Alejandro
Sánchez Lopera
"La
posibilidad de una moral insurgente:
Camilo Torres Restrepo"[i]
1.
Construir un yo por fuera del origen: la muerte del alma
Camilo Torres
(1929-1966) presentado en la literatura como “científico”,
co-fundador del primer programa disciplinar de sociología en
América Latina; Camilo, “revolucionario”, combatiente de la
guerrilla foquista del Ejército de Liberación Nacional (ELN);
Camilo Torres, “sacerdote”, figura decisiva en la dinámica de
los movimientos eclesiales contestatarios de Centro y Suramérica
desde mediados del siglo XX. El despliegue de su acción al
interior de diferentes instituciones (Estado, Universidad,
Iglesia) y en diversos ámbitos como la ciencia y la praxis
política revolucionaria, ha sido estudiado desde diferentes
ángulos; diversas son las formas en que se ha relatado su
historia, en que se le ha dotado de un pasado.
El presente texto
intenta problematizar, por fuera de la ansiedad por retratar un
“yo”, la experiencia del sacerdote y sociólogo
colombiano, muerto en combate en las filas del Ejército de
Liberación Nacional en 1966. En ese sentido, como parte de un
proyecto de investigación más amplio[ii],
avanza una reflexión sobre la literatura académica producida en
torno a Torres Restrepo que no describe la veracidad o falsedad
de los juicios de los distintos autores de los documentos. A
contravía de esto, analiza las fuerzas sociales implicadas en la
emergencia del enunciado de la revolución como algo posible en
la década del sesenta, en donde Camilo
Torres, sería entonces un síntoma, no un simple
accidente, anomalía, o encarnación de una subjetividad heroica o
nombre propio[iii].
Como punto de partida,
se observa que la literatura referida a Camilo Torres comparte
tres rasgos fundamentales. En primer lugar, una perspectiva
acumulativa de lo que “se sabe” en torno a Torres, que intenta
llenar vacíos o insuficiencias para configurar un perfil
comprehensivo de este. En segunda instancia, la búsqueda de
coherencia retrospectiva al analizar la experiencia de Torres,
proyectando categorías de análisis del presente sobre el pasado
entendiendo dicha experiencia como “fracaso”, “desviación”,
“desperdicio” e incluso “traición”; aquí se moviliza un
anacronismo que postula una perversión o corrupción con
respecto a una esencia inscrita en el interior de la
subjetividad o un "núcleo de interioridad".
Finalmente, la
literatura revisada persigue, por medio de la “pesquisa” de
circunstancias que otorguen coherencia a sus pensamientos y
actos, la construcción de la figura del “creador” (lo cual nos
remite a ejercicios de historia de las ideas) o del “héroe” (que
apunta a estudios biográficos de corte cronológico).
Presentándolo como "excepción",
desconectado de todas las relaciones sociales que lo hicieron
posible, consideramos que el grueso de la literatura traza la
agonía del caudillo, celebrando el ritual de inscripción de un
“yo” (caudillo, científico, héroe, mártir) en el modo de vida
liberal.
En suma, se trata de un duelo por
componer, de la manera más fidedigna, la historia de un alma.
Este texto plantea una
alternativa acerca de cómo interrogar el material de otro modo,
para intentar provocar o conformar otras relaciones, que no
restituyeran un “yo” o una interioridad, sino poder establecer
algunas tensiones que den cuenta de las fuerzas sociales capaces
de producir la experiencia de Camilo Torres. Se trata entonces,
desde nuestra perspectiva, de diagramar
parte de las fuerzas que la hicieron posible, las fuerzas que
con posterioridad la actualizan, y los efectos de esa
experiencia en relaciones de fuerzas venideras pues, como se
pregunta Michel Serres, “¿es posible concebir un objeto al
margen de las relaciones de fuerza?” (1994: 157).
Poder instalar la
experiencia de Camilo Torres en una serie de tensiones sociales,
en un cruce de relaciones, supone el distanciarse de conjunto de
obsesiones que atraviesan el conjunto de esa literatura. La
principal de ellas, que será la que se retará en este escrito,
es el deseo insaciable por la conversión secular de nuestra
sociedad, intentando suprimir cualquier vestigio religioso a
través de la homologación de la creencia y la mística con el
dogma y el milenarismo.
De esta manera, la
literatura académica escrita a lo largo de las décadas efectúa
distintos ejercicios de retrospección y anacronismo, proyectando
los valores de su respectivo presente en el pasado que analiza;
uno de los efectos fundamentales de estos ejercicios, que recae
sobre la cuestión religiosa al tratar de borrar su huella o
exponer sus ´peligros´, es el debilitamiento del vigor de
prácticas cristianas que, en conexión con otras fuerzas
sociales, configuraron prácticas insumisas con respecto a lo
predominante.
La intención, sin
embargo, antes que un balance, un estado del arte o una especie
de historiografía de la producción bibliográfica sobre Camilo
Torres, obedece a otras coordenadas. No corresponde a una
historia del ELN (historia de organizaciones o historia de la
milicia); ni un relato de Torres desde la historia de la ciencia
(internalista o externalista, historia del error y su corrección
a través de la verdad), ni una historiografía desde la teología
(historia sacra o monumental); mucho menos una lectura que
provea una historia al caudillo (épica, fundacional,
hagiográfica).
La apuesta tampoco se
dirige a realizar una evaluación del rigor de los textos
producidos en torno a Torres, el acertado tratamiento de las
fuentes, o el grado de adecuación entre teorías, conceptos y
material empírico. No se trata, entonces, de una crítica de
historiador profesional. Pero sí de una inquietud en torno a la
relación que esos estudios establecen con el pasado, con las
formas de producción de la memoria ahí inscritas, y al tiempo se
refiere a la relación que se puede establecer con el material
histórico por fuera del feudo disciplinar.
Se trata, entonces, de
escribir un relato en torno a la experiencia de Camilo Torres, a
través de un uso genealógico de la historia tal como se
desprende de la propuesta de Michel Foucault, especialmente en
la lectura que elabora sobre Friedrich Nietzsche (2000;
1992a;1992b, 1982). Por fuera entonces de una historia de las
ciencias, de las instituciones, y de una taxonomía de los
valores, la perspectiva defendida intenta establecer siguiendo a
Foucault, las relaciones entre un dominio (ciencia), una
estructura (política) y unas prácticas (moral), que no apunta al
juicio sobre la veracidad de unos contenidos en los textos
estudiados, sino al discernimiento de una estrategia de
producción de la verdad que estos movilizan.
Es necesario aclarar que
este análisis de la verdad no remite al
develamiento de ideas mistificadas, la denuncia de una
conciencia deformada, o a la visibilización de los efectos de un
poder inconfeso y oculto –el final de la ilusión-, como tal vez
quisiera una crítica de la ideología; tampoco consiste en
retratar una historia de simulacros o engaños, a la manera una
historia desviada que, traicionada en el intento de consumar su
finalidad, impide que alcancemos el origen, la verdad revelada
del texto, del autor, o de la historia misma. Es decir que se
entiende por verdad, “no las proposiciones verdaderas a
descubrir o aceptar, sino el conjunto de reglas que permiten
decir y reconocer las proposiciones tenidas por verdaderas” (Veyne,
1987).
En ese sentido para
nuestro caso, siguiendo las indicaciones de Foucault, la
pregunta no sería cuál es la verdad en la historia de
Camilo Torres Restrepo, sino cuál es la historia de esa
verdad que se intenta construir en torno a él. Por ese
motivo, el uso de los textos no se remite a un análisis
lingüístico (semántico, sintáctico, lógico-proposicional) ni a
un análisis de un contenido, sino al desciframiento de las
distintas morales que pueblan los textos, los distintos valores
de la verdad que los habitan. Es decir, acogemos la idea
referente a que el discurso implica una apropiación, el
despliegue de una fuerza, un avasallamiento; en suma, comporta
una materialidad: “es necesario –comenta Foucault- concebir el
discurso como una violencia que hacemos a las cosas, en todo
caso como una práctica que les imponemos” (Foucault, 1992b: 45).
En esa dirección, la
genealogía no remite al develamiento paulatino en los textos de
un sentido oculto, esencial o primario, al diseño de escalas de
validez de las afirmaciones contenidas en ellos, o al balance de
aquello que se sabe en torno a algo. Siguiendo la
reflexión propuesta por Paul Veyne (1984), no se trata de
observar el objeto y decir lo que se sabe acerca de él, sino que
tiene que ver con lo que podemos saber, en un momento
determinado, sobre ese objeto.
Desde nuestra postura,
lo anterior implica que la pregunta no es qué se sabe,
sino qué es posible saber actualmente acerca de Camilo
Torres, lo cual lo ubica por fuera de los marcos de la
historiografía tal como se ha planteado comúnmente en nuestro
medio (Cfr. Tovar, 1994; Bejarano, 1997). De lo que se
trata entonces es de componer la historia de una serie de
interpretaciones, análisis que desborda la lógica
autoreferencial e interna del discurso, para intentar dar cuenta
de los mecanismos capaces de configurar una experiencia como la
de Camilo Torres, qué procedimientos sociales dieron pie al
desarrollo de esa trama.
Liberar la semántica
infinita, atender a las categorías de significante y significado
y plegarse a su tentación de erigirse en unidades despóticas es,
en palabras de Deleuze, revitalizar “formas de restaurar la
interioridad del texto”. Las palabras no significan nada, sólo
existen fuerzas exteriores que las hacen funcionar o estallar,
sólo existe el texto como un campo de exterioridad donde
combaten morales, afectos, cuerpos, ya que el texto es
simplemente “un pequeño engranaje de una práctica extratextual”.
Se trata, entonces, “de averiguar para qué sirve [el texto] en
la práctica extratextual que [lo] prolonga” (Cfr.
Deleuze, 2005: 326; 331).
De manera que la apuesta
no apunta sólo a escribir otra versión de la historia de Camilo
Torres; al mismo tiempo, es una historia de quienes han
escrito la historia de Camilo; historia de historiadores, de
biógrafos, de militantes, de monjes, que al escribir la historia
sobre Torres escriben la historia de sí mismos, y de sus
colectivos. Este análisis, que evita la tentación de contribuir
a incrementar el conocimiento que se tiene del yo,
precisa para llevarse a cabo de una determinada estrategia de
lectura y una concepción particular del material a trabajar.
Más allá de entender los
textos como expresión de la conciencia de una interioridad
(autor, creador) se trata de, en el proceso de elaborar la
fuente, discernir qué dan por hecho o evidente, y cómo en los
textos se configuran determinados objetos naturales que
aglutinan prácticas heterogéneas, así como producen datos
que prescinden de sus condiciones de emergencia. Bajo esta
perspectiva los relatos unifican procesos sociales dispersos,
coagulan prácticas dispares y, otorgándoles una historia,
les imprimen e imputan coherencia, secuencia y sobre todo,
inteligibilidad.
En esa dirección, a
partir del desplazamiento de la posición de la historia con
respecto al documento y la transformación experimentada en el
manejo de las fuentes, “se atribuye como tarea primordial, no el
interpretarlo, ni tampoco determinar si es veraz y cuál sea su
valor expresivo, sino trabajarlo desde el interior y elaborarlo.
La historia lo organiza, lo recorta, lo distribuye, lo ordena,
lo reparte en niveles, establece series” (Foucault, 2001: 10).
