San Manuel Bueno, mártir
(Miguel de Unamuno)
Si sólo en
esta vida esperamos en Cristo,
somos los más miserables de los hombres todos.
(SAN PABLO, I Corintios XV, 19)
-
Ahora que el obispo de la diócesis de Renada, a la que
pertenece esta mi querida aldea de Valverde de Lucerna, anda, a
lo que se dice, promoviendo el proceso para la beatificación de
nuestro Don Manuel, o mejor San Manuel Bueno, que fue en esta
párroco, quiero dejar aquí consignado, a modo de confesión y
sólo Dios sabe, que no yo, con qué destino, todo lo que sé y
recuerdo de aquel varón matriarcal que llenó toda la más
entrañada vida de mi alma, que fue mi verdadero padre
espiritual, el padre de mi espíritu, del mío, el de Ángela
Carballino.
-
Al otro, a mi padre carnal y temporal,
apenas si le conocí, pues se me murió siendo yo muy niña. Sé que
había llegado de forastero a nuestra Valverde de Lucerna, que
aquí arraigó al casarse aquí con mi madre. Trajo consigo unos
cuantos libros, el Quijote, obras de teatro clásico,
algunas novelas, historias, el Bertoldo, todo revuelto, y
de esos libros, los únicos casi que había en toda la aldea,
devoré yo ensueños siendo niña. Mi buena madre apenas si me
contaba hechos o dichos de mi padre. Los de Don Manuel, a quien,
como todo el pueblo, adoraba, de quien estaba enamorada –claro
que castísimamente–, le habían borrado el recuerdo de los de su
marido. A quien encomendaba a Dios, y fervorosamente, cada día
al rezar el rosario.
-
De nuestro Don Manuel me acuerdo como si
fuese de cosa de ayer, siendo yo niña, a mis diez años, antes de
que me llevaran al Colegio de Religiosas de la ciudad
catedralicia de Renada. Tendría él, nuestro santo, entonces unos
treinta y siete años. Era alto, delgado, erguido, llevaba la
cabeza como nuestra Peña del Buitre lleva su cresta, y había en
sus ojos toda la hondura azul de nuestro lago. Se llevaba las
miradas de todos, y tras ellas, los corazones, y él al mirarnos
parecía, traspasando la carne como un cristal, mirarnos al
corazón. Todos le queríamos, pero sobre todo los niños. ¡Qué
cosas nos decía! Eran cosas, no palabras. Empezaba el pueblo a
olerle la santidad; se sentía lleno y embriagado de su aroma.
-
Entonces fue cuando mi hermano Lázaro, que
estaba en América, de donde nos mandaba regularmente dinero con
que vivíamos en decorosa holgura, hizo que mi madre me mandase
al Colegio de Religiosas, a que se completara fuera de la aldea
mi educación, y esto aunque a él, a Lázaro, no le hiciesen mucha
gracia las monjas. “Pero como ahí –nos escribía– no hay hasta
ahora, que yo sepa, colegios laicos y progresivos, y menos para
señoritas, hay que atenerse a lo que haya. Lo importante es que
Angelita se pula y que no siga entre esas zafias aldeanas.” Y
entré en el colegio, pensando en un principio hacerme en él
maestra, pero luego se me atragantó la pedagogía.
-
En el colegio conocí a niñas de la ciudad e
intimé con algunas de ellas. Pero seguía atenta a las cosas y a
las gentes de nuestra aldea, de la que recibía frecuentes
noticias y tal vez alguna visita. Y hasta al colegio llegaba la
fama de nuestro párroco, de quien empezaba a hablarse en la
ciudad episcopal. Las monjas no hacían sino interrogarme
respecto a él.
-
Desde muy niña alimenté, no sé bien cómo,
curiosidades, preocupaciones e inquietudes, debidas, en parte al
menos, a aquel revoltijo de libros de mi padre, y todo ello se
me medró en el colegio, en el trato, sobre todo con una
compañera que se me aficionó desmedidamente y que unas veces me
proponía que entrásemos juntas a la vez en un mismo convento,
jurándonos, y hasta firmando el juramento con nuestra sangre,
hermandad perpetua, y otras veces me hablaba, con los ojos
semicerrados, de novios y de aventuras matrimoniales. Por cierto
que no he vuelto a saber de ella ni de su suerte, y eso que
cuando se hablaba de nuestro Don Manuel, o cuando mi madre me
decía algo de él en sus cartas –y era en casi todas–, que yo
leía a mi amiga, esta exclamaba como en arrobo: “¡Qué suerte,
chica, la de poder vivir cerca de un santo así, de un santo
vivo, de carne y hueso, y poder besarle la mano! Cuando vuelvas
a tu pueblo escríbeme mucho, mucho y cuéntame de él”.
-
Pasé en el colegio unos cinco años, que
ahora se me pierden como un sueño de madrugada en la lejanía del
recuerdo, y a los quince volvía a mi Valverde de Lucerna. Ya
toda ella era Don Manuel; Don Manuel con el lago y con la
montaña. Llegué ansiosa de conocerle, de ponerme bajo su
protección, de que él me marcara el sendero de mi vida.
-
Decíase que había entrado en el Seminario
para hacerse cura, con el fin de atender a los hijos de una su
hermana recién viuda, de servirles de padre; que en el Seminario
se había distinguido por su agudeza mental y su talento y que
había rechazado ofertas de brillante carrera eclesiástica porque
él no quería ser sino de su Valverde de Lucerna, de su aldea
perdida como un broche entre el lago y la montaña que se mira en
él.
-
¡Y cómo quería a los suyos! Su vida era
arreglar matrimonios desavenidos, reducir a sus padres hijos
indómitos o reducir los padres a sus hijos, y sobre todo
consolar a los amargados y atediados, y ayudar a todos a bien
morir.
-
Me acuerdo, entre otras cosas, de que al
volver de la ciudad la desgraciada hija de la tía Rabona, que se
había perdido y volvió, soltera y desahuciada, trayendo un
hijito consigo, Don Manuel no paró hasta que hizo que se casase
con ella su antiguo novio, Perote, y reconociese como suya a la
criaturita, diciéndole:
-
–Mira, da padre a este pobre crío que no le
tiene más que en el cielo.
-
–¡Pero, Don Manuel, si no es mía la
culpa...!
-
–¡Quién lo sabe, hijo, quién lo sabe...!,
y, sobre todo, no se trata de culpa.
-
Y hoy el pobre Perote, inválido,
paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo
aquel que, contagiado de la santidad de Don Manuel, reconoció
por suyo no siéndolo.
-
En la noche de san Juan, la más breve del
año, solían y suelen acudir a nuestro lago todas las pobres
mujerucas, y no pocos hombrecillos, que se creen poseídos,
endemoniados, y que parece no son sino histéricos y a las veces
epilépticos, y Don Manuel emprendió la tarea de hacer él de
lago, de piscina probática, y tratar de aliviarles y si era
posible de curarles. Y era tal la acción de su presencia, de sus
miradas, y tal sobre todo la dulcísima autoridad de sus palabras
y sobre todo de su voz –¡qué milagro de voz!–, que consiguió
curaciones sorprendentes. Con lo que creció su fama, que atraía
a nuestro lago y a él a todos los enfermos del contorno. Y
alguna vez llegó una madre pidiéndole que hiciese un milagro en
su hijo, a lo que contestó sonriendo tristemente:
-
–No tengo licencia del señor obispo para
hacer milagros.
-
Le preocupaba, sobre todo, que anduviesen
todos limpios. Si alguno llevaba un roto en su vestidura, le
decía:
-
“Anda a ver al sacristán, y que te remiende
eso”. El sacristán era sastre. Y cuando el día primero de año
iban a felicitarle por ser el de su santo –su santo patrono era
el mismo Jesús Nuestro Señor–, quería Don Manuel que todos se le
presentasen con camisa nueva, y al que no la tenía se la
regalaba él mismo.
-
Por todos mostraba el mismo afecto, y si a
algunos distinguía más con él era a los más desgraciados y a los
que aparecían como más díscolos. Y como hubiera en el pueblo un
pobre idiota de nacimiento, Blasillo el bobo, a este es a quien
más acariciaba y hasta llegó a enseñarle cosas que parecía
milagro que las hubiese podido aprender. Y es que el pequeño
rescoldo de inteligencia que aún quedaba en el bobo se le
encendía en imitar, como un pobre mono, a su Don Manuel.
-
Su maravilla era la voz, una voz divina,
que hacía llorar. Cuando al oficiar en misa mayor o solemne
entonaba el prefacio, estremecíase la iglesia y todos los que le
oían sentíanse conmovidos en sus entrañas. Su canto, saliendo
del templo, iba a quedarse dormido sobre el lago y al pie de la
montaña. Y cuando en el sermón de Viernes Santo clamaba aquello
de: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, pasaba
por el pueblo todo un temblor hondo como por sobre las aguas del
lago en días de cierzo de hostigo. Y era como si oyesen a
Nuestro Señor Jesucristo mismo, como si la voz brotara de aquel
viejo crucifijo a cuyos pies tantas generaciones de madres
habían depositado sus congojas. Como que una vez, al oírlo su
madre, la de Don Manuel, no pudo contenerse, y desde el suelo
del templo, en que se sentaba, gritó: “¡Hijo mío!”. Y fue un
chaparrón de lágrimas entre todos. Creeríase que el grito
maternal había brotado de la boca entreabierta de aquella
Dolorosa –el corazón traspasado por siete espadas– que había en
una de las capillas del templo. Luego Blasillo el tonto iba
repitiendo en tono patético por las callejas, y como en eco, el
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”, y de tal
manera que al oírselo se les saltaban a todos las lágrimas, con
gran regocijo del bobo por su triunfo imitativo.
-
Su acción sobre las gentes era tal que
nadie se atrevía a mentir ante él, y todos, sin tener que ir al
confesionario, se le confesaban. A tal punto que como hubiese
una vez ocurrido un repugnante crimen en una aldea próxima, el
juez, un insensato que conocía mal a Don Manuel, le llamó y le
dijo:
-
–A ver si usted, Don Manuel, consigue que
este bandido declare la verdad.
-
–¿Para que luego pueda castigársele?
–replicó el santo varón–. No, señor juez, no; yo no saco a nadie
una verdad que le lleve acaso a la muerte. Allá entre él y
Dios... La justicia humana no me concierne. “No juzguéis para no
ser juzgados”, dijo Nuestro Señor.
-
–Pero es que yo, señor cura...
-
–Comprendido; dé usted, señor juez, al
César lo que es del César, que yo daré a Dios lo que es de Dios.
-
Y al salir, mirando fijamente al presunto
reo, le dijo:
-
–Mira bien si Dios te ha perdonado, que es
lo único que importa.
-
En el pueblo todos acudían a misa, aunque
sólo fuese por oírle y por verle en el altar, donde parecía
transfigurarse, encendiéndosele el rostro. Había un santo
ejercicio que introdujo en el culto popular, y es que, reuniendo
en el templo a todo el pueblo, hombres y mujeres, viejos y
niños, unas mil personas, recitábamos al unísono, en una sola
voz, el Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador del
Cielo y de la Tierra...” y lo que sigue. Y no era un coro, sino
una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en una y
haciendo como una montaña, cuya cumbre, perdida a las veces en
nubes, era Don Manuel. Y al llegar a lo de “creo en la
resurrección de la carne y la vida perdurable” la voz de Don
Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y
era que él se callaba. Y yo oía las campanadas de la villa que
se dice aquí que está sumergida en el lecho del lago –campanadas
que se dice también se oyen la noche de San Juan– y eran las de
la villa sumergida en el lago espiritual de nuestro pueblo; oía
la voz de nuestros muertos que en nosotros resucitaban en la
comunión de los santos. Después, al llegar a conocer el secreto
de nuestro santo, he comprendido que era como si una caravana en
marcha por el desierto, desfallecido el caudillo al acercarse al
término de su carrera, le tomaran en hombros los suyos para
meter su cuerpo sin vida en la tierra de promisión.
-
Los más no querían morirse sino cogidos de
su mano como de un ancla.
-
Jamás en sus sermones se ponía a declamar
contra impíos, masones, liberales o herejes. ¿Para qué, si no
los había en la aldea? Ni menos contra la mala prensa. En
cambio, uno de los más frecuentes temas de sus sermones era
contra la mala lengua. Porque él lo disculpaba todo y a todos
disculpaba. No quería creer en la mala intención de nadie.
-
–La envidia –gustaba repetir– la mantienen
los que se empeñan en creerse envidiados, y las más de las
persecuciones son efecto más de la manía persecutoria que no de
la perseguidora.
-
–Pero fíjese, Don Manuel, en lo que me ha
querido decir...
-
Y él:
-
–No debe importarnos tanto lo que uno
quiera decir como lo que diga sin querer...
-
Su vida era activa y no contemplativa,
huyendo cuanto podía de no tener nada que hacer. Cuando oía eso
de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba:
“Y del peor de todos, que es el pensar ocioso”. Y como yo le
preguntara una vez qué es lo que con eso quería decir, me
contestó: “Pensar ocioso es pensar para no hacer nada o pensar
demasiado en lo que se ha hecho y no en lo que hay que hacer. A
lo hecho pecho, y a otra cosa, que no hay peor que remordimiento
sin enmienda”. ¡Hacer!, ¡hacer! Bien comprendí yo ya desde
entonces que Don Manuel huía de pensar ocioso y a solas, que
algún pensamiento le perseguía.
-
Así es que estaba siempre ocupado, y no
pocas veces en inventar ocupaciones. Escribía muy poco para sí,
de tal modo que apenas nos ha dejado escritos o notas; mas, en
cambio, hacía de memorialista para los demás, y a las madres,
sobre todo, les redactaba las cartas para sus hijos ausentes.
-
Trabajaba también manualmente, ayudando con
sus brazos a ciertas labores del pueblo. En la temporada de
trilla íbase a la era a trillar y aventar, y en tanto, les
aleccionaba o les distraía. Sustituía a las veces a algún
enfermo en su tarea. Un día del más crudo invierno se encontró
con un niño, muertito de frío, a quien su padre le enviaba a
recoger una res a larga distancia, en el monte.
-
–Mira –le dijo al niño–, vuélvete a casa, a
calentarte, y dile a tu padre que yo voy a hacer el encargo.
-
Y al volver con la res se encontró con el
padre, todo confuso, que iba a su encuentro. En invierno partía
leña para los pobres. Cuando se secó aquel magnífico nogal –”un
nogal matriarcal” le llamaba–, a cuya sombra había jugado de
niño y con cuyas nueces se había durante tantos años regalado,
pidió el tronco, se lo llevó a su casa y después de labrar en él
seis tablas, que guardaba al pie de su lecho, hizo del resto
leña para calentar a los pobres. Solía hacer también las pelotas
para que jugaran los mozos y no pocos juguetes para los niños.
-
Solía acompañar al médico en su visita y
recalcaba las prescripciones de este. Se interesaba sobre todo
en los embarazos y en la crianza de los niños, y estimaba como
una de las mayores blasfemias aquello de: “¡Teta y gloria!”, y
lo otro de: “angelitos al cielo”. Le conmovía profundamente la
muerte de los niños.
-
–Un niño que nace muerto o que se muere
recién nacido y un suicidio –me dijo una vez– son para mí de los
más terribles misterios: ¡un niño en cruz!
-
Y como una vez, por haberse quitado uno la
vida, le preguntara el padre del suicida, un forastero, si le
daría tierra sagrada, le contestó:
-
–Seguramente, pues en el último momento, en
el segundo de la agonía, se arrepintió sin duda alguna.
-
Iba también a menudo a la escuela a ayudar
al maestro, a enseñar con él, y no sólo el catecismo. Y es que
huía de la ociosidad y de la soledad. De tal modo que por estar
con el pueblo, y sobre todo con el mocerío y la chiquillería,
solía ir al baile. Y más de una vez se puso en él a tocar el
tamboril para que los mozos y las mozas bailasen, y esto, que en
otro hubiera parecido grotesca profanación del sacerdocio, en él
tomaba un sagrado carácter y como de rito religioso. Sonaba el
Ángelus, dejaba el tamboril y el palillo, se descubría y
todos con él, y rezaba: “El ángel del Señor anunció a María: Ave
María...”. Y luego: “Y ahora, a descansar para mañana”.
-
–Lo primero –decía– es que el pueblo esté
contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento
de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta
que Dios quiera.
-
–Pues yo sí –le dijo una vez una recién
viuda–, yo quiero seguir a mi marido...
-
–¿Y para qué? –le respondió–. Quédate aquí
para encomendar su alma a Dios.
-
En una boda dijo una vez: “¡Ay, si pudiese
cambiar el agua toda de nuestro lago en vino, en un vinillo que
por mucho que de él se bebiera alegrara siempre sin emborrachar
nunca... o por lo menos con una borrachera alegre!”.
-
Una vez pasó por el pueblo una banda de
pobres titiriteros. El jefe de ella, que llegó con la mujer
gravemente enferma y embarazada, y con tres hijos que le
ayudaban, hacía de payaso. Mientras él estaba en la plaza del
pueblo haciendo reír a los niños y aun a los grandes, ella,
sintiéndose de pronto gravemente indispuesta, se tuvo que
retirar, y se retiró escoltada por una mirada de congoja del
payaso y una risotada de los niños. Y escoltada por Don Manuel,
que luego, en un rincón de la cuadra de la posada, la ayudó a
bien morir. Y cuando, acabada la fiesta, supo el pueblo y supo
el payaso la tragedia, fuéronse todos a la posada y el pobre
hombre, diciendo con llanto en la voz: “Bien se dice, señor
cura, que es usted todo un santo”, se acercó a este queriendo
tomarle la mano para besársela, pero Don Manuel se adelantó, y
tomándosela al payaso, pronunció ante todos:
-
–El santo eres tú, honrado payaso; te vi
trabajar y comprendí que no sólo lo haces para dar pan a tus
hijos, sino también para dar alegría a los de los otros, y yo te
digo que tu mujer, la madre de tus hijos, a quien he despedido a
Dios mientras trabajabas y alegrabas, descansa en el Señor, y
que tú irás a juntarte con ella y a que te paguen riendo los
ángeles a los que haces reír en el cielo de contento.
-
Y todos, niños y grandes, lloraban, y
lloraban tanto de pena como de un misterioso contento en que la
pena se ahogaba. Y más tarde, recordando aquel solemne rato, he
comprendido que la alegría imperturbable de Don Manuel era la
forma temporal y terrena de una infinita y eterna tristeza que
con heroica santidad recataba a los ojos y los oídos de los
demás.
-
Con aquella su constante actividad, con
aquel mezclarse en las tareas y las diversiones de todos,
parecía querer huir de sí mismo, querer huir de su soledad. “Le
temo a la soledad”, repetía. Mas, aun así, de vez en cuando se
iba solo, orilla del lago, a las ruinas de aquella vieja abadía
donde aún parecen reposar las almas de los piadosos
cistercienses a quienes ha sepultado en el olvido la Historia.
Allí está la celda del llamado Padre Capitán, y en sus paredes
se dice que aún quedan señales de la gota de sangre con que las
salpicó al mortificarse. ¿Que pensaría allí nuestro Don Manuel?
Lo que sí recuerdo es que como una vez, hablando de la abadía,
le preguntase yo cómo era que no se le había ocurrido ir al
claustro, me contestó:
-
–No es sobre todo porque tenga, como tengo,
mi hermana viuda y mis sobrinos a quienes sostener, que Dios
ayuda a sus pobres, sino porque yo no nací para ermitaño, para
anacoreta; la soledad me mataría el alma, y en cuanto a un
monasterio, mi monasterio es Valverde de Lucerna. Yo no debo
vivir solo; yo no debo morir solo. Debo vivir para mi pueblo,
morir para mi pueblo. ¿Cómo voy a salvar mi alma si no salvo la
de mi pueblo?
-
–Pero es que ha habido santos ermitaños,
solitarios... –le dije.
-
–Sí, a ellos les dio el Señor la gracia de
soledad que a mí me ha negado, y tengo que resignarme. Yo no
puedo perder a mi pueblo para ganarme el alma. Así me ha hecho
Dios. Yo no podría soportar las tentaciones del desierto. Yo no
podría llevar solo la cruz del nacimiento.
-
He querido con estos recuerdos, de los que
vive mi fe, retratar a nuestro Don Manuel tal como era cuando
yo, mocita de cerca de dieciséis años, volví del Colegio de
Religiosas de Renada a nuestro monasterio de Valverde de
Lucerna. Y volví a ponerme a los pies de su abad.
-
–¡Hola, la hija de la Simona –me dijo en
cuanto me vio–, y hecha ya toda una moza, y sabiendo francés, y
bordar y tocar el piano y qué sé yo qué más! Ahora a prepararte
para darnos otra familia. Y tu hermano Lázaro, ¿cuándo vuelve?
Sigue en el Nuevo Mundo, ¿no es así?
-
–Sí, señor, sigue en América...
-
–¡El Nuevo Mundo! Y nosotros en el Viejo.
Pues bueno, cuando le escribas, dile de mi parte, de parte del
cura, que estoy deseando saber cuándo vuelve del Nuevo Mundo a
este Viejo, trayéndonos las novedades de por allá. Y dile que
encontrará al lago y a la montaña como les dejó.
-
Cuando me fui a confesar con él mi
turbación era tanta que no acertaba a articular palabra. Recé el
“yo pecadora” balbuciendo, casi sollozando. Y él, que lo
observó, me dijo:
-
–Pero ¿qué te pasa, corderilla? ¿De qué o
de quién tienes miedo? Porque tú no tiemblas ahora al peso de
tus pecados ni por temor de Dios, no; tú tiemblas de mí, ¿no es
eso?
-
Me eché a llorar.
-
–Pero ¿qué es lo que te han dicho de mí?
¿Qué leyendas son esas? ¿Acaso tu madre? Vamos, vamos, cálmate y
haz cuenta que estás hablando con tu hermano...
-
Me animé y empecé a confiarle mis
inquietudes, mis dudas, mis tristezas.
-
–¡Bah, bah, bah! ¿Y dónde has leído eso,
marisabidilla? Todo eso es literatura. No te des demasiado a
ella, ni siquiera a santa Teresa. Y si quieres distraerte, lee
el Bertoldo, que leía tu padre.
-
Salí de aquella mi primera confesión con el
santo hombre profundamente consolada. Y aquel mi temor primero,
aquel más que respeto miedo, con que me acerqué a él, trocóse en
una lástima profunda. Era yo entonces una mocita, una niña casi;
pero empezaba a ser mujer, sentía en mis entrañas el jugo de la
maternidad, y al encontrarme en el confesionario junto al santo
varón, sentí como una callada confesión suya en el susurro
sumiso de su voz y recordé cómo cuando al clamar él en la
iglesia las palabras de Jesucristo: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por
qué me has abandonado?”, su madre, la de Don Manuel, respondió
desde el suelo: “¡Hijo mío!”, y oí este grito que desgarraba la
quietud del templo. Y volví a confesarme con él para consolarle.
-
Una vez que en el confesionario le expuse
una de aquellas dudas, me contestó:
-
–A eso, ya sabes, lo del catecismo: “Eso no
me lo preguntéis a mí, que soy ignorante; doctores tiene la
Santa Madre Iglesia que os sabrán responder”.
-
–¡Pero si el doctor aquí es usted, Don
Manuel...! –¿Yo, yo doctor?, ¿doctor yo? ¡Ni por pienso! Yo,
doctorcilla, no soy más que un pobre cura de aldea. Y esas
preguntas, ¿sabes quién te las insinúa, quién te las dirige?
Pues... ¡el Demonio!
-
Y entonces, envalentonándome, le espeté a
boca de jarro: –¿Y si se las dirigiese a usted, Don Manuel?
-
–¿A quién?, ¿a mí? ¿Y el Demonio? No nos
conocemos, hija, no nos conocemos.
-
–¿Y si se las dirigiera?
-
–No le haría caso. Y basta, ¿eh?,
despachemos, que me están esperando unos enfermos de verdad.
-
Me retiré, pensando, no sé por qué, que
nuestro Don Manuel, tan afamado curandero de endemoniados, no
creía en el Demonio. Y al irme hacia mi casa topé con Blasillo
el bobo, que acaso rondaba el templo, y que al verme, para
agasajarme con sus habilidades, repitió –¡y de qué modo!– lo de
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”. Llegué a
casa acongojadísima y me encerré en mi cuarto para llorar, hasta
que llegó mi madre.
-
–Me parece, Angelita, con tantas
confesiones, que tú te me vas a ir monja.
-
–No lo tema, madre –le contesté–, pues
tengo harto que hacer aquí, en el pueblo, que es mi convento.
-
–Hasta que te cases.
-
–No pienso en ello –le repliqué.
-
Y otra vez que me encontré con Don Manuel,
le pregunté, mirándole derechamente a los ojos:
-
–¿Es que hay infierno, Don Manuel?
-
Y él, sin inmutarse:
-
–¿Para ti, hija? No.
-
–¿Para los otros, le hay?
-
–¿Y a ti qué te importa, si no has de ir a
él?
-
–Me importa por los otros. ¿Le hay?
-
–Cree en el cielo, en el cielo que vemos.
Míralo –y me lo mostraba sobre la montaña y abajo, reflejado en
el lago.
-
–Pero hay que creer en el infierno, como en
el cielo –le repliqué.
-
–Sí, hay que creer todo lo que cree y
enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica,
Romana. ¡Y basta!
-
Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos,
azules como las aguas del lago.
-
Aquellos años pasaron como un sueño. La
imagen de Don Manuel iba creciendo en mí sin que yo de ello me
diese cuenta, pues era un varón tan cotidiano, tan de cada día
como el pan que a diario pedimos en el Padrenuestro. Yo le
ayudaba cuanto podía en sus menesteres, visitaba a sus enfermos,
a nuestros enfermos, a las niñas de la escuela, arreglaba el
ropero de la iglesia, le hacía, como me llamaba él, de
diaconisa. Fui unos días invitada por una compañera de colegio,
a la ciudad, y tuve que volverme, pues en la ciudad me ahogaba,
me faltaba algo, sentía sed de la vista de las aguas del lago,
hambre de la vista de las peñas de la montaña; sentía, sobre
todo, la falta de mi Don Manuel y como si su ausencia me
llamara, como si corriese un peligro lejos de mí, como si me
necesitara. Empezaba yo a sentir una especie de afecto maternal
hacia mi padre espiritual; quería aliviarle del peso de su cruz
del nacimiento.
-
Así fui llegando a mis veinticuatro años,
que es cuando volvió de América, con un caudalillo ahorrado, mi
hermano Lázaro. Llegó acá, a Valverde de Lucerna, con el
propósito de llevarnos a mí y a nuestra madre a vivir a la
ciudad, acaso a Madrid.
-
–En la aldea –decía– se entontece, se
embrutece y se empobrece uno.
-
Y añadía:
-
–Civilización es lo contrario de
ruralización; ¡aldeanerías no!, que no hice que fueras al
colegio para que te pudras luego aquí, entre estos zafios
patanes.
-
Yo callaba, aún dispuesta a resistir la
emigración; pero nuestra madre, que pasaba ya de la sesentena,
se opuso desde un principio. “¡A mi edad, cambiar de aguas!”,
dijo primero; mas luego dio a conocer claramente que ella no
podría vivir fuera de la vista de su lago, de su montaña, y
sobre todo de su Don Manuel.
-
–¡Sois como las gatas, que os apegáis a la
casa! –repetía mi hermano.
-
Cuando se percató de todo el imperio que
sobre el pueblo todo y en especial sobre nosotras, sobre mi
madre y sobre mí, ejercía el santo varón evangélico, se irritó
contra este. Le pareció un ejemplo de la oscura teocracia en que
él suponía hundida a España. Y empezó a barbotar sin descanso
todos los viejos lugares comunes anticlericales y hasta
antirreligiosos y progresistas que había traído renovados del
Nuevo Mundo.
-
–En esta España de calzonazos –decía– los
curas manejan a las mujeres y las mujeres a los hombres... ¡y
luego el campo!, ¡el campo!, este campo feudal...
-
Para él, feudal era un término pavoroso;
feudal y medieval eran los dos calificativos que prodigaba
cuando quería condenar algo.
-
Le desconcertaba el ningún efecto que sobre
nosotras hacían sus diatribas y el casi ningún efecto que hacían
en el pueblo, donde se le oía con respetuosa indiferencia. “A
estos patanes no hay quien les conmueva”. Pero como era bueno
por ser inteligente, pronto se dio cuenta de la clase de imperio
que Don Manuel ejercía sobre el pueblo, pronto se enteró de la
obra del cura de su aldea.
-
–¡No, no es como los otros –decía–, es un
santo!
-
–Pero ¿tú sabes cómo son los otros curas?
–le decía yo, y él:
-
–Me lo figuro.
-
Mas aun así ni entraba en la iglesia ni
dejaba de hacer alarde en todas partes de su incredulidad,
aunque procurando siempre dejar a salvo a Don Manuel. Y ya en el
pueblo se fue formando, no sé cómo, una expectativa, la de una
especie de duelo entre mi hermano Lázaro y Don Manuel, o más
bien se esperaba la conversión de aquel por este. Nadie dudaba
de que al cabo el párroco le llevaría a su parroquia. Lázaro,
por su parte, ardía en deseos –me lo dijo luego– de ir a oír a
Don Manuel, de verle y oírle en la iglesia, de acercarse a él y
con él conversar, de conocer el secreto de aquel su imperio
espiritual sobre las almas. Y se hacía de rogar para ello, hasta
que al fin, por curiosidad –decía–, fue a oírle.
-
–Sí, esto es otra cosa –me dijo luego de
haberle oído–; no es como los otros, pero a mí no me la da; es
demasiado inteligente para creer todo lo que tiene que enseñar.
-
–Pero ¿es que le crees un hipócrita? –le
dije.
-
–¡Hipócrita... no!, pero es el oficio del
que tiene que vivir.
-
En cuanto a mí, mi hermano se empeñaba en
que yo leyese de libros que él trajo y de otros que me incitaba
a comprar.
-
–¿Conque tu hermano Lázaro –me decía Don
Manuel– se empeña en que leas? Pues lee, hija mía, lee y dale
así gusto. Sé que no has de leer sino cosa buena; lee aunque sea
novelas. No son mejores las historias que llaman verdaderas.
Vale más que leas que no el que te alimentes de chismes y
comadrerías del pueblo. Pero lee sobre todo libros de piedad que
te den contento de vivir, un contento apacible y silencioso.
-
¿Le tenía él?
-
Por entonces enfermó de muerte y se nos
murió nuestra madre, y en sus últimos días todo su hipo era que
Don Manuel convirtiese a Lázaro, a quien esperaba volver a ver
un día en el cielo, en un rincón de las estrellas desde donde se
viese el lago y la montaña de Valverde de Lucerna. Ella se iba
ya, a ver a Dios.
-
–Usted no se va –le decía Don Manuel–,
usted se queda. Su cuerpo aquí, en esta tierra, y su alma
también aquí en esta casa, viendo y oyendo a sus hijos, aunque
estos ni le vean ni le oigan.
-
–Pero yo, padre –dijo–, voy a ver a Dios.
-
–Dios, hija mía, está aquí como en todas
partes, y le verá usted desde aquí, desde aquí. Y a todos
nosotros en Él, y a Él en nosotros.
-
–Dios se lo pague –le dije.
-
–El contento con que tu madre se muera –me
dijo– será su eterna vida.
-
Y volviéndose a mi hermano Lázaro:
-
–Su cielo es seguir viéndote, y ahora es
cuando hay que salvarla. Dile que rezarás por ella.
-
–Pero...
-
–¿Pero...? Dile que rezarás por ella, a
quien debes la vida, y sé que una vez que se lo prometas rezarás
y sé que luego que reces...
-
Mi hermano, acercándose, arrasados sus ojos
en lágrimas, a nuestra madre, agonizante, le prometió
solemnemente rezar por ella.
-
–Y yo en el cielo por ti, por vosotros
–respondió mi madre, y besando el crucifijo y puestos sus ojos
en los de Don Manuel, entregó su alma a Dios.
-
“¡En tus manos encomiendo mi
espíritu!”–rezó el santo varón.
-
Quedamos mi hermano y yo solos en la casa.
Lo que pasó en la muerte de nuestra madre puso a Lázaro en
relación con Don Manuel, que pareció descuidar algo a sus demás
pacientes, a sus demás menesterosos, para atender a mi hermano.
Íbanse por las tardes de paseo, orilla del lago, o hacia las
ruinas, vestidas de hiedra, de la vieja abadía de cistercienses.
-
–Es un hombre maravilloso –me decía
Lázaro–. Ya sabes que dicen que en el fondo de este lago hay una
villa sumergida y que en la noche de san Juan, a las doce, se
oyen las campanadas de su iglesia.
-
–Sí –le contestaba yo–, una villa feudal y
medieval...
-
–Y creo –añadía él– que en el fondo del
alma de nuestro Don Manuel hay también sumergida, ahogada, una
villa y que alguna vez se oyen sus campanadas.
-
–Sí –le dije–, esa villa sumergida en el
alma de Don Manuel, ¿y por qué no también en la tuya?, es el
cementerio de las almas de nuestros abuelos, los de esta nuestra
Valverde de Lucerna... ¡feudal y medieval!
-
Acabó mi hermano por ir a misa siempre, a
oír a Don Manuel, y cuando se dijo que cumpliría con la
parroquia, que comulgaría cuando los demás comulgasen, recorrió
un íntimo regocijo al pueblo todo, que creyó haberle recobrado.
Pero fue un regocijo tal, tan limpio, que Lázaro no se sintió ni
vencido ni disminuido.
-
Y llegó el día de su comunión, ante el
pueblo todo, con el pueblo todo. Cuando llegó la vez a mi
hermano pude ver que Don Manuel, tan blanco como la nieve de
enero en la montaña y temblando como tiembla el lago cuando le
hostiga el cierzo, se le acercó con la sagrada forma en la mano,
y de tal modo le temblaba esta al arrimarla a la boca de Lázaro
que se le cayó la forma a tiempo que le daba un vahído. Y fue mi
hermano mismo quien recogió la hostia y se la llevó a la boca. Y
el pueblo al ver llorar a Don Manuel, lloró diciéndose: “¡Cómo
le quiere!”. Y entonces, pues era la madrugada, cantó un gallo.
-
Al volver a casa y encerrarme en ella con
mi hermano, le eché los brazos al cuello y besándole le dije:
-
–¡Ay Lázaro, Lázaro, qué alegría nos has
dado a todos, a todos, a todo el pueblo, a todos, a los vivos y
a los muertos, y sobre todo a mamá, a nuestra madre! ¿Viste? El
pobre Don Manuel lloraba de alegría. ¡Qué alegría nos has dado a
todos!
-
–Por eso lo he hecho –me contestó.
-
–¿Por eso? ¿Por darnos alegría? Lo habrás
hecho ante todo por ti mismo, por conversión.
-
Y entonces Lázaro, mi hermano, tan pálido y
tan tembloroso como Don Manuel cuando le dio la comunión, me
hizo sentarme en el sillón mismo donde solía sentarse nuestra
madre, tomó huelgo, y luego, como en íntima confesión doméstica
y familiar, me dijo:
-
–Mira, Angelita, ha llegado la hora de
decirte la verdad, toda la verdad, y te la voy a decir, porque
debo decírtela, porque a ti no puedo, no debo callártela y
porque además habrías de adivinarla y a medias, que es lo peor,
más tarde o más temprano.
-
Y entonces, serena y tranquilamente, a
media voz, me contó una historia que me sumergió en un lago de
tristeza. Cómo Don Manuel le había venido trabajando, sobre todo
en aquellos paseos a las ruinas de la vieja abadía cisterciense,
para que no escandalizase, para que diese buen ejemplo, para que
se incorporase a la vida religiosa del pueblo, para que fingiese
creer si no creía, para que ocultase sus ideas al respecto, mas
sin intentar siquiera catequizarle, convertirle de otra manera.
-
–Pero ¿es eso posible? –exclamé
consternada.
-
–¡Y tan posible, hermana, y tan posible! Y
cuando yo le decía: “¿Pero es usted, usted, el sacerdote, el que
me aconseja que finja?”, él, balbuciente: “¿Fingir?, ¡fingir
no!, ¡eso no es fingir! Toma agua bendita, que dijo alguien, y
acabarás creyendo”. Y como yo, mirándole a los ojos,
le dijese: “¿Y usted celebrando misa ha acabado por creer?”,
él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas.
Y así es como le arranqué su secreto.
-
–¡Lázaro! –gemí.
-
Y en aquel momento pasó por la calle
Blasillo el bobo, clamando su: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué
me has abandonado?”. Y Lázaro se estremeció creyendo oír la voz
de Don Manuel, acaso la de Nuestro Señor Jesucristo.
-
–Entonces –prosiguió mi hermano– comprendí
sus móviles, y con esto comprendí su santidad; porque es un
santo, hermana, todo un santo. No trataba al emprender ganarme
para su santa causa –porque es una causa santa, santísima–,
arrogarse un triunfo, sino que lo hacía por la paz, por la
felicidad, por la ilusión si quieres, de los que le están
encomendados; comprendí que si les engaña así –si es que esto es
engaño– no es por medrar. Me rendí a sus razones, y he aquí mi
conversión. Y no me olvidaré jamás del día en que diciéndole yo:
“Pero, Don Manuel, la verdad, la verdad ante todo”, él,
temblando, me susurró al oído –y eso que estábamos solos en
medio del campo–: “¿La verdad? La verdad, Lázaro, es acaso algo
terrible, algo intolerable, algo mortal; la gente sencilla no
podría vivir con ella”. “¿Y por qué me la deja entrever ahora
aquí, como en confesión?”, le dije. Y él: “Porque si no, me
atormentaría tanto, tanto, que acabaría gritándola en medio de
la plaza, y eso jamás, jamás, jamás. Yo estoy para hacer vivir a
las almas de mis feligreses, para hacerles felices, para
hacerles que se sueñen inmortales y no para matarles. Lo que
aquí hace falta es que vivan sanamente, que vivan en unanimidad
de sentido, y con la verdad, con mi verdad, no vivirían. Que
vivan. Y esto hace la Iglesia, hacerles vivir. ¿Religión
verdadera? Todas las religiones son verdaderas en cuanto hacen
vivir espiritualmente a los pueblos que las profesan, en cuanto
les consuelan de haber tenido que nacer para morir, y para cada
pueblo la religión más verdadera es la suya, la que le ha hecho.
¿Y la mía? La mía es consolarme en consolar a los demás, aunque
el consuelo que les doy no sea el mío”. Jamás olvidaré estas sus
palabras.
-
–¡Pero esa comunión tuya ha sido un
sacrilegio! –me atreví a insinuar, arrepintiéndome al punto de
haberlo insinuado.
-
–¿Sacrilegio? ¿Y él que me la dio? ¿Y sus
misas?
-
–¡Qué martirio! –exclamé.
-
–Y ahora –añadió mi hermano– hay otro más
para consolar al pueblo.
-
–¿Para engañarle? –le dije.
-
–Para engañarle no –me replicó–, sino para
corroborarle en su fe.
-
–Y él, el pueblo –dije–, ¿cree de veras?
-
–¡Qué sé yo ...! Cree sin querer, por
hábito, por tradición. Y lo que hace falta es no despertarle. Y
que viva en su pobreza de sentimientos para que no adquiera
torturas de lujo. ¡Bienaventurados los pobres de espíritu!
-
–Eso, hermano, lo has aprendido de Don
Manuel. Y ahora, dime, ¿has cumplido aquello que le prometiste a
nuestra madre cuando ella se nos iba a morir, aquello de que
rezarías por ella?
-
–¡Pues no se lo había de cumplir! Pero ¿por
quién me has tomado, hermana? ¿Me crees capaz de faltar a mi
palabra, a una promesa solemne, y a una promesa hecha, y en el
lecho de muerte, a una madre?
-
–¡Qué sé yo...! Pudiste querer engañarla
para que muriese consolada.
-
–Es que si yo no hubiese cumplido la
promesa viviría sin consuelo.
-
–¿Entonces?
-
–Cumplí la promesa y no he dejado de rezar
ni un solo día por ella.
-
–¿Sólo por ella?
-
–Pues, ¿por quién más?
-
–¡Por ti mismo! Y de ahora en adelante, por
Don Manuel.
-
Nos separamos para irnos cada uno a su
cuarto, yo a llorar toda la noche, a pedir por la conversión de
mi hermano y de Don Manuel, y él, Lázaro, no sé bien a qué.
-
Después de aquel día temblaba yo de
encontrarme a solas con Don Manuel, a quien seguía asistiendo en
sus piadosos menesteres. Y él pareció percatarse de mi estado
íntimo y adivinar la causa. Y cuando al fin me acerqué a él en
el tribunal de la penitencia –¿quién era el juez y quién el
reo?–, los dos, él y yo, doblamos en silencio la cabeza y nos
pusimos a llorar. Y fue él, Don Manuel, quien rompió el tremendo
silencio para decirme con voz que parecía salir de una huesa:
-
–Pero tú, Angelina, tú crees como a los
diez años, ¿no es así? ¿Tú crees?
-
–Sí creo, padre.
-
–Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren
dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir...
-
Me atreví, y toda temblorosa le dije:
-
–Pero usted, padre, ¿cree usted?
-
Vaciló un momento y, reponiéndose, me dijo:
-
–¡Creo!
-
–¿Pero en qué, padre, en qué? ¿Cree usted
en la otra vida?, ¿cree usted que al morir no nos morimos del
todo?, ¿cree que volveremos a vernos, a querernos en otro mundo
venidero?, ¿cree en la otra vida?
-
El pobre santo sollozaba.
-
–¡Mira, hija, dejemos eso!
-
Y ahora, al escribir esta memoria, me digo:
¿Por qué no me engañó?, ¿por qué no me engañó entonces como
engañaba a los demás? ¿Por qué se acongojó? ¿Porque no podía
engañarse a sí mismo, o porque no podía engañarme? Y quiero
creer que se acongojaba porque no podía engañarse para
engañarme.
-
–Y ahora –añadió–, reza por mí, por tu
hermano, por ti misma, por todos. Hay que vivir. Y hay que dar
vida.
-
Y después de una pausa:
-
–¿Y por qué no te casas, Angelina?
-
–Ya sabe usted, padre mío, por qué.
-
–Pero no, no; tienes que casarte. Entre
Lázaro y yo te buscaremos un novio. Porque a ti te conviene
casarte para que se te curen esas preocupaciones.
-
–¿Preocupaciones, Don Manuel?
-
–Yo sé bien lo que me digo. Y no te
acongojes demasiado por los demás, que harto tiene cada cual con
tener que responder de sí mismo.
-
–¡Y que sea usted, Don Manuel, el que me
diga eso!, ¡que sea usted el que me aconseje que me case para
responder de mí y no acuitarme por los demás!, ¡que sea usted!
-
–Tienes razón, Angelina, no sé ya lo que me
digo; no sé ya lo que me digo desde que estoy confesándome
contigo. Y sí, sí, hay que vivir, hay que vivir.
-
Y cuando yo iba a levantarme para salir del
templo, me dijo:
-
–Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo,
¿me absuelves?
-
Me sentí como penetrada de un misterioso
sacerdocio, y le dije:
-
–En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo, le absuelvo, padre.
-
Y salimos de la iglesia, y al salir se me
estremecían las entrañas maternales.
-
Mi hermano, puesto ya del todo al servicio
de la obra de Don Manuel, era su más asiduo colaborador y
compañero. Les anudaba, además, el común secreto. Le acompañaba
en sus visitas a los enfermos, a las escuelas, y ponía su dinero
a disposición del santo varón. Y poco faltó para que no
aprendiera a ayudarle a misa. E
iba entrando cada vez más en el alma
insondable de Don Manuel.
-
–¡Qué hombre! –me decía–. Mira, ayer,
paseando a orillas del lago, me dijo: “He aquí mi tentación
mayor”. Y como yo le interrogase con la mirada, añadió: “Mi
pobre padre, que murió de cerca de noventa años, se pasó la
vida, según me lo confesó él mismo, torturado por la tentación
del suicidio, que le venía no recordaba desde cuándo, de
nación, decía, y defendiéndose de ella. Y esa defensa fue su
vida. Para no sucumbir a tal tentación extremaba los cuidados
por conservar la vida. Me contó escenas terribles. Me parecía
como una locura. Y yo la he heredado. ¡Y cómo me llama esa agua
que con su aparente quietud –la corriente va por dentro– espeja
al cielo! ¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo,
un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan
ellos, que vivan los nuestros!”. Y luego añadió: “Aquí se
remansa el río en lago, para luego, bajando a la meseta,
precipitarse en cascadas, saltos y torrenteras por las hoces y
encañadas, junto a la ciudad, y así se remansa la vida, aquí, en
la aldea. Pero la tentación del suicidio es mayor aquí, junto al
remanso que espeja de noche las estrellas, que no junto a las
cascadas que dan miedo. Mira, Lázaro, he asistido a bien morir a
pobres aldeanos, ignorantes, analfabetos que apenas si habían
salido de la aldea, y he podido saber de sus labios, y cuando
no, adivinarlo, la verdadera causa de su enfermedad de muerte, y
he podido mirar, allí, a la cabecera de su lecho de muerte, toda
la negrura de la sima del tedio de vivir. ¡Mil veces peor que el
hambre! Sigamos, pues, Lázaro, suicidándonos en nuestra obra y
en nuestro pueblo, y que sueñe este su vida como el lago sueña
el cielo”.
-
–Otra vez –me decía también mi hermano–,
cuando volvíamos acá, vimos una zagala, una cabrera, que
enhiesta sobre un picacho de la falda de la montaña, a la vista
del lago, estaba cantando con una voz más fresca que las aguas
de este. Don Manuel me detuvo y señalándomela dijo: “Mira,
parece como si se hubiera acabado el tiempo, como si esa zagala
hubiese estado ahí siempre, y como está, y cantando como está, y
como si hubiera de seguir estando así siempre, como estuvo
cuando empezó mi conciencia, como estará cuando se me acabe. Esa
zagala forma parte, con las rocas, las nubes, los árboles, las
aguas, de la naturaleza y no de la historia”. ¡Cómo siente, cómo
anima Don Manuel a la naturaleza! Nunca olvidaré el día de la
nevada en que me dijo: “¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que
el de la nieve cayendo en el lago y muriendo en él mientras
cubre con su toca a la montaña?”.
-
Don Manuel tenía que contener a mi hermano
en su celo y en su inexperiencia de neófito. Y como supiese que
este andaba predicando contra ciertas supersticiones populares,
hubo de decirle:
-
–¡Déjalos! ¡Es tan difícil hacerles
comprender dónde acaba la creencia ortodoxa y dónde empieza la
superstición! Y más para nosotros. Déjalos, pues, mientras se
consuelen. Vale más que lo crean todo, aun cosas contradictorias
entre sí, a no que no crean nada. Eso de que el que cree
demasiado acaba por no creer nada, es cosa de protestantes. No
protestemos. La protesta mata el contento.
-
Una noche de plenilunio –me contaba también
mi hermano– volvían a la aldea por la orilla del lago, a cuya
sobrehaz rizaba entonces la brisa montañesa y en el rizo
cabrilleaban las razas de la luna llena, y Don Manuel le dijo a
Lázaro:
-
–¡Mira, el agua está rezando la letanía y
ahora dice: ¡anua caeli, ora pro nobis, puerta del cielo,
ruega por nosotros!
-
Y cayeron temblando de sus pestañas a la
yerba del suelo dos huideras lágrimas en que también, como en
rocío, se bañó temblorosa la lumbre de la luna llena.
-
E iba corriendo el
tiempo y observábamos mi hermano y yo que las fuerzas de Don
Manuel empezaban a decaer, que ya no lograba contener del todo
la insondable tristeza que le consumía, que acaso una enfermedad
traidora le iba minando el cuerpo y el alma. Y Lázaro, acaso
para distraerle más, le propuso si no estaría bien que fundasen
en la iglesia algo así como un sindicato católico agrario.
-
–¿Sindicato? –respondió tristemente Don
Manuel–. ¿Sindicato? ¿Y qué es eso? Yo no conozco más sindicato
que la Iglesia, y ya sabes aquello de “mi reino no es de este
mundo”. Nuestro reino, Lázaro, no es de este mundo...
-
–¿Y del otro?
-
Don Manuel bajó la cabeza:
-
–El otro, Lázaro, está aquí también, porque
hay dos reinos en este mundo. O mejor, el otro mundo... Vamos,
que no sé lo que me digo. Y en cuanto a eso del sindicato, es en
ti un resabio de tu época de progresismo. No, Lázaro, no; la
religión no es para resolver los conflictos económicos o
políticos de este mundo que Dios entregó a las disputas de los
hombres. Piensen los hombres y obren los hombres como pensaren y
como obraren, que se consuelen de haber nacido, que vivan lo más
contentos que puedan en la ilusión de que todo esto tiene una
finalidad. Yo no he venido a someter los pobres a los ricos, ni
a predicar a estos que se sometan a aquellos. Resignación y
caridad en todos y para todos. Porque también el rico tiene que
resignarse a su riqueza, y a la vida, y también el pobre tiene
que tener caridad para con el rico. ¿Cuestión social? Deja eso,
eso no nos concierne. Que traen una nueva sociedad, en que no
haya ya ricos ni pobres, en que esté justamente repartida la
riqueza, en que todo sea de todos, ¿y qué? ¿Y no crees que del
bienestar general surgirá más fuerte el tedio a la vida? Sí, ya
sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución
social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio...
Opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe. Yo
mismo con esta mi loca actividad me estoy administrando opio. Y
no logro dormir bien y menos soñar bien... ¡Esta terrible
pesadilla! Y yo también puedo decir con el Divino Maestro: “Mi
alma está triste hasta la muerte”. No, Lázaro; nada de
sindicatos por nuestra parte. Si lo forman ellos me parecerá
bien, pues que así se distraen. Que jueguen al sindicato, si eso
les contenta.
-
El pueblo todo observó que a Don Manuel le
menguaban las fuerzas, que se fatigaba. Su voz misma, aquella
voz que era un milagro, adquirió un cierto temblor íntimo. Se le
asomaban las lágrimas con cualquier motivo. Y sobre todo cuando
hablaba al pueblo del otro mundo, de la otra vida, tenía que
detenerse a ratos cerrando los ojos. “Es que lo está viendo”,
decían. Y en aquellos momentos era Blasillo el bobo el que con
más cuajo lloraba. Porque ya Blasillo lloraba más que reía, y
hasta sus risas sonaban a lloros.
-
Al llegar la última Semana de Pasión que
con nosotros, en nuestro mundo, en nuestra aldea celebró Don
Manuel, el pueblo todo presintió el fin de la tragedia. ¡Y cómo
sonó entonces aquel: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?”, el último que en público sollozó Don Manuel! Y
cuando dijo lo del Divino Maestro al buen bandolero –“todos los
bandoleros son buenos”, solía decir nuestro Don Manuel–, aquello
de: “Mañana estarás conmigo en el paraíso”. ¡Y la última
comunión general que repartió nuestro santo! Cuando llegó a
dársela a mi hermano, esta vez con mano segura, después del
litúrgico “... in vitam aetemam”, se le inclinó al oído y
le dijo: “No hay más vida eterna que esta... que la sueñen
eterna... eterna de unos pocos años...”. Y cuando me la dio a mí
me dijo: “Reza, hija mía, reza por nosotros”. Y luego, algo tan
extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande
misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo:
“... y reza también por Nuestro Señor Jesucristo...”.
-
Me levanté sin fuerzas y como sonámbula. Y
todo en torno me pareció un sueño. Y pensé: “Habré de rezar
también por el lago y por la montaña”. Y luego: “¿Es que estaré
endemoniada?”. Y en casa ya, cogí el crucifijo con el cual en
las manos había entregado a Dios su alma mi madre, y mirándolo a
través de mis lágrimas y recordando el “¡Dios mío, Dios mío!,
¿por qué me has abandonado?” de nuestros dos Cristos, el de esta
tierra y el de esta aldea, recé: “hágase tu voluntad, así en la
tierra como en el cielo”, primero, y después: “Y no nos dejes
caer en la tentación, amén”. Luego me volví a aquella imagen de
la Dolorosa, con su corazón traspasado por siete espadas, que
había sido el más doloroso consuelo de mi pobre madre, y recé:
“Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte, amén”. Y apenas lo había
rezado cuando me dije: “¿pecadores?, ¿nosotros pecadores?, ¿y
cuál es nuestro pecado, cuál?”. Y anduve todo el día acongojada
por esta pregunta.
-
Al día siguiente acudí a Don Manuel, que
iba adquiriendo una solemnidad de religioso ocaso, y le dije:
–¿Recuerda, padre mío, cuando hace ya años, al dirigirle yo una
pregunta me contestó: “Eso no me lo preguntéis a mí, que soy
ignorante; doctores tiene la Santa Madre Iglesia que os sabrán
responder”?
-
–¡Que si me acuerdo!... y me acuerdo que te
dije que esas eran preguntas que te dictaba el Demonio.
-
–Pues bien, padre, hoy vuelvo yo, la
endemoniada, a dirigirle otra pregunta que me dicta mi demonio
de la guarda.
-
–Pregunta.
-
–Ayer, al darme de comulgar, me pidió que
rezara por todos nosotros y hasta por...
-
–Bien, cállalo y sigue.
-
–Llegué a casa y me puse a rezar, y al
llegar a aquello de “ruega por nosotros, pecadores, ahora y en
la hora de nuestra muerte”, una voz íntima me dijo:
“¿pecadores?, ¿pecadores nosotros?, ¿y cuál es nuestro pecado?”.
¿Cuál es nuestro pecado, padre?
-
–¿Cuál? –me respondió–. Ya lo dijo un gran
doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el
gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que “el delito
mayor del hombre es haber nacido”. Ese es, hija, nuestro pecado:
el de haber nacido.
-
–¿Y se cura, padre?
-
–¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por
nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte... Sí,
al fin se cura el sueño..., al fin se cura la vida..., al fin se
acaba la cruz del nacimiento... Y como dijo Calderón, el hacer
bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde...
-
Y la hora de su muerte llegó por fin. Todo
el pueblo la veía llegar. Y fue su más grande lección. No quiso
morirse ni solo ni ocioso. Se murió predicando al pueblo, en el
templo. Primero, antes de mandar que le llevasen a él, pues no
podía ya moverse por la perlesía, nos llamó a su casa a Lázaro y
a mí. Y allí, los tres a solas, nos dijo:
-
–Oíd: cuidad de estas pobres ovejas, que se
consuelen de vivir, que crean lo que yo no he podido creer. Y
tú, Lázaro, cuando hayas de morir, muere como yo, como morirá
nuestra Ángela, en el seno de la Santa Madre Católica Apostólica
Romana, de la Santa Madre Iglesia de Valverde de Lucerna, bien
entendido. Y hasta nunca más ver, pues se acaba este sueño de la
vida...
-
–¡Padre, padre!
–gemí yo.
-
–No te aflijas, Ángela, y sigue rezando por
todos los pecadores, por todos los nacidos. Y que sueñen, que
sueñen. ¡Qué ganas tengo de dormir, dormir, dormir sin fin,
dormir por toda una eternidad y sin soñar!, ¡olvidando el sueño!
Cuando me entierren, que sea en una caja hecha con aquellas seis
tablas que tallé del viejo nogal, ¡pobrecito!, a cuya sombra
jugué de niño, cuando empezaba a soñar... ¡Y entonces sí que
creía en la vida perdurable! Es decir, me figuro ahora que creía
entonces. Para un niño creer no es más que soñar. Y para un
pueblo. Esas seis tablas que tallé con mis propias manos, las
encontraréis al pie de mi cama.
-
Le dio un ahogo y, repuesto de él,
prosiguió:
-
–Recordaréis que cuando rezábamos todos en
uno, en unanimidad de sentido, hechos pueblo, el Credo, al
llegar al final yo me callaba. Cuando los israelitas iban
llegando al fin de su peregrinación por el desierto, el Señor
les dijo a Aarón y a Moisés que por no haberle creído no
meterían a su pueblo en la tierra prometida, y les hizo subir al
monte de Hor, donde Moisés hizo desnudar a Aarón, que allí
murió, y luego subió Moisés desde las llanuras de Moab al monte
Nebo, a la cumbre de Fasga, enfrente de Jericó, y el Señor le
mostró toda la tierra prometida a su pueblo, pero diciéndole a
él: “¡No pasarás allá!”, y allí murió Moisés y nadie supo su
sepultura. Y dejó por caudillo a Josué. Sé tú, Lázaro, mi Josué,
y si puedes detener el Sol, deténle, y no te importe del
progreso. Como Moisés, he conocido al Señor, nuestro supremo
ensueño, cara a cara, y ya sabes que dice la Escritura que el
que le ve la cara a Dios, que el que le ve al sueño los ojos de
la cara con que nos mira, se muere sin remedio y para siempre.
Que no le vea, pues, la cara a Dios este nuestro pueblo mientras
viva, que después de muerto ya no hay cuidado, pues no verá
nada...
-
–¡Padre, padre,
padre! –volví a gemir.
-
Y él:
-
–Tú, Ángela, reza siempre, sigue rezando
para que los pecadores todos sueñen hasta morir la resurrección
de la carne y la vida perdurable...
-
Yo esperaba un “¿y quién sabe...?”, cuando
le dio otro ahogo a Don Manuel.
-
–Y ahora –añadió–, ahora, en la hora de mi
muerte, es hora de que hagáis que se me lleve, en este mismo
sillón, a la iglesia para despedirme allí de mi pueblo, que me
espera.
-
Se le llevó a la iglesia y se le puso, en
el sillón, en el presbiterio, al pie del altar. Tenía entre sus
manos un crucifijo. Mi hermano y yo nos pusimos junto a él, pero
fue Blasillo el bobo quien más se arrimó. Quería coger de la
mano a Don Manuel, besársela. Y como algunos trataran de
impedírselo, Don Manuel les reprendió diciéndoles:
-
–Dejadle que se me acerque. Ven, Blasillo,
dame la mano.
-
El bobo lloraba de alegría. Y luego Don
Manuel dijo:
-
–Muy pocas palabras, hijos míos, pues
apenas me siento con fuerzas sino para morir. Y nada nuevo tengo
que deciros. Ya os lo dije todo. Vivid en paz y contentos y
esperando que todos nos veamos un día, en la Valverde de Lucerna
que hay allí, entre las estrellas de la noche que se reflejan en
el lago, sobre la montaña. Y rezad, rezad a María Santísima,
rezad a Nuestro Señor. Sed buenos, que esto basta. Perdonadme el
mal que haya podido haceros sin quererlo y sin saberlo. Y ahora,
después de que os dé mi bendición, rezad todos a una el
Padrenuestro, el Ave María, la Salve, y por último el Credo.
-
Luego, con el crucifijo que tenía en la
mano dio la bendición al pueblo, llorando las mujeres y los
niños y no pocos hombres, y en seguida empezaron las oraciones,
que Don Manuel oía en silencio y cogido de la mano por Blasillo,
que al son del ruego se iba durmiendo. Primero el Padrenuestro
con su “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”,
luego el Santa María con su “ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte”, a seguida la Salve con su
“gimiendo y llorando en este valle de lágrimas”, y por último el
Credo. Y al llegar a la “resurrección de la carne y la vida
perdurable”, todo el pueblo sintió que su santo había entregado
su alma a Dios. Y no hubo que cerrarle los ojos, porque se murió
con ellos cerrados. Y al ir a despertar a Blasillo nos
encontramos con que se había dormido en el Señor para siempre.
Así que hubo luego que enterrar dos cuerpos.
-
El pueblo todo se fue en seguida a la casa
del santo a recoger reliquias, a repartirse retazos de sus
vestiduras, a llevarse lo que pudieran como reliquia y recuerdo
del bendito mártir. Mi hermano guardó su breviario, entre cuyas
hojas encontró, desecada y como en un herbario, una clavellina
pegada a un papel y en este una cruz con una fecha.
-
Nadie en el pueblo quiso creer en la muerte
de Don Manuel; todos esperaban verle a diario, y acaso le veían,
pasar a lo
largo del lago y espejado en él o teniendo por fondo las
montañas; todos seguían oyendo su voz, y todos acudían a su
sepultura, en torno a la cual surgió todo un culto. Las
endemoniadas venían ahora a tocar la cruz de nogal, hecha
también por sus manos y sacada del mismo árbol de donde sacó las
seis tablas en que fue enterrado. Y los que menos queríamos
creer que se hubiese muerto éramos mi hermano y yo.
-
Él, Lázaro, continuaba la tradición del
santo y empezó a redactar lo que le había oído, notas de que me
he servido para esta mi memoria.
-
–Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero
Lázaro, un resucitado –me decía–. Él me dio fe.
-
–¿Fe? –le interrumpía yo.
-
–Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe
en el contento de la vida. Él me curó de mi progresismo. Porque
hay, Ángela, dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que
convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la
carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para
que, despreciando esta vida como transitoria, se ganen la otra,
y los que no creyendo más que en este...
-
–Como acaso tú... –le decía yo.
-
–Y sí, y como Don Manuel. Pero no creyendo
más que en este mundo, esperan no sé qué sociedad futura, y se
esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro...
-
–De modo que...
-
–De modo que hay que hacer que vivan de la
ilusión.
-
El pobre cura que llegó a sustituir a Don
Manuel en el curato entró en Valverde de Lucerna abrumado por el
recuerdo del santo y se entregó a mi hermano y a mí para que le
guiásemos. No quería sino seguir las huellas del santo. Y mi
hermano le decía: “Poca teología, ¿eh?, poca teología; religión,
religión”. Y yo al oírselo me sonreía pensando si es que no era
también teología lo nuestro.
-
Yo empecé entonces a temer por mi pobre
hermano. Desde que se nos murió Don Manuel no cabía decir que
viviese. Visitaba a diario su tumba y se pasaba horas muertas
contemplando el lago. Sentía morriña de la paz verdadera.
-
–No mires tanto al lago –le decía yo.
-
–No, hermana, no temas. Es otro el lago que
me llama; es otra la montaña. No puedo vivir sin él.
-
–¿Y el contento de vivir, Lázaro, el
contento de vivir?
-
–Eso para otros pecadores, no para
nosotros, que le hemos visto la cara a Dios, a quienes nos ha
mirado con sus ojos el sueño de la vida.
-
–¿Qué, te preparas a ir a ver a Don Manuel?
-
–No, hermana, no; ahora y aquí en casa,
entre nosotros solos, toda la verdad por amarga que sea, amarga
como el mar a que van a parar las aguas de este dulce lago, toda
la verdad para ti, que estás abroquelada contra ella...
-
–¡No, no, Lázaro; esa no es la verdad!
-
–La mía, sí.
-
–La tuya, ¿pero y la de...?
-
–También la de él.
-
–¡Ahora no, Lázaro; ahora no! Ahora cree
otra cosa, ahora cree...
-
–Mira, Ángela, una de las veces en que al
decirme Don Manuel que hay cosas que aunque se las diga uno a sí
mismo debe callárselas a los demás, le repliqué que me decía eso
por decírselas a él, esas mismas, a sí mismo, y acabó
confesándome que creía que más de uno de los más grandes santos,
acaso el mayor, había muerto sin creer en la otra vida.
-
–¿Es posible?
-
–¡Y tan posible! Y ahora, hermana, cuida
que no sospechen siquiera aquí, en el pueblo, nuestro secreto...
–¿Sospecharlo? –le dije–. Si intentase, por locura,
explicárselo, no lo entenderían. El pueblo no entiende de
palabras; el pueblo no ha entendido más que vuestras obras.
Querer exponerles eso sería como leer a unos niños de ocho años
unas páginas de santo Tomás de Aquino... en latín.
-
–Bueno, pues cuando yo me vaya, reza por mí
y por él y por todos.
-
Y por fin le llegó también su hora. Una
enfermedad que iba minando su robusta naturaleza pareció
exacerbársele con la muerte de Don Manuel.
-
–No siento tanto tener que morir –me decía
en sus últimos días–, como que conmigo se muere otro pedazo del
alma de Don Manuel. Pero lo demás de él vivirá contigo. Hasta
que un día hasta los muertos nos moriremos del todo.
-
Cuando se hallaba agonizando entraron, como
se acostumbra en nuestras aldeas, los del pueblo a verle
agonizar, y encomendaban su alma a Don Manuel, a San Manuel
Bueno, el mártir. Mi hermano no les dijo nada, no tenía ya nada
que decirles; les dejaba dicho todo, todo lo que queda dicho.
Era otra laña más entre las dos Valverdes de Lucerna, la del
fondo del lago y la que en su sobrehaz se mira; era ya uno de
nuestros muertos de vida, uno también, a su modo, de nuestros
santos.
-
Quedé más que desolada, pero en mi pueblo y
con mi pueblo. Y ahora, al haber perdido a mi San Manuel, al
padre de mi alma, y a mi Lázaro, mi hermano aún más que carnal,
espiritual, ahora es cuando me doy cuenta de que he envejecido y
de cómo he envejecido. Pero ¿es que los he perdido?, ¿es que he
envejecido?, ¿es que me acerco a mi muerte?
-
¡Hay que vivir! Y él me enseñó a vivir, él
nos enseñó a vivir, a sentir la vida, a sentir el sentido de la
vida, a sumergirnos en el alma de la montaña, en el alma del
lago, en el alma del pueblo de la aldea, a perdernos en ellas
para quedar en ellas. Él me enseñó con su vida a perderme en la
vida del pueblo de mi aldea, y no sentía yo más pasar las horas,
y los días y los años, que no sentía pasar el agua del lago. Me
parecía como si mi vida hubiese de ser siempre igual. No me
sentía envejecer. No vivía yo ya en mí, sino que vivía en mi
pueblo y mi pueblo vivía en mí. Yo quería decir lo que ellos,
los míos, decían sin querer. Salía a la calle, que era la
carretera, y como conocía a todos, vivía en ellos y me olvidaba
de mí, mientras que en Madrid, donde estuve alguna vez con mi
hermano, como a nadie conocía, sentíame en terrible soledad y
torturada por tantos desconocidos.
-
Y ahora, al escribir esta memoria, esta
confesión íntima de mi experiencia de la santidad ajena, creo
que Don Manuel Bueno, que mi San Manuel y que mi hermano Lázaro
se murieron creyendo no creer lo que más nos interesa, pero sin
creer creerlo, creyéndolo en una desolación activa y resignada.
-
Pero ¿por qué –me he preguntado muchas
veces– no trató Don Manuel de convertir a mi hermano también con
un engaño, con una mentira, fingiéndose creyente sin serlo? Y he
comprendido que fue porque comprendió que no le engañaría, que
para con él no le serviría el engaño, que sólo con la verdad,
con su verdad, le convertiría; que no habría conseguido nada si
hubiese pretendido representar para con él una comedia –tragedia
más bien–, la que representaba para salvar al pueblo. Y así le
ganó, en efecto, para su piadoso fraude; así le ganó con la
verdad de muerte a la razón de vida. Y así me ganó a mí, que
nunca dejé transparentar a los otros su divino, su santísimo
juego. Y es que creía y creo que Dios nuestro Señor, por no sé
qué sagrados y no escrudiñaderos designios, les hizo creerse
incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les
cayó la venda. ¿Y yo, creo?
-
Y al escribir esto ahora, aquí, en mi vieja
casa materna, a mis más que cincuenta años, cuando empiezan a
blanquear con mi cabeza mis recuerdos, está nevando, nevando
sobre el lago, nevando sobre la montaña, nevando sobre las
memorias de mi padre, el forastero; de mi madre, de mi hermano
Lázaro, de mi pueblo, de mi San Manuel, y también sobre la
memoria del pobre Blasillo, de mi San Blasillo, y que él me
ampare desde el cielo. Y esta nieve borra esquinas y borra
sombras, pues hasta de noche la nieve alumbra. Y yo no sé lo que
es verdad y lo que es mentira, ni lo que vi y lo que soñé –o
mejor lo que soñé y lo que sólo vi–, ni lo que supe ni lo que
creí. No sé si estoy traspasando a este papel, tan blanco como
la nieve, mi conciencia que en él se ha de quedar, quedándome yo
sin ella. ¿Para qué tenerla ya...?
-
¿Es que sé algo?, ¿es que creo algo? ¿Es
que esto que estoy aquí contando ha pasado y ha pasado tal y
como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es que todo
esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño? ¿Seré yo,
Ángela Carballino, hoy cincuentona, la única persona que en esta
aldea se ve acometida de estos pensamientos extraños para los
demás? ¿Y éstos, los otros, los que me rodean, creen? ¿Qué es
eso de creer? Por lo menos, viven. Y ahora creen en San Manuel
Bueno, mártir, que sin esperar inmortalidad les mantuvo en la
esperanza de ella.
-
Parece que el ilustrísimo señor obispo, el
que ha promovido el proceso de beatificación de nuestro santo de
Valverde de Lucerna, se propone escribir su vida, una especie de
manual del perfecto párroco, y recoge para ello toda clase de
noticias. A mí me las ha pedido con insistencia, ha tenido
entrevistas conmigo, le he dado toda clase de datos, pero me he
callado siempre el secreto trágico de Don Manuel y de mi hermano.
Y es curioso que él no lo haya sospechado. Y confío en que no
llegue a su conocimiento todo lo que en esta memoria dejo
consignado. Les temo a las autoridades de la tierra, a las
autoridades temporales, aunque sean las de la Iglesia.
-
Pero aquí queda esto, y sea de su suerte lo
que fuere.
-
¿Cómo vino a parar a mis manos este
documento, esta memoria de Ángela Carballino? He aquí algo,
lector, algo que debo guardar en secreto. Te la doy tal y como a
mí ha llegado, sin más que corregir pocas, muy pocas
particularidades de redacción. ¿Que se parece mucho a otras
cosas que yo he escrito? Esto nada prueba contra su objetividad,
su originalidad. ¿Y sé yo, además, si no he creado fuera de mí
seres reales y efectivos, de alma inmortal? ¿Sé yo si
aquel Augusto Pérez, el de mi novela Niebla, no tenía
razón al pretender ser más real, más objetivo que yo mismo, que
creía haberle inventado? De la realidad de este san Manuel Bueno,
mártir, tal como me la ha revelado su discípula e hija
espiritual Ángela Carballino, de esta realidad no se me ocurre
dudar. Creo en ella más que creía el mismo santo; creo en ella
más que creo en mi propia realidad.
-
Y ahora, antes de cerrar este epílogo,
quiero recordarte, lector paciente, el versillo noveno de la
Epístola del olvidado apóstol San Judas –¡lo que hace un nombre!–,
donde se nos dice cómo mi celestial patrono, San Miguel Arcángel
–Miguel quiere decir “¿Quién como Dios?”, y arcángel,
archimensajero–, disputó con el diablo –diablo quiere decir
acusador, fiscal– por el cuerpo de Moisés y no toleró que se lo
llevase en juicio de maldición, sino que le dijo al diablo: “El
Señor te reprenda”. Y el que quiera entender que entienda.
-
Quiero también, ya que Ángela Carballino
mezcló a su relato sus propios sentimientos, ni sé que otra cosa
quepa, comentar yo aquí lo que ella dejó dicho de que si Don
Manuel y su discípulo Lázaro hubiesen confesado al pueblo su
estado de creencia, este, el pueblo, no les habría entendido. Ni
les habría creído, añado yo. Habrían creído a sus obras y no a
sus palabras, porque las palabras no sirven para apoyar las
obras, sino que las obras se bastan. Y para un pueblo como el de
Valverde de Lucerna no hay más confesión que la conducta. Ni
sabe el pueblo qué cosa es fe, ni acaso le importa mucho.
-
Bien sé que en lo que se cuenta en este
relato, si se quiere novelesco –y la novela es la más íntima
historia, la más verdadera, por lo que no me explico que haya
quien se indigne de que se llame novela al Evangelio, lo que es
elevarle, en realidad, sobre un cronicón cualquiera–, bien sé
que en lo que se cuenta en este relato no pasa nada; mas espero
que sea porque en ello todo se queda, como se quedan los lagos y
las montañas y las santas almas sencillas asentadas más allá de
la fe y de la desesperación, que en ellos, en los lagos y las
montañas, fuera de la historia, en divina novela, se cobijaron.
Salamanca,
noviembre de 1930.
____________________
[Fuente:
Miguel de Unamuno. San Manuel Bueno,
mártir. Madrid, 1931.
Reflexiones
para una lectura de San Manuel Bueno, mártir
Proyecto Ensayo Hispánico
|