En un acceso de
confianza, de esos que provoca la familiaridad y convivencia de los
balnearios, la enferma del corazón me refirió su mal, con todos los
detalles de sofocaciones, violentas palpitaciones, vértigos,
síncopes, colapsos, en que se ve llegar la última hora... Mientras
hablaba, la miraba yo atentamente. Era una mujer como de treinta y
cinco a treinta y seis años, estropeada por el padecimiento; al
menos tal creí, aunque, prolongado el examen, empecé a suponer que
hubiese algo más allá de lo físico en su ruina. Hablaba y se
expresaba, en efecto, como quien ha sufrido mucho, y yo sé que los
males del cuerpo, generalmente, cuando no son de inminente gravedad,
no bastan para producir ese marasmo, ese radical abatimiento. Y
notando cómo las anchas hojas de los plátanos, tocadas de carmín por
la mano artística del otoño, caían a tierra majestuosamente y
quedaban extendidas cual manos cortadas, le hice observar, para
arrancar confidencias, lo pasajero de todo, la melancolía del
tránsito de las cosas...
—Nada es nada— me
contestó, comprendiendo instantáneamente que, no una curiosidad,
sino una compasión, llamaba a las puertas de su espíritu. —Nada es
nada..., a no ser que nosotros mismos convirtamos ese nada en algo.
Ojalá lo viésemos todo, siempre, con el sentimiento ligero, aunque
triste, que nos produce la caída de ese follaje sobre la arena.
El encendimiento enfermo
de sus mejillas se avivó, y entonces me di cuenta de que habría sido
muy hermosa, aunque estuviese su hermosura borrada y barrida, lo
mismo que las cintas de un cuadro fino, al cual se le pasa el
algodón impregnado de alcohol. Su pelo rubio y sedeño mostraba
rastros de ceniza, canas precoces... Sus facciones habíanse
marchitado; la tez, sobre todo, revelaba esas alteraciones de la
sangre que son envenenamientos lentos, descomposiciones del
organismo. Los ojos, de un azul amante, con vetas negras, debieron
de atraer en otro tiempo; pero ahora los afeaba algo peor que los
años: una especie de extravío, que por momentos les prestaba relucir
de locura.
Callábamos; pero mi modo
de contemplarla decía tan expresivamente mi piedad, que ella,
suspirando por ensanchar un poco el siempre oprimido pecho, se
decidió, y no sin detenerse de cuando en cuando a respirar y
rehacerse, me contó la extraña historia.
—Me casé muy enamorada...
Mi marido era entrado en edad respecto a mí; frisaba en los
cuarenta, y yo sólo contaba diecinueve. Mi genio era alegre,
animadísimo; conservaba carácter de chiquilla, y los momentos en que
él no estaba en casa, los dedicaba a cantar, a tocar el piano, a
charlar y reír con las amigas que venían a verme y que me envidiaban
la felicidad, la boda lucida, el esposo apasionado y la brillante
situación social.
Duró esto un año —el año
delicioso de la luna de miel—. Al volver la primavera, el
aniversario de nuestro casamiento, empecé a notar que el carácter de
Reinaldo cambiaba. Su humor era sombrío muchas veces, y sin que yo
adivinase el porqué, me hablaba duramente, tenía accesos de enojo.
No tardé, sin embargo, en comprender el origen de su transformación:
en Reinaldo se habían desarrollado los celos, unos celos violentos,
y razonados, sin objeto ni causa, y por lo mismo, doblemente crueles
y difíciles de curar. Si salíamos juntos, se celaba de que la gente
me mirase o me dijese, al paso, cualquier tontería de éstas que se
les dice a las mujeres jóvenes; si salía él solo, se celaba de lo
que yo quedase haciendo en casa, de las personas que venían a verme;
si salía sola yo, los recelos, las suposiciones eran todavía más
infamantes...
Si le proponía,
suplicando, que nos quedásemos en casa juntos, se celaba de mi
semblante entristecido, de mi supuesto aburrimiento, de mi labor, de
un instante en que, pasando frente a la ventana, me ocurría esparcir
la vista hacia fuera... Se celaba, sobre todo, al percibir que mi
genio de pájaro, mi buen humor de chiquilla, habían desaparecido, y
que muchas tardes, al encender luz se veía brillar sobre mi tez el
rastro húmedo y ardiente del llanto. Privada de mis inocentes
distracciones; separada ya de mis amigas, de mi parentela, de mi
propia familia, porque Reinaldo interpretaba como ardides de
traición el deseo de comunicarme y mirar otras caras que la suya, yo
lloraba a menudo, y no correspondía a los transportes de pasión de
Reinaldo con el dulce abandono de los primeros tiempos.
Cierto día, después de una
de las amargas escenas de costumbre, mi marido me advirtió:
—Flora, yo podré ser un
loco, pero no soy un necio. Me he enajenado tu cariño, y aunque tal
vez tú no hubieses pensado en engañarme, en lo sucesivo, sin poderlo
remediar, pensarías. Ya nunca más seré para ti el amor. Las
golondrinas que se fueron no vuelven. Pero como yo te quiero, por
desgracia, más cada día, y te quiero sin tranquilidad, con ansia y
fiebre, te advierto que he pensado el modo de que no haya entre
nosotros ni cuestiones, ni quimeras, ni lágrimas, y una vez por
todas sepas cuál va a ser nuestro convenio.
Hablando así, me cogió del
brazo y me llevó hacia la alcoba.
Yo iba temblando;
presentimientos crueles me helaban. Reinaldo abrió el cajón del
mueblecito incrustado donde guardaba el tabaco, el reloj, pañuelos,
y me enseñó un revólver grande, un arma siniestra.
—Aquí tienes —me dijo— la
garantía de que tu vida va a ser en lo sucesivo tranquila y dulce.
No volveré a exigirte cuentas ni de cómo empleas tu tiempo, ni de
tus amistades, ni de tus distracciones. Libre eres, como el aire
libre. Pero el día que yo note algo que me hiera en el alma... ese
día, ¡por mi madre te lo juro! sin quejas, sin escenas, sin la menor
señal de que estoy disgustado, ¡ah, eso no!, me levanto de noche
calladamente, cojo el arma, te la aplico a la sien y te despiertas
en la eternidad. Ya estás avisada...
Lo que yo estaba era
desmayada, sin conocimiento. Fue preciso llamar al médico, por lo
que duraba el síncope. Cuando recobré el sentido y recordé,
sobrevino la convulsión. Hay que advertir que les tengo un miedo
cerval a las armas de fuego; de un casual disparo murió un hermanito
mío. Mis ojos, con fijeza alocada, no se apartaban del cajón del
mueble que encerraba el revólver.
No podía yo dudar, por el
tono y el gesto de Reinaldo, que estaba dispuesto a ejecutar su
amenaza, y como, además, sabía la facilidad con que se ofuscaba su
imaginación, empecé a darme por muerta. En efecto, Reinaldo,
cumpliendo su promesa, me dejaba completamente dueña de mí, sin
dirigirme la menor censura, sin mostrar ni en el gesto que se
opusiese a ninguno de mis deseos o desaprobase mis actos; pero esto
mismo me espantaba, porque indicaba la fuerza y la tirantez de una
voluntad que descansa en una resolución..., y víctima de un terror
cada día más hondo, permanecía inmóvil, no atreviéndome a dar un
paso. Siempre veía el reflejo de acero del cañón del revólver.
De noche, el insomnio me
tenía con los ojos abiertos; creyendo percibir sobre la sien el
metálico frío de un círculo de hierro; o, si conciliaba el sueño,
despertaba sobresaltada, con palpitaciones en que parecía que el
corazón iba a salírseme del pecho, porque soñaba que un estampido
atroz me deshacía los huesos del cráneo y me volaba el cerebro,
estrellándolo contra la pared... Y esto duró cuatro años, cuatro
años en que no tuve minuto tranquilo, en que no di un paso sin
recelar que ese paso provocase la tragedia.
—¿Y cómo terminó esa
situación tan horrible? —pregunté, para abreviar, porque la veía
asfixiarse.
—Terminó... con Reinado,
que fue despedido por un caballo y se rompió algo dentro, quedando
allí mismo difunto. Entonces, sólo entonces, comprendí que le quería
aún, y le lloré muy de veras, ¡aunque fue mi verdugo, y verdugo
sistemático!
—¿Y recogió usted el
revólver para tirarlo por la ventana?
—Verá usted —murmuró
ella—. Sucedió una cosa... bastante singular. Mandé al criado de
Reinaldo que quitase de mi habitación el revólver, porque yo
continuaba viendo en sueños el disparo y sintiendo el frío sobre la
sien... Y después de cumplir la orden, el criado vino a decirme:
—Señorita, no había por
qué tener miedo... Ese revólver no estaba cargado.
—¿Que no estaba cargado?
—No, señora; ni me parece
que lo ha estado nunca... Como que el pobre señorito ni llegó a
comprar las cápsulas. Si hasta le pregunté, a veces, si quería que
me pasase por casa del armero y las trajese, y no me respondió, y
luego no se volvió a hablar más del asunto...
—De modo —añadió la
cardiaca— que un revólver sin carga me pegó el tiro, no en la
cabeza, sino en la mitad del corazón, y crea usted, que a pesar del
digital y baños y todos los remedios, la bala no perdona...
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[Fuente: Emilia
Pardo Bazán. “El revólver” (1903?). Obras completas. Volumen
II, Madrid: Aguilar, 1947. Audio: interpretación de diego del Pozo]