En esa misma vía, la mirada sobre el material apunta a que los
“hechos” relatados pierdan su presunto carácter transparente (a
la manera de una historia especular), de autovalidación, ya que
lo que se pretende rastrear son el conjunto de prácticas
sociales de las cuales esos “hechos”, de acuerdo con la lectura
que sugiere Paul Veyne (1984), son una simple proyección y
objetivación.
Recrear aquello que
acatan o aceptan quienes escriben las historias, establecer el
“momento dogmático” y la moral que vehiculan en sus textos,
permite descifrar la forma en que se suprimen las múltiples
luchas, los enfrentamientos y las fuerzas que se disputan la
dirección de los procesos sociales; de alguna manera, los textos
a analizar se presentan como estrategias que intentan
estabilizar la proliferación de dichas fuerzas sociales. Por
eso, desde la propuesta de Foucault, el análisis de los textos
indagará por los vínculos fundamentales que el discurso
establece entre relaciones de fuerza y relaciones de verdad, en
la articulación de los tres ámbitos mencionados anteriormente de
ciencia, política y moral[iv].
El retrato de ese
escenario en el que se despliegan las fuerzas, es uno de los
objetos de análisis que interesan al uso genealógico de la
historia, lo cual circunscribe una de las apuestas de este
texto. Foucault (1992a) llamará a la trama constitutiva de ese
enfrentamiento, al diagrama de esas fuerzas que irrumpen y
aparecen, precisamente, emergencia. Lejos de preguntarse
por el origen la emergencia, entonces, designa un terreno
de lucha, el lugar del enfrentamiento de las fuerzas por la
imposición de verdades, ya que “las tramas que relata son la
historia de las prácticas en que los hombres han visto verdades
y de sus luchas en torno a esas verdades” (Veyne, 1984: 237).
Así mismo, observamos
cómo al amparo de distintasfunciones que varían en el tiempo, como la de
“sacerdote”, “político”, “revolucionario”, “humanista”
“caudillo”, entre otras, se le otorgan cualidades o propiedades
a Camilo Torres desdibujando las fuerzas sociales en las que
este se instala: visionario, ingenuo, víctima, altruista. Esta
serie de “imágenes” y cualidades, que fungen como ilusiones
naturales (Veyne) útiles y aptas para atrapar prácticas
dispersas, heterogéneas, son las que nos abren al segundo nivel
de análisis que describe Foucault, que corresponde al otro
objeto de la genealogía: la procedencia.
En efecto, teñidas de un
carácter épico y voluntarista, la tentación de unidad que permea
las versiones sobre Torres efectúan una liturgia de la
unificación que generalmente produce escritos de carácter
biográfico, que implican un juicio apologético o descalificador
sobre éste. A este tipo de rituales de unificación, el uso
genealógico de la historia opone justamente el análisis de la
procedencia, que evita factores explicativos unívocos o
principios soberanos desencadenantes que apunten a restituir de
manera fidedigna la unidad de una época, de una mentalidad y en
nuestro caso, de un yo o una interioridad. “No se trata –
comenta Foucault– de encontrar en un individuo, un sentimiento o
una idea, los caracteres genéricos que permiten asimilarlo a
otros”, al contrario, “la procedencia permite también
reconocer bajo el aspecto único de un carácter, o de un
concepto, la proliferación de acontecimientos a través de los
cuales (gracias a los cuales, contra los cuales) se han formado”
(1992a: 25, 26-27)[v].
De esta manera, los
relatos y las versiones escritas alrededor de Camilo Torres, se
revelan entonces como estrategias de captura y unificación de
prácticas múltiples; en ese sentido, son valoraciones, fuerzas
en lucha por la primacía, por imponer una interpretación
determinada al proceso. En esa dirección, no se trata de una
comparación entre versiones más o menos fidedignas sobre la
historia de un alma, o entre perspectivas convencionales
enfrentadas a otras inéditas cuyo grado de certeza determinará
la plausibilidad o aceptación de su explicación; se trata más
bien, de un proceso de enfrentamiento, pues “el discurso no es
simplemente aquello que traduce las luchas o los sistemas de
dominación, sino aquello por lo que, y por medio de lo cual se
lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse” (Foucault,
1992b: 13).
Lo anterior sugiere que
no estamos ante versiones que toman por asalto un núcleo o una
interioridad verídica (una verdad en la historia del yo),
o ante la enunciación de un sujeto, sino ante procedimientos de
sojuzgamiento que tienden a imponer un determinado modo de vida.
Es decir que los textos a estudiar no se vislumbran constituidos
de significados que denotan un sentido, sino que conforman modos
de poblar el mundo que intentan prevalecer sobre otros,
constituyen fuerzas en ejercicio que tienden a doblegar y
apropiarse de las demás, razón por la cual la estrategia de este
texto radica en realizar una disección. En esta vía, como
afirma Foucault,
“si interpretar
fuera sacar lentamente a la luz una significación enterrada
en el origen, sólo la metafísica podría interpretar el
devenir de la humanidad. Pero si interpretar es apropiarse,
violenta o subrepticiamente, de un sistema de reglas que en
sí mismo no tiene significación esencial, e imponerle una
dirección, plegarlo a una nueva voluntad, hacerlo entrar en
otro juego y someterlo a reglas secundarias, entonces el
devenir de la humanidad consiste en una serie de
interpretaciones. Y la genealogía debe ser su historia:
historia de las morales, de los ideales de los conceptos
metafísicos, historia del concepto de libertad o de la vida
ascética, como emergencia de interpretaciones diferentes”
(1992a: 41- 42).
1.1 La
disección de la verdad
Escribir la historia de
esa serie de interpretaciones, realizar su disección, es un
ejercicio que sin embargo, ha tenido diversas críticas en
nuestro medio. En efecto, bajo la rúbrica de “posmodernidad”, se
han condensado una serie de estudios que tienen por objeto de
análisis las prácticas sociales, que algunos autores engloban
bajo el ambiguo término de “cultura” como ámbito donde se
despliegan imaginarios, ideas, mentalidades, representaciones y
hábitos. Entendidos como un ataque al humanismo, de acuerdo con
estos autores dichos estudios son portadores de heridas con
desenlaces que no se pueden prever y efectos inesperados y
perversos tanto sobre la disciplina de la historia como sobre el
campo de lo social. De igual modo, independientemente del lugar
desde donde se elabora la perspectiva, las críticas al llamado
“desafío posmoderno” comparten la imputación al conocimiento de
una modalidad o función, asignándole un valor determinado y una
finalidad específica.
En efecto, por un lado
esta crítica hecha en defensa del “racionalismo ilustrado” (tal
como lo nombra Jesús Antonio Bejarano), al tiempo que conecta la
producción de conocimiento “posmoderno” con un desinterés y en
el límite, un rechazo de “la política”, le otorga al
conocimiento una característica incremental y acumulativa; por
el otro lado, presenta las nuevas perspectivas, centradas según
estos autores en el término de “cultura”, como desarrollos
incipientes y embrionarios, cuyo impacto es finalmente evaluado
a la luz de su afinidad con respecto al modelo liberal
democrático.
En este sentido, es
posible identificar dos riesgos que señalan los autores. Uno de
ellos es que tras ser presa del llamado giro lingüístico,
es posible según esa mirada que dichos estudios adopten el “todo
vale”, acogiendo cualquier tema, postura, cualquier afirmación,
desvirtuando así las tareas democráticas de la historia al
abogar por un “nihilismo cognitivo”, quebrantando de esta forma
su compromiso o su acuerdo tácito con el ámbito político de
corte liberal y humanista (Cfr. Bejarano, 1997: 286;
Melo, 2000: 154-155; 170; Archila, 1999: 257)[vi].
Por otro lado, existe
una crítica frontal a la pertinencia para nuestro medio de una
serie de estudios que, abandonando las pretensiones sistemáticas
de la historia disciplinar, hacen imposible la relación entre
pasado y verdad al inhabilitar los intentos de producir formas
verídicas de reconstrucción del pasado. Entendido como un
proceso de adopción por parte de jóvenes historiadores de una
moda y jerga extrañas, estos análisis se presentan como presas
de un procedimiento de “importación” –el término es de Jorge
Orlando Melo–, que desactiva el nexo de la historia con los
compromisos de transformación social cayendo en una parálisis
que denominan “histeria subjetiva”. En ese sentido, para
Mauricio Archila por ejemplo, “el posmodernismo se va
perfilando, entonces, como un movimiento cultural escéptico,
sino pesimista, que duda de todo sin cuestionar a fondo la
sociedad vigente […] El posmodernismo es, en síntesis, un
nihilismo teórico combinado con un conformismo práctico” (1999:
263).
Para objeto de nuestra
apuesta, más que la veracidad, validez o ambigüedad de esas
afirmaciones, nos interesa observar cómo estas imputaciones
habilitan el ingreso o más precisamente la inscripción de esa
literatura en el ámbito de las relaciones entre conocimiento y
moral. En esa vía, a diferencia de los juicios esgrimidos en los
balances historiográficos mencionados, para nosotros el problema
no es evaluar si resulta positivo o negativo que se estudie la
“cultura” como ámbito, sino cómo eso que se presenta como
“cultura” llegó construirse como un objeto susceptible de ser
estudiado, objeto pensable para las ciencias sociales en el
país. Por ello, uno de los pasos necesarios es establecer un
mapa tentativo de la irrupción de estos estudios en nuestro
país; cartografiar ese terreno, ejercicio que aún está por
hacerse en nuestro medio, permitirá situar de manera más
precisa la perspectiva de análisis que adoptamos, evitando
términos demasiado vagos, y excesivamente valorativos como
“posmodernismo”.
Es por lo anterior que
el modo de análisis que se propone no está signado por la
insuficiencia, ni apunta a descubrir o colonizar un territorio
inexplorado (deficitario, inconcluso, inhabitado); el análisis
genealógico no se inscribe dentro de una perspectiva
incrementalista, producto de la cualificación de los métodos y
una densificación en la mirada sobre el objeto, que habilita una
comprensión más robusta, acabada.
Tampoco se trata de
observar cómo algún objeto, en este caso la “cultura”, es
susceptible de ser analizado desde otra óptica (la genealogía),
para así descubrir, de manera inédita o novedosa, ese ingreso de
la literatura académica en el terreno de la moral y las luchas
por la verdad; sino cómo, en la medida en que el discurso es
fuerza, práctica de imposición sobre las cosas, son las fuerzas
que componen el objeto las que lo arrastran hacia ese ámbito o
“escenario”. Se trata entonces de partir del análisis de
la alianza peculiar que la historia y de forma general las
ciencias sociales predominantes en el país proponen, movilizan y
tejen entre moral, política y ciencia.
Esta vertiente
predominante parte, a nuestro modo de ver, de una crítica
realizada a los “riesgos” que entraña la conexión entre fuerza y
verdad, poderío y veracidad que es movilizada por lo que se
engloba bajo el término “posmodernismo”, en el que la propuesta
de Foucault ocupa un lugar preeminente. En efecto, esta apuesta
es interpretada como una postura totalitaria en una especie de
radicalización de la voluntad de verdad, por un lado porque
si se traslada “hacia lo que tenemos que hacer, hacia nuestro
modo de actuar, al parecer traduce una toma violenta del poder,
pues no se podría pensar que se persuade a la gente sólo
argumentando sobre la manera como la verdad está ligada a
estructuras de poder… [de manera que]…para que mi verdad sea la
verdad tengo que tomar el poder” (Vattimo, 2002: 69-70).
