Repertorio de Ensayistas y Filósofos

José Luis Gómez-Martínez

 

"Discurso literario y pensamiento de la liberación:
La cruz invertida en la contextualización
de una época"

 

La cruz invertida en la contextualización de una época

Gustavo Gutiérrez inicia su libro Teología de la liberación (1971) con un extenso y significativo epígrafe que pertenece a la novela Todas las sangres de José María Arguedas. Con ello establece explícitamente un complejo proceso de contextualización. En un primer plano, el más inmediato, se refiere a un discurso que regresa de nuevo al hombre de "carne y hueso" para anclar en él, el primer eslabón de su proyección teológica. En un sentido más profundo supone la respuesta posmoderna al discurso teológico tradicional. Al problematizar Gustavo Gutiérrez la pretendida universalidad del discurso teológico, que en su proceso de abstracción perdía el referente humano que en un principio lo justificó, descubre su ineludible contextualización en un discurso axiológico concreto, que en el quehacer histórico siempre refiere a un espacio y un tiempo preciso. La expresión posmoderna de su "teología de la liberación" supone precisamente eso: desprenderse de las máscaras de universalidad que impedían el diálogo, recuperar y colocar en el centro de su discurso el referente humano y, por tanto, contextualizar dicho discurso en el espacio iberoamericano actual, a la vez que opta por el caso extremo del hombre más necesitado de liberación, con la tesis explícita de que en él se encuentra el símbolo, referente humano, de toda liberación. Con todo, su teología de la liberación, a pesar de partir de un compromiso, una opción por los pobres, se desarrolla en un discurso teórico fiel a su objetivo liberador, pero que ignora las variantes que la complejidad política, cultural o socio-económica generan en el contexto vital del quehacer humano.

Del mismo modo que el discurso teórico de Gustavo Gutiérrez encuentra un marco de referencia en la novela de Arguedas, su pensamiento, que articula preocupaciones de una época, sirve a su vez de contexto en el desarrollo de la expresión artística iberoamericana, cerrando así un círculo, siempre renovado, en el que participa de modo especial el discurso literario. El reconocimiento explícito de la intercontextualización es precisamente una de las notas distintivas del discurso posmoderno y, como tal, parte fundamental de los Documentos finales de Medellín (1968) (1); Esta obra, en efecto, puede considerarse, junto a la novela de García Márquez, Cien años de soledad (1967), o el libro de Leopoldo Zea, La filosofía americana como filosofía sin más (1969), como el primer "manifiesto" posmoderno iberoamericano de repercusión continental. En Medellín, la referencia a la obra literaria y la invitación al diálogo es explícita. Se dedica a los "artistas y hombres de letras" un apartado, en el que se reconoce su función en la formulación del discurso axiológico de un pueblo, la necesidad de establecer con ellos lazos de diálogo y, finalmente, la apertura de colaboración que se espera:

A) Teniendo en cuenta el importante papel que los artistas y hombres de letras están llamados a desempeñar en nuestro continente —especialmente en relación a su autonomía cultural— como intérpretes naturales de sus angustias y esperanzas y generadores de valores autóctonos que configuran la imagen nacional, esta Conferencia Episcopal considera particularmente importante la presencia de la Iglesia en estos ambientes.

B) Tal presencia de la Iglesia deberá revestir un carácter de diálogo, ajeno a toda preocupación moralizante o confesional, en actitud de profundo respeto a la libertad creadora, sin detrimento de la responsabilidad moral.

C) La Iglesia latinoamericana deberá dar, en su ámbito propio, el debido lugar a los artistas y hombres de letras, requiriendo su concurso para la expresión estética de la palabra litúrgica, de la música sacra y de los lugares de culto. (106-7)

En el marco continental, el "pensamiento de la liberación", tanto en su discurso filosófico, como en el teológico, en el pedagógico o en el socioeconómico (2), supone: A) un replanteo de la problemática iberoamericana, B) una toma de conciencia que confluye en la percepción de vivir en un estado de opresión deshumanizante, C) una respuesta al pensamiento occidental, en diálogo y confrontación a la vez, pero siempre enraizado en sus propios postulados fundamentales. Este mismo contexto es el que anima, naturalmente, la producción literaria que emerge de la década de los sesenta y en el cual su discurso generacional adquiere trascendencia.

En respuesta al llamado de Medellín y en diálogo con los postulados fundamentales del discurso de la liberación, se publica en 1970 una novela inmersa en el contexto de una respuesta posmoderna iberoamericana al discurso eurocentrista, sobre todo en su dimensión teológica; pero se trata, además, de una novela que a su vez contextualiza de modo irreversible el discurso teórico de la teología de la liberación, según ésta se realiza en las décadas de los años setenta y ochenta. Me refiero, por supuesto, a La cruz invertida, premio Planeta 1970, del argentino Marcos Aguinis. En este caso el discurso literario y el discurso teológico son coetáneos. Ambos responden al llamado de Medellín, ambos participan de la preocupación posmoderna de liberación y ambos arrancan de la problematización del discurso axiológico de los sesenta. Y sin embargo, no se formulan en proyección paralela; el discurso teórico de Gutiérrez proyecta un anhelo utópico, el mundo "ficticio" de Aguinis se adentra en el fango de la realidad; en Teología de la liberación se desarrollan las implicaciones de lo expuesto en Medellín a la par que se traza la pauta de lo que debiera ser, en La cruz invertida se arroja el ideal de un proyecto al ruedo donde ha de lidiar su batalla. Ambas obras, como señalamos, poseen como marco los Documentos finales de Medellín, pero la novela, que se desarrolla siempre en contacto íntimo con el referente humano, penetra más profundo y en expresión profética contextualiza el ulterior desarrollo de la teología de la liberación.

El propósito de este estudio es precisamente mostrar los diferentes niveles de diálogo e intercontextualidad que se establecen entre estas tres obras, según persiguen un deseo común de recuperación de un cristianismo integral y según problematizan las repercusiones del compromiso social que ello implica; es decir, nos proponemos mostrar unos procesos de codificación en la creación de la narrativa de una época y a través del discurso de la liberación, según éste se manifiesta en la intercontextualización de los postulados de Medellín, en el desarrollo teológico expuesto en Teología de la liberación, de Gustavo Gutiérrez, y en el discurso axiológico del estar iberoamericano a través del mundo "ficticio" creado en La cruz invertida de Aguinis. Los Documento finales de Medellín son fuente común del discurso teológico y del literario, si bien éstos surgen independientes entre sí; y los tres, repetimos, se encuentran insoslayablemente contextualizados en el discurso de una época: son textos pivotales para comprender el proceso de codificación de una nueva narrativa, la narrativa de la liberación. En este estudio nos limitamos a la mutua contextualización de estos tres textos, y dejamos para otra ocasión su contextualización en el discurso social —económico, político, cultural— iberoamericano de las décadas de los años sesenta y setenta.

Sin que sea posible, ni necesario según los objetivos que nos hemos propuesto, proceder aquí con un análisis detallado de la estructura innovadora de La cruz invertida (el contenido de su forma retórica) (3), sí parece conveniente detenernos brevemente a considerar cómo Aguinis establece el marco de su construcción "ficticia": En un primer nivel, que metafóricamente podríamos llamar dimensión física, la obra se encierra en dos concisos capítulos a forma de "abertura" y de "coda". Se trata de dos cuadros surrealistas, en proyección circular, significativamente titulados "Génesis" y "Apocalipsis" y cuya divisa es "la cruz invertida". Comienza la obra con la imagen de una bota trabada en el brazo de una cruz que se hunde en un pantano (el fango de la sociedad): "La cruz intentando salvar a la bota y la bota arrastrando a la cruz" (6). Parafraseando los sueños del Faraón, se trae a José —que se denomina también Carlos Samuel Torres, el protagonista de la novela— para que descifre su significado:

-La bota y la cruz afirman que protegen y liberan, pero la bota sólo libera al que la calza.
-¡Explícate!
-Libera los instintos. Gracias a ella el Coronel Pérez torturó y humilló.
-¿Esa es una liberación?
-El la siente así. [...]
-¿Y la cruz? -preguntó.
-La cruz es el símbolo de la represión. [...] Jesús crucificado es un reto a los explotadores y una acusación contra sus bestiales métodos de dominio. La cruz de tu sueño, trabada a una bota en el fango de oro, no era una cruz: durante siglos los reyes y señores aprovecharon una ilusión óptica. Fíjate bien: esa cruz, en realidad, era una espada sostenida por el extremo de su hoja. (6)

El marco se cierra y a la vez se abre en el último capítulo, "Apocalipsis". Se cierra con la apoteosis del anticristo, el Coronel Pérez, que se proyecta en un palco "construido con maderas de ébano en la cual miles de artistas grabaron la historia de la Iglesia" (224); pero muestra a su vez el rayo de luz de una nueva redención al terminar señalando que Cristo "yacía atado con sogas a la enorme cruz de oro que presidía la manifestación triunfal, y lloraba inconsolablemente" (227).

En un plano más profundo la estructura de La cruz invertida busca suprimir el discurso dominante. Entiéndase bien, sin embargo, que "suprimir el discurso dominante" no significa en Aguinis reprimir el discurso del autor implícito. Muy al contrario, y con ello supera la infecundidad del discurso posmoderno centroeuropeo. En ningún momento se cuestiona la posibilidad de significar en un discurso antrópico cuyo referente sea el ser humano en su hacerse. Se cuestiona, eso sí, el discurso depositario que depende de un referente acabado externo. Es decir, el mensaje que Aguinis codifica en el signo escrito no se da como algo hecho, como pretende, por ejemplo el texto teórico de Gustavo Gutiérrez, sino que lo es sólo en la medida que lo es en el lector; o sea, se problematizan unos supuestos axiológicos, no con el propósito de significar en el sentido externo de definir (concepto depositario), sino con el objetivo de incitar a que el lector, en él y para él, signifique. Aguinis, pues, sólo pone en entredicho el concepto de "dominante". El discurso del autor implícito es omnipresente en La cruz invertida, pero es un discurso dialógico, cuya realidad se construye a través de la realidad de la "otredad". A esta necesidad responde la estructura de la obra, que se encuentra dividida en 78 apartados numerados consecutivamente, pero de los cuales sólo 34 poseen título (los títulos proporcionan una clave codificadora que inserta el texto de sus respectivos apartados en un contexto bíblico). En dichos apartados se fragmenta la realidad y se destruye la ilusión encubridora de poder representar una totalidad, de que la transcripción escrita pueda ser mimesis de la realidad histórica. El tiempo a que se refieren dichos apartados no corresponde tampoco al discurso depositario (discurso de la modernidad) de un tiempo cronológico externo ni al discurso dominador de un tiempo sicológico. Es un tiempo interno, parte de un discurso dialógico (busca la comunicación antrópica) que reconoce la distancia y distanciamiento ineludible que conlleva la palabra escrita, pero que cree en la posibilidad del diálogo cuando el significante nos refiere sólo a la realidad interna, cambiante, del referente humano. Bástenos las consideraciones hasta aquí anotadas para contextualizar en el plano estético las reflexiones que siguen (4).

1. Recuperación de un cristianismo integral

En páginas anteriores hicimos referencia al aliento de posmodernidad que caracteriza el discurso de los Documentos finales de Medellín. Mi aserto se basaba, entre otras razones, en la implícita problematización del vocablo "Iglesia" que sustentan las proyecciones más fecundas y aquellas que mayor repercusión tuvieron en el discurso axiológico iberoamericano. El referente "Iglesia", en efecto, al problematizarse (al someterlo a un proceso deconstructivo), se desdobla en múltiples contenidos que si bien al comienzo se hacen presentes en un contexto dialógico, pronto se descubren en su irreconciliable naturaleza. Para Medellín, el modelo que proporciona la iglesia contemporánea no es suficiente, y somete que "las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas forman parte indispensable del contenido de la catequesis; [y que] deben ser interpretadas seriamente, dentro de su contexto actual, a la luz de las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel, de Cristo, y de la comunidad eclesial" (114). Es decir, se rechaza la visión dicotómica del hombre que caracterizaba a la iglesia tradicional, a la vez que se asume una dimensión antropológica del proyecto salvífico (próxima a lo que nosotros hemos denominado discurso antrópico).

Tanto el discurso teológico de Gutiérrez como el literario de Aguinis coinciden en que "las aspiraciones auténticamente humanas" giran en torno al deseo de liberación, y fieles a la propuesta de Medellín ambos recurren a "las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel"; y encuentran en el discurso narrativo del Exodo una dimensión más humana del concepto "liberación". "Los cristianos también marchamos hacia la Tierra Prometida", nos dice uno de los protagonistas de La cruz invertida, y continúa: "Moisés hizo peregrinar a su pueblo cuarenta años por el desierto para limpiarlo de su mentalidad esclavista y transformarlo en un pueblo nuevo, apto para un inédito rol histórico" (87). Gustavo Gutiérrez destaca, por su parte, que "la liberación de Egipto es un acto político. Es la ruptura con una situación de despojo y de miseria, y el inicio de la construcción de una sociedad justa y fraterna. Es la supresión del desorden y la creación de un nuevo orden" (194). Y más adelante añade: "El éxodo será la larga marcha hacia la tierra prometida, en la que se podrá establecer una sociedad, libre de la miseria y de la alienación" (196). En ambos discursos se desdobla el concepto de liberación, que se hallaba anquilosado en una dimensión espiritual (liberación del pecado) y que se perdía en una abstracción alienante por olvidar la dimensión humana. Se despliega el concepto primeramente en proyección "descendente" hasta encontrar el referente humano en una situación concreta: la problemática del habitante iberoamericano en el contexto de la década de los años sesenta. Una vez recuperado el referente humano, se formula un discurso liberador que es a la vez concreto, por tomar como punto de partida un contexto histórico preciso, y universal, por referir al discurso antrópico del referente humano: para que el ser humano pueda aspirar a liberarse del pecado necesita primero tomar conciencia de su realidad, pero para ello hay que liberarlo antes de la condición subhumana en que la opresión y los sistemas de producción lo mantienen sumergido. Una vez encontrado el referente humano, se le convierte en sujeto de su propia liberación en proyección ahora "ascendente" en busca del hombre nuevo.

Pero al enriquecer de este modo la codificación implícita en el término "liberación", se descubre también el ineludible contexto político/social que conlleva. El "estado de pecado" no puede ya definirse únicamente en cómodas referencias a un mundo espiritual. El ser humano integral exige igualmente un cristianismo integral, por lo que la conciencia cristiana no puede permanecer impasible ante la opresión. La contextualización iberoamericana de este nuevo cristianismo descubre la existencia real de un estado de opresión; y tanto el discurso teológico de la Teología de la liberación como el literario de La cruz invertida, de acuerdo con lo enunciado en Medellín, buscan de nuevo un paradigma en "las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel, de Cristo" (114). Y ambos, en su modo reflexivo peculiar, coinciden en encontrar en las experiencias de Cristo un modo de desenmascarar los poderes de opresión. Gustavo Gutiérrez lo hace en un esquema reflexivo extenso, debidamente fundamentado en la expresión teológica; Aguinis, más directo y conciso en la formulación, lo ejemplifica luego en el desarrollo vivencial de la novela:

[Gutiérrez]: La actual preocupación por la liberación de los oprimidos [...] ha llevado a muchos cristianos a preguntarse por la actitud de Jesús frente a la situación política de su tiempo [...]. Durante toda su vida pública Jesús se enfrentó a los grupos poderosos del pueblo judío. Herodes, hombre del opresor romano es calificado de "zorro" (lc 13,32). Los publicanos, mirados por el pueblo como colaboradores del poder político dominante, son colocados entre los pecadores [...]. Su crítica contra la religión hecha de pautas y observaciones puramente exteriores lo enfrentará violentamente a los fariseos [...]. Jesús acompañaba, en efecto, esta crítica con una frontal oposición a los ricos y poderosos y con una radical opción por los pobres [...]. Jesús muere en manos del poder político, opresor del pueblo judío (5). (283-9)

[Aguinis]: Las autoridades no siempre merecen respeto y obediencia, aunque la Iglesia enseña que toda autoridad proviene de Dios. Esa autoridad la suelen ejercitar hombres que no responden a los santos mandamientos. Una autoridad imperial (Poncio Pilato) hizo ejecutar los deseos de una autoridad civil (Herodes) y una autoridad religiosa (Caifás). Esas tres autoridades "legítimas" para la cosmovisión de cierto cristianismo asesinaron a Cristo. Durante siglos la Iglesia respetó a los reyes y se comprometió con los príncipes. Por defender la autoridad terrenal de quienes no la tenían moralmente disminuyó su propia autoridad. (160)

Ahora bien, aun cuando ambos discursos beben de las mismas fuentes teóricas y parten de un mismo contexto iberoamericano, el teológico reflexiona sobre la realidad (el discurso axiológico del estar iberoamericano en la década de los sesenta), pero sin contar con dicha realidad; el discurso literario, por su parte, somete la visión utópica del teólogo a la presión (dimensión de posibilidades y obstáculos) del pueblo a "salvar" y de los grupos de poder reacios a aceptar cualquier tipo de transformación del statu quo que no redunde en su provecho. Gustavo Gutiérrez, consecuente con su pensamiento, da énfasis a la necesidad de "una radical opción por los pobres", que es también la base de su proyección utópica. Marcos Aguinis pone en práctica dichos principios, para destacar luego el poder arrollador de las fuerzas reaccionarias apoyadas en la rigidez de las estructuras de poder vigentes. Así, mientras Gutiérrez termina su libro pidiendo que la teología se haga en solidaridad con el pobre y con fe en el oprimido como sujeto de su propia liberación, Aguinis termina el suyo con la "apocalipsis" de un intento.

1.1. De la Iglesia-institución a la Iglesia-comunión-de-fieles

La Conferencia del Episcopado Iberoamericano de Medellín abre la brecha que marcó el Concilio Vaticano II en el muro de contención milenario que aislaba la estructura de la Iglesia Católica. Desde la perspectiva de una vanguardia posmoderna se enfatiza ahora la necesidad de "evitar la dicotomía o dualismos entre lo natural y lo sobrenatural" (Medellín 118). Se trataba de proyectar una visión integral del ser humano, de su dimensión social y de su deseo de salvación. Por ello, se reitera en Medellín que "se debe manifestar siempre la unidad profunda que existe entre el proyecto salvífico de Dios, realizado en Cristo, y las aspiraciones del hombre; entre la historia de la salvación y la historia humana; entre la Iglesia, pueblo de Dios, y las comunidades temporales; entre la acción reveladora de Dios y la experiencia del hombre; entre los dones y carismas sobrenaturales y los valores humanos. Excluyendo así toda dicotomía o dualismo en el cristiano" (113). Esta posición que en un principio parecía sólo tender la mano al referente humano para integrarlo en el proceso salvífico e incluso promover que él fuera agente de su salvación, adquiere en el discurso teológico de Gutiérrez y en el literario de Aguinis una proyección radical que apunta a un nuevo concepto de la Iglesia. El mismo discurso teológico no se concibe ahora independiente del filosófico, y se habla del "carácter racional" del pensamiento teológico y se destaca "la importancia de las ciencias sociales para la reflexión teológica en América Latina" (Gutiérrez 19).

Al considerar el ser humano en su dimensión integral, las distinciones entre lo temporal y lo espiritual, así como la polarización entre lo sagrado y lo profano, pierden su razón de ser; pues, como nos recuerda Gustavo Gutiérrez, ambas tenían como fundamento "la distinción natural-sobrenatural. Pero, precisamente, la evolución teológica de esta última cuestión se orienta en la línea de una acentuación de la unidad tendente a eliminar todo dualismo" (90, el énfasis es mío). En efecto, durante siglos la iglesia iberoamericana, que se origina en la época de la Contrarreforma, había estado marcada por "una actitud de defensa de la fe" (Gutiérrez 125). Y si bien su historia está jalonada de intentos individuales de reforma, sólo a partir de la década de los cincuenta comienza la fe a ser interpretada por la caridad; es decir, por una teología centrada en el amor al prójimo. En el ser humano abstracto descubre la "teología de la caridad" a un pueblo concreto y la perspectiva del mundo desde el oprimido. En este sentido, la década de los sesenta representa un estado de transición en el que el religioso se sitúa, señala Gustavo Gutiérrez, "ante una 'crisis de identidad' y ante un replanteamiento, por consiguiente, del sentido actual de vida sacerdotal, e inclusive para algunos del sentido mismo del sacerdocio" (134). Los Documentos finales de Medellín responden al deseo de articular el sentido de dicha crisis, y la obra de Gustavo Gutiérrez supone una fórmula positiva de encauzar el nuevo sentir. En Teología de la liberación se muestra un camino que valida la opción por el pobre, pero que a la vez supera la desesperación a que llevaba la toma de conciencia del estado de opresión en el que se veía desenvolverse al pueblo iberoamericano. Gustavo Gutiérrez desarrolla con su obra una fórmula de síntesis: "Si la fe fue reinterpretada por la caridad, ambas ahora lo son por la esperanza" (271). Se establece así un puente entre la fe en el Reino de Dios y la realidad vivencial del ser humano en este mundo. En su reflexión teológica ambos pasan a integrar una unidad profunda en la que la lucha por el Reino de Dios ha de iniciarse en la tierra, pues sólo así se recupera la dimensión integral humana y se posibilita que cada uno sea sujeto de su propia salvación.

Marcos Aguinis, como Gustavo Gutiérrez, acepta también los presupuestos de Medellín y el reto que implicaban; pero su interés no radica en la racionalización de un proyecto, sino en su recepción en el discurso axiológico del estar iberoamericano. Por ello, en lugar de detenerse a mostrar la pauta que hace posible que la Iglesia pase del "primado de la fe" al "primado de la caridad" y ahora se encamine al "primado de la esperanza", en La cruz invertida se enfatiza la situación de confrontación con una Iglesia todavía, en su mayor parte, aferrada al "primado de la fe", que no acepta el nuevo sentido de la caridad y que no comprende el cristianismo integral de los teólogos de la liberación. El padre Fermín representa en la novela la iglesia tradicional que se niega incluso a participar en el diálogo: "El cristianismo debe mantener viva su cosmovisión vertical, desde Dios hacia abajo. Romper uno de los peldaños de esa escalinata vertical, es dañar en algo la escalinata del Señor" (151). Simboliza igualmente una visión monolítica de la Iglesia y de la historia; Europa, dice en otro lugar el padre Fermín, es "el centro cultural del Universo. Lo que no fue conocido por Europa, ha permanecido en las sombras" (51). De ahí que aconseje a su sobrino que se cuide "de los que piden a la Iglesia un cambio de marcha" (53); es decir, de los que al margen de la iglesia europea quieren ver la misión de la iglesia iberoamericana en un contexto también iberoamericano: "Cuídate de los [sacerdotes] rebeldes. Ellos no cultivaron la virtud de la obediencia y tienen vedado el camino hacia la santidad" (53). Se reitera el apoyo al statu quo a través de la cómoda posición tradicional de proyectar un premio todavía mayor en la otra vida a quienes sufren más en ésta:

Si atribuyes el Mal a la pobreza [opresión, en los teólogos de la liberación], tendrías que quitar la propiedad a quienes la tienen —violando la Ley de Dios—, uniformarías a todos en igual nivel de riqueza —violando la Ley de Dios—, quitando a los hombres la oportunidad para hacer méritos gracias a su libertad —violando la Ley de Dios— llevando a los pobres que serán bienaventurados a ser los ricos que difícilmente entrarán en el reino de los cielos. (62)

Hay en La cruz invertida dos capítulos, el 42 y el 43, significativamente titulados "Levítico" y "Amós" en los cuales se ejemplifica respectivamente la iglesia tradicional y la iglesia de la liberación. Los dos tienen lugar en el acto solemne de la misa. Se trata en el primero de una misa en latín, en el segundo toda la liturgia está en español; en el primero los fieles, pasivos, están presentes sólo físicamente, en el segundo los fieles forman una comunidad en comunión. En el primero, en fin, el sermón se pierde en citas y en recriminaciones a aquellos que no asisten a la iglesia, mientras en el segundo se reflexiona sobre lo humano de la figura de Cristo, que se presenta como modelo, a la vez que se desenmascara la superficialidad del que se autodenomina cristiano, pero se niega a imitar a Cristo.

La proyección de este cristianismo integral, que proporciona también una dimensión de este mundo al concepto del "Reino de Dios", acarreaba consigo igualmente una recuperación de Iberoamérica. Se trata en su comienzo de un forcejear entre el peso de la tradición y el nuevo sentir, y que es, en La cruz invertida, el "despertar" en la conciencia de Carlos Samuel Torres: "América Latina es terreno fértil para nuevas experiencia sociales. No, América Latina duerme para el mundo, excepto cuando rompe con su pasado, como ocurrió en Cuba. América Latina es el depósito de la reacción eclesiástica. No, América Latina tiene capacidad para revolucionar a la Iglesia y apoyar su retorno a las fuentes. No, América Latina duerme. No, América Latina despierta ..." (56). El título del capítulo donde se encuentra esta reflexión "Exodo", establece igualmente el marco para la interpretación posterior del texto bíblico. En el protagonista de La cruz invertida adquiere además un sentido doble: una dimensión literal, puesto que tuvo que ir a Europa para encontrar Iberoamérica, y otra preñada de contenido, pues señala que el camino hacia la liberación se encuentra en el despertar a la propia realidad y en el compromiso con el pueblo iberoamericano. Tanto el discurso teológico de Gutiérrez como el discurso literario de Aguinis coinciden en este compromiso y revalorización de lo iberoamericano:

[Aguinis]: La Iglesia abrió los ojos en Latinoamérica. Más de un tercio del catolicismo mundial se concentra aquí. Existe un movimiento de unidad católica continental que Europa perdió después de la Reforma. Latinoamérica es una experiencia nueva en la historia de la Iglesia. Latinoamérica es un pueblo evangelizado a medias. Queda mucho por hacer. Una minoría concientizada debe evangelizar con los "signos" de nuestro tiempo [referencia a Vaticano II y Medellín]. El signo comprensible para este pueblo ignorante, hambriento y postergado, es la justicia. Por esta justicia debe comprometerse la Iglesia, reparar errores de antaño y hacer de la cristianización una obra acabada, con sentido, que aporte caudalosamente al reino de Dios. (118)

[Gutiérrez]: Una primera idea, persistente en esos documentos [las proclamas que hicieron posible el encuentro de Medellín], y que refleja una actitud general de la iglesia, es el reconocimiento de la solidaridad de la iglesia con la realidad latinoamericana. La iglesia evita situarse por encima de ella y trata de asumir más bien la responsabilidad que le incumbe en la actual situación de injusticia, a cuyo mantenimiento ha contribuido tanto por su vinculación con el orden establecido, como por su silencio frente a los males que éste conlleva. (139).

Gustavo Gutiérrez plantea en el discurso teórico la problemática de la transición de una a otra Iglesia, pero es Aguinis quien de modo más gráfico radicaliza ambas posiciones en uno de los capítulos más bellos de La cruz invertida. Bajo el título de "Hechos", para hacer referencia al nuevo apostolado que se propone, describe como el obispado estaba construyendo un templo grandioso en Villa del Milagro, un pueblo de "cortas calles polvorientas", de "miserables chozas", de "niños semidesnudos" (84). El templo, símbolo aquí de la iglesia tradicional, poseía "sólidas columnas corintias", "incrustaciones de marfil y oro", "profusión de mármol", "guirnaldas de plata", para "lograr una abigarrada y densa atmósfera de poder y riqueza" (84-85). El Padre Buenaventura, que había sido enviado para completar la obra, se sintió al llegar "contraído por esa grandeza palaciega" que contrastaba con los "pobres y desmedrados" habitantes (85). Además, nos dice, "odiaba a los ángeles gorditos que se reían de sus niños macilentes". Y "vendió el oro, los marfiles, las imágenes, los cuadros" (86). Luego, "con esos fondos decidió construir un dispensario [...] aumentó los salarios. Contrató a casi toda la aldea en las obras" (85). Buenaventura dirige luego su esfuerzo a evangelizar al pueblo, a construir en ellos y con ellos la nueva Iglesia: "La caridad no es quitar el pan de los pobres para comprarle esmeraldas a la Virgen. La caridad es demoler el Templo, porque en tres días será construído en Cristo, en el hombre, en los hombres. Todos los obispos tendrían que pasarse varios años con los miserables para comprender que un santuario con oro y marfiles es una bofetada al Evangelio" (87)

1.2. La formación del sacerdote en una iglesia de la liberación

Los Documentos finales de Medellín dedican un apartado a la "formación sacerdotal", resaltando así el papel fundamental que ha de tener la preparación del religioso en la construcción de la nueva iglesia que se proyecta. No obstante, sólo se articula en ellos tímidamente —quizás sería más preciso decir que sólo se insinúa— una situación deficiente; "se comprueba una crisis en los seminarios", se afirma, para luego añadir: "Formadores insuficientemente preparados [...]; inseguridad en la orientación con respecto al crecimiento en la fe [...]; fallas de formación hacia una madurez humana plena" (173); y se pide "integración del seminario en la comunidad eclesial y en la comunidad humana" (174).

En la contextualización que hace Gustavo Gutiérrez del pensamiento de Medellín en el discurso teológico, prefiere proyectar la misión de la nueva iglesia, una iglesia "centrada en el compromiso, concreto y creador, de servicio a los demás" (28), y el papel protagonista que en ella debe desempeñar el "nuevo" sacerdote. En este sentido, nos dice Gutiérrez, "la reflexión teológica sería entonces, necesariamente, una crítica de la sociedad y de la iglesia, en tanto que convocadas e interpeladas por la palabra de Dios; una teoría crítica [...] animada por una intención práctica e indisolublemente unida, por consiguiente, a la praxis histórica" (28). Ello le lleva a concluir que "en América Latina, ser iglesia hoy quiere decir tomar una clara posición respecto de la actual situación de injusticia social y del proceso revolucionario que procura abolirla y forjar un orden más humano" (329). Pero en su obra Teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez relega a un lugar muy secundario la formación de ese "nuevo" sacerdote de quien va a depender inicialmente la apertura de la iglesia hacia una comunidad de fieles.

En el discurso literario de La cruz invertida, Aguinis contextualiza igualmente el pensamiento de Medellín, y prefiere también desarrollar la postura comprometida, de servicio, de la nueva iglesia. En la novela, Carlos Samuel Torres simboliza con su vida pastoral la convicción de que "Cristo vino para servir y no para ser servido, vino para ser útil, para ayudar, apoyar y consolar" (102). Por ello, Aguinis compara el sector reformista de la iglesia con una nave que abre en el océano "un profundo surco de espuma", mientras Carlos Samuel Torres, el protagonista y símbolo del "nuevo" sacerdote, reflexiona: "Latinoamérica no se deja roturar. Así se lo demostraron. Sus elites desean la inmovilidad. Conservan el Statu quo violentamente. La Iglesia debería ser como la quilla de ese barco. Tendría que partir la espesa costra como un diamante al vidrio para liberar la fuerza y belleza sumergidas. La Iglesia es una nave. Y la oligarquía esa escasa cantidad de agua que forma la superficie" (57).

En ambos pensadores, el punto inmediato de partida son los postulados de Medellín, pero mientras el discurso teórico de Gutiérrez se proyecta hacia la visión utópica explícita en su teología de la esperanza, el discurso narrativo de Aguinis se formula inmerso en las fuerzas complejas y contradictorias del ethos iberoamericano. Por ello, la transformación que en Teología de la liberación se fundamenta y problematiza a través de un discurso reflexivo, en La cruz invertida necesita hacerse práctica en un contexto real y ser promovida por personas concretas, por "hombres de carne y hueso", que son a su vez producto de su formación y de sus experiencias. Así es como Aguinis descubre la incongruencia entre los propósitos reformadores y la formación tradicional ("medieval") que se imparte en los seminarios. Se hace la crítica desde una perspectiva posmoderna, que desenmascara la educación depositaria que domina en la formación de los religiosos.

Dentro de la estructura anquilosada, monolítica, de la institución de la iglesia tradicional, el mejor religioso no era el que "vivía" la Iglesia, sino el que aceptaba su rígida estructura vertical y obedecía sus preceptos sin necesidad de sentirlos o hacerlos propios. En la reflexión teológica de Gutiérrez, la Iglesia ciertamente había evolucionado del "primado de la fe" al de la caridad; y ahora se quería superar la inseguridad que conllevaba dicha transformación, con un regreso, a través de la caridad, a la fe, mediante una teología de la esperanza que recuperaba la realidad integral del hombre. En la formación de los seminaristas iberoamericanos prevalecía, sin embargo, una actitud depositaria, dirigida a destruir —acallar en el mejor de los casos— cualquier señal de individualidad. Aguinis desarrolla esta dimensión y la simboliza mediante dos premios que guían la formación de los seminaristas: "Premio a la conducta y premio al estudio. Los más aguerridos memoristas ganaban los premios al estudio. Los seminaristas más obsecuentes y dóciles [...] eran galornados con una medallita por su conducta. Estos premios señalaban los modelos en el estudio (nada de problemas, sólo acumular las enseñanzas) y en la conducta (impasibilidad merced a la represión de pasiones, afectos y dudas)" (47). De este modo el seminario, en lugar de despertar vocaciones se convierte en prisión (40). La curiosidad intelectual adquiere la dimensión de algo maléfico: "No debía preguntar. Le regañaron duramente. ¡Las preguntas revelan dudas, espíritu débil! ¡Cada interrogante es una finta del diablo! ¡No hay que preguntar!" (41). Las mismas "oraciones se memorizaban paulatinamente hasta la automatización" (42). En la novela, el seminario consigue "formar" a Carlos Samuel Torres, el protagonista, "aunque para ello tuvo que narcotizarse" (98); como premio se le envió a Europa y fue allí "cuando empezaron a caer los cerrojos de su alma, cuando volvió a formularse preguntas [... cuando] aprendió a dialogar" (99). Y fue también en Europa donde comenzó a conocer la problemática iberoamericana.

En La cruz invertida hay otro sacerdote que no cursó estudios en Europa, que no proviene de la elite y que participa también en el proyecto liberador, que asume la realidad del pueblo y que guía su vida en una consciente opción por los pobres. Pero la "formación" que hubiera podido recibir este sacerdote, Agustín Buenaventura, en el seminario, había sido depurada por su servicio al pueblo durante "treinta años en zonas apartadas de la civilización" (84), donde en convivencia con los más humildes "enseñó y aprendió. Decía que, fundamentalmente, aprendió" (83).

1.3. El sacerdote en el contexto de la liberación

En las décadas anteriores al Vaticano II, la iglesia católica había iniciado en Europa una aproximación al pueblo, inspirada, en verdad, en el pensamiento de teólogos como J. Maritain, pero sobre todo en respuesta a lo que después se conocería como "los signos de nuestros tiempos". Se reconocía la misión social de la iglesia, pero se establecía con claridad una distinción de planos entre la participación laica y la participación del clero. Se reafirmaba así la autonomía de lo temporal frente a la autoridad de la Iglesia, aunque ésta se reservara el deber de intervenir en asuntos de moral y fortalecía sus lazos de diálogo con los movimientos laicos. Un nuevo fervor religioso se difunde rápidamente a través de los diversos grupos de "acción católica" e influye también notablemente en las décadas de los años cincuenta y sesenta en Iberoamérica. Su origen respondía, sin embargo, a una situación europea ajena a la realidad iberoamericana, donde su difusión, aunque significante en sectores minoritarios de la sociedad, no llegó al nivel popular, ni consiguió repercutir en la estructura de la Iglesia.

Los Documentos finales de Medellín representan en este sentido un momento de transición. Se reconocen, ciertamente, "los valiosos servicios que los movimientos de laicos han prestado y continúan prestando" (135); e incluso se pide que se promueva "con especial énfasis y urgencia la creación de equipos apostólicos o de movimientos laicos" (138). Pero también se reconocen "las diferentes formas de crisis que afectan a los movimientos de apostolado de los laicos" (134) y, en definitiva, se apunta a su superación al señalar que "ellos cumplieron una labor decisiva en su tiempo" (134), pero que "no supieron ubicar debidamente su apostolado en el contexto de un compromiso histórico liberador" (135). Aunque el contenido profundo que animaba el concepto de "compromiso liberador" late implícitamente en las páginas de Medellín, no se plantea allí directamente la incongruencia que se creaba al sostener, según la distinción de los dos planos anteriores, que "en el orden económico y social, y principalmente en el orden político, en donde se presentan diversas opciones concretas, al sacerdote como tal no le incumbe directamente la dirección, ni el liderazgo, ni tampoco la estructuración de soluciones" (149). Al mismo tiempo, sin embargo, en los Documentos finales de Medellín se afirmaba que "la consagración sacramental del orden sitúa al sacerdote en el mundo para el servicio de los hombres" (149); y consecuentemente se pedía que "no se abandone a sus militantes [grupos laicos de liberación], cuando, por las implicaciones sociales del Evangelio, son llevados a compromisos que comportan dolorosas consecuencias" (139).

El discurso liberador de Gustavo Gutiérrez, que comparte con Medellín la proposición fundamental de que "la consagración sacramental del orden sitúa al sacerdote en el mundo para el servicio de los hombres", conduce luego en su desarrollo teórico a una radicalización de las implicaciones que ello conllevaba. Primero entra en crisis el esquema de la distinción de dos planos que establecía misiones diferentes al laico y al sacerdote. En un primer nivel, especialmente en Iberoamérica, se considera insuficiente la acción de los grupos laicos. Por otra parte, y esto alcanza repercusiones serias en la estructura de la Iglesia, al problematizar el difícil equilibrio del clero entre el apoyo a los grupos laicos y el distanciamiento necesario para evitar el compromiso, se toma conciencia, nos dice Gustavo Gutiérrez, de "que un amplio sector de la iglesia está, de una manera o de otra, ligado a quienes detentan el poder económico y político en el mundo de hoy" (83). Y, se pregunta, "en estas condiciones, ¿puede decirse honestamente que la iglesia no interviene en 'lo temporal'? Cuando, con su silencio o sus buenas relaciones con él, legitima un gobierno dictatorial y opresor, ¿está cumpliendo sólo una función religiosa?" (84). En Iberoamérica, concluye Gutiérrez, "la distinción de planos sirve para disimular la real opción política de un grueso sector de la iglesia por el orden establecido" (84).

En Teología de la liberación proyecta Gustavo Gutiérrez un discurso de la esperanza, que recupera, como ya señalamos, el referente humano y le hace protagonista de su propia salvación. Se trata de un proceso de secularización que resulta, añade Gutiérrez, "de una transformación en la autocomprensión del hombre. De una visión cosmológica se pasa a una visión antropológica" (86). Es decir, "si antes se tendía a ver el mundo a partir de la iglesia, hoy se observa casi el fenómeno inverso: la iglesia es vista a partir del mundo" (88). Y con ello se justifica el compromiso total que implica la teología de la liberación al proponer una iglesia que opte por los oprimidos (donde la opresión económica, social o espiritual, opresión del pecado, son únicamente distintas esferas de opresión inseparables en un concepto integral del ser humano).

Marcos Aguinis problematiza igualmente el discurso de Medellín, pero contrario a Gustavo Gutiérrez, no le importan tanto las repercusiones teológicas de situar al sacerdote en el mundo en una opción por los pobres, como aquéllas otras que resultan de la convivencia simultánea de "varias iglesias", y de las normas anacrónicas por las que ha de regirse el sacerdote. Los Documentos finales de Medellín reflejaban en este aspecto, con medida ambigüedad, un momento de transición en la iglesia iberoamericana, que enfrentará luego Gustavo Gutiérrez en Teología de la liberación. La cruz invertida, aun cuando se publicó un año antes que el libro de Gutiérrez, parece surgir en diálogo con éste; y es que ambas obras se codifican en el discurso de una época y participan en el mismo proceso de creación de una narrativa generacional. El "mundo ficticio" de Aguinis asume la problemática que plantea Medellín y pone en juego las encontradas posiciones que coexisten en su momento: una iglesia conservadora que recela de cualquier intento de innovación, unos grupos inoperantes de acción católica, una jerarquía eclesiástica unida a las estructuras de poder y, dentro de este contexto, un intento de desempeñar el ministerio del sacerdocio desde una opción por los pobres. En momentos parece como si el propósito de Aguinis hubiera sido poner a prueba la cuidadosa construcción teórica de Gutiérrez. Y desde la atalaya en el tiempo que nos proporciona la década de los noventa, La cruz invertida adquiere, como luego señalaremos, monumentales proporciones proféticas.

Aguinis consigue, en efecto, destacar la vitalidad y fecundidad liberadora que aporta el llevar a la práctica una teología de la esperanza, pero pone igualmente de relieve sus limitaciones en el momento de realizarse. En el plano institucional, la lucha por reformar la iglesia desde la iglesia y desde abajo fracasa en la novela, como fracasa en la práctica iberoamericana de las décadas de los setenta y ochenta. En la novela, los grupos de acción católica, precisamente por su falta de vitalidad, se presentan como fuerzas neutras; aportan en el comienzo una base para la acción pastoral, pero se mantienen marginadas del proceso por no sentir ni comprender la transcendencia de una opción por los pobres: "Seguían escuchando, pero cada vez entendían menos" (117).

La iglesia conservadora, bajo la máxima de que "Cristo nos quiere en el mundo y no del mundo" (151), se aferra a la tradicional división de planos. El padre Fermín, tío de Carlos Samuel Torres, el protagonista, representa esta rama de la iglesia iberoamericana anclada en el pasado, en lo que anteriormente denominamos "el primado de la fe", y que no acepta en el sacerdote otra misión que la puramente espiritual: "Evita identificarte [aconseja a su sobrino] con los obreros. Si lo haces, perderás ecuanimidad. Tu visión se estrechará y pensarás tan limitadamente como ellos. Entonces atribuirás sus males a las penurias económicas. De ahí caerás en la tentación de atribuir los males del espíritu a las insatisfacciones de la carne. Llegarás, como algunos sacerdotes incautos, a desviaciones de tinte marxista" (61). Este juicio conciso, pero a su modo completo, muestra la brecha irreconciliable que se abre entre la iglesia tradicional y la militante que proponen los teólogos de la liberación. En su fondo late también un sentimiento de temor, de inseguridad en el cambio; al no reconocer ni sentir la nueva misión, sólo se percibe la dimensión del "dejar de ser", que se interpreta como aniquilamiento del sacerdocio: "Los instrumentos de que nos proveyó el Concilio [añade el padre Fermín] no deben conducir a la liquidación del ministerio. Si los sacerdotes no nos diferenciamos de los laicos, no habrá sacerdocio" (151). La cruz invertida asume esta fuerza reaccionaria como parte del proceso dialéctico que explica el desarrollo de la Iglesia, y trata de establecer con ella un diálogo constructivo. Aguinis usa el género epistolar para integrar, con acierto, en el discurso narrativo profundas reflexiones ensayísticas. En la novela, como también en la realidad iberoamericana de esos años, el diálogo con la iglesia tradicional fortalece la formulación del discurso de la liberación.

La confrontación en la novela, como sucedió luego en el campo iberoamericano, no se origina en las implicaciones teológicas implícitas en la opción por los pobres, sino que recae en la repercusión que dicha opción acarreaba en el nivel político, tanto de la iglesia en cuanto institución, como en las estructuras de poder civil o militar. Y es aquí donde la novela desenmascara los lazos de colaboración, como veremos más adelante, entre la jerarquía eclesiástica y las fuerzas de opresión. Aguinis pudo tener en su momento como modelo el caso brasileño, pero en este aspecto, como en tantos otros, su novela es profética al adelantarse a los sucesos en Bolivia, Chile, Argentina o El Salvador, por citar sólo algunos de los más destacados.

Más allá de las repercusiones teológicas o sociopolíticas, el situar "al sacerdote en el mundo" comporta también una dimensión personal, que era difícil de tratar en Medellín o de desarrollar a un nivel teórico en Gutiérrez. El discurso literario de Aguinis aporta un medio más idóneo para explorar la doble dimensión del sacerdote: ministro de la iglesia y hombre. En Medellín se reconocía, sin desarrollar, que "en el ministerio presbiteral es fácil advertir hoy una tensión entre las nuevas exigencias de la misión y cierto modo de ejercer la autoridad, que puede implicar una crisis de obediencia" (68). Aguinis eleva esta situación a un plano radical al colocar "al sacerdote en el mundo", y hacerlo reaccionar ante las encontradas coyunturas que ineludiblemente ha de enfrentar. Su compromiso por un discurso liberador a través de una opción por los pobres supone, además, una previa etapa igualmente autoliberadora. La opción que se "exige" al nuevo sacerdote es un acto voluntario, producto de un proceso reflexivo que culmina en una convicción personal. De ahí la inevitable situación crítica que surge al colocar a este sacerdote dentro de la anacrónica y rígida estructura de la Iglesia. El concepto vertical de obediencia no ha variado mientras que la misión del sacerdote y su autoconciencia de tal misión, ha efectuado un cambio fundamental. Y en aquellos casos en los que la obediencia que exige la jerarquía eclesiástica no coincide con la obediencia que reclama la propia conciencia, surge una situación de crisis que la iglesia católica no ha sido todavía capaz de solucionar. Las circunstancias históricas del colombiano Camilo Torres sirven, sin duda, de modelo a La cruz invertida, y ésta a su vez parece mostrar la pauta que siguió luego el brasileño Leonardo Boff. Camilo Torres y Leonardo Boff, aun cuando radicalmente diferentes en las opciones personales que se sintieron forzados a tomar (el primero opción violenta en la guerrilla en la década de los años sesenta, el segundo trabajo lento por elevar los niveles de concientización en las décadas de los años ochenta y noventa), presentan notables puntos de contacto: ambos comprometidos con su vocación religiosa y sacerdocio pastoral; ambos con estudios superiores universitarios en Europa; ambos colocaron por encima de la obediencia eclesiástica la obediencia a su conciencia de compromiso con el pobre; ambos, en fin, fueron "expulsados" de la institución de la Iglesia Católica Romana. En cualquier caso, en este estudio nos hemos propuesto, desde el comienzo, limitar la contextualización a tres textos precisos en la formulación de una narrativa. Se trata, por tanto, de ejemplificar un proceso hermenéutico, y no de explorar los distintos niveles de contextualización ni de establecer los sistemas de codificación que caracterizan la narrativa de la liberación en sus múltiples facetas.

En la dimensión humana del sacerdote se hace igualmente ostensible la situación anacrónica de unas reglas que le impiden su realización como hombre. Aguinis problematiza, ante todo, la imposición del celibato. En Medellín se hacía breve referencia a la situación problemática que se crea, pero en su calculada ambigüedad mezclaba nuevos motivos con posiciones tradicionales: "En relación con el celibato sacerdotal, un laudable ahondamiento en el valor afectivo de la persona humana y una exarcebación del erotismo en el medio ambiente, unidos al frecuente descuido de la vida espiritual y a otras causas, han abierto camino a nueva y variada problemática" (144).

En La cruz invertida, la "exarcebación del erotismo en el medio ambiente", se presenta como aberración muy pedestre comparada con el nivel moral que exhibe el sacerdote Carlos Samuel Torres. No existe tampoco en él "descuido de la vida espiritual". La reflexión en torno al celibato tiene lugar en la novela en un plano mucho más profundo y que sirve para confrontar la actitud de la iglesia tradicional con la nueva misión del sacerdote. Podemos caracterizar la posición que Aguinis desarrolla en el discurso narrativo, a través de una analogía, extraída de la misma novela, que en su manifestación externa ejemplifica el sentido de la dimensión interna del celibato. Para la iglesia tradicional, "la sotana era una coraza contra las agresiones del mundo, un verdadero amuleto. Ella imponía a los hombres respeto y alejaba a las mujeres con sus tentaciones" (47). Esta postura respondía a la tendencia de ver el mundo a partir de la Iglesia. Así también, por ejemplo, la liturgia de la misa en latín. Y si el nuevo sacerdocio, su opción por los pobres, significa, en palabras de Gutiérrez, que "la iglesia es vista a partir del mundo" (88), el uso del español en la misa y el desprendimiento de la sotana serían necesarios pasos en lo externo que, según La cruz invertida, deberían culminar con una reconsideración del celibato. En la novela se da énfasis a la dimensión social del celibato (barrera que obstaculiza la misión del sacerdote) y, con más desarrollo, a la dimensión personal, es decir, a la soledad a que se condena al sacerdote: "Queda bien que un cura acaricie las cabelleras de los niños... Dejad que los niños vengan a mí... Por algo le dicen 'padre...' ¡Qué ridículo!... Niños que alborotan a su alrededor, cuando les reparte golosinas o les enseña algún juego o les narra un cuento de maravillas... Niños que no son suyos, que los siente separados de él, circunstanciales, que como afecto son apenas una mezquina limosna. Porque no es un hombre como los otros, está condenado a vivir solo —otra burla cruel— y ofrecer al mundo una imagen triunfal de su soledad desgarradora" (95).

2. Hacia un nuevo compromiso social

En la década de los sesenta madura y hace crisis a la vez todo un proceso intelectual iberoamericano, que comienza ya en la segunda década del siglo XX preguntándose quiénes somos los bolivianos (Tamayo), los mexicanos (Caso, Ramos), los argentinos (Mallea, Martínez Estrada) o los puertorriqueños (Pedreira), y que culmina a partir de 1940 en un proceso sistemático de recuperación del pasado iberoamericano. Durante la década de los sesenta, como dijimos, hace crisis este proceso en una toma de conciencia de la propia realidad que se manifiesta casi simultáneamente en un discurso literario (Cien años de soledad, 1967, de García Márquez), en un discurso filosófico (La filosofía americana como filosofía sin más, 1969, de Leopoldo Zea), en un discurso pedagógico (Pedagogía del oprimido, 1970, de Paulo Freire), en un discurso económico (Dependencia y desarrollo en América Latina, 1967, de Cardoso y Faletto) y, ante todo, con una formulación más madura y sostenida, en el discurso teológico de Gustavo Gutiérrez.

Dentro de su peculiar individualidad, cada una de estas obras coincide en rechazar las soluciones simplistas de los modelos importados, a la vez que intentan captar la complejidad de la realidad iberoamericana. Coinciden también en reconocer que la dimensión sociopolítica necesita ser parte integrante de cualquier respuesta a la problemática que enfrentan. Así, Paulo Freire se pronuncia contra un sistema depositario de educación que cosifica al ser humano al buscar preferentemente su funcionalidad en un sistema de desarrollo económico y propone una educación liberadora cuyo fin sea un proceso de toma de conciencia de la dignidad humana y de las fuerzas de opresión que gobiernan la estructura social. De modo semejante, Cardoso y Faletto ven en la "teoría del desarrollo", importada de los países industrializados y basada únicamente en parámetros económicos, un implícito contexto ideológico de opresión, y exponen la necesidad de ver el proceso económico como un proceso social. Toda estructura económica, afirman Cardoso y Faletto, es en sí una estructura social; el capital mismo es la expresión económica de una relación social (6). También Leopoldo Zea concibe su discurso filosófico en un contexto social: la lucha de todo ser humano por justificar y conquistar su humanidad y la del grupo social a quien pertenece, frente a la indiferencia, a veces calculada forma de opresión, que irradia desde los centros de poder.

Bajo este fondo de renovación se hace más fácil comprender la dimensión social de las reflexiones de Medellín: surgen en diálogo con "los signos de los tiempos", asumen la realidad iberoamericana e intentan formular una iglesia que responda a las exigencias de su contexto social. Se reconoce en Medellín que Iberoamérica esta "bajo el signo de la transformación y el desarrollo [...] que llega a tocar y conmover todos los niveles del hombre, desde el económico hasta el religioso" (17); y se acepta el compromiso social que ello implica: "Estimamos también irreconciliable con nuestra situación en vías de desarrollo tanto la inversión de recursos en la carrera armamentista, la burocracia excesiva, los gastos de lujo y ostentaciones, como la deficiente administración de la comunidad" (11). Estos son los aspectos que precisamente se problematizan en La cruz invertida. Tanto en el discurso teológico como en la novela de Aguinis, se ejemplifica el proceso desde la perspectiva religiosa que proporciona un nuevo concepto del Reino de Dios; a través de lo que significa una opción por los pobres y, especialmente, desde la búsqueda del hombre nuevo que posibilite el proceso. Examinemos por separado cómo se codifica la narrativa de la liberación a través de estas tres facetas.

2.1. Un nuevo concepto del Reino de Dios

La superación a través del discurso posmoderno del dualismo de la Iglesia, que permitía mantener una artificiosa separación entre sus fines y los de la sociedad, traía consigo ramificaciones profundas en el modo de interpretar su misión salvífica. Se trataba de un cambio de perspectiva: de una visión cosmogónica del mundo ocupada únicamente en el destino espiritual del hombre en "la otra vida", se pasa a una visión antropológica, donde se anula el dualismo espíritu/cuerpo en una interpretación integral del ser humano y donde la dualidad de planos se convierte ahora en una progresión de planos. Con ello, el Reino de Dios deja de "localizarse" en un mundo exclusivamente espiritual, para convertirse en proyecto humano; es, sin duda, proyecto utópico, en cuanto su plenitud no es de este mundo; pero también, como utopía exige nuestro compromiso para que su inicio sea obra humana aunque sólo se realice en Dios.

Para la iglesia católica esta posición supone una ruptura radical, al decir de su ala conservadora, o simplemente una ruptura con su pasado inmediato, que recupera la verdadera dimensión de la iglesia de Cristo, según los teólogos de la liberación. En los Documentos finales de Medellín la definición es todavía ambigua; marca el proceso de transición: "No confundimos progreso temporal y Reino de Cristo; sin embargo, el primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran medida al Reino de Dios" (28). Pero en Medellín se añaden también otros textos que borran más esa tenue línea entre "separados pero relacionados", de la cita anterior. Me refiero al uso que se hace del episodio del Exodo, que aporta una decisiva dimensión antropológica al proyecto salvífico: "Así como otrora Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba de la opresión de Egipto [...] y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva, cuando se da el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas" (19-20).

La recuperación integral del hombre se convierte en parte central de la teología de la liberación. La posición de Medellín, aun cuando ambigua, posibilita la nueva reflexión. Allí, en efecto, se decía que no podemos, "los cristianos, dejar de presentir la presencia de Dios, que quiere salvar al hombre entero, alma y cuerpo" (18). Gustavo Gutiérrez dedica numerosas páginas a desarrollar en un profundo discurso teológico ese "presentir" de Medellín. El punto de partida es igualmente el Exodo. Y la "tierra prometida", el inicio del Reino de Dios en la tierra, se interpreta en términos actuales, siguiendo también a Medellín, como el paso de "condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas" (221). Gustavo Gutiérrez se apoya en este terreno escabroso —en el contexto de la iglesia tradicional— en los textos de la encíclica Populorum progressio, para establecer como condiciones menos humanas: "las carencias materiales de los que están privados del mínimo vital y las carencias morales, que provienen del abuso del tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de las transaciones" (221). La misión liberadora adquiere así una dimensión social. No se trata ya del pecado como realidad individual, "se trata del pecado como hecho social, histórico" (226). Y en consecuencia, "el pecado se da en estructuras opresoras, en la explotación del hombre por el hombre, en la dominación y esclavitud de pueblos, razas y clases sociales" (226). Gutiérrez hace uso en el desarrollo de su discurso teórico del término "utopía", en el sentido de "anuncio de lo que todavía no es", para apresar la dimensión antropológica del Reino de Dios; pero también lo hace en el sentido de denuncia del orden existente. La utopía así interpretada, "debe necesariamente conducir a un compromiso en pro del surgimiento de una nueva conciencia social, de nuevas relaciones entre los hombres" (299).

Aguinis parte igualmente de Medellín en el discurso narrativo de La cruz invertida. Y el protagonista, Carlos Samuel Torres, comparte el pensamiento de Gustavo Gutiérrez tanto en el discurso utópico que facilita el análisis teórico, como en la perspectiva posmoderna que integra en el concepto de Reino de Dios la dimensión antropológica y el sentido de progresión hacia la plenitud espiritual. Aguinis, como Gutiérrez, siente también la necesidad de superar la ambigüedad de Medellín. Hace para ello uso del discurso ensayístico, que en la estructura narrativa de la novela adquiere la forma de una carta del protagonista a su tío. Parte de la figura de Cristo: "Jesús fue hombre y Dios: Fue hombre como todos los hombres, señalando así la infinita dignidad que posee su cuerpo" (68). La historia de la humanidad supera de este modo el plano dualista y se interpreta como "la historia del ascenso del hombre hacia Dios" (66). Aguinis recurre igualmente en su discurso ensayístico al texto bíblico: "La escala fue soñada por Jacob. Es preciso conquistar peldaño por peldaño: cada uno de ellos implica un grado de liberación mayor" (66-67). Y une el progreso frente a la naturaleza al progreso en el desarrollo social, como parte, ambos, del proyecto histórico de ascenso hacia Dios. Como hará luego Gutiérrez, destaca también en la novela las repercusiones si el desarrollo no es armónico: "Pero si esa liberación frente a la naturaleza no se acompaña de grados paralelos en la liberación social, caerá en un pozo de esclavitud y miseria, donde la mayoría del género humano será domada y explotada por unos pocos privilegiados" (67).

En La cruz invertida, sin embargo, no importa tanto la fundamentación teológica, aun cuando ésta se integra magistralmente en el discurso literario. La novela desarrolla primordialmente la problemática que conlleva actuar bajo tales convicciones y la complejidad del concurso humano en el devenir social. El fracaso final, que hubiera podido parecer pesimista en 1970, pero que resulta profético en nuestros días, apunta a la futilidad de todo esfuerzo que pretenda cambiar las estructuras sociales, sin una previa modificación del hombre. El mismo "juicio eclesiástico" con que culmina la obra, simboliza la distancia enorme que separa el discurso teórico y su actualización en la práctica pastoral. Carlos Samuel Torres había obrado bajo el supuesto de que "la Iglesia debe servir para construir el reino de Dios, o no sirve para nada. [Y de que] el reino de Dios no se construye apoyando el statu quo que institucionaliza al pecado de la explotación humana y de la postergación de las mayorías" (194). Su obra, creía el padre Torres, había sido mal interpretada, pero él la defendería con razones teológicas y pastorales. No obstante, durante el juicio mismo, donde domina una atmósfera de premeditada irracionalidad, no se le permite hablar. La voz teórica se torna inconsecuente. En el mundo ficticio de la novela, como en el mundo real, donde dominan todavía "las condiciones menos humanas" que apuntaba Gutiérrez, el proyecto utópico del Reino de Dios debe comenzar, parece señalar Aguinis, en el ser humano, con su apertura a una toma de conciencia del proyecto salvífico que haga de él un "hombre nuevo".

2.2. Una opción por los pobres

Al denunciar las diversas formas de opresión que daban lugar en Iberoamérica a lo que se denominó "un estado de injusticia", Medellín proyecta un pensamiento que justifica y fundamenta a la vez el compromiso de los teólogos de la liberación en una opción por los pobres. En este aspecto el mensaje de Medellín es preciso. A) La Iglesia en su misión liberadora debe asumir la problemática actual del pueblo a liberar: "Como pastores, con una responsabilidad común, queremos comprometernos con la vida de todos nuestros pueblos en la búsqueda angustiosa de soluciones adecuadas para sus múltiples problemas" (8-9). B) Las mismas soluciones deben ahora pasar del ámbito teórico al pastoral: "No basta por cierto reflexionar, lograr mayor clarividencia y hablar; es menester obrar [...] se ha tornado, con dramática urgencia, la hora de la acción" (17). C) La responsabilidad se proyecta del nivel individual al social para evitar la cómoda actitud de escudar el comportamiento personal bajo el anonimato de las estructuras sociales: "Son, también, responsables de la injusticia todos los que no actúan en favor de la justicia con los medios de que disponen, y permanecen pasivos por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda acción audaz y verdaderamente eficaz" (52). D) Se reclama, por tanto, del sacerdote una participación activa de intolerancia ante la injusticia: "Forma parte de nuestra misión denunciar con firmeza aquellas realidades de América Latina que constituyen una afrenta al espíritu del Evangelio" (11). E) Finalmente, se reafirma una actitud constructiva encaminada a superar las estructuras de opresión: "También nos corresponde reconocer y estimular todo intento positivo profundo de vencer las grandes dificultades existentes" (11); y con relación a la situación socio-económica se da énfasis en Medellín a que "la pastoral de la Iglesia deberá orientar preferentemente a estos grupos hacia un compromiso en el plano de las estructuras socio-económicas que conduzcan a las necesarias reformas de las mismas" (108).

Aguinis dispone el discurso literario de La cruz invertida en torno a estos cinco puntos fundamentales de Medellín. Y los dos sacerdotes que actúan en la novela, Agustín Buenaventura y Carlos Samuel Torres, encarnan en su quehacer como individuos y en su compromiso pastoral este ideal. No se trata, sin embargo, de la tradicional novela de tesis. El pensamiento posmoderno que posibilita la multiplicidad real de planos en la novela, libera también al discurso literario de someterse a una dirección ideológica. En La cruz invertida no hay nada furtivo, encubierto; los personajes son reales y a la vez tipos que proyectan los más diversos sectores de la estructura social iberoamericana. En ello consiste precisamente uno de los méritos artísticos de Aguinis: el haber creado individuos y al mismo tiempo haberles hecho vivir ideas centrales en el devenir histórico de su sociedad iberoamericana actual. Carlos Samuel Torres tipifica el pensamiento y actuar de los teólogos de la liberación y al mismo tiempo tiene una realidad "externa" tan fuerte, como la tuvo y tipificó el mismo ideal el colombiano Camilo Torres, o la tienen y tipifican hoy día dicho ideal el peruano Gustavo Gutiérrez o el brasileño Leonardo Boff.

El discurso teórico de Gutiérrez, que proyecta los postulados anteriores de Medellín, coincide con Aguinis en ver la misión salvífica en una opción por los pobres. Pero entre ambos hay dos diferencias esenciales: una se refiere a la dimensión práctica de un esquema teórico; la otra a una expresión ideológica que empequeñece un aspecto del pensamiento de Gutiérrez. En el discurso teológico, de acuerdo con el espíritu de Medellín, se afirma que la liberación, "para ser auténtica y plena, deberá ser asumida por el pueblo oprimido mismo, y para ello deberá partir de los propios valores de ese pueblo" (121). Es decir, desarrolla la posición de una iglesia comprometida en el proceso liberador, que se establece como apoyo, como fuente de concientización, pero que reconoce en el pobre al promotor de su propia liberación. El límite impreciso entre ser fuente de concientización y ser promotor de proyectos, tan simple en el esquema teórico, parece borrarse en la complejidad del actuar en el mundo de La cruz invertida. La fuerte personalidad del padre Torres adquiere a veces una dimensión paternalista y otras asume la posición de liderazgo (181) o singulariza en su persona el fracaso de los proyectos (175). El proceso, quizás lento pero necesario, de concientización parece quedar relegado a plano secundario; el énfasis recae ciertamente en la lucha por la transformación de las estructuras de opresión, y el fracaso ulterior pone de manifiesto esta deficiencia.

La otra diferencia esencial entre el discurso teológico de Gutiérrez y el discurso literario de Aguinis se encuentra en el proceso de concientización. El origen del concepto proviene en ambos de la obra de Paulo Freire, Pedagogía del oprimido; pero mientras Aguinis consigue desglosar lo substancial del concepto, de la interpretación que luego le da el mismo Freire, Gustavo Gutiérrez lo lleva a las mismas conclusiones que Freire. En La cruz invertida la toma de conciencia es empresa individual; la acción pastoral puede y debe propiciarla en un constante esfuerzo por motivar la autorrealización. Mediante el proceso de concientización, el individuo, tanto el opresor como el oprimido, descubre los sistemas de opresión; pero en la novela, en ningún momento se impone como objetivo de la concientización conducir al individuo a interpretar la realidad a través de un posible sistema de opresión. Para Gustavo Gutiérrez, como en el caso de Freire, los objetivos de la concientización no se encuentran ya en el proceso liberador; los dos parten de su propia toma de conciencia de la realidad iberoamericana y creen ver en ambas una correspondencia unívoca, por lo que los objetivos se trasladan ahora a inculcar en el individuo una interpretación de la realidad, muy próxima, independiente de la terminología que se use, al concepto depositario que se quería en un principio desplazar. Gustavo Gutiérrez radicaliza así, en efecto, el alcance de sus conclusiones: "La lucha de clases es un hecho y la neutralidad en esa materia es imposible" (341). Y por ello añade: "Nuestro amor no es auténtico si no toma el camino de la solidaridad de clase y de la lucha social. Participar en la lucha de clases no solamente no se opone al amor universal, sino que ese compromiso es hoy la mediación necesaria e insoslayable de su concreción: el tránsito hacia una sociedad sin clases, sin propietarios y despojados, sin opresores y oprimidos" (345).

En el discurso narrativo de La cruz invertida no se distorsiona el pensamiento de los teólogos de la liberación. Carlos Samuel Torres se expresa en términos muy próximos a los que usó luego Gustavo Gutiérrez en su Teología de la liberación. También para Torres "la justicia social es la condición primera de un mundo auténticamente religioso (160); y aun cuando no rechaza el derecho a la propiedad, sí reconoce que "defender mucho la propiedad es defender algo a los ricos" (158). Su postura frente al orden establecido, como la de Gutiérrez, adquiere igualmente una expresión radical: "Ni el derecho de la propiedad, ni la legitimidad de las autoridades permiten a un cristiano aceptar las injusticias que le queman su conciencia. La propiedad desprovista de su significado social asquea al Señor" (159).

La opción por los pobres, en este primer sentido de aquellos privados de los mínimos recursos económicos, es, sin duda, fundamental en La cruz invertida. Agustín Buenaventura lo ejemplifica a través de una vida dedicada a los marginados de la sociedad y, en oposición a la iglesia tradicional, con su actuación en Villa del Milagro. Carlos Samuel Torres muestra igualmente su compromiso al rechazar las posiciones privilegiadas que le ofrecían por sus estudios en Europa; él opta por servir en las zonas marginadas de la ciudad, en la parroquia pobre de San José. Pero la multiplicidad de planos presentes en la novela proyectan el concepto de la pobreza mucho más allá de la dimensión económica. Pobre es también el que no tiene conciencia de su situación de oprimido o de opresor. Así el coronel Donato Pérez, símbolo de la violencia institucionalizada. Pero en La cruz invertida se destacan además otras formas que eran olvidadas o relegadas a posición muy secundaria en los estudios teóricos de su época. Me refiero a aquéllas que tienen lugar en la célula central de la sociedad; es decir, las formas de opresión presentes en el seno de la familia. En la novela se destaca con especial énfasis la situación de Magdalena: violada por su padrastro, maltratada por su madre por creerla culpable de la violación y, finalmente abusada por Juan quien la prostituye. En cada uno de estos casos, la pobreza radica en la falta de conciencia del sentido de su obrar. Quizás el más fuerte de todos, no tanto por sus acciones como por su implicación, sea el comportamiento de Isabel, la madre de Magdalena. Ella es víctima de una constante violación, pues sólo así se pueden calificar sus relaciones con Jacinto; no obstante, Isabel se culpa a sí misma y traslada el pobre concepto que tiene de su persona, al modo como luego ella trata a Magdalena.

Todavía existe otro nivel de pobreza que se relaciona con la actitud pasiva del individuo ante la injusticia social. El padre Fermín, tío de Carlos Samuel Torres, simboliza esta dimensión en la novela. Su comportamiento al nivel individual no puede ser reprochado. Pero su indiferencia ante las estructuras injustas de su sociedad, de las que él forma igualmente parte, descubre su verdadera pobreza. El también debe participar en el proceso de concientización. En la novela se ejemplifica su alejamiento de la realidad a través del concepto que tiene de aquellos habitantes de la ciudad forzados a vivir en estado de desempleo en las zonas marginadas: "Es increíble [nos dice] el abandono en que viven algunos cristianos, en medio de la más rutilante belleza natural, manchándola con su pereza y los pecados que la pereza origina" (22). Por supuesto, el contexto ideológico de esta afirmación, en el que no nos detendremos ahora, apunta, además, a un nivel socio-político con claras repercusiones en el debate en torno al concepto de "subdesarrollo".

2.3. En busca del hombre nuevo

Los esfuerzos por recuperar el pasado iberoamericano culminan en la década de los sesenta, como ya señalamos, con una nueva evaluación del presente y con la formulación de vigorosos proyectos de transformación: unos se fundamentan en la lucha revolucionaria según el ejemplo de Cuba y los intentos posteriores de Che Guevara; otros buscan la metamorfosis del hombre iberoamericano a través de una labor educadora. En cualquier caso, se partía de un proceso de concientización que habría de producir a un "hombre nuevo". Los Documentos finales de Medellín responden precisamente a la percepción de encontrarse la humanidad ante una renovación de repercusiones globales: "Creemos que estamos en una nueva era histórica" (9). En el contexto iberoamericano, dicha proyección histórica adquiere una clara dimensión mesiánica, que se concibe como ruptura con el pasado.

Las conclusiones de Medellín parten, pues, de la convicción de que "estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente, llena de un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración personal y de integración colectiva" (17). Y se ve en la efervescencia iberoamericana de los años sesenta, "un evidente signo del Espíritu que conduce la historia de los hombres y de los pueblos hacia su vocación" (18). Pero en Medellín se relega a plano secundario la implicación asuntiva de la historia implícita en el término "conducir". Se prefiere dar énfasis a la visión utópica que acarrea la fe en el hombre nuevo, en la formación de una sociedad iberoamericana idílica, en unos "poderes públicos, promoviendo con energía las exigencias supremas del bien común" (10). Por supuesto, se reconoce también que "no habrá continente nuevo sin hombres nuevos" (27), y se advierte que "la carencia de una conciencia política en nuestros países hace imprescindible la acción educadora de la Iglesia" (35). Pero en Medellín, de espaldas a la realidad que se analiza, incluso cuando se admite "la suma importancia de la Educación de Base [...] que aspira no sólo a alfabetizar, sino a capacitar al hombre para convertirlo en agente consciente de su desarrollo integral" (77), se procede en efecto como si el "hombre nuevo" fuera ya algo dado.

Tanto el discurso teológico de Gustavo Gutiérrez como el literario de Marcos Aguinis aceptan la situación de encrucijada que atraviesa Iberoamérica. Ambos arrancan del mensaje de esperanza que ofrece Medellín y ven en el "hombre nuevo" un camino de salvación. Ambos, como ya mencionamos, contextualizan la preocupación de una época y proyectan la codificación de una nueva narrativa. La correspondencia entre ambos, sin embargo, termina ahí. Gutiérrez comparte con una minoría de intelectuales iberoamericanos, la más dinámica y creadora, un sentido de cruzada en la cual "lo que se busca es la creación de un hombre nuevo" (180, el énfasis es de Gutiérrez). Y ve en ello el elemento aglutinador de los más variados movimientos: "La esperanza a la creación de un hombre nuevo es el resorte íntimo de la lucha que muchos hombres han emprendido en América Latina" (180). Algunos de los personajes centrales de La cruz invertida, como sin duda el mismo Aguinis, pertenecen a este grupo minoritario de intelectuales. No obstante, en la novela se somete el ideal utópico del "hombre nuevo" a la tirantez del devenir en la sociedad iberoamericana de su momento.

La multiplicidad de planos que entreteje Aguinis en la novela, permite expresar la complejidad implícita en el proyecto de transmutación del iberoamericano en el "hombre nuevo". El orden de la exposición teórica que se adelanta en Medellín o que fundamenta el discurso teológico de Gutiérrez se desbarata en la novela. En Medellín, por ejemplo, se afirma, con acierto, lo imprescindible de la acción educadora de la Iglesia, sin tener luego en cuenta la fragmentación dentro de su misma estructura que hará inoperante su participación. En la obra están presentes cuatro sectores de la iglesia católica y aun cuando dos de ellos comparten un mismo ideal y colaboran en su actuación, lo cierto es que representan también cuatro actitudes diferentes que se neutralizan. Incluso los padres Buenaventura y Torres que coinciden en sus objetivos simbolizan dos opciones en el camino a seguir.

  • A) Agustín Buenaventura, "medio indio [...] su piel negra" (83), proviene de clase humilde y comprende que el proceso de concientización es lento, que no produce héroes, que debe ser una labor pastoral. Su esfuerzo se dirige al individuo; y presenta como paradigma su dedicación de más de treinta años "trasladado a diversas 'zonas difíciles', sin que trascendiera demasiado su obra" (83). Buenaventura se inspira en el Exodo: "Moisés hizo peregrinar a su pueblo cuarenta años por el desierto para limpiarlo de su mentalidad esclavista y transformarlo en un pueblo nuevo, apto para un inédito rol histórico" (87).
  • B) Carlos Samuel Torres ha recibido una educación selecta que amplía en las mejores instituciones europeas. Tiene la formación del teólogo y su conocimiento de la realidad iberoamericana se origina en Europa, "a miles de kilómetros de distancia, en debates y conferencias" (100). Proviene de las minorías pudientes de su sociedad; al acercarse a los sectores marginados del pueblo le llama la atención, ante todo, la precaria situación económica en que viven, pues, en su opinión, ello posterga al individuo a una condición subhumana. Percibe que los males se originan de un estado de injusticia social: "Mientras exista un solo hombre que no tenga lo necesario para ser verdaderamente hombre, la redención de Cristo fracasa" (14). Su esfuerzo, por lo tanto, se dirige a la transformación de la sociedad, incluso podría decirse que ve al individuo a través de ella: "He pedido a Dios que perdone sus pecados, que salve su alma. ¿Qué deberá perdonarle? ¿Haber sido explotado toda su vida? ¿Haber nacido en la miseria, permanecer analfabeto, conocer sólo las perversiones de su hogar mal constituido e imitar las costumbres antisociales de sus vecinos? ¿Se diferencia en algo este hombre que robó, fornicó y tal vez mató, de un lactante que sólo exige comida y abrigo?" (14). Torres, en fin, se inspira en los Documentos finales de Medellín, en las nuevas teorías económicas de desarrollo y dependencia, en el pensamiento de Paulo Freire.
  • C) El padre Fermín Saldeño, tío de Torres, representa la iglesia tradicional. Su "no juzgues" es un tácito apoyo al statu quo. Aconseja al padre Torres que no turbe su dignidad "con temerarias experiencias" (152), y éste, a su vez, reconoce que "su tío Fermín no creía en el hombre nuevo" (166). Sus palabras, en efecto, encubren el apoyo secular de la Iglesia a las estructuras de poder. Busca: "Vigorizar el santo ministerio y su eficaz jerarquía, establecidas por el mismo Cristo, vigorizar el sentido auténtico de la autoridad y vigorizar el derecho natural, sano y sabio de la propiedad privada" (151).
  • D) El obispo Tardini, director del Seminario, así como el Nuncio que participa en el juicio eclesiástico, simbolizan en la novela lo negativo de la Iglesia. Los otros tres sacerdotes, Buenaventura, Torres y el padre Fermín, aunque defienden posiciones controvertibles, lo hacen por convicción. El obispo Tardini y el Nuncio desempeñan un papel manipulador, y ponen su ministerio al servicio del poder.

El fracaso final de Torres no se debe únicamente a las encontradas posiciones de estos cuatro sectores de la Iglesia. En la novela el concepto de "hombre nuevo" adquiere también dimensiones políticas; Néstor Fuentes, uno de los personajes, lo relaciona con el Che Guevara (177). Y es precisamente esta dimensión militante, que produce titulares en los periódicos, la que fracasa: pretendía transformar las estructuras sociales sin previa transformación del individuo. La dimensión "anónima", personal, de Buenaventura, en la que participa también el padre Torres, sí que tiene éxito en conseguir al "hombre nuevo" que simbolizan Olga y Néstor y Magdalena.

3. Contextualización vital de un proceso

Para comienzos de la década de los sesenta, un sector importante del pensamiento filosófico en Iberoamérica había conseguido independizarse de la imitación europea. Se trataba de un pensamiento que se expresaba en una filosofía de la historia y en una antropología filosófica más de acuerdo con la realidad americana y apoyado, entre otros, en los antecedentes de Bello, Alberdi, Martí, Samuel Ramos, Gaos, y que por estos años formulaba con vigor Leopoldo Zea. Los Documentos finales de Medellín responden a este pensamiento. La misión de la Iglesia se descubre ahora en el contexto del presente iberoamericano, que determina también la exégesis de los libros sagrados. En Medellín se postula, en efecto, como ya señalamos, que "las situaciones históricas y las aspiraciones auténticamente humanas forman parte indispensable del contenido de la catequesis; [y que] deben ser interpretadas seriamente, dentro de su contexto actual, a la luz de las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel, de Cristo, y de la comunidad eclesial" (114).

Esta significante, pero limitada apertura de Medellín, adquiere una dimensión mucho más profunda en el discurso literario de Aguinis y en el posterior discurso teológico de Gutiérrez. Ambos coinciden en ver la salida de los judíos de Egipto como un ejemplo de la acción política de Dios en la liberación de un pueblo. Coinciden igualmente, aunque en La cruz invertida no reciba la atención ni se desarrolle con la profundidad que lo hace Gutiérrez, en situar la escatología en el centro de una reflexión teológica que coloca los fines últimos en el tiempo, como compromiso con el presente proyectado al porvenir. Coinciden, en fin, en el énfasis puesto en la dimensión antropológica de Jesús, que se erige como paradigma de la actuación del cristiano; sobre todo en oposición a situaciones de injusticia que Cristo, nos dice Gutiérrez, siempre acompaño "con una frontal oposición a los ricos y poderosos y con una radical opción por los pobres" (289). Tanto Aguinis como Gutiérrez colocan sus obras, además, en diálogo con un contexto intelectual de su época más amplio. Ambos incorporan en sus respectivos discursos, por ejemplo, las primeras formulaciones pedagógicas de Paulo Freire o la implicaciones socioeconómicas de Cardoso y Faletto.

La cruz invertida, no obstante, precisamente por ser un discurso literario, añade una nueva dimensión: la actualización de unos esquemas teóricos en el devenir de una sociedad. Las citas bíblicas adquieren en este contexto diferente perspectiva. Así, cuando el padre Torres dice que "el cristianismo es incompatible con Herodes, con Caifás y con Pilato" (135), lo que está afirmando es que el programa de los teólogos de la liberación es incompatible con las estructuras sociales, políticas y eclesiásticas de su mundo contemporáneo: "Herodes, Caifás y Pilato son las tres fuerzas que ahora, como antes, representan la autoridad legítima en el país, en la religión y en las zonas de influencia imperialista. Para mantener esa autoridad [...] tienen que asesinar a Cristo" (135). Así sucedió, por ejemplo, en la realidad histórica iberoamericana con el Arzobispo Oscar Romero o con Ignacio Ellacuría; así también el silencio que en la novela se impone a Carlos Samuel Torres o que el Vaticano impuso después a Leonardo Boff. Al nivel de la estructura social, Aguinis cuestiona igualmente la posibilidad del cambio radical que conlleva el discurso teórico de la liberación. Usa para ello el Evangelio de San Marcos en el contexto de un sistema capitalista y con claras implicaciones en el ámbito local, nacional e incluso en el orden internacional de países desarrollados y subdesarrollados: "Entonces dice San Marcos que '[los ricos] tuvieron miedo'. Jesús les había destruído una hacienda. Para curar a un solo loco arrojó al mar una fortuna demasiado importante. 'Y comenzaron a rogarle que se fuese'. Las finanzas no están para hacer milagros" (66). Aguinis problematiza incluso en la esfera individual la contextualización del mensaje bíblico. Hay un momento en la novela en el cual el padre Torres, en desacuerdo con Buenaventura sobre los objetivos de una manifestación política, se autojustifica señalando que "Cristo expulsó con violencia a los mercaderes del Templo" (175).

3.1. Oposición desde la jerarquía eclesