrear el escenario en que aparecen, el espacio que configuran al irrumpir disolviendo la unidad del nombre propio.

Para ello entonces, proponemos cuatro capas compuestas de diferentes relaciones de fuerzas, que a nuestro juicio prevalecen en cada una de las décadas analizadas. Así, para la década del sesenta, la capa que prima es la del científico; el episodio de la década del setenta se encuentra regido por la de sacerdote. Para los años ochenta, se impone la imagen de político y finalmente, a partir de la década del noventa, es la de pensador la imagen que asume la dirección del episodio. En términos generales, es posible describir el modo en que esas capas consolidan un ritual destinado a la construcción del héroe –como anomalía–, que inicia en la década del sesenta ligándolo con la praxis revolucionaria y se consuma con el sacrificio del personaje unas décadas después, para así reconstruirlo bajo la forma de legado susceptible de ser inscrito en el horizonte de la política democrática liberal, en los noventa.

Poner en movimiento dichas capas, mezclarlas, implicarlas y escindirlas, captar su juego, hará posible rastrear qué pervive a lo largo de ellas, señalando líneas de transversalidad, y qué elementos, a través de procesos de escisión y discontinuidad, se debilitan, se desencajan (para quizás reanudarse, o desaparecer). El análisis que prosigue, intenta ligar las dos primeras décadas (sesenta y setenta), a través de una crítica a la obsesión secular descrita anteriormente, estableciendo una especie de corte que sea capaz de atravesar ambas capas por fuera de la linealidad o la ruta cronológica.

La conjura del pasado, erradicando el fantasma del "fanatismo" que tendencialmente se liga a la experiencia religiosa, se convertirá entonces en el procedimiento impugnado por la conjunción de fuerzas sociales y mecanismos en que se produjo la experiencia de Camilo Torres. En esa conjunción, como se verá, la ciencia opera como arma de la revolución y se delinea una crítica a la secularización liberal como índice valorativo (y unívoco) de la sociedad. Además, la disección de las fuerzas que componen los distintos relatos en torno a Camilo Torres durante ambas décadas, configurará nuevos elementos para la comprensión del debate acerca de las tensiones existentes entre  costumbres, creencia y revolución, a lo largo de América Latina.

2. La violencia: ¿posibilidad colectiva o “debilidad” del sujeto?

Distanciándose de los ejercicios anteriormente nombrados, este texto intenta describir entonces algunas operaciones y procedimientos que al efectuarse “situaron” la experiencia de Camilo Torres en relación con otras fuerzas sociales durante la década del sesenta y setenta. Para dar curso a lo anterior, e intentar conmover esos relatos, se propone una relación entre conocimiento, religión y política (radical), que permita cuestionar la idea de la religión como tentación de fanatismo, repliegue interior efecto de experiencias de éxtasis, o como simple atavismo que bloquea lo secular. Más que la descripción de un prejuicio presente en la literatura en torno a lo religioso que lo presenta como un arcaísmo, lo que se deriva del presente análisis es el pánico que experimenta la sociedad frente a la cuestión religiosa, el horror que provoca los efectos posibles que puede llegar a alcanzar la creencia en su conexión con otras prácticas sociales.

Creemos sin embargo, con Michel de Certeau, que la escritura se presenta como mecanismo incapaz de abatir definitivamente al otro, al pasado. Siguiendo las ideas planteadas por este autor, es posible pensar entonces la cuestión mística no como mecanismo antisocial, o procedimiento disolvente de lo colectivo. Antes que simple experiencia de éxtasis que conjuga la redención o provoca modos mesiánicos de la política, puede plantearse qué pasa cuando la religión y la experiencia de la mística no fungen como un repliegue a una interioridad, una ascesis o un exilio,  una práctica de contemplación o aislamiento[viii]. A contravía de lo que señalan los análisis de corte retrospectivo, que proyectan los valores del presente sobre el pasado, la pregunta que surge es si resulta posible pensar que la religión y la cuestión mística, no son simplemente un dogma o un arcaísmo incapaz de suscitar un nosotros laico que rete la predilección jerárquica, autoritaria.

Esta posibilidad tal vez emerja, en la medida en que se extravíe a la religión de una lectura institucional, para ponerla en tensión con prácticas desplegadas en el terreno del conocimiento y la política. Al delinear esta relación, la religión deja de ser simple vestigio a suprimir, y la política, en conexión directa con la interpretación proveniente del campo de las ciencias sociales, adquiere formas inusitadas e impensables hasta el momento. En esa dirección, la conjunción de esos tres elementos, al leer la experiencia de Camilo Torres, podría posibilitar otra mirada acerca de la transformación de lo social, de la política radical, y en el límite, de la violencia. Consideramos que en esa relación, la política radical y la posibilidad de la violencia tal vez no serían una perversión de lo civil, sino que serían uno de los mecanismos que lo harían posible. Para dar cuenta de lo anterior, analizaremos algunos desplazamientos ocurridos en los ámbitos de la política, la ciencia y las prácticas cristianas durante la década del sesenta y el setenta, para mostrar cómo al ligar estos movimientos, es posible que emerjan posibilidades disímiles para pensar la conformación de lo común.

2.1. La emergencia del enunciado de la revolución

La década del sesenta inaugura para América Latina una nueva concepción opuesta a la idea de la insurgencia basada en esquemas de autodefensa, tradición instalada en los asentamientos armados de corte comunista; de acuerdo con Regis Debray, intelectual europeo partícipe de la teorización del “foco” guerrillero, el balance de la década del sesenta para América Latina en términos de lucha revolucionaria concluye en que “la autodefensa, como sistema y como realidad, está hoy liquidada por los hechos” (1969: 171). De igual modo, el advenimiento de esta década planteó una distancia con respecto a la idea de un partido de vanguardia que, confiado en un sector progresista de la burguesía, proponía una política de alianzas con sectores reformistas del bipartidismo como estrategia de transformación de la sociedad[ix].

Por otro lado, esta nueva orientación promovió un rechazo al mecanismo electoral, donde el abstencionismo operaba no sólo como un modo de lucha, sino como una declaración de ilegitimidad del sistema establecido, sus procedimientos y modos previstos para la acción.  De acuerdo con una declaración del Movimiento Obrero Estudiantil Campesino (MOEC), para la década del sesenta se “inició una etapa en la revolución colombiana, etapa que se caracteriza por el repudio a la vieja línea reformista, pacifista, electorera, y por el paso a la ofensiva organizada de las masas” (Diálogo Político, 1964).

El paso del ejercicio de una violencia defensiva hacia una estrategia insurreccional, fisuraba la concepción etapista de las condiciones propicias para la revolución o requisitos infranqueables, como la consolidación de la “revolución burguesa” (Cfr. Guevara, 1983)[x]. De acuerdo con Ricardo Sánchez, estas nuevas organizaciones –dentro de las que se ubica el Frente Unido estructurado en torno a la plataforma de Camilo Torres–, van a “ser valoradas en razón de que la revolución en América Latina no es una cosa que fuera preciso esperar el devenir, el desarrollo de las fuerzas productivas, el paso paulatino de una sociedad agrícola atrasada semifeudal o feudal a una sociedad democrática capitalista y desarrollada” (En Valverde y Collazos 1973: 160). Desde esta perspectiva, el desencadenamiento del proceso revolucionario, planteaba además otro uso de la violencia, situado en el margen de la institución, retando así la artimaña del esquema del liberalismo y la cooptación a través de la lógica de las alianzas hasta entonces desplegada[xi].

Esta distancia con respecto a los fundamentos de lo establecido era propuesta no sólo desde la política, sino también desde el ámbito del conocimiento. Al respecto, el texto de Orlando Fals Borda publicado en 1966, “La Subversión en Colombia”, movilizará una valorización distinta de la violencia, entendiéndola no como una tentación totalitaria inscrita en el individuo, sino como una posibilidad que se construye de manera colectiva. Para el caso de la decisión de Camilo Torres, este autor afirmará que el recurso a la violencia por parte de este “encuentra su justificación en el orden social emergente, el que habrá de venir”, rebeldía que “llevaría a las masas populares encabezadas por nuevos líderes rebeldes a considerar ilegítimo el uso de la violencia por tal gobierno, proclamando la rebelión justa o contraviolencia” (Fals, 1967b: 167).

Esta apuesta de conocimiento, que Fals Borda posteriormente denominará el paso de una “metodología del consenso” a una “metodología de la contradicción” (1973: 56), significará así mismo el encuentro con el marxismo, abordado desde una interpretación peculiar. Enfrentada a una concepción “académica” del marxismo que terminó siendo predominante en la estructura universitaria, de acuerdo con Fals, “este método lleva a replantear la sociología marxista del conflicto en términos de una sociología de la situación real colombiana, lo cual viene a ser una manera propia de ver y entender en su conjunto nuestros actuales conflictos y la naturaleza de nuestra sociedad dependiente y explotada” (Ibid.: 59).

La violencia, en esta vertiente de la práctica sociológica en nuestro país, rebasaba entonces la idea de una simple perversión del sujeto al tiempo que, como recurso posible, planteó una serie de interrogantes a la práctica científica, provocando otro tipo de relaciones entre conocimiento y sociedad ante el dilema que planteaban la crisis del modelo desarrollista y las alternativas de cambio social. Nuevamente, de acuerdo con Orlando Fals Borda, "las guerrillas, junto con otros grupos 'subversivos, se convierten en símbolos de la protesta social…Estas expresiones subversivas hacen descubrir a las sociedades la importancia del cambio significativo, al estimular el contrapunto dialéctico entre ideología y utopía como medio para alcanzar un nuevo orden social" (1968: 50).

Esta inquietud, que Fals denominará “dilema ontológico”, redundará en conmover el pensamiento (ligado hasta ese entonces a la estrategia del desarrollo), al fortalecer un modo de producción de conocimiento comprometido con la transformación radical de lo social, promovido durante los años sesenta al interior del Departamento de Sociología de la Universidad Nacional –del cual Camilo Torres fue cofundador–.En esa vía, según la ponencia presentada por uno de los profesores al IX Congreso Latinoamericano de Sociología en México en 1969, para ese momento

“no están, pues, sujetos a discusión, la existencia o el carácter de esas crisis, sino las alternativas para enfrentarlas y remediarlas, siendo una de esas alternativas el movimiento guerrillero. Su estudio debe partir entonces de esa premisa y tomar en cuenta que en este caso entran en juego factores de imposible percepción para la mera 'objetividad científica', cualquiera que sea el significado que se dé a este concepto” (Valencia, 1970: p.336).

Esta valoración venía siendo movilizada en ese momento por un modo de conocimiento que intentaba direccionar la orientación del programa de sociología de la Universidad Nacional. En ese sentido, por ejemplo, si bien el libro La Violencia en Colombia (del cual fue co-autor el sacerdote Germán Guzmán) ha sido catalogado por diversas historias de la ciencia como la “introducción” del pensamiento científico en la universidad colombiana, dicho texto radica su fuerza en que su publicación en 1962 fortaleció la cesura entre la institución universitaria y el Estado en el país, y propició un acercamiento del conocimiento hacia sectores sociales ubicados en el margen.

Lo que es valioso subrayar es que la intersección entre modos de la política disímiles a la estrategia comunista, y el uso peculiar del conocimiento a través de otra clase de apropiación adquirió un vigor inusitado, al ligarse con prácticas pertenecientes a grupos católicos. Así mismo, es crucial anotar que el retrato de estas conjunciones promoverá un giro, en el cual Camilo Torres deja de ser en la literatura una anomalía para formar parte de un movimiento latinoamericano amplio (Cfr. López Oliva, 1970; Delgado, 1969-1970; Dussel, 1967).

Para el caso colombiano, el comentario retrospectivo de uno de los miembros destacados del grupo Golconda, instalado en la veta abierta por Torres[xii], puede servir para ilustrar la conformación de estrategias que imbricaban los elementos anteriormente descritos. Refiriéndose a los procesos de formación de cuadros en el ELN entre el sesenta y el setenta, comenta:

“Lo primero que se nos ocurrió fue que cuando ellos iban a asaltar un pueblo tenían que mandar tres o cuatro zapadores que iban y regresaban con información que el comandante utilizaba en su estrategia. Cada uno de los zapadores traía su propia versión y de las cuatro se hacía una sola. Entonces comencé a pensar en el método del concreto-concreto. Sabíamos que esas cuatro personas tenían perspectivas diferentes del mismo objetivo y lo importante no era que coincidieran sino que fueran diferentes. Fue el punto de partida de la unidad dentro de la diversidad. El comandante con las cuatro versiones buscaba lo idéntico y lo diverso. Así comenzamos a desarrollar los “diarios de campo”, en donde se hacía una descripción objetiva, sin adjetivos, sin darles nombres a las cosas sino una descripción. Así se encontraban elementos comunes. El criterio era el de escribir ocho horas después de la experiencia para que así se obtuviera una versión personal. Al día siguiente se hacía la discusión entre los cuatro y allí se encontraba en primer lugar lo que era diferente; lo común, en cambio, eran tres o cuatro fases; entonces la síntesis de lo diferente se le pasaba a otro grupo que no había visto la realidad y le decíamos: hagan una maqueta de esa descripción. Se trataba de tener una visión de lo real” (En Restrepo, 1995: 111-112).

En este punto, se podría rastrear la manera en que el ELN recoge una serie de combinaciones que venían siendo puestas en marcha (entre conocimiento, política y religión) por las técnicas provenientes de la denominada “Acción Católica” de la Iglesia. Efectivamente, existen toda una serie de procedimientos como “las técnicas de revisión de vida” operados en las comunidades, que fueron asimilados en el proceso de estructuración de guerrillas como el ELN. Lo anterior, que puede ser leído desde la relación que Michel de Certeau establece entre cristianismo y foquismo[xiii], va de todos modos a señalar una dislocación fundamental, y es la relación del cristianismo con lo “popular”, que será mediada por el conocimiento proveniente de las ciencias sociales.

En efecto, en el continente, la conjunción entre ciencia, política radical y mística da cuenta de una fuerte imbricación entre prácticas revolucionarias, sustentadas en modos de lucha fundados en concepciones seculares (leninismo, maoísmo), prácticas religiosas propias de las comunidades de base (conformación de pequeños grupos alrededor de un “pastor”) y técnicas provenientes del conocimiento científico para la investigación de campo (etnografías, demografías). De acuerdo con Germán Guzmán, sacerdote vinculado al programa de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia,

“En este terreno, los sacerdotes llamados rebeldes no parten de actitudes simplemente emocionales sino de una interpretación racional de la situación en que viven las mayorías. En el cambio de su mentalidad han influido no poco los estudios sociológicos, la investigación científica, la búsqueda y aplicación de metodologías acordes con las circunstancias, la vida participante en la comunidad y el comprometimiento con las clases populares que lucha por un cambio cualitativo de estructuras” (Guzmán, 1970: 364).

La vinculación con lo “popular”, se instalaba además en la posibilidad de otro tipo de diálogo entre la religión y las ciencias sociales, que había sido decantada institucionalmente por el Concilio Vaticano II. De cara al diagnóstico emitido acerca de los efectos nocivos de las agudas jerarquías políticas y económicas, este Concilio plantea otras relaciones posibles entre la fe y el conocimiento científico, ya no en términos de exterioridad o simple subordinación. Desde el marco del Concilio Vaticano II, en el cual se inscribirán algunas de las posiciones de Camilo Torres, se afirmará de esta manera que

“por ello, la investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una oposición entre la ciencia y la fe” (Concilio Vaticano II, La justa autonomía de la realidad terrena, Numeral 36).

Para el caso de América Latina, la discusión que ponía de presente esta intersección entre religión y conocimiento, era la pregunta por las modalidades de la acción política susceptibles de ser asumidas para promover el cambio de la sociedad[xiv]. En Latinoamérica, este diálogo supuso un uso peculiar del conocimiento, y específicamente del marxismo, con matices respecto de su apropiación en la tradición sacerdotal europea; de acuerdo con Gustavo Gutiérrez, uno de los sacerdotes más destacados de la Teología de la Liberación en América Latina

“Es claro por ejemplo que el tipo de movimiento apostólico representado por la acción católica obrera francesa: comunidades de cristianos con opciones políticas diferentes, que se reúnen para una revisión a la luz de la fe, resulta, tal cual, inoperante. …El esquema de la acción católica obrera es válido en una sociedad más o menos estable y en donde el juego político se hace a la luz pública. Ello supone, y facilita, por otra parte, un diálogo doctrinal con el marxismo dentro de modalidades que interesan menos en América Latina” (Gutiérrez, 1972: 140)

La orientación que en América Latina adquirió el uso del conocimiento, se apoyó a su vez en otras declaraciones que, a partir de un diagnóstico científico, contemplaban alternativas radicales de transformación social. Así, de acuerdo con la declaración de la “Conferencia Mundial Sobre Iglesia y Sociedad” celebrada en julio de 1966 en Ginebra, con representantes de 80 naciones y 164 iglesias, con el propósito de “asesorar a las Iglesias y al Consejo Mundial (CMI) sobre las condiciones de su ministerio en un mundo sometido a la presión del cambio social revolucionario” (Conferencia, 1971: 15),

“En ciertos países, el crecimiento económico puede exigir un profundo cambio revolucionario en el sistema de la propiedad, de los ingresos, de las inversiones, del consumo, de la educación y de la organización política y administrativa, así como en las estructuras actuales de la relaciones internacionales. Sin embargo, no hay una receta universal para el desarrollo económico…es inútil buscar una fórmula simple para comprenderlos, y un modelo uniforme para realizarlo” (Ibid. 55-56)

Más aún, ésta declaración, al referirse al “ejercicio del poder por parte del Estado”, problematizaba el papel de este último y abría la posibilidad de la existencia de una exterioridad con respecto a su potestad. Afirmaba, entonces, lo siguiente: “Nos hemos formulado la pregunta: ´¿Debe ser el Estado el único depositario del poder?´, y hemos encontrado que la respuesta es negativa. Ningún Estado ha ejercido, podría ejercer o tiene el derecho de aspirar a ejercer todo el poder en una sociedad” (Ibid. 111-112). Paulatinamente entonces, la posibilidad de un ejercicio de la política radical exorbitante con respecto a la institución, cristalizaba.

Recogiendo la apertura iniciada por este tipo de declaraciones, las conclusiones redactadas por los Obispos de Latinoamérica en Medellín en 1968, darán cuenta de un desplazamiento con respecto a la postura esgrimida por el Vaticano en el Concilio II y la experiencia sacerdotal europea. La problematización del cambio social, que en muchas de las vertientes de la Iglesia en América Latina contemplaba el ámbito extra-institucional como espacio posible para la praxis[xv], partía del diagnóstico no sólo de una situación socioeconómica radicalmente injusta, sino que entraba a valorar los fundamentos del orden existente. De acuerdo con las conclusiones de la II Conferencia Episcopal de Medellín,

“(El cristiano) no deja de ver que América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada cuando, por defecto de las estructuras de la empresa industrial y agrícola, de la economía nacional e internacional, de la vida cultural y política, "poblaciones enteras faltas de lo necesario, viven en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción cultural y de participación en la vida social y política" (Enc. Populorum Progressio, No. 30), violándose así derechos fundamentales”.

En Latinoamérica, la posición oficial de la Iglesia, con respecto a la urgencia en el  trastocamiento de un orden considerado como inmoral y en estado de “pecado”[xvi], implicaba una determinada postura con respecto a los sectores económicos y políticos predominantes, efectuando una reivindicación del margen (que Gustavo Gutiérrez puntualizará como la irrupción del pobre). Si bien el Concilio Vaticano II, cristalizando una tendencia cuya fuerza provenía de tiempo atrás (especialmente a partir del impulso dado por el Papa Juan XXIII), enmarcaba una comprensión distinta de las relaciones entre Iglesia, fe y sociedad, diversas eran las inquietudes con respecto a su alcance, y sobre sus límites en el caso de las sociedades periféricas. En ese sentido, Francois Houtart, teólogo crítico de la estructura eclesial y profesor de Camilo Torres en la Universidad de Lovaina, afirmará que “la aparente imparcialidad de los documentos [conciliares] se ha conseguido al precio de una falta de contenido real en muchas de sus afirmaciones. De ahí que unos mismos principios, formulados en forma de proposiciones cuidadosamente equilibradas, sirvan para justificar unas conductas políticas absolutamente contradictorias entre sí”. De esta manera, entonces, “es posible preguntarse si los objetivos de universalidad y supratemporalidad que las constituciones conciliares se asignan a sí mismas les permitirán abordar eficazmente la realidad socio-política” (Houtart, 1968: 482, 483).

Las modalidades de la acción encaminadas a la transformación social en el continente, si bien empezaban a proseguir rumbos distintos a las rutas europeas, recurrían a aquellos aspectos de la doctrina que entraban en sintonía con estos modos de actuar que, en América Latina, buscan lugar en las formas del decir. Las declaraciones del sacerdote Joseph Lebret, quien fuera asesor de la Organización de las Naciones Unidas para temas de desarrollo y comercio, y coordinador del Estudio sobre las Condiciones del Desarrollo en Colombia desarrollado bajo la presidencia del Presidente Alberto Lleras Camargo, expresarán parte de esas reservas con respecto al marco del Concilio Vaticano II.  Lebret, asesor del Concilio y de la composición de la Encíclica Populorum Progressio, afirmará entonces que “Latinoamérica necesita un cambio radical de mentalidad en sus clases dirigentes; si éstas no se sienten capaces de cooperar con el pueblo sobre la base de una aplicación constructiva, realizando así una revolución pacífica, se hará inevitable una revolución sangrienta” (Citado en Secretariado, 1968: 360-361).

Cabe recordar, en esa vía, el llamamiento ampliamente usado por los sacerdotes en el continente, realizado en la Carta Encíclica Populorum Progressio promulgada por el Vaticano en 1967, donde si bien se alerta sobre algunos efectos “nocivos” del recurso a la violencia, se contemplará “la insurrección revolucionaria” como opción “en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase peligrosamente el bien común del país” (Sección III, Numeral 31). Precisamente, el comunicado emitido en torno a dicha Carta Encíclica por 38 sacerdotes de 14 países de América Latina como conclusión del Primer Seminario Sacerdotal promovido por el Departamento Social del CELAM (Chile, 1967), declarará que lamentamos que toda reivindicación algunas veces intentada por ciertas manifestaciones violentas como única salida sea acusada de comunista –haciendo casi juego a la reacción, cuando no es otra cosa que la rebeldía del hombre que se siente aplastado por injusticias intolerables” (Comunicado, 1968: 92).

Para el caso colombiano, a partir de las declaraciones de la Conferencia de Medellín, nos interesa rastrear la apertura de un espacio para que la violencia sea posible, que permite que la violencia sea algo pensable y, más allá de la elección individual, creemos que la violencia deja de ser una forma corrupta de la política, o una simple potestad del Estado. Al respecto, conviene presentar la postura del colectivo Golconda cuya experiencia, como se dijo anteriormente, se ubica en la veta abierta por la experiencia de Camilo Torres (Cfr. Guzmán, 1970: 369-370). En su declaración presentada a la Conferencia de Medellín, afirma que:

“La violencia, al ser considerada como un ries­go fácil y constante, es presentada bajo un aspecto negativo. La diversidad de carismas en la Iglesia, implica una diversidad del compromiso de los cristianos. La violencia y la no-violencia serían dos aspectos complementarios del amor cristiano al hombre. No se trata pues de una violencia “a priori” y querida en sí misma, sino una defensa de otra violencia hecha al hombre, negado en sus derechos fundamentales. Por esto, la acción violenta debe surgir después de tener una viva concien­cia de la ineficacia de los medios pacíficos para conseguir los cambios deseados y sea respaldada por el pueblo” (García y otros, 1968).

Declaraciones como la anterior, serán juzgadas de manera predominante como una corrosión del sujeto que provoca la degradación del ámbito civil. Los juicios de condena, que se materializaran en torno a figuras como la de Camilo Torres (y otros sacerdotes que en América Latina optaron por la vía revolucionaria), movilizarán un estigma que desconecta el lazo entre religión, política y conocimiento configurado en diversas experiencias del continente. Para el caso de la literatura escrita en torno a Camilo Torres, la acusación de mesianismo se vinculará constantemente con la idea de un desenfoque y, en el límite, una supresión de la política. La expresión de Gilberto Vieira, máximo dirigente del Partido Comunista de Colombia, será elocuente con respecto a lo primero: en sus palabras, Camilo fue “todo sentimiento y fervor”, por lo cual “le fue imposible unir la pasión revolucionaria al método de análisis objetivo y sereno de la problemática colombiana y mundial” (1966). El juicio de la supresión de la política, que adquirirá todo su esplendor posteriormente, a partir de la década del noventa[xvii], mezclará condescendencia y un sentimiento de angustia ante la pérdida del nombre propio, héroe sacrificado o caudillo desperdiciado (Cfr. Arenas, 1971; Gutiérrez, 1966).

Sin embargo, consideramos más pertinente intentar comprender la transformación en el valor de la violencia, evitando el juicio sobre la decisión individual de Torres que, inscrito dentro del despliegue de las fuerzas sociales, fungiría más bien como un síntoma. Este desplazamiento en el valor de la violencia, creemos promueve una postura afirmativa acerca de la misma, distanciándose de la visión que la presenta como anti-social o disolvente; la potestad para ejercer la violencia deja de ser una cuestión de monopolio del Estado, o una simple tentación mesiánica. Si se inserta la experiencia de Camilo Torres en tensiones sociales y no se circunscribe a sus opciones personales, es posible encontrar algo distinto. Lo que creemos se va tejiendo acá, en cambio, no es un desprecio o sospecha hacia la democracia, contrario a la acusación reiterada por la literatura reciente que historiza las resistencias en Colombia, referente a la participación de los cristianos en la política (Cfr. Archila: 2003; Pizarro: 1995; De la Roche: 1994).

En esa dirección, Michel de Certeau, comentando el papel de la creencia religiosa en el Brasil, va a analizar este proceso del cristianismo en América Latina como un

“compromiso más radical de los cristianos hacia la resistencia o la guerrilla; su primer objetivo no es responder a la violencia por la violencia. Para ellos se trata de ser fieles a una exigencia que ayer se llamaba ´misionera´ y que siempre fue esencial a la fe: rechazar la idolatría, que identifica lo absoluto con una sociedad, una nación con un grupo, el bien común con los intereses de algunos; en consecuencia, inclinarse por la defensa de los eliminados” (De Certeau, [1969a] 165-166)

La crítica a la operación "mistificante" de la religión en América Latina[xviii], se articulaba con aquella desarrollada por intelectuales europeos que intentaban vincular marxismo y cristianismo, evitando valorar este lazo como maldito. Para Roger Garaudy, refiriéndose a las transformaciones conciliares,  “hay que esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para que se empiece –casi siempre con mucha timidez todavía– a tomar conciencia de que es el "espiritualismo" la herejía que ha engendrado los peores divorcios entre la Iglesia y los hombres” (1968: 220).

Para el caso colombiano, dicha crítica retaba miradas predominantes que señalaban una exterioridad esencial entre nuestra moral y formas de organización políticas y económicas críticas con respecto a lo imperante, y en el límite, radicales. En efecto, para el sacerdote jesuita Vicente Andrade, director de la Coordinación Nacional de Acción Social Católica, partícipe en la fundación de la Juventud Obrera Católica (JOC) y en el diseño de la programación del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) en Colombia,

“Hay algo por tanto en la idiosincrasia de nuestros pueblos que los hace rechazar el comunismo… El factor principal es a no dudarlo el fondo cristiano tan profundo que quedó en el continente como consecuencia de la evangelización de España y Portugal por medio de los misioneros. Aunque falto de instrucción más a fondo, el sentido cristiano les hace repeler instintivamente la prédica del odio y la negación de Dios” (Andrade, 1969: 367)

El desplazamiento con respecto a estas posturas se realizó entonces a partir de una “actitud pastoral militante” entendido como una “conversión”, es decir, como “el paso de una vivencia individualista a una viven­cia comunitaria” que provocaría otros modos de lo común. “La conversión misma –afirma el Grupo Golconda– es un acontecimiento comunitario. No es posible sin la acción de los hermanos. Acaece cuando dejamos de actuar, de vivir, de pensar como un "yo", para hacerlo como un "nosotros", en función de la comunidad, no del individuo” (García y Otros, 1969). En esa dirección, de acuerdo con un fragmento utilizado reiteradamente por diversas declaraciones sacerdotales latinoamericanas de la Encíclica Populorum Progressio, “el bien común exige, algunas veces, la expropiación, si por el hecho de su extensión, de su explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta a la población, del daño considerable producido a los intereses del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la prosperidad colectiva” (El uso de la Renta, Número 24).

Esta “conversión”, proponía una producción de lo general que, ligada a un método y a una función determinada del conocimiento, evitara el “carácter negativo y emocional” de la “simple reacción o contra-fuer­za, de contra-cara del sistema y, por consiguiente, igual a él”. Esta apropiación de lo general por parte del margen, proponía entonces una perspectiva en la que “la ciencia se vuelve herramienta de trabajo del hombre del pueblo y la democratización de la cultura deja de ser una enseñanza mínima para las grandes mayorías y se convierte en poner la ciencia al máximo nivel al servicio de todo el pueblo” (García y Otros, 1968, 1969).

La crítica a esta captura de lo común, a la universalización de un punto de vista, implicará para este sector eclesial un desplazamiento en las funciones políticas de la praxis cristiana, y una crítica reiterada al ejercicio “institucionalizado” de autoridades y poderes cuyo fundamento se entraba a cuestionar, definiéndolos incluso como una “guerra subversiva” contra las capas populares, como se expresa en el Mensaje de Obispos del Tercer Mundo (Cfr. Mensaje, 1969)[xix]. Nuevamente, de acuerdo con Michel de Certeau,

“El problema aparece en la forma de los cristianismos 'populares', ubicados durante largo tiempo del lado de la ignorancia…¿Qué es lo que nos ´permite´ decir que los enunciados doctrinales hablan a los letrados o a ciertos medios de alguna cosa más y de algo diferente que de la experiencia particular?...¿no sobrepasaban su derecho cuando, testigos localizados, se consideraban testigos universales, y eso por el solo hecho de ignorar a los otros y limitar la verdad a las redes restringidas de un medio o de una cultura?” (De Certeau, [1969b] 132-133).

Este proceso de producción de lo común, que en palabras de diversos analistas implicará el “desplazamiento del tema del desarrollo, al tema de la liberación” (Gutiérrez, 1969: 10 y 1972: 152; Dussel, 1967: 229), irrumpirá en contravía de posturas provenientes de tendencias europeas de la teología crítica que al ligar desarrollo y paz, planteaban otra mirada sobre el cambio revolucionario[xx] .En efecto, defendiendo la posibilidad de una “revolución no violenta” como estrategia de cambio, desde la influyente Revista Concilium publicada en Europa bajo la dirección de Johannes Baptist Metz se afirmará que, si bien “la ausencia de guerra es sólo un aspecto negativo de la paz. Tampoco puede confundirse la paz con el contenido del mensaje bíblico proclamado por las Iglesias; es, además, el resultado de un esfuerzo técnico especializado”; en definitiva, “parece que sólo hay un camino para contener la violencia, y es promover eficazmente el desarrollo” (Secretariado, 1968: 349, 360).

La postura esgrimida desde América Latina, enfocada en la cuestión de la liberación y por ende distante de una profundización en el proceso de desarrollo tal como había sido concebido hasta entonces, será explicitada por monseñor Guzmán en su ponencia al IX Congreso Latinoamericano de Sociología. En efecto, para este sacerdote,

“Con la segunda Conferencia General, Medellín 1968, al exigir la 'liberación' el episcopado opta por una expresión rotundamente política. Ya no se insiste tanto en lo de 'desarrollo, nuevo nombre de la paz' ni en la 'integración'. Al cargar el acento sobre el vocablo liberación se denuncia una situación de servidumbre que hay que romper, se llama a una lucha, a una acción política en procura de cambios rápidos y profundos. Para decirlo en una palabra: a una revolución” (Guzmán, 1970: 381).

La pregunta que surge entonces, a partir de lo anterior, es si la intersección entre lo religioso, la política (radical) y el conocimiento puede producir otra forma de lo “civil”, no su liquidación. Una de las vías para volver pensable esta posibilidad, por fuera del ansia de un único modo de secularización, emerge en el momento en que se analiza esta sentencia de una morfología unívoca de lo civil desde un prejuicio distinto.

Para ello, intentaremos mostrar algunos trazos históricos, que desbordan la servidumbre de los análisis a la figura del creador, el autor o el caudillo que en su experiencia mística, rehúye a las mediaciones y canales establecidos, y “aptos”, para la acción política. Esto nos lleva a recorrer otros caminos que, perdidos bajo el signo de la anomalía, la excepción o el simple atavismo alojado en el pasado, cuestionan el juicio de lo religioso como una simple práctica invasiva de lo civil; desde esta otra perspectiva, entonces, la violencia exterior a la institución y conectada con prácticas eclesiales,  no sería una simple “consecuencia” de la tentativa irracional –carente de mediaciones–,  de un sujeto soberano que la desencadena.

2.2. Escatología y política: ¿ruinas de lo civil?

Posteriormente a la experiencia de Camilo Torres, hacia  finales de la década del sesenta, la teología de la liberación recurrirá a la idea de “escatología” para intentar pensar una relación distinta entre la religión y la política en América Latina, a partir de un diagnóstico compartido en torno a la necesidad de cambios drásticos a nivel socioeconómico. Esta escatología ya no será de acuerdo con Gustavo Gutiérrez, una “ruptura de la fe cristiana con los poderes de este mundo o un pesimismo histórico” que lleva a la parálisis. Tampoco será “una evasión de la historia, sino que tiene una clara y enérgica incidencia en lo político, en la praxis social” (Gutiérrez, 1972: 278). Dicha “escatología” establecerá entonces una relación particular con la política, marcará una apertura hacia el futuro, donde según Gutiérrez, la “historia deja de ser un recuerdo”.

De igual manera, la alianza entre escatología y política criticará el “llamado” a la élite, a través de la “compasión” presente en Encíclicas como la Populorum Progressio  (Cfr. Gutiérrez, 1972: 65)[xxi]. Ahí va a radicar parte de la distancia de América Latina con respecto al marco establecido por el Concilio Vaticano II, evitando acudir a la benevolencia de la élite o a una visión cándida acerca del conflicto social[xxii]. Al respecto, la II Conferencia de Obispos realizada en Medellín afirmará que

“Por lo tanto les hacemos un llamamiento urgente a fin de que no se valgan de la posición pacífica de la Iglesia para oponerse, pasiva o activamente, a las transformaciones profundas que son necesarias. Si se retienen celosamente sus privilegios y, sobre todo, si los defienden empleando ellos mismos medios violentos, se hacen responsables ante la historia de provocar ´las revoluciones explosivas de la desesperación´. De su actitud depende, pues, en gran parte el porvenir pacífico de los países de América Latina” (Mensaje a los Pueblos de América Latina, 1968).

El agotamiento en el “llamado” a la conciencia de la élite, creemos, se convertirá no en una postura aislada o simple fisura institucional sino que se va a traducir, en su confluencia con posturas provenientes del campo del conocimiento y la acción política, en un procedimiento por medio del cual se intentó propiciar la instauración de un mecanismo de producción de lo común, disímil al movilizado desde el esquema liberal democrático.

Para el caso de las prácticas cristianas señaladas, ligadas a las prácticas desplegadas a la luz de la teología de la liberación, este mecanismo abrió el espacio para la apropiación y el uso de la violencia como posibilidad “digna” de praxis por fuera de la institución. La crítica esgrimida desde el ámbito religioso intentó instalar la práctica cristiana por fuera de la clemencia, en una concepción en la que el individuo “es sujeto de su liberación y no objeto de caridad” o de la atención pastoral. Este desplazamiento, va a ligarse a una nueva composición de la praxis política radical, y por ende, a una nueva valoración de la violencia.

Ejemplo de ello es el llamamiento de 900 sacerdotes del continente denominado “América Latina, Continente de Violencia”, a “que en la consideración del problema de la violencia se evite por todos los medios equiparar o confundir la violencia injusta de los opresores que sostienen este 'nefasto sistema' con la justa violencia de los oprimidos que se ven obligados a recurrir a ella para lograr su liberación” (América, 1969: 106).  Esta revaloración hecha por una parte del sector eclesial, tendrá su expresión más acabada en la formulación de la Teología de la Liberación, que sostiene que “en la medida en que se toma conciencia de la situación de violencia existente y legalizada, la cuestión de la contraviolencia abandona el plano de los criterios éticos abstractos para colocarse en forma más resuelta en el de la eficacia política” (Gutiérrez, 1972: 139)[xxiii].

En ese sentido, estas posiciones no son sólo actuaron como disidencias que apuntaban a fisurar la institución (eclesial), operando como anomalías, accidentes o deformaciones de los fines de la misma; antes que situaciones aisladas, este tipo de posturas harán entrar en resonancia a las prácticas cristianas con prácticas de conocimiento instaladas en el afuera de la institución, sin estar mediadas por una concesión otorgada a partir de la potestad del Estado.

En efecto, esta postura se entrelazaba con apuestas que desde la idea de compromiso, movilizaban por fuera de la institución académica una práctica de conocimiento que articula una crítica al desarrollismo desde la periferia, a través de planteamientos como los esgrimidos desde la Teoría de la Dependencia. De acuerdo con las declaraciones de la Fundación Rosca, experiencia pionera de la Investigación Acción-Participación (IAP) conformada fuera de la academia a partir de 1970, el método y la orientación científica ya no “serían más trompetas apocalípticas para despertar a las clases dirigentes e  inducirlas a ser más responsables –una actitud moralista–; ni permitirían su utilización para que las clases dirigentes se perpetuaran en el poder mediante cambios dosificados y virajes calculados "científicamente" –una actitud conscientemente comprometida con el sistema–” (Fals y otros, 1972: 21).

Este conocimiento, que se sitúa explícitamente en la vinculación entre pensamiento y praxis envuelta en la experiencia de Camilo Torres Restrepo (Cfr. Fals Borda, 1967a ,b) recogerá, al igual que lo hará la praxis desplegada por el colectivo Golconda, los planteamientos esgrimidos por Torres a propósito del lugar del conocimiento en el proceso político. Estas posiciones, que impregnaron una de las direcciones tomadas por el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia durante la década del sesenta, redundarán en la toma de partido por un conocimiento tendiente a fortalecer los movimientos populares y la política radical [xxiv].

En esa vía, la figura de Camilo Torres Restrepo será recordada por Fals Borda en el discurso inaugural del II Congreso Nacional de Sociología en agosto de 1967, a manera de “homenaje de agradecimiento”. Refiriéndose al período de fundación de la Facultad de Sociología, en sus palabras “el Padre Torres encabezó el movimiento de independencia intelectual de aquel entonces, no sólo respecto a la herencia teórica y un poco superficial que habíamos recibido, sino en relación con la orientación de la labor científica, que había de dirigirse más y más hacia la problemática colombiana” (Discurso, 1967).  De igual modo, en las páginas iniciales del libro La Subversión en Colombia, mencionado anteriormente, Fals afirma que “la influencia intelectual y personal del Padre Torres ha sido y seguirá siendo importante. Fue el tipo de subversor moral, de los que abren trocha nueva. Por eso, el dedicarle este libro es no solo un acto de amistad, sino uno de justo reconocimiento a su contribución para entender el sentido de la época en que nos ha tocado vivir” (Prólogo, 1967: XXII).

De esta manera, se invierte la fórmula privilegiada bajo la estrategia del desarrollo. Si antes la técnica fungía como precedente y mecanismo desencadenante del bienestar, ahora se da paso a un proceso revolucionario como factor que permite el despliegue acertado de lo técnico, en aras de conformar un nuevo orden social; al respecto Camilo Torres había afirmado, en 1965, que “las soluciones técnicas y eficaces no se logran sin una revolución”. Esta conformación del orden, es nuestra hipótesis, se estructuraría a partir de otro modo de lo civil, configurando una morfología que efectuó una inversión en los modos de hacer y decir hasta entonces predominantes.

Siguiendo la introducción a la primera compilación de escritos de Torres en 1970, es en el paso o pasaje “del templo a la nación” encarnado en Camilo Torres, donde se articula una praxis que representa un “desafío” a “toda la sociedad liberal que considera que las soluciones se dan en la contemplación y el conocimiento de los problemas” (1972:15, 24). La propuesta es, entonces, analizar este pasaje a partir de la relación delineada entre escatología y política desde un ángulo distinto al predominante. De acuerdo con la lectura convencional, esta articulación prefiguraría, no sólo el rompimiento del lazo social, sino que habilitaría la posibilidad misma de usurpación de lo laico y la desestabilización del modelo democrático.

Esta articulación, que toma distancia de la confianza del cambio social en el reformismo de las élites, será presentada entonces como manifestación de un éxtasis cristiano tendiente al mesianismo, que opera como anuncio del fin del tiempo de lo civil. De esta manera, adquirirían primacía formas de la política como el caudillismo y el personalismo, como expresión de un particularismo; de ahí, por ejemplo, el continuo ataque al “voluntarismo” y precaria serenidad que distintos análisis atribuyen a la acción de Camilo Torres, como expresión límite del sacrificio[xxv].

A la luz de lo anterior, la pregunta que surge es, si la relación conocimiento-religión y política materializada en la década del sesenta, permite establecer otra perspectiva por fuera de la visión de la violencia como una simple tentación totalitaria del sujeto. Para ello, habría que enfrentar una mirada que pueda atravesar la obsesión por la secularización, y la asimilación de la ley con la paz, y plantearse si al distanciarnos de la cuestión religiosa como una especie de supresión de la política, es posible abordar la cuestión de la violencia desde otro lugar.

Para arriesgar esa lectura, acudimos entonces a una perspectiva que permita problematizar el ejercicio extra-institucional de la violencia desde un valor diferente. Una posible vía, es la relectura que realiza Michel Foucault en una serie de conferencias dictadas hacia finales de la década del setenta acerca del uso de la violencia, justamente en el cruce entre escatología y política. Este autor, va a identificar una “escatología revolucionaria”, como forma de “contraconducta” que atravesó los siglos XIX y XX relacionada, precisamente, con prácticas del pastorado cristiano. Afirma entonces que

“debe haber un momento en que la población, en su ruptura con todos los lazos de obediencia, tenga efectivamente el derecho, en términos no jurídicos sino de derechos esenciales y fundamentales, de romper los vínculos de obediencia que pueda mantener con el Estado y levantarse contra él para decir: esas reglas de obediencia deben ser reemplazadas por mi ley, la ley de mis exigencias… Escatología, por consiguiente, que adoptará la forma absoluta del derecho a la revuelta, el derecho a la propia revolución” (Foucault, [1977-1978] 2006: 407).

Esta concepción de la violencia, que Foucault deriva de un tipo de saber denominado “historicismo político”, doblegado históricamente por una concepción jurídica e institucional de la verdad, se opondrá al conocimiento que asimila la instauración de la ley con el proceso de pacificación social[xxvi]. Esta otra valoración de la violencia, desde la conexión entre escatología y política, implicaría entonces no una fascinación por lo bárbaro, o una perversión de lo civil. La violencia ejercida por fuera del reglaje institucional, en esta perspectiva, no sería una simple ruptura del derecho, ni un síntoma de un espacio civil deficitario.

Consideramos que en el caso que nos ocupa, es en ese exceso con respecto a la institución, que la relación entre conocimiento, religión y política (radical) pudo operar como mecanismo de subversión de lo social, a partir de otra valoración de la violencia exorbitante con respecto a la medida institucional.  En efecto, de acuerdo con Gustavo Gutiérrez, el desplazamiento que emerge con la Teología de la liberación “permite plantearse los complejos problemas de la contraviolencia sin caer en una moral de dos pesos y dos medidas, que pretende que la violencia es aceptable cuando la utiliza el opresor para mantener el 'orden', y es mala cuando los oprimidos apelan a ella para cambiarlo” (Gutiérrez, 1972: 150).

La captura posterior de esta perturbación, la interiorización de ese exceso con respecto a la institución, procederá por diversos caminos. En efecto, el ulterior cierre de esta posibilidad, su debilitamiento, dependerá de una serie de estrategias de asimilación que promoverán el cambio en el valor de la violencia dentro de la sociedad. Acogiéndonos a lo sugerido anteriormente, esa interiorización no corresponde entonces a una pacificación, sino a un marginación de otros modos posibles de lo laico. Esta captura de modos disímiles de laicidad, será desarrollada por procedimientos que desestructuran (desatan) las relaciones previamente establecidas entre la religión, el conocimiento y la política radical.

La religión actuará entonces como una especie de mecanismo psicológico, sede de la interioridad, cuyo despliegue se encadenará al mesianismo y, en consecuencia fatal, a la tentación –individual e irresistible– de la violencia. El alma y la interioridad encontrarán de nuevo su posibilidad de existencia, su vitalidad y vigor, en los distintos relatos sobre las experiencias que mezclaron conocimiento, religión y política: asistiremos a la restitución del nombre propio. En adelante, entonces, la violencia será vista como una “debilidad” del sujeto, y la revuelta perderá toda dignidad posible.

 

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Notas

[i] Publicado en Santiago Castro-Gómez y Eduardo Restrepo, editores, Genealogías de la Colombianidad. Formaciones Discursivas y Tecnologías de Gobierno en los Siglos XIX y XX. Bogotá: Instituto Pensar, 2008.

[ii] El proyecto se titula “La posibilidad de una moral insurgente: Camilo Torres Restrepo”, desarrollado en la Maestría en Estudios Sociales Contemporáneos del Instituto de Estudios Sociales Contemporáneos (IESCO) de la Universidad Central.

[iii] El corte de inicio que se establece en torno a los textos a trabajar, se circunscribe a aquellos documentos publicados una vez muere Camilo Torres, en su primer combate en la guerrilla del ELN el 15 de febrero de 1966. El cierre de esa delimitación se corresponde con el año 2006, fecha en que se cumplen cuarenta años de su muerte. La documentación incluye libros, artículos de revistas

[iv] En ese sentido, afirma Foucault lo siguiente: “si la relación de fuerza transmite la verdad, ésta, a su vez, actuará, y no se la buscará, en definitiva, sino en la medida en que pueda convertirse efectivamente en un arma en esa relación” (2000).

[v] Foucault entiende por acontecimiento “no una decisión, un tratado, un reino o una batalla-, sino una relación de fuerza que se invierte, un poder que se confisca, un vocabulario recuperado y vuelto contra los que lo utilizan, una dominación que se debilita, se distiende, ella misma se envenena, y otra que surge, disfrazada” (1992a: 48).

[vi] Al respecto, Melo afirma cómo “los historiadores más jóvenes, con pocas excepciones, parecen estarse dejando llevar por las voces atractivas de teorías que harían cada vez más irrelevante a la historia, y alejando el análisis de la búsqueda de interpretaciones amplias sobre problemas centrales de la formación del país… es posible expresar la esperanza de que, frente a la magnitud de los problemas de la sociedad colombiana, la investigación histórica no abandone sus ambiciones explicativas” (2000: 170). Acerca de mantener las “promesas democráticas” de la disciplina histórica ver igualmente Archila (1999: 283).

[vii] En nuestro país, diversos son los trabajos que, franqueando los límites disciplinares de las ciencias sociales, realizan procesos de reescritura del pasado por fuera de la vigilancia de una historia verdadera. Destacamos entre ellos, los de Oscar Saldarriaga y Javier Sáenz (1997) sobre pedagogía, modernidad e infancia en Colombia; los trabajos de Mónica Zuleta y Gisela Daza acerca de la subjetivación de la familia en el capitalismo en el país (2002, 1997); las investigaciones sobre biopolítica colonial y producción de verdad sobre lo latinoamericano de Santiago Castro-Gómez (2005, 1996), así como los últimos trabajos de Renán Silva (2007, 2004). Como “antecedente”, en términos de de constitución de un campo problemático y la apropiación de una perspectiva de pensamiento, se encuentran los trabajos de Roberto Salazar Ramos (1993) y, desde el ángulo historiográfico [histórico], los últimos trabajos de Germán Colmenares (1997).

[viii] “Finally, experiences and doctrines are distinguished according to the priority that they accord either to vision (contemplation) or to the spoken word. This first tendency emphasizes knowledge, the radicality of exile, the unconscious initiations that free one from consciousness, the solitude of silence, and ´spiritual´ communion: such are the ´gnostic´ mystics and the mystics of Eros. The second tendency links the call with a praxis, the message with work and the civic community, the recognition of the absolute with an ethics, and ´wisdom´ with brotherly relationships: such are the mystics of agape” (De Certeau, [1968] 1992: 23-24).

[ix] De acuerdo con Francisco Mosquera, máximo dirigente del MOIR, “las concepciones ideológicas las fuerzas que controlaban al MOEC, y a muchas de las organizaciones que he mencionado [FUAR, JMRL, PC-ML y Frente Unido], eran opuestas al principio de que sólo la clase obrera, en las actuales condiciones históricas, podrá resolver con acierto el problema de la organización y de la lucha de las masas por la independencia nacional y por el logro de las transformaciones democráticas que requiere la sociedad colombiana” (En Valverde y Collazos, 1973: 97).

[x] “En nuestra situación americana, consideramos que tres aportes fundamentales hizo la Revolución Cubana a la mecánica de los movimientos en América; son ellas: Primero: las fuerzas populares pueden ganar una guerra contra el ejército. Segundo: no siempre hay que esperar a que se den todas las condiciones para la revolución; el foco insurreccional puede crearlas. Tercero: en la América subdesarrollada, el terreno de la lucha armada debe ser fundamentalmente el campo” (Guevara, 1983: 174-175).

[xi] Ricardo Sánchez, aludiendo a la caracterización de la revolución hecha por el Partido Comunista como “democrático-burguesa”, eco de la concepción comunista soviética “de frente popular de alianza de todas las fuerzas democráticas contra el facismo”, afirma que “cualquiera que estudie las publicaciones del partido sobre todo cuando toma cuerpo y se conforma, los discursos de sus dirigentes Augusto Durán o Gilberto Vieira, encontrarán siempre esa búsqueda de un sector de la burguesía nacional dispuestos a adelantar las tareas anti-imperiales y anti-feudales que la revolución colombiana exige” (En Valverde y Collazos 1973: 156).

[xii] De acuerdo con René García, sacerdote y figura destacada de Golconda, “Camilo ha dado origen al fuerte movimiento cristiano que hoy se registra en toda América Latina en la acción revolucionaria…Camilo es para nosotros un guía de la acción revolucionaria, como un camino consecuente a seguir en nuestro proceso, que hoy nos llama a la integración que debe darse por una comunicación mayor entre los sectores comprometidos con la lucha general revolucionaria de todo el continente, ya que la unidad de cultura, de modo de producción y de lenguaje en América Latina nos lleva a plantear en común la lucha de nuestros pueblos en la integración de los cristianos con los hombres que luchan por esta misma liberación” (García: 1970).

[xiii] Para Michel de Certeau, “el fracaso de la política del foco ligada a una concepción de la fe cristiana también tuvo como efecto una orientación masiva de la pastoral, de la pedagogía o de la catequesis hacia las ´religiones populares´” ([1968] 1995: 321).

[xiv] En Colombia en particular, la vinculación entre ciencias sociales y fe tuvo diversos desarrollos terrenos como el educativo, entre los que se destaca la del Modelo Educacional Integrado (MEI) movilizado desde el colectivo eclesial disidente Golconda. Al respecto, comenta el sacerdote René García en un análisis retrospectivo sobre esa experiencia, que “una de las tesis era que la educación religiosa se debía dar a la luz del proceso científico, pero monseñor Alfonso López decía que el asunto debía ser al contrario: ajustar los procesos de la ciencia a la fe” (Entrevista con René García en J.D Restrepo, 1995: 138).

[xv] Al respecto puede ser ilustrativa la afirmación del sacerdote colombiano Germán Guzmán, al analizar la transformación de la estructura eclesial y el fenómeno de los “curas rebeldes”. Afirma el sacerdote que “el cambio social en nuestro continente parte de esta premisa fundamental: América Latina, al menos en la mayoría de sus naciones, debe pasar por una revolución política y social fundamental” (Guzmán, 1970: 367).

[xvi]Al hablar de una situación de injusticia nos referimos a aquellas realidades que expresan una situación de pecado”. Igualmente, al referirse a la implantación de modelos económicos externos sobre América Latina, afirma la declaración de Obispos den Medellín que “esta falta de adaptación a la idiosincrasia y a las posibilidades de nuestra población, origina, a su vez, una frecuente inestabilidad política y la consolidación de instituciones puramente formales. A todo ello debe agregarse la falta de solidaridad, que lleva, en el plano individual y social, a cometer verdaderos pecados, cuya cristalización aparece evidente en las estructuras injustas que caracterizan la situación de América Latina” (Sección I. Hechos, Numeral 2; II Paz, Numeral 1).

[xvii] Dicho juicio encuentra en las declaraciones de Walter Broderick, biógrafo reconocido de Camilo Torres y exsacerdote cercano a la experiencia de Golconda,  un uso sintomático dentro de la literatura a lo largo de distintas décadas. Al comentar la vinculación de Torres a la insurgencia, Broderick comenta en forma retrospectiva que “Camilo renuncia a la complejidad de la política, con todas sus negociaciones y componendas entre un grupo y otro, con relaciones de poder y fuerza. Camilo no aguantaba eso más de cinco minutos. Cuando empezó su Frente Unido, ya estaba mirando por donde meterse al monte, porque eso significaba simplificar. Camilo fue en cierta forma el rechazo a la política. Creo importante tener en mente que Camilo, en ese sentido, hizo mucho daño,  porque rechazó la cuestión política por algo romántico, heroico, de buenos contra malos” (Broderick, 2001: 35-36).

[xviii] En esa vía, la declaración del “II Encuentro del Grupo Sacerdotal Golconda” declarará que  “el poder político surgió como tutor y promotor de ese sistema de privilegios, que la Constitución Nacional vino a justificar. La Iglesia, por su parte, lo sacralizó, como si tuviera la expresión inequívoca de la voluntad de Dios” (Diciembre de 1968). Al respecto, el sacerdote Germán Guzmán señalará igualmente que “la acción de la iglesia ha socializado en América Latina formas culturales de carácter mágico religioso sin que lograra generalizar en la comunidad una mentalidad y una praxis auténticamente cristianas” (Guzmán, 1970: 359).

[xix] La declaración de 18 obispos de Brasil, Argelia, Egipto, Oceanía, Yugoslavia, Líbano, Laos e Indonesia de en 1967, es enfática al respecto: “No es suficiente que estos derechos sean reconocidos por as leyes. Estas leyes deben ser aplicadas y corresponde a los gobiernos ejercer sus poderes en este terreno para servicio de los trabajadores y los pobres. Los gobiernos deben abocarse a hacer cesar esa lucha de clases que, contrariamente a lo que de ordinario se sostiene, han desencadenado los ricos con frecuencia y continúan realizando contra los trabajadores, explotándolos con salarios insuficientes y condiciones inhumanas de trabajo. Es una guerra subversiva que desde hace mucho tiempo lleva a cabo taimadamente el dinero a través del mundo, masacrando a pueblos enteros” (Mensaje, 1969: 28).

[xx] De todos modos, esta postura reconocía que “por otra parte, si la paz tiene algo que ver con el desarrollo, será preciso admitir que, particularmente en Sudamérica y en el tercer mundo, la situación es tal que el orden establecido constituye un obstáculo permanente para el desarrollo y que, al parecer, sólo puede ser superado por medio de una revolución. De ahí el gran interés que la revolución ha despertado en esos países, incluso en los ambientes teológicos” (Secretariado, 1968: 358-359).

[xxi] De acuerdo con el numeral 83 de la Encíclica Populorum Progressio“Hombres de buena voluntad”, se afirma que  “finalmente, nos dirigimos a todos los hombres de buena voluntad conscientes de que el camino de la paz pasa por el desarrollo. Delegados en las instituciones internacionales, hombres de Estado, publicistas, educadores, todos, cada uno en vuestro sitio, vosotros sois los conductores de un mundo nuevo”.

[xxii] Criticando los límites del Concilio Vaticano II, Francois Houtart afirmará que “la dimensión conflictual de la existencia humana sólo es abordada de manera marginal y tomada en consideración únicamente en aquellos capítulos que merecieron las acerbas críticas de la minoría que reprochaba a la Gadium et spes su optimismo fácil” (Houtart, 1968: 484).

[xxiii] En una vía similar, Roger Garaudy comenta: “¿De qué aplastamiento físico y espiritual del hombre no se haría hoy cómplice quien predicase la pasividad y la ´no violencia´ en América Latina, donde centenares de miles de hambrientos caen por las carreteras, en los Andes o en la Amazonia como en la India Colonial? Jamás se nos da a elegir entre la violencia o la no violencia. Siempre hay que decidirse entre dos violencias y nadie está en condiciones de dispensarnos de la responsabilidad concreta de determinar en cada caso dónde está la violencia menor y la más fecunda para la expansión del hombre. Digámoslo de una vez: condenar la violencia momentánea del esclavo que se subleva es tanto como hacerse cómplice de la violencia permanente y silenciosa de quien la tiene encadenado…si, pues, ella [la Iglesia] acepta que un cristiano, un sacerdote incluso, puede empuñar las armas y participar en las violencias de una guerra nacional, ¿ en nombre de qué principio de ´no violencia´ podría prohibirle participar en una lucha social o en una revolución, a no ser que se condenen no los medios, sino los fines?” (Garaudy, 1968: 227-228).

[xxiv] La descripción de esta orientación del programa de Sociología de la Universidad Nacional y su conexión con los movimientos populares a través de la idea de compromiso, que hemos llamado “dirección pragmática”, se encuentra en Zuleta y Sánchez (2007).

[xxv] En esa vía, el jesuita Vicente Andrade comenta que “su talento fácil más bien que profundo hizo que no se le hiciera tomar una formación filosófica a fondo… y fue enviado a estudios de especialización en Lovaina, centro de agitación ideológica, impropio para quienes no tienen muy acendradas las bases de su estructuración mental”. Añade además cómo, del “fracaso de Camilo Torres”, “el único responsable es él, con su idiosincrasia soñadora, con su sugestionabilidad por la adulación y la popularidad, por haber descuidado su formación filosófica y teológica” (Andrade, 1966: 179).

[xxvi] Afirma Foucault que “ley, poder y gobierno son la guerra, la guerra de unos contra otros. La rebelión, por tanto, no va a ser la ruptura de un sistema pacífico de leyes por una causa cualquiera” (2000: 106).

Alejandro Sánchez Lopera
Actualizado, junio 2010

 

© José Luis Gómez-Martínez
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