De otro lado, la
concepción que se erige como canon, establece unos parámetros de
pertenencia, otorgándole legitimidad a ciertas prácticas y
discursos con respecto a otros: ese terreno es el que dictamina
unos procedimientos, y en último término, legisla acerca de la
dignidad de un discurso para pertenecer o no a la escena
“pertinente” a nuestro contexto. En nuestro medio, y desde el
ángulo histórico, esta disección o análisis de las fuerzas que
tiende al debilitamiento de la verdad y sus efectos, ha sido
interpretada como un agravio del pasado que impide desentrañarlo
en términos verídicos, y una apuesta dogmática ya que, en sus
términos, “la verdadera alternativa a la herencia de la
Ilustración, por más cuestionada que ella sea, no es el
posmodernismo sino la barbarie” (Archila, 1999: 283).
Para el desarrollo de la
perspectiva planteada, se hace necesario partir entonces del
cuestionamiento de la relación que estos estudios establecen
entre el presente y el pasado, y de los "graves efectos"
inscritos en las posturas “posmodernas”, que diagnostican como
acecho de nuestro presente. Resulta esencial de esta forma,
centrar el análisis de la historia como un operador o
intensificador de poder que, como un ejercicio de custodia del
pasado, establece a través de las coordenadas de la “disciplina
histórica” un cerco soberano sobre la memoria. Ubicar otro tipo
de prácticas de escritura, otros usos de la historia para correr
o tal vez traspasar ese cerco, implica entonces recurrir a otras
trayectorias, trazar otros recorridos que, como se anotó, hagan
imposible la relación entre escritura del pasado y verdad. Es en
ese terreno, demarcado provisionalmente y cuyos contornos –y
tendencias– aún son impredecibles, en el que se inscribe la
presente apuesta[vii].
1.2.
Trazos y obsesiones en la literatura sobre Camilo Torres
Acoger la perspectiva
genealógica permite como hemos visto, no definir un origen, sino
establecer una procedencia y unas condiciones de aparición de
las fuerzas, para así roturar un campo de emergencia. Desde ahí
entonces es posible trazar un mapa de las luchas en torno a las
configuraciones que ha encarnado la figura de Torres, que
entendemos como capas fabricadas en torno a su historia,
que “hacen” que Camilo Torres llegue “a ser algo”. Como se anotó
anteriormente, estas capas capturan prácticas heterogéneas y
operan como ilusiones naturales para dar cuenta de Torres
en diferentes coyunturas: Camilo héroe, humanista, místico,
caudillo son algunas de las capas que, en diferentes momentos,
son propuestas para dar cuenta de la historia de Torres
entendida como el relato de una interioridad.
El análisis de la
producción de esas capas, implica esquivar las intenciones de
quienes escriben, sus móviles, sin preocuparse de asegurar una
correspondencia entre autor y obra. De esta forma es posible
centrarse en el juego de supuestos que hacen posible la
construcción de esas capas; estos supuestos obedecen a
unas condiciones sociales específicas y además remiten a una
serie de reglas de escritura y no a la invención o potestad de
un autor. Intentar establecer los “momentos dogmáticos” de los
textos escritos sobre Camilo Torres, implica entonces discernir
esos supuestos que no son exteriores a ellos –es decir no
provienen de un marco teórico que antecede a los textos– y que,
simultáneamente, obedecen a disposiciones sociales ya que el
discurso siempre comporta unos ordenamientos sociales
específicos.
Descifrar el modo en que
estas capas y supuestos entran en un proceso indiscernible en el
que al tiempo que coexisten, se diferencian, implica en suma
asumir el estudio de un proceso de co-producción que los liga.
Ahora bien, ¿cuáles son esos supuestos mencionados y cómo
su funcionamiento permite que cristalicen determinadas
capas? Es posible enunciar cuatro supuestos extraídos de la
literatura, que hacen posible decir ciertas cosas sobre
Camilo Torres. Estos supuestos que atraviesan la literatura
estudiada, son los siguientes: I) La asunción de una
perspectiva acumulativa de la práctica científica, asignándole
además a la ciencia una función ideal cuyo cumplimiento
determina su pertinencia para nuestro contexto; II) un
análisis de la violencia y la guerra centrado en la institución,
que asimila la instauración de la ley con la pacificación de la
sociedad; III) una concepción específica acerca de la
secularización y laicización, que homologa la creencia y la
mística con el dogma y el milenarismo, y en la mayoría de los
casos supone dicha secularización pacífica como un objeto
natural o dato; y IV) la adopción de la antinomia
democracia/autoritarismo, como límite infranqueable que sirve de
lente para analizar la correlación de fuerzas sociales.
Al mismo tiempo,
intentaremos argumentar cómo a través del tipo de análisis
propuesto sobre la experiencia de Camilo Torres, es posible
mostrar la forma en que ésta puede conmover los supuestos
mencionados anteriormente. En ese sentido, la relevancia de la
perspectiva no es sólo un reordenamiento del material a su vez
interrogado desde otros lugares, sino que al mismo tiempo, como
lo sugiere Ginzburg (2001), apunta a disminuir la relevancia de
un yo que, en su calidad de “héroe”, de alguna manera
“precede” al estudio mismo. Lo anterior, de paso, nos confronta
con la cuestión de la actualidad de la pregunta que guía
el texto.
La disección de los
textos tenderá entonces a mostrar cómo al operar, esos supuestos
participan en la conformación de las diversas versiones sobre
Camilo Torres, produciendo una serie de capas con unas
características particulares que rigen aquello que se dice sobre
Camilo Torres. De esta manera, si como recuerda Deleuze, “la
historia de una cosa es la sucesión de las fuerzas que se
apoderan de ella, y la coexistencia de fuerzas que luchan por
conseguirlo” (2002: 10), de lo que se trata entonces es de
discriminar las rupturas y articulaciones entre las diferentes
formas de relatar la historia de Torres, recrear el escenario en
que aparecen, el espacio que configuran al irrumpir disolviendo
la unidad del nombre propio.
Para ello entonces,
proponemos cuatro capas compuestas de diferentes relaciones de
fuerzas, que a nuestro juicio prevalecen en cada una de las
décadas analizadas. Así, para la década del sesenta, la capa que
prima es la del científico; el episodio de la década del
setenta se encuentra regido por la de sacerdote. Para los
años ochenta, se impone la imagen de político y
finalmente, a partir de la década del noventa, es la de
pensador la imagen que asume la dirección del episodio. En
términos generales, es posible describir el modo en que esas
capas consolidan un ritual destinado a la construcción del héroe
–como anomalía–, que inicia en la década del sesenta ligándolo
con la praxis revolucionaria y se consuma con el sacrificio del
personaje unas décadas después, para así reconstruirlo bajo la
forma de legado susceptible de ser inscrito en el horizonte de
la política democrática liberal, en los noventa.
Poner en movimiento
dichas capas, mezclarlas, implicarlas y escindirlas, captar su
juego, hará posible rastrear qué pervive a lo largo de ellas,
señalando líneas de transversalidad, y qué elementos, a través
de procesos de escisión y discontinuidad, se debilitan, se
desencajan (para quizás reanudarse, o desaparecer). El análisis
que prosigue, intenta ligar las dos primeras décadas (sesenta y
setenta), a través de una crítica a la obsesión secular descrita
anteriormente, estableciendo una especie de corte que sea capaz
de atravesar ambas capas por fuera de la linealidad o la ruta
cronológica.
La conjura del pasado,
erradicando el fantasma del "fanatismo" que tendencialmente se
liga a la experiencia religiosa, se convertirá entonces en el
procedimiento impugnado por la conjunción de fuerzas sociales y
mecanismos en que se produjo la experiencia de Camilo Torres. En
esa conjunción, como se verá, la ciencia opera como arma de la
revolución y se delinea una crítica a la secularización liberal
como índice valorativo (y unívoco) de la sociedad. Además, la
disección de las fuerzas que componen los distintos relatos en
torno a Camilo Torres durante ambas décadas, configurará nuevos
elementos para la comprensión del debate acerca de las tensiones
existentes entre costumbres, creencia y revolución, a lo largo
de América Latina.
2. La
violencia: ¿posibilidad colectiva o “debilidad” del sujeto?
Distanciándose de los
ejercicios anteriormente nombrados, este texto intenta describir
entonces algunas operaciones y
procedimientos que al efectuarse “situaron” la experiencia de
Camilo Torres en relación con otras fuerzas sociales durante la
década del sesenta y setenta. Para dar
curso a lo anterior, e intentar conmover esos relatos, se
propone una relación entre
conocimiento, religión y política (radical), que permita
cuestionar la idea de la religión como tentación de fanatismo,
repliegue interior efecto de experiencias de éxtasis, o como
simple atavismo que bloquea lo secular.
Más que la descripción de un prejuicio presente en la literatura
en torno a lo religioso que lo presenta como un arcaísmo, lo que
se deriva del presente análisis es el pánico que experimenta la
sociedad frente a la cuestión religiosa, el horror que provoca
los efectos posibles que puede llegar a alcanzar la creencia en
su conexión con otras prácticas sociales.
Creemos sin embargo, con
Michel de Certeau, que la escritura se presenta como mecanismo
incapaz de abatir definitivamente al otro, al pasado. Siguiendo
las ideas planteadas por este autor, es posible pensar entonces
la cuestión mística no como mecanismo antisocial, o
procedimiento disolvente de lo colectivo. Antes que simple
experiencia de éxtasis que conjuga la redención o provoca modos
mesiánicos de la política, puede plantearse qué pasa cuando la
religión y la experiencia de la mística no fungen como un
repliegue a una interioridad, una ascesis o un exilio, una
práctica de contemplación o aislamiento[viii].
A contravía de lo que señalan los análisis de corte
retrospectivo, que proyectan los valores del presente sobre el
pasado, la pregunta que surge es si resulta posible pensar que
la religión y la cuestión mística, no son simplemente un dogma o
un arcaísmo incapaz de suscitar un nosotros laico que rete la
predilección jerárquica, autoritaria.
Esta posibilidad tal vez
emerja, en la medida en que se extravíe a la religión de una
lectura institucional, para ponerla en tensión con prácticas
desplegadas en el terreno del conocimiento y la política. Al
delinear esta relación, la religión deja de ser simple vestigio
a suprimir, y la política, en conexión directa con la
interpretación proveniente del campo de las ciencias sociales,
adquiere formas inusitadas e impensables hasta el momento. En
esa dirección, la conjunción de esos tres elementos, al leer la
experiencia de Camilo Torres, podría posibilitar otra mirada
acerca de la transformación de lo social, de la política
radical, y en el límite, de la violencia. Consideramos que en
esa relación, la política radical y la posibilidad de la
violencia tal vez no serían una perversión de lo civil, sino que
serían uno de los mecanismos que lo harían posible. Para dar
cuenta de lo anterior, analizaremos algunos desplazamientos
ocurridos en los ámbitos de la política, la ciencia y las
prácticas cristianas durante la década del sesenta y el setenta,
para mostrar cómo al ligar estos movimientos, es posible que
emerjan posibilidades disímiles para pensar la conformación de
lo común.
2.1.
La emergencia del enunciado de la revolución
La década del sesenta
inaugura para América Latina una nueva concepción opuesta a la
idea de la insurgencia basada en esquemas de autodefensa,
tradición instalada en los asentamientos armados de corte
comunista; de acuerdo con Regis Debray, intelectual europeo
partícipe de la teorización del “foco” guerrillero, el balance
de la década del sesenta para América Latina en términos de
lucha revolucionaria concluye en que “la autodefensa, como
sistema y como realidad, está hoy liquidada por los hechos”
(1969: 171). De igual modo, el advenimiento de esta década
planteó una distancia con respecto a la idea de un partido de
vanguardia que, confiado en un sector progresista de la
burguesía, proponía una política de alianzas con sectores
reformistas del bipartidismo como estrategia de transformación
de la sociedad[ix].
Por otro lado, esta
nueva orientación promovió un rechazo al mecanismo electoral,
donde el abstencionismo operaba no sólo como un modo de lucha,
sino como una declaración de ilegitimidad del sistema
establecido, sus procedimientos y modos previstos para la
acción. De acuerdo con una
declaración del Movimiento Obrero Estudiantil Campesino (MOEC),
para la década del sesenta se “inició una etapa en la revolución
colombiana, etapa que se caracteriza por el repudio a la vieja
línea reformista, pacifista, electorera, y por el paso a la
ofensiva organizada de las masas” (Diálogo Político, 1964).
El paso del ejercicio de
una violencia defensiva hacia una estrategia insurreccional,
fisuraba la concepción etapista de las condiciones propicias
para la revolución o requisitos infranqueables, como la
consolidación de la “revolución burguesa” (Cfr. Guevara,
1983)[x].
De acuerdo con Ricardo Sánchez, estas nuevas organizaciones
–dentro de las que se ubica el Frente Unido estructurado en
torno a la plataforma de Camilo Torres–, van a “ser valoradas en
razón de que la revolución en América Latina no es una cosa que
fuera preciso esperar el devenir, el desarrollo de las fuerzas
productivas, el paso paulatino de una sociedad agrícola atrasada semifeudal o feudal a una sociedad democrática capitalista y
desarrollada” (En Valverde y Collazos 1973: 160). Desde esta
perspectiva, el desencadenamiento del proceso revolucionario,
planteaba además otro uso de la violencia, situado en el margen
de la institución, retando así la artimaña del esquema del
liberalismo y la cooptación a través
de la lógica de las alianzas hasta entonces desplegada[xi].
Esta distancia con
respecto a los fundamentos de lo establecido era propuesta no
sólo desde la política, sino también desde el ámbito del
conocimiento. Al respecto, el texto de Orlando Fals Borda
publicado en 1966, “La Subversión en Colombia”, movilizará una
valorización distinta de la violencia,
entendiéndola no como una tentación totalitaria inscrita en el
individuo, sino como una posibilidad que se construye de manera
colectiva. Para el caso de la decisión de Camilo Torres, este
autor afirmará que el recurso a la violencia por parte de este
“encuentra su justificación en el orden social emergente, el que
habrá de venir”, rebeldía que “llevaría a las masas populares
encabezadas por nuevos líderes rebeldes a considerar ilegítimo
el uso de la violencia por tal gobierno, proclamando la rebelión
justa o contraviolencia” (Fals, 1967b: 167).
Esta apuesta de
conocimiento, que Fals Borda posteriormente denominará el paso
de una “metodología del consenso” a una “metodología de la
contradicción” (1973: 56), significará así mismo el encuentro
con el marxismo, abordado desde una interpretación peculiar.
Enfrentada a una concepción “académica” del marxismo que terminó
siendo predominante en la estructura universitaria, de acuerdo
con Fals, “este método lleva a replantear la sociología marxista
del conflicto en términos de una sociología de la situación real
colombiana, lo cual viene a ser una manera propia de ver y
entender en su conjunto nuestros actuales conflictos y la
naturaleza de nuestra sociedad dependiente y explotada” (Ibid.:
59).
La violencia, en esta
vertiente de la práctica sociológica en nuestro país, rebasaba
entonces la idea de una simple perversión del sujeto al tiempo
que, como recurso posible, planteó una serie de interrogantes a
la práctica científica, provocando otro tipo de relaciones entre
conocimiento y sociedad ante el dilema que planteaban la crisis
del modelo desarrollista y las alternativas de cambio social.
Nuevamente, de acuerdo con Orlando Fals Borda, "las guerrillas,
junto con otros grupos 'subversivos, se convierten en símbolos
de la protesta social…Estas expresiones subversivas hacen
descubrir a las sociedades la importancia del cambio
significativo, al estimular el contrapunto dialéctico entre
ideología y utopía como medio para alcanzar un nuevo orden
social" (1968: 50).
Esta inquietud, que Fals
denominará “dilema ontológico”, redundará en conmover el
pensamiento (ligado hasta ese entonces a la estrategia del
desarrollo), al fortalecer un modo de producción de conocimiento
comprometido con la transformación radical de lo social,
promovido durante los años sesenta al interior del Departamento
de Sociología de la Universidad Nacional –del cual Camilo Torres
fue cofundador–.En esa vía, según la ponencia presentada por uno
de los profesores al IX Congreso Latinoamericano de Sociología
en México en 1969, para ese momento
“no están, pues,
sujetos a discusión, la existencia o el carácter de esas
crisis, sino las alternativas para enfrentarlas y
remediarlas, siendo una de esas alternativas el movimiento
guerrillero. Su estudio debe partir entonces de esa premisa
y tomar en cuenta que en este caso entran en juego factores
de imposible percepción para la mera 'objetividad
científica', cualquiera que sea el significado que se dé a
este concepto” (Valencia, 1970: p.336).
Esta valoración venía
siendo movilizada en ese momento por un modo de conocimiento
que intentaba direccionar la
orientación del programa de sociología de la Universidad
Nacional. En ese sentido, por ejemplo, si bien el libro La
Violencia en Colombia (del cual fue co-autor el sacerdote
Germán Guzmán) ha sido catalogado por diversas historias de la
ciencia como la “introducción” del pensamiento científico en la
universidad colombiana, dicho texto radica su fuerza en que su
publicación en 1962 fortaleció la cesura entre la institución
universitaria y el Estado en el país, y propició un acercamiento
del conocimiento hacia sectores sociales ubicados en el margen.
Lo que es valioso
subrayar es que la intersección entre modos de la política
disímiles a la estrategia comunista, y el uso peculiar del
conocimiento a través de otra clase de apropiación adquirió un
vigor inusitado, al ligarse con prácticas pertenecientes a
grupos católicos. Así mismo, es crucial anotar que el retrato de
estas conjunciones promoverá un giro, en el cual Camilo Torres
deja de ser en la literatura una anomalía para formar
parte de un movimiento latinoamericano amplio (Cfr. López
Oliva, 1970; Delgado, 1969-1970; Dussel, 1967).
Para el caso colombiano,
el comentario retrospectivo de uno de los miembros destacados
del grupo Golconda, instalado en la veta abierta por Torres[xii],
puede servir para ilustrar la
conformación de estrategias que imbricaban los elementos
anteriormente descritos. Refiriéndose
a los procesos de formación de cuadros
en el ELN entre el sesenta y el setenta,
comenta:
“Lo primero que se
nos ocurrió fue que cuando ellos iban a asaltar un pueblo
tenían que mandar tres o cuatro zapadores que iban y
regresaban con información que el comandante utilizaba en su
estrategia. Cada uno de los zapadores traía su propia
versión y de las cuatro se hacía una sola. Entonces comencé
a pensar en el método del concreto-concreto. Sabíamos que
esas cuatro personas tenían perspectivas diferentes del
mismo objetivo y lo importante no era que coincidieran sino
que fueran diferentes. Fue el punto de partida de la unidad
dentro de la diversidad. El comandante con las cuatro
versiones buscaba lo idéntico y lo diverso. Así comenzamos a
desarrollar los “diarios de campo”, en donde se hacía una
descripción objetiva, sin adjetivos, sin darles nombres a
las cosas sino una descripción. Así se encontraban elementos
comunes. El criterio era el de escribir ocho horas después
de la experiencia para que así se obtuviera una versión
personal. Al día siguiente se hacía la discusión entre los
cuatro y allí se encontraba en primer lugar lo que era
diferente; lo común, en cambio, eran tres o cuatro fases;
entonces la síntesis de lo diferente se le pasaba a otro
grupo que no había visto la realidad y le decíamos: hagan
una maqueta de esa descripción. Se trataba de tener una
visión de lo real” (En Restrepo, 1995: 111-112).
En este punto, se podría
rastrear la manera en que el ELN recoge una serie de
combinaciones que venían siendo puestas en marcha (entre
conocimiento, política y religión) por las técnicas provenientes
de la denominada “Acción Católica” de la Iglesia. Efectivamente,
existen toda una serie de procedimientos como “las técnicas de
revisión de vida” operados en las comunidades, que fueron
asimilados en el proceso de estructuración de guerrillas como el
ELN. Lo anterior, que puede ser leído desde la relación que
Michel de Certeau establece entre cristianismo y foquismo[xiii],
va de todos modos a señalar una dislocación fundamental, y es la
relación del cristianismo con lo “popular”, que será mediada por
el conocimiento proveniente de las ciencias sociales.
En efecto, en el
continente, la conjunción entre ciencia, política radical y
mística da cuenta de una fuerte imbricación entre prácticas
revolucionarias, sustentadas en modos de lucha fundados en
concepciones seculares (leninismo, maoísmo), prácticas
religiosas propias de las comunidades de base (conformación de
pequeños grupos alrededor de un “pastor”) y técnicas
provenientes del conocimiento científico para la investigación
de campo (etnografías, demografías). De acuerdo con Germán
Guzmán, sacerdote vinculado al
programa de Sociología de la Universidad Nacional de Colombia,
“En este terreno,
los sacerdotes llamados rebeldes no parten de actitudes
simplemente emocionales sino de una interpretación racional
de la situación en que viven las mayorías. En el cambio de
su mentalidad han influido no poco los estudios
sociológicos, la investigación científica, la búsqueda y
aplicación de metodologías acordes con las circunstancias,
la vida participante en la comunidad y el comprometimiento
con las clases populares que lucha por un cambio cualitativo
de estructuras” (Guzmán, 1970: 364).
La vinculación con lo
“popular”, se instalaba además en la posibilidad de otro tipo de
diálogo entre la religión y las ciencias sociales, que había
sido decantada institucionalmente por el Concilio Vaticano II.
De cara al diagnóstico emitido acerca de los efectos nocivos de
las agudas jerarquías políticas y económicas, este Concilio
plantea otras relaciones posibles entre la fe y el conocimiento
científico, ya no en términos de exterioridad o simple
subordinación. Desde el marco del Concilio Vaticano II, en el
cual se inscribirán algunas de las posiciones de Camilo Torres,
se afirmará de esta manera que
“por ello, la
investigación metódica en todos los campos del saber, si
está realizada de una forma auténticamente científica y
conforme a las normas morales, nunca será en realidad
contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de
la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con
perseverancia y humildad se esfuerza por penetrar en los
secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como
por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da
a todas ellas el ser. Son, a este respecto, de deplorar
ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de
la legítima autonomía de la ciencia, se han dado algunas
veces entre los propios cristianos; actitudes que, seguidas
de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer una
oposición entre la ciencia y la fe” (Concilio
Vaticano II, La justa autonomía de la realidad terrena,
Numeral 36).
Para el caso de América
Latina, la discusión que ponía de presente esta intersección
entre religión y conocimiento, era la pregunta por las
modalidades de la acción política susceptibles de ser asumidas
para promover el cambio de la sociedad[xiv].
En Latinoamérica, este diálogo supuso un uso peculiar del
conocimiento, y específicamente del marxismo, con matices
respecto de su apropiación en la tradición sacerdotal europea;
de acuerdo con Gustavo Gutiérrez, uno de los sacerdotes más
destacados de la Teología de la Liberación en América
Latina
“Es claro por
ejemplo que el tipo de movimiento apostólico representado
por la acción católica obrera francesa: comunidades de
cristianos con opciones políticas diferentes, que se reúnen
para una revisión a la luz de la fe, resulta, tal cual,
inoperante. …El esquema de la acción católica obrera es
válido en una sociedad más o menos estable y en donde el
juego político se hace a la luz pública. Ello supone, y
facilita, por otra parte, un diálogo doctrinal con el
marxismo dentro de modalidades que interesan menos en
América Latina” (Gutiérrez, 1972: 140)
La orientación que en
América Latina adquirió el uso del conocimiento, se apoyó a su
vez en otras declaraciones que, a partir de un diagnóstico
científico, contemplaban alternativas radicales de
transformación social. Así, de acuerdo con la declaración de la
“Conferencia Mundial Sobre Iglesia y Sociedad” celebrada en
julio de 1966 en Ginebra, con representantes de 80 naciones y
164 iglesias, con el propósito de “asesorar a las Iglesias y al
Consejo Mundial (CMI) sobre las condiciones de su ministerio en
un mundo sometido a la presión del cambio social revolucionario”
(Conferencia, 1971: 15),
“En ciertos países,
el crecimiento económico puede exigir un profundo cambio
revolucionario en el sistema de la propiedad, de los
ingresos, de las inversiones, del consumo, de la educación y
de la organización política y administrativa, así como en
las estructuras actuales de la relaciones internacionales.
Sin embargo, no hay una receta universal para el desarrollo
económico…es inútil buscar una fórmula simple para
comprenderlos, y un modelo uniforme para realizarlo” (Ibid.
55-56)
Más aún, ésta
declaración, al referirse al “ejercicio del poder por parte del
Estado”, problematizaba el papel de este último y abría la
posibilidad de la existencia de una exterioridad con respecto a
su potestad. Afirmaba, entonces, lo siguiente: “Nos hemos
formulado la pregunta: ´¿Debe ser el Estado el único depositario
del poder?´, y hemos encontrado que la respuesta es negativa.
Ningún Estado ha ejercido, podría ejercer o tiene el derecho de
aspirar a ejercer todo el poder en una sociedad” (Ibid.
111-112). Paulatinamente entonces, la posibilidad de un
ejercicio de la política radical exorbitante con respecto a la
institución, cristalizaba.
Recogiendo la apertura iniciada por este tipo de declaraciones,
las conclusiones redactadas por los Obispos de Latinoamérica en
Medellín en 1968, darán cuenta de un desplazamiento con respecto
a la postura esgrimida por el Vaticano en el Concilio II y la
experiencia sacerdotal europea. La
problematización del cambio social, que en muchas de las
vertientes de la Iglesia en América Latina contemplaba el ámbito
extra-institucional como espacio posible para la praxis[xv],
partía del diagnóstico no sólo de una situación socioeconómica
radicalmente injusta, sino que entraba a valorar los fundamentos
del orden existente. De acuerdo con las conclusiones de la II
Conferencia Episcopal de Medellín,
“(El cristiano) no
deja de ver que América Latina se encuentra, en muchas
partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de
violencia institucionalizada cuando, por defecto de las
estructuras de la empresa industrial y agrícola, de la
economía nacional e internacional, de la vida cultural y
política, "poblaciones enteras faltas de lo necesario, viven
en una tal dependencia que les impide toda iniciativa y
responsabilidad, lo mismo que toda posibilidad de promoción
cultural y de participación en la vida social y política" (Enc.
Populorum Progressio, No. 30), violándose así
derechos fundamentales”.
En Latinoamérica, la
posición oficial de la Iglesia, con respecto a la urgencia en
el trastocamiento de un orden considerado como inmoral y en
estado de “pecado”[xvi],
implicaba una determinada postura con respecto a los sectores
económicos y políticos predominantes, efectuando una
reivindicación del margen (que Gustavo Gutiérrez puntualizará
como la irrupción del pobre). Si bien el Concilio
Vaticano II, cristalizando una tendencia cuya fuerza provenía de
tiempo atrás (especialmente a partir del impulso dado por el
Papa Juan XXIII), enmarcaba una comprensión distinta de las
relaciones entre Iglesia, fe y sociedad, diversas eran las
inquietudes con respecto a su alcance, y sobre sus límites en el
caso de las sociedades periféricas. En ese sentido, Francois
Houtart, teólogo crítico de la estructura eclesial y profesor de
Camilo Torres en la Universidad de Lovaina, afirmará que “la
aparente imparcialidad de los documentos [conciliares] se ha
conseguido al precio de una falta de contenido real en muchas de
sus afirmaciones. De ahí que unos mismos principios, formulados
en forma de proposiciones cuidadosamente equilibradas, sirvan
para justificar unas conductas políticas absolutamente
contradictorias entre sí”. De esta manera, entonces, “es posible
preguntarse si los objetivos de universalidad y
supratemporalidad que las constituciones conciliares se asignan
a sí mismas les permitirán abordar eficazmente la realidad
socio-política” (Houtart, 1968: 482, 483).
Las modalidades de la
acción encaminadas a la transformación social en el continente,
si bien empezaban a proseguir rumbos distintos a las rutas
europeas, recurrían a aquellos aspectos de la doctrina que
entraban en sintonía con estos modos de actuar que, en
América Latina, buscan lugar en las formas del decir. Las
declaraciones del sacerdote Joseph Lebret, quien fuera asesor de
la Organización de las Naciones Unidas para temas de desarrollo
y comercio, y coordinador del Estudio sobre las Condiciones
del Desarrollo en Colombia desarrollado bajo la presidencia
del Presidente Alberto Lleras Camargo, expresarán parte de esas
reservas con respecto al marco del Concilio Vaticano II. Lebret,
asesor del Concilio y de la composición de la Encíclica
Populorum Progressio, afirmará entonces que “Latinoamérica
necesita un cambio radical de mentalidad en sus clases
dirigentes; si éstas no se sienten capaces de cooperar con el
pueblo sobre la base de una aplicación constructiva, realizando
así una revolución pacífica, se hará inevitable una revolución
sangrienta” (Citado en Secretariado, 1968: 360-361).
Cabe recordar, en esa vía, el llamamiento
ampliamente usado por los sacerdotes en el continente, realizado
en la Carta Encíclica
Populorum Progressio
promulgada por el Vaticano en
1967, donde si bien se
alerta sobre algunos efectos “nocivos” del recurso a la
violencia, se contemplará “la insurrección revolucionaria” como
opción “en caso de tiranía evidente y prolongada, que atentase
gravemente a los derechos fundamentales de la persona y dañase
peligrosamente el bien común del país” (Sección III, Numeral
31). Precisamente, el comunicado emitido en torno a dicha Carta
Encíclica por 38 sacerdotes de 14 países de América Latina
como conclusión del Primer
Seminario Sacerdotal promovido por el Departamento Social
del CELAM (Chile, 1967),
declarará que “lamentamos que
toda reivindicación algunas veces intentada por ciertas
manifestaciones violentas como única salida sea acusada de
comunista –haciendo casi juego a la reacción, cuando no es otra
cosa que la rebeldía del hombre que se siente aplastado por
injusticias intolerables” (Comunicado, 1968: 92).
Para el caso colombiano,
a partir de las declaraciones de la Conferencia de Medellín, nos
interesa rastrear la apertura de un espacio para que la
violencia sea posible, que permite que la violencia sea algo
pensable y, más allá de la elección individual, creemos que la
violencia deja de ser una forma corrupta de la política, o una
simple potestad del Estado. Al respecto, conviene presentar la
postura del colectivo Golconda cuya experiencia, como se dijo
anteriormente, se ubica en la veta abierta por la experiencia de
Camilo Torres (Cfr. Guzmán, 1970: 369-370). En su
declaración presentada a la Conferencia de Medellín, afirma que:
“La violencia, al
ser considerada como un riesgo fácil y constante, es
presentada bajo un aspecto negativo. La diversidad de
carismas en la Iglesia, implica una diversidad del
compromiso de los cristianos. La violencia y la no-violencia
serían dos aspectos complementarios del amor cristiano al
hombre. No se trata pues de una violencia “a priori” y
querida en sí misma, sino una defensa de otra violencia
hecha al hombre, negado en sus derechos fundamentales. Por
esto, la acción violenta debe surgir después de tener una
viva conciencia de la ineficacia de los medios pacíficos
para conseguir los cambios deseados y sea respaldada por el
pueblo” (García y otros, 1968).
Declaraciones como la
anterior, serán juzgadas de manera predominante como una
corrosión del sujeto que provoca la degradación del ámbito
civil. Los juicios de condena, que se materializaran en torno a
figuras como la de Camilo Torres (y otros sacerdotes que en
América Latina optaron por la vía revolucionaria), movilizarán
un estigma que desconecta el lazo entre religión, política y
conocimiento configurado en diversas experiencias del
continente. Para el caso de la literatura escrita en
torno a Camilo Torres, la acusación de mesianismo se vinculará
constantemente con la idea de un desenfoque y, en el límite, una
supresión de la política. La expresión de Gilberto Vieira,
máximo dirigente del Partido Comunista de Colombia, será
elocuente con respecto a lo primero: en sus palabras, Camilo fue
“todo sentimiento y fervor”, por lo cual “le
fue imposible unir la pasión revolucionaria al método de
análisis objetivo y sereno de la problemática colombiana y
mundial” (1966). El juicio de la
supresión de la política, que adquirirá todo su esplendor
posteriormente, a partir de la década del noventa[xvii],
mezclará condescendencia y un sentimiento de angustia ante la
pérdida del nombre propio, héroe sacrificado o caudillo
desperdiciado (Cfr. Arenas, 1971; Gutiérrez, 1966).
Sin embargo,
consideramos más pertinente intentar comprender la
transformación en el valor de la violencia, evitando el juicio
sobre la decisión individual de Torres que, inscrito dentro del
despliegue de las fuerzas sociales, fungiría más bien como un
síntoma. Este desplazamiento en el valor de la violencia,
creemos promueve una postura afirmativa acerca de la misma,
distanciándose de la visión que la presenta como anti-social o
disolvente; la potestad para ejercer la violencia deja de ser
una cuestión de monopolio del Estado, o una simple tentación
mesiánica. Si se inserta la experiencia de Camilo Torres en
tensiones sociales y no se circunscribe a sus opciones
personales, es posible encontrar algo distinto. Lo que creemos
se va tejiendo acá, en cambio, no es un desprecio o sospecha
hacia la democracia, contrario a la acusación reiterada por la
literatura reciente que historiza las resistencias en Colombia,
referente a la participación de los cristianos en la política (Cfr.
Archila: 2003; Pizarro: 1995; De la Roche: 1994).
En esa dirección, Michel
de Certeau, comentando el papel de la creencia religiosa en el
Brasil, va a analizar este proceso del cristianismo en América
Latina como un
“compromiso más
radical de los cristianos hacia la resistencia o la
guerrilla; su primer objetivo no es responder a la violencia
por la violencia. Para ellos se trata de ser fieles a una
exigencia que ayer se llamaba ´misionera´ y que siempre fue
esencial a la fe: rechazar la idolatría, que identifica lo
absoluto con una sociedad, una nación con un grupo, el bien
común con los intereses de algunos; en consecuencia,
inclinarse por la defensa de los eliminados” (De Certeau,
[1969a] 165-166)
La crítica a la
operación "mistificante" de la religión en América Latina[xviii],
se articulaba con aquella desarrollada por intelectuales
europeos que intentaban vincular marxismo y cristianismo,
evitando valorar este lazo como maldito. Para Roger Garaudy,
refiriéndose a las transformaciones conciliares, “hay que
esperar hasta la segunda mitad del siglo XX para que se empiece
–casi siempre con mucha timidez todavía– a tomar conciencia de
que es el "espiritualismo" la herejía que ha engendrado los
peores divorcios entre la Iglesia y los hombres” (1968: 220).
Para el caso colombiano,
dicha crítica retaba miradas predominantes que señalaban una
exterioridad esencial entre nuestra moral y formas de
organización políticas y económicas críticas con respecto a lo
imperante, y en el límite, radicales. En efecto, para el
sacerdote jesuita Vicente Andrade, director de la Coordinación
Nacional de Acción Social Católica, partícipe en la fundación de
la Juventud Obrera Católica (JOC) y en el diseño de la
programación del Servicio Nacional de Aprendizaje (SENA) en
Colombia,
“Hay algo por tanto
en la idiosincrasia de nuestros pueblos que los hace
rechazar el comunismo… El factor principal es a no dudarlo
el fondo cristiano tan profundo que quedó en el continente
como consecuencia de la evangelización de España y Portugal
por medio de los misioneros. Aunque falto de instrucción más
a fondo, el sentido cristiano les hace repeler
instintivamente la prédica del odio y la negación de Dios”
(Andrade, 1969: 367)
El desplazamiento con
respecto a estas posturas se realizó entonces a partir de una
“actitud pastoral militante” entendido como una “conversión”, es
decir, como “el paso de una vivencia individualista a una
vivencia comunitaria” que provocaría otros modos de lo común.
“La conversión misma –afirma el Grupo Golconda– es un
acontecimiento comunitario. No es posible sin la acción de los
hermanos. Acaece cuando dejamos de actuar, de vivir, de pensar
como un "yo", para hacerlo como un "nosotros", en función de la
comunidad, no del individuo” (García y Otros, 1969). En esa
dirección, de
acuerdo con un fragmento utilizado reiteradamente por diversas
declaraciones sacerdotales latinoamericanas de la Encíclica
Populorum Progressio, “el bien común exige, algunas veces,
la expropiación, si por el hecho de su extensión, de su
explotación deficiente o nula, de la miseria que de ello resulta
a la población, del daño considerable producido a los intereses
del país, algunas posesiones sirven de obstáculo a la
prosperidad colectiva” (El uso de la Renta, Número 24).
Esta “conversión”,
proponía una producción de lo general que, ligada a un
método y a una función determinada del conocimiento, evitara el
“carácter negativo y emocional” de la “simple reacción o
contra-fuerza, de contra-cara del sistema y, por consiguiente,
igual a él”. Esta apropiación de lo general por parte del
margen, proponía entonces una perspectiva en la que “la ciencia
se vuelve herramienta de trabajo del hombre del pueblo y la
democratización de la cultura deja de ser una enseñanza mínima
para las grandes mayorías y se convierte en poner la ciencia al
máximo nivel al servicio de todo el pueblo” (García y Otros,
1968, 1969).
La crítica a esta
captura de lo común, a la universalización de un punto de vista,
implicará para este sector eclesial un desplazamiento en las
funciones políticas de la praxis cristiana, y una crítica
reiterada al ejercicio “institucionalizado” de autoridades y
poderes cuyo fundamento se entraba a cuestionar, definiéndolos
incluso como una “guerra subversiva” contra las capas populares,
como se expresa en el Mensaje de Obispos del Tercer Mundo
(Cfr. Mensaje, 1969)[xix].
Nuevamente, de acuerdo con Michel de Certeau,
“El problema aparece
en la forma de los cristianismos 'populares', ubicados
durante largo tiempo del lado de la ignorancia…¿Qué es lo
que nos ´permite´ decir que los enunciados doctrinales
hablan a los letrados o a ciertos medios de alguna cosa más
y de algo diferente que de la experiencia particular?...¿no
sobrepasaban su derecho cuando, testigos localizados,
se consideraban testigos universales, y eso por el
solo hecho de ignorar a los otros y limitar la verdad a las
redes restringidas de un medio o de una cultura?” (De
Certeau, [1969b] 132-133).
Este proceso de
producción de lo común, que en palabras de diversos analistas
implicará el “desplazamiento del tema
del desarrollo, al tema de la liberación” (Gutiérrez, 1969: 10 y
1972: 152; Dussel, 1967: 229), irrumpirá en contravía de
posturas provenientes de tendencias europeas de la teología
crítica que al ligar desarrollo y paz, planteaban otra mirada
sobre el cambio revolucionario[xx]
.En efecto, defendiendo la posibilidad
de una “revolución no violenta” como estrategia de cambio, desde
la influyente Revista Concilium publicada en Europa bajo
la dirección de Johannes Baptist Metz se afirmará que, si bien
“la ausencia de guerra es sólo un aspecto negativo de la paz.
Tampoco puede confundirse la paz con el contenido del mensaje
bíblico proclamado por las Iglesias; es, además, el resultado de
un esfuerzo técnico especializado”; en definitiva, “parece que
sólo hay un camino para contener la violencia, y es promover
eficazmente el desarrollo” (Secretariado, 1968: 349, 360).
La postura esgrimida
desde América Latina, enfocada en la cuestión de la liberación y
por ende distante de una profundización en el proceso de
desarrollo tal como había sido concebido hasta entonces,
será explicitada por monseñor Guzmán en su
ponencia al IX Congreso Latinoamericano de Sociología. En
efecto, para este sacerdote,
“Con la segunda
Conferencia General, Medellín 1968, al exigir la
'liberación' el episcopado opta por una expresión
rotundamente política. Ya no se insiste tanto en lo de
'desarrollo, nuevo nombre de la paz' ni en la 'integración'.
Al cargar el acento sobre el vocablo liberación se denuncia
una situación de servidumbre que hay que romper, se llama a
una lucha, a una acción política en procura de cambios
rápidos y profundos. Para decirlo en una palabra: a una
revolución” (Guzmán, 1970: 381).
La pregunta que surge
entonces, a partir de lo anterior, es si la intersección entre
lo religioso, la política (radical) y el conocimiento puede
producir otra forma de lo “civil”, no su liquidación. Una de las
vías para volver pensable esta posibilidad, por fuera del ansia
de un único modo de secularización, emerge en el momento en que
se analiza esta sentencia de una morfología unívoca de lo civil
desde un prejuicio distinto.
Para ello, intentaremos
mostrar algunos trazos históricos, que desbordan la servidumbre
de los análisis a la figura del creador, el autor
o el caudillo que en su experiencia mística, rehúye a las
mediaciones y canales establecidos, y “aptos”, para la acción
política. Esto nos lleva a recorrer otros caminos que, perdidos
bajo el signo de la anomalía, la excepción o el simple atavismo
alojado en el pasado, cuestionan el juicio de lo religioso como
una simple práctica invasiva de lo civil; desde esta otra
perspectiva, entonces, la violencia exterior a la institución y
conectada con prácticas eclesiales, no sería una simple
“consecuencia” de la tentativa irracional –carente de
mediaciones–, de un sujeto soberano que la desencadena.
2.2.
Escatología y política: ¿ruinas de lo civil?
Posteriormente a la
experiencia de Camilo Torres, hacia finales de la década del
sesenta, la teología de la liberación recurrirá a la idea de
“escatología” para intentar pensar una relación distinta
entre la religión y la política en América Latina, a partir de
un diagnóstico compartido en torno a la necesidad de cambios
drásticos a nivel socioeconómico. Esta escatología ya no será de
acuerdo con Gustavo Gutiérrez, una “ruptura de la fe cristiana
con los poderes de este mundo o un pesimismo histórico” que
lleva a la parálisis. Tampoco será “una evasión de la historia,
sino que tiene una clara y enérgica incidencia en lo político,
en la praxis social” (Gutiérrez, 1972: 278). Dicha “escatología”
establecerá entonces una relación particular con la política,
marcará una apertura hacia el futuro, donde según Gutiérrez, la
“historia deja de ser un recuerdo”.
De igual manera, la
alianza entre escatología y política
criticará el “llamado” a la élite, a través de la “compasión”
presente en Encíclicas como la Populorum Progressio (Cfr.
Gutiérrez, 1972: 65)[xxi].
Ahí va a radicar parte de la distancia de América Latina con
respecto al marco establecido por el Concilio Vaticano II,
evitando acudir a la benevolencia de la élite o a una visión
cándida acerca del conflicto social[xxii].
Al respecto, la II Conferencia de Obispos realizada en Medellín
afirmará que
“Por lo tanto les
hacemos un llamamiento urgente a fin de que no se valgan de
la posición pacífica de la Iglesia para oponerse, pasiva o
activamente, a las transformaciones profundas que son
necesarias. Si se retienen celosamente sus privilegios y,
sobre todo, si los defienden empleando ellos mismos medios
violentos, se hacen responsables ante la historia de
provocar ´las revoluciones explosivas de la desesperación´.
De su actitud depende, pues, en gran parte el porvenir
pacífico de los países de América Latina” (Mensaje a los
Pueblos de América Latina, 1968).
El agotamiento en el
“llamado” a la conciencia de la élite, creemos, se convertirá no
en una postura aislada o simple fisura institucional sino que se
va a traducir, en su confluencia con posturas provenientes del
campo del conocimiento y la acción política, en un procedimiento
por medio del cual se intentó propiciar la instauración de un
mecanismo de producción de lo común, disímil al movilizado desde
el esquema liberal democrático.
Para el caso de las
prácticas cristianas señaladas, ligadas a las prácticas
desplegadas a la luz de la teología de la liberación, este
mecanismo abrió el espacio para la apropiación y el uso de la
violencia como posibilidad “digna” de praxis por fuera de la
institución. La crítica esgrimida desde el ámbito religioso
intentó instalar la práctica cristiana por fuera de la
clemencia, en una concepción en la que el individuo
“es sujeto de su liberación y no objeto de
caridad” o de la atención pastoral. Este desplazamiento, va a
ligarse a una nueva composición de la praxis política radical, y
por ende, a una nueva valoración de la violencia.
Ejemplo de ello es el
llamamiento de 900 sacerdotes del continente denominado “América
Latina, Continente de Violencia”, a “que en la consideración del
problema de la violencia se evite por todos los medios equiparar
o confundir la violencia injusta de los opresores que
sostienen este 'nefasto sistema' con la justa violencia
de los oprimidos que se ven obligados a recurrir a ella para
lograr su liberación” (América, 1969: 106).
Esta revaloración hecha por una parte del
sector eclesial, tendrá su expresión más acabada en la
formulación de la Teología de la Liberación, que sostiene que
“en la medida en que se toma
conciencia de la situación de violencia existente y legalizada,
la cuestión de la contraviolencia abandona el plano de los
criterios éticos abstractos para colocarse en forma más resuelta
en el de la eficacia política” (Gutiérrez, 1972: 139)[xxiii].
En ese sentido, estas
posiciones no son sólo actuaron como disidencias que apuntaban a
fisurar la institución (eclesial), operando como anomalías,
accidentes o deformaciones de los fines de la misma; antes que
situaciones aisladas, este tipo de posturas harán entrar en
resonancia a las prácticas cristianas con prácticas de
conocimiento instaladas en el afuera de la institución, sin
estar mediadas por una concesión otorgada a partir de la
potestad del Estado.
En efecto, esta postura
se entrelazaba con apuestas que desde la idea de compromiso,
movilizaban por fuera de la institución académica una práctica
de conocimiento que articula una crítica al desarrollismo desde
la periferia, a través de planteamientos como los esgrimidos
desde la Teoría de la Dependencia. De acuerdo con las
declaraciones de la Fundación Rosca, experiencia pionera de la
Investigación Acción-Participación (IAP) conformada fuera de la
academia a partir de 1970, el método y la orientación científica
ya no “serían más trompetas apocalípticas para despertar a las
clases dirigentes e inducirlas a ser más responsables –una
actitud moralista–; ni permitirían su utilización para que las
clases dirigentes se perpetuaran en el poder mediante cambios
dosificados y virajes calculados "científicamente" –una actitud
conscientemente comprometida con el sistema–” (Fals y otros,
1972: 21).
Este conocimiento, que
se sitúa explícitamente en la vinculación entre pensamiento y
praxis envuelta en la experiencia de Camilo Torres Restrepo (Cfr.
Fals Borda, 1967a ,b) recogerá, al igual que lo hará
la praxis desplegada por el colectivo
Golconda, los planteamientos esgrimidos por Torres a propósito
del lugar del conocimiento en el proceso político. Estas
posiciones, que impregnaron una de las direcciones tomadas por
el Departamento de Sociología de la Universidad Nacional de
Colombia durante la década del sesenta, redundarán en la toma de
partido por un conocimiento tendiente a fortalecer los
movimientos populares y la política radical
[xxiv].
En esa vía, la figura de
Camilo Torres Restrepo será recordada por Fals Borda en el
discurso inaugural del II Congreso Nacional de Sociología en
agosto de 1967, a manera de “homenaje de agradecimiento”.
Refiriéndose al período de fundación de la Facultad de
Sociología, en sus palabras “el Padre Torres encabezó el
movimiento de independencia intelectual de aquel entonces, no
sólo respecto a la herencia teórica y un poco superficial que
habíamos recibido, sino en relación con la orientación de la
labor científica, que había de dirigirse más y más hacia la
problemática colombiana” (Discurso, 1967). De igual modo, en
las páginas iniciales del libro La Subversión en Colombia,
mencionado anteriormente, Fals afirma que “la influencia
intelectual y personal del Padre Torres ha sido y seguirá siendo
importante. Fue el tipo de subversor moral, de los que abren
trocha nueva. Por eso, el dedicarle este libro es no solo un
acto de amistad, sino uno de justo reconocimiento a su
contribución para entender el sentido de la época en que nos ha
tocado vivir” (Prólogo, 1967: XXII).
De esta manera, se
invierte la fórmula privilegiada bajo la estrategia del
desarrollo. Si antes la técnica fungía como precedente y
mecanismo desencadenante del bienestar, ahora se da paso a un
proceso revolucionario como factor que permite el despliegue
acertado de lo técnico, en aras de conformar un nuevo orden
social; al respecto Camilo Torres había afirmado, en 1965, que
“las soluciones técnicas y eficaces no se logran sin una
revolución”. Esta conformación del orden, es nuestra hipótesis,
se estructuraría a partir de otro modo de lo civil, configurando
una morfología que efectuó una inversión en los modos de
hacer y decir hasta entonces predominantes.
Siguiendo la
introducción a la primera compilación de escritos de Torres en
1970, es en el paso o pasaje “del templo a la nación” encarnado
en Camilo Torres, donde se articula una praxis que representa un
“desafío” a “toda la sociedad liberal que considera que las
soluciones se dan en la contemplación y el conocimiento de los
problemas” (1972:15, 24). La propuesta es, entonces, analizar
este pasaje a partir de la relación delineada entre
escatología y política desde un ángulo distinto al predominante.
De acuerdo con la lectura
convencional, esta articulación prefiguraría, no sólo el
rompimiento del lazo social, sino que habilitaría la posibilidad
misma de usurpación de lo laico y la desestabilización del
modelo democrático.
Esta articulación, que
toma distancia de la confianza del cambio social en el
reformismo de las élites, será presentada entonces como
manifestación de un éxtasis cristiano tendiente al mesianismo,
que opera como anuncio del fin del tiempo de lo civil. De esta
manera, adquirirían primacía formas de la política como el
caudillismo y el personalismo, como expresión de un
particularismo; de ahí, por ejemplo, el continuo ataque al
“voluntarismo” y precaria serenidad que distintos análisis
atribuyen a la acción de Camilo Torres, como expresión límite
del sacrificio[xxv].
A la luz de lo anterior,
la pregunta que surge es, si la relación conocimiento-religión y
política materializada en la década del sesenta, permite
establecer otra perspectiva por fuera de la visión de la
violencia como una simple tentación totalitaria del sujeto. Para
ello, habría que enfrentar una mirada que pueda atravesar la
obsesión por la secularización, y la asimilación de la ley con
la paz, y plantearse si al distanciarnos de la cuestión
religiosa como una especie de supresión de la política, es
posible abordar la cuestión de la violencia desde otro lugar.
Para arriesgar esa lectura,
acudimos entonces a una perspectiva que permita problematizar el
ejercicio extra-institucional de la violencia desde un valor
diferente. Una posible vía, es la relectura que realiza Michel
Foucault en una serie de conferencias dictadas hacia finales de
la década del setenta acerca del uso de la violencia, justamente
en el cruce entre escatología y política. Este autor, va a
identificar una “escatología revolucionaria”, como forma de
“contraconducta” que atravesó los siglos XIX y XX relacionada,
precisamente, con prácticas del pastorado cristiano. Afirma
entonces que
“debe haber un momento
en que la población, en su ruptura con todos los lazos de
obediencia, tenga efectivamente el derecho, en términos no
jurídicos sino de derechos esenciales y fundamentales, de
romper los vínculos de obediencia que pueda mantener con el
Estado y levantarse contra él para decir: esas reglas de
obediencia deben ser reemplazadas por mi ley, la ley de mis
exigencias… Escatología, por consiguiente, que adoptará la
forma absoluta del derecho a la revuelta, el derecho a la
propia revolución” (Foucault, [1977-1978] 2006: 407).
Esta concepción de la
violencia, que Foucault deriva de un tipo de saber denominado
“historicismo político”, doblegado históricamente por una
concepción jurídica e institucional de la verdad, se opondrá al
conocimiento que asimila la instauración de la ley con el
proceso de pacificación social[xxvi].
Esta otra valoración
de la violencia, desde la conexión entre escatología y política,
implicaría entonces no una fascinación por lo bárbaro, o una
perversión de lo civil. La violencia
ejercida por fuera del reglaje institucional, en esta
perspectiva, no sería una simple ruptura del derecho, ni un
síntoma de un espacio civil deficitario.
Consideramos que en el
caso que nos ocupa, es en ese exceso con respecto a la
institución, que la relación entre conocimiento, religión y
política (radical) pudo operar como mecanismo de subversión de
lo social, a partir de otra valoración de la violencia
exorbitante con respecto a la medida institucional.
En efecto, de acuerdo con Gustavo Gutiérrez, el
desplazamiento que emerge con la Teología de la liberación
“permite plantearse los complejos problemas de la
contraviolencia sin caer en una moral de dos pesos y dos
medidas, que pretende que la violencia es aceptable cuando la
utiliza el opresor para mantener el 'orden', y es mala cuando
los oprimidos apelan a ella para cambiarlo” (Gutiérrez, 1972:
150).
La captura posterior de
esta perturbación, la interiorización de ese exceso con respecto
a la institución, procederá por diversos caminos. En efecto, el
ulterior cierre de esta posibilidad, su debilitamiento,
dependerá de una serie de estrategias de asimilación que
promoverán el cambio en el valor de la violencia dentro de la
sociedad. Acogiéndonos a lo sugerido anteriormente, esa
interiorización no corresponde entonces a una pacificación, sino
a un marginación de otros modos posibles de lo laico. Esta
captura de modos disímiles de laicidad, será desarrollada por
procedimientos que desestructuran (desatan) las relaciones
previamente establecidas entre la religión, el conocimiento y la
política radical.
La religión actuará
entonces como una especie de mecanismo psicológico, sede de la
interioridad, cuyo despliegue se encadenará al mesianismo y, en
consecuencia fatal, a la tentación –individual e irresistible–
de la violencia. El alma y la interioridad encontrarán de nuevo
su posibilidad de existencia, su vitalidad y vigor, en los
distintos relatos sobre las experiencias que mezclaron
conocimiento, religión y política: asistiremos a la restitución
del nombre propio. En adelante, entonces, la violencia
será vista como una “debilidad” del sujeto, y la revuelta
perderá toda dignidad posible.
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[ii] El proyecto se
titula “La posibilidad de una moral insurgente: Camilo
Torres Restrepo”, desarrollado en la Maestría en
Estudios Sociales Contemporáneos del Instituto de
Estudios Sociales Contemporáneos (IESCO) de la
Universidad Central.
[iii] El corte de
inicio que se establece en torno a los textos a
trabajar, se circunscribe a aquellos documentos
publicados una vez muere Camilo Torres, en su primer
combate en la guerrilla del ELN el 15 de febrero de
1966. El cierre de esa delimitación se corresponde con
el año 2006, fecha en que se cumplen cuarenta años de su
muerte. La documentación incluye libros, artículos de
revistas
[iv]
En ese sentido, afirma Foucault lo siguiente: “si la
relación de fuerza transmite la verdad, ésta, a su vez,
actuará, y no se la buscará, en definitiva, sino en la
medida en que pueda convertirse efectivamente en un arma
en esa relación” (2000).
[v] Foucault
entiende por acontecimiento “no una decisión, un
tratado, un reino o una batalla-, sino una relación de
fuerza que se invierte, un poder que se confisca, un
vocabulario recuperado y vuelto contra los que lo
utilizan, una dominación que se debilita, se distiende,
ella misma se envenena, y otra que surge, disfrazada”
(1992a: 48).
[vi]
Al respecto, Melo afirma cómo “los historiadores más
jóvenes, con pocas excepciones, parecen estarse dejando
llevar por las voces atractivas de teorías que harían
cada vez más irrelevante a la historia, y alejando el
análisis de la búsqueda de interpretaciones amplias
sobre problemas centrales de la formación del país… es
posible expresar la esperanza de que, frente a la
magnitud de los problemas de la sociedad colombiana, la
investigación histórica no abandone sus ambiciones
explicativas” (2000: 170). Acerca de mantener las
“promesas democráticas” de la disciplina histórica ver
igualmente Archila (1999: 283).
[vii] En nuestro
país, diversos son los trabajos que, franqueando los
límites disciplinares de las ciencias sociales, realizan
procesos de reescritura del pasado por fuera de la
vigilancia de una historia verdadera. Destacamos
entre ellos, los de Oscar Saldarriaga y Javier Sáenz
(1997) sobre pedagogía, modernidad e infancia en
Colombia; los trabajos de Mónica Zuleta y Gisela Daza
acerca de la subjetivación de la familia en el
capitalismo en el país (2002, 1997); las investigaciones
sobre biopolítica colonial y producción de verdad sobre
lo latinoamericano de Santiago Castro-Gómez (2005,
1996), así como los últimos trabajos de Renán Silva
(2007, 2004). Como “antecedente”, en términos de de
constitución de un campo problemático y la apropiación
de una perspectiva de pensamiento, se encuentran los
trabajos de Roberto Salazar Ramos (1993) y, desde el
ángulo historiográfico [histórico], los últimos trabajos
de Germán Colmenares (1997).
[viii] “Finally, experiences and
doctrines are distinguished according to the priority
that they accord either to vision (contemplation) or to
the spoken word. This first tendency emphasizes
knowledge, the radicality of exile, the unconscious
initiations that free one from consciousness, the
solitude of silence, and ´spiritual´ communion: such are
the ´gnostic´ mystics and the mystics of Eros.
The second tendency links the call with a praxis, the
message with work and the civic community, the
recognition of the absolute with an ethics, and ´wisdom´
with brotherly relationships: such are the mystics of
agape” (De Certeau, [1968] 1992: 23-24).
[ix]
De acuerdo con Francisco Mosquera,
máximo dirigente del MOIR, “las concepciones ideológicas
las fuerzas que controlaban al MOEC, y a muchas de las
organizaciones que he mencionado [FUAR, JMRL, PC-ML y
Frente Unido], eran opuestas al principio de que sólo la
clase obrera, en las actuales condiciones históricas,
podrá resolver con acierto el problema de la
organización y de la lucha de las masas por la
independencia nacional y por el logro de las
transformaciones democráticas que requiere la sociedad
colombiana” (En Valverde y Collazos, 1973: 97).
[x]
“En nuestra situación americana, consideramos que tres
aportes fundamentales hizo la Revolución Cubana a la
mecánica de los movimientos en América; son ellas:
Primero: las fuerzas populares pueden ganar una guerra
contra el ejército. Segundo: no siempre hay que esperar
a que se den todas las condiciones para la revolución;
el foco insurreccional puede crearlas. Tercero: en la
América subdesarrollada, el terreno de la lucha armada
debe ser fundamentalmente el campo” (Guevara, 1983:
174-175).
[xi]
Ricardo Sánchez, aludiendo a la
caracterización de la revolución hecha por el Partido
Comunista como “democrático-burguesa”, eco de la
concepción comunista soviética “de frente popular de
alianza de todas las fuerzas democráticas contra el
facismo”, afirma que “cualquiera que estudie las
publicaciones del partido sobre todo cuando toma cuerpo
y se conforma, los discursos de sus dirigentes Augusto
Durán o Gilberto Vieira, encontrarán siempre esa
búsqueda de un sector de la burguesía nacional
dispuestos a adelantar las tareas anti-imperiales y
anti-feudales que la revolución colombiana exige” (En
Valverde y Collazos 1973: 156).
[xii] De acuerdo
con René García, sacerdote y figura destacada de
Golconda, “Camilo ha dado origen al fuerte movimiento
cristiano que hoy se registra en toda América Latina en
la acción revolucionaria…Camilo es para nosotros un guía
de la acción revolucionaria, como un camino consecuente
a seguir en nuestro proceso, que hoy nos llama a la
integración que debe darse por una comunicación mayor
entre los sectores comprometidos con la lucha general
revolucionaria de todo el continente, ya que la unidad
de cultura, de modo de producción y de lenguaje en
América Latina nos lleva a plantear en común la lucha de
nuestros pueblos en la integración de los cristianos con
los hombres que luchan por esta misma liberación”
(García: 1970).
[xiii]
Para Michel de Certeau, “el fracaso de la política del
foco ligada a una concepción de la fe cristiana
también tuvo como efecto una orientación masiva de la
pastoral, de la pedagogía o de la catequesis hacia las
´religiones populares´” ([1968] 1995: 321).
[xiv] En Colombia
en particular, la vinculación entre ciencias sociales y
fe tuvo diversos desarrollos terrenos como el educativo,
entre los que se destaca la del Modelo Educacional
Integrado (MEI) movilizado desde el colectivo eclesial
disidente Golconda. Al respecto, comenta el sacerdote
René García en un análisis retrospectivo sobre esa
experiencia, que “una de las tesis era que la educación
religiosa se debía dar a la luz del proceso científico,
pero monseñor Alfonso López decía que el asunto debía
ser al contrario: ajustar los procesos de la ciencia a
la fe” (Entrevista con René García en J.D Restrepo,
1995: 138).
[xv]
Al respecto puede ser ilustrativa la afirmación del
sacerdote colombiano Germán Guzmán, al analizar la
transformación de la estructura eclesial y el fenómeno
de los “curas rebeldes”. Afirma el sacerdote que “el
cambio social en nuestro continente parte de esta
premisa fundamental: América Latina, al menos en la
mayoría de sus naciones, debe pasar por una revolución
política y social fundamental” (Guzmán, 1970: 367).
[xvi]
“Al
hablar de una situación de injusticia nos referimos a
aquellas realidades que expresan una situación de
pecado”. Igualmente, al referirse a la implantación de
modelos económicos externos sobre América Latina, afirma
la declaración de Obispos den Medellín que “esta falta
de adaptación a la idiosincrasia y a las posibilidades
de nuestra población, origina, a su vez, una frecuente
inestabilidad política y la consolidación de
instituciones puramente formales. A todo ello debe
agregarse la falta de solidaridad, que lleva, en el
plano individual y social, a cometer verdaderos pecados,
cuya cristalización aparece evidente en las estructuras
injustas que caracterizan la situación de América
Latina” (Sección I. Hechos, Numeral 2; II Paz,
Numeral 1).
[xvii] Dicho juicio
encuentra en las declaraciones de Walter Broderick,
biógrafo reconocido de Camilo Torres y exsacerdote
cercano a la experiencia de Golconda, un uso sintomático dentro de la
literatura a lo largo de distintas décadas. Al comentar
la vinculación de Torres a la insurgencia, Broderick
comenta en forma retrospectiva que
“Camilo renuncia a la complejidad de
la política, con todas sus negociaciones y componendas
entre un grupo y otro, con relaciones de poder y fuerza.
Camilo no aguantaba eso más de cinco minutos. Cuando
empezó su Frente Unido, ya estaba mirando por donde
meterse al monte, porque eso significaba simplificar.
Camilo fue en cierta forma el rechazo a la política.
Creo importante tener en mente que Camilo, en ese
sentido, hizo mucho daño, porque rechazó la cuestión
política por algo romántico, heroico, de buenos contra
malos” (Broderick, 2001: 35-36).
[xviii] En esa vía,
la declaración del “II Encuentro del Grupo Sacerdotal
Golconda” declarará que “el poder político surgió como
tutor y promotor de ese sistema de privilegios, que la
Constitución Nacional vino a justificar. La Iglesia, por
su parte, lo sacralizó, como si tuviera la expresión
inequívoca de la voluntad de Dios” (Diciembre de 1968).
Al respecto, el sacerdote Germán Guzmán señalará
igualmente que “la acción de la iglesia ha socializado
en América Latina formas culturales de carácter mágico
religioso sin que lograra generalizar en la comunidad
una mentalidad y una praxis auténticamente cristianas”
(Guzmán, 1970: 359).
[xix]
La declaración de 18 obispos de Brasil, Argelia, Egipto,
Oceanía, Yugoslavia, Líbano, Laos e Indonesia de en
1967, es enfática al respecto: “No es suficiente que
estos derechos sean reconocidos por as leyes. Estas
leyes deben ser aplicadas y corresponde a los gobiernos
ejercer sus poderes en este terreno para servicio de los
trabajadores y los pobres. Los gobiernos deben abocarse
a hacer cesar esa lucha de clases que, contrariamente a
lo que de ordinario se sostiene, han desencadenado los
ricos con frecuencia y continúan realizando contra los
trabajadores, explotándolos con salarios insuficientes y
condiciones inhumanas de trabajo. Es una guerra
subversiva que desde hace mucho tiempo lleva a cabo
taimadamente el dinero a través del mundo, masacrando a
pueblos enteros” (Mensaje, 1969: 28).
[xx] De todos
modos, esta postura reconocía que “por otra parte, si la
paz tiene algo que ver con el desarrollo, será preciso
admitir que, particularmente en Sudamérica y en el
tercer mundo, la situación es tal que el orden
establecido constituye un obstáculo permanente para el
desarrollo y que, al parecer, sólo puede ser superado
por medio de una revolución. De ahí el gran interés que
la revolución ha despertado en esos países, incluso en
los ambientes teológicos” (Secretariado, 1968: 358-359).
[xxi] De acuerdo
con el numeral 83 de la Encíclica
Populorum Progressio,
“Hombres de buena voluntad”,
se afirma que “finalmente, nos dirigimos a todos
los hombres de buena voluntad conscientes de que el
camino de la paz pasa por el desarrollo. Delegados en
las instituciones internacionales, hombres de Estado,
publicistas, educadores, todos, cada uno en vuestro
sitio, vosotros sois los conductores de un mundo nuevo”.
[xxii] Criticando
los límites del Concilio Vaticano II, Francois Houtart
afirmará que “la dimensión conflictual de la existencia
humana sólo es abordada de manera marginal y tomada en
consideración únicamente en aquellos capítulos que
merecieron las acerbas críticas de la minoría que
reprochaba a la Gadium et spes su optimismo
fácil” (Houtart, 1968: 484).
[xxiii]
En una vía similar, Roger Garaudy comenta: “¿De qué
aplastamiento físico y espiritual del hombre no se haría
hoy cómplice quien predicase la pasividad y la ´no
violencia´ en América Latina, donde centenares de miles
de hambrientos caen por las carreteras, en los Andes o
en la Amazonia como en la India Colonial? Jamás se nos
da a elegir entre la violencia o la no violencia.
Siempre hay que decidirse entre dos violencias y nadie
está en condiciones de dispensarnos de la
responsabilidad concreta de determinar en cada caso
dónde está la violencia menor y la más fecunda para la
expansión del hombre. Digámoslo de una vez: condenar la
violencia momentánea del esclavo que se subleva es tanto
como hacerse cómplice de la violencia permanente y
silenciosa de quien la tiene encadenado…si, pues, ella
[la Iglesia] acepta que un cristiano, un sacerdote
incluso, puede empuñar las armas y participar en las
violencias de una guerra nacional, ¿ en nombre de qué
principio de ´no violencia´ podría prohibirle participar
en una lucha social o en una revolución, a no ser que se
condenen no los medios, sino los fines?” (Garaudy,
1968: 227-228).
[xxiv]
La descripción de esta orientación del programa de
Sociología de la Universidad Nacional y su conexión con
los movimientos populares a través de la idea de
compromiso, que hemos llamado “dirección
pragmática”, se encuentra en Zuleta y Sánchez (2007).
[xxv]
En esa vía, el jesuita Vicente Andrade comenta que “su
talento fácil más bien que profundo hizo que no se le
hiciera tomar una formación filosófica a fondo… y fue
enviado a estudios de especialización en Lovaina, centro
de agitación ideológica, impropio para quienes no tienen
muy acendradas las bases de su estructuración mental”.
Añade además cómo, del “fracaso de Camilo Torres”, “el
único responsable es él, con su idiosincrasia soñadora,
con su sugestionabilidad por la adulación y la
popularidad, por haber descuidado su formación
filosófica y teológica” (Andrade, 1966: 179).
[xxvi]
Afirma Foucault que “ley, poder y gobierno son la
guerra, la guerra de unos contra otros. La rebelión, por
tanto, no va a ser la ruptura de un sistema pacífico de
leyes por una causa cualquiera” (2000: 106).
Alejandro Sánchez Lopera
Actualizado, junio 2010
© José Luis Gómez-Martínez
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