"Y las madres,
¿qué opinan?"
(Rosario Castellanos)
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En los últimos años se
ha debatido con pasión, con violencia y hasta con razonamientos,
el problema del control de la natalidad. Desde el punto de vista
religioso, es un delicadísimo asunto que pone en crisis las
concepciones ancestrales acerca del respeto incondicional a la
vida humana en potencia y que obligaría a la revisión de muchos
dogmas morales que rigen nuestra conducta. Los economistas, por
su parte, se atienen a las cifras y éstas indican lo que se
llama en términos técnicos una explosión demográfica que seguirá
una curva ascendente hasta el momento en que ya no haya sitio
para nadie más en el planeta ni alimentos suficientes para el
exceso de la población. Esta sombría perspectiva no tenemos que
imaginarla para darnos cuenta de su gravedad sino que basta con
que ampliemos nuestra visión actual de los países en los que la
miseria es regla y la opulencia la excepción de la que gozan
hasta reventar, unos cuantos; en los que el hambre es el estado
crónico de la mayoría; en los que la educación es un privilegio;
en los que, en fin, la salud es la lotería con la que resultan
agraciados unos cuantos pero que ninguna de las condiciones
propician, ninguna institución preserva y ninguna ley asegura.
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Los sociólogos ponen
el grito en el cielo clamando por un remedio, tanto para lo que
ya sucede como para evitar que la catástrofe prevista se
consume. Los sicólogos estudian los inconvenientes y las
ventajas de las familias numerosas y de las constituidas por los
padres y un hijo único. Los políticos calculan de qué manera
pesará, en las asambleas mundiales, la voluntad de un país
cuando cuenta (o no cuenta) con el brazo ejecutor de una
multitud que sobrepasa cuantitativamente, como decía la Biblia,
las estrellas de los cielo y a las arenas del mar.
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Entre tantos factores
que intervienen para hacer de este problema uno de los más
complejos y arduos con los que se enfrenta el hombre moderno, se
olvida uno, que acaso no deja de tener importancia y que es el
siguiente: ¿quién tiene los hijos? Porque un niño no es sólo un
dato que modifica las estadísticas ni un consumidor para el que
no hay satisfactores suficientes ni la ocasión de conflictos
emocionales ni el instrumento para acrecentar el poderío o para
defender las posiciones de una nación. Un niño es, antes que
todo eso (que no negamos, pero que posponemos), una criatura
concreta, un ser de carne y hueso que ha nacido de otra criatura
concreta, de otro ser de carne y hueso también y con el que
mantiene –por lo menos durante una época–, una relación de
intimidad entrañable. Esta segunda criatura a la que nos hemos
referido es la madre.
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Al pronunciar la
palabra “madre” los señores se ponen en pie, se quitan el
sombrero y aplauden, con discreción o con entusiasmo, pero
siempre con sinceridad. Los festivales de homenaje se organizan
y los artistas consagrados acuden a hacer alarde gratuito de sus
habilidades mientras el auditorio llora conmovido por este acto
de generosidad que es apenas débil reflejo de la generosidad en
que se consumió su vida la cabecita blanca que casi no alcanza
ya a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, por lo
avanzado de su edad, lo que la hace doblemente venerable.
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Pues bien, aunque nos
cueste trabajo reconstruir el pasado, esa anciana que suscita
paroxismos de gratitud fue, en su hora, la protagonista del
drama sublime de la maternidad. Durante los consabidos nueve
meses, sirvió de asilo corporal a un germen que se desarrolló a
expensas suyas, que hizo uso y abuso de todos los órganos en su
propio provecho y que cuando fue apto para soportar otras
condiciones rompió con los obstáculos que le impedían el acceso
al mundo exterior.
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Después vienen la
lactancia o sus equivalentes y las noches en vela y los cuidados
especiales que deben prodigarse a quien no se aclimata con
facilidad en la tierra, que es frágil, que es precioso.
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Las responsabilidades
se multiplican con los años. Ya no es únicamente la atención al
bienestar físico sino la vigilancia de la evolución intelectual
y del equilibrio de los sentimientos. Y la preocupación por
equipar, lo mejor posible, a quien pronto ha de apartarse del
seno materno para su viaje y su aventura, para la lucha y el
éxito.
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Si la tarea de ser
madre consume tantas energías, tanto tiempo y tanta capacidad,
si es tan absorbente que no se encuentra raro que sea exclusiva,
lo menos que podían hacer quienes deliberan en torno al asunto
del control de la natalidad, es qué opinan de él las madres.
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Porque tanto si se
mantienen los tabús que hasta ahora han tenido vigencia como si
se destruyen; tanto si la natalidad continúa asumiéndose como
una de las fatalidades con que la Naturaleza nos agobia como si
se extendiese hasta allí el campo del dominio del hombre, vale la
pena plantearse, como si nunca se hubiera hecho (y a propósito,
¿se hizo alguna vez?...¿cuándo?, ¿con qué resultados?), un
cuestionamiento acerca de lo que la maternidad significa no como
proceso biológico sino como experiencia humana.
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Porque a ratos se
dicta, como un axioma, la sentencia de que la maternidad es un
instinto que marcha con absoluta regularidad tanto en la mujer
como en las hembras de la especies animales superiores. Si esto
es verdad (lo que habría que probar primero porque luego nos
salen los investigadores con el domingo siete de que el instinto
maternal en los animales es esporádico, se extingue una vez
cumplido cierto plazo con una absoluta indiferencia de la suerte
que corran las crías, aumenta, disminuye o desparece por
variaciones de la dieta, de las hormonas, etc. –por lo que, como
fatalidad es bastante deficiente–), sería un atentado contra ese
instinto impedir que se ejercite con plenitud y sacrificarlo a
otros intereses.
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Súbitamente se
recuerda entonces que en el nivel de la conciencia los instintos
se supeditan a otros valores. Y que la maternidad, en el mundo
occidental, ha sido uno de los valores supremos al que se
inmolan diariamente muchas vidas, muchas honras, muchas
felicidades.
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Pero es un valor que,
según demuestran la historia y la antropología, no estiman por
igual todas las culturas y aun se da el caso de que en algunas
sea lo contrario de un valor. Así que no puede tener
pretensiones absolutistas y si las tiene debe renunciar a ellas.
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La consecuencia es que
resulta un atentado contra la libre determinación individual
imponer obligatoriamente la maternidad a mujeres que la rechazan
porque carecen de vocación, que la evitan porque es un estorbo
para la forma de vida que eligieron o de la que se alejan como
de un peligro para su integridad física.
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Mas para proceder de
esta manera se necesitaría, previamente, considerar a las
mujeres no como lo que se les considera hoy: meros objetos,
aparatos (por desgracia, insustituibles) de reproducción o
criaturas subordinadas a sus funciones y no personas en el
completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y de sus
derechos.
6 de
noviembre, 1965
Reflexiones
para una lectura de "Y las madres, ¿qué opinan?".
Proyecto Ensayo Hispánico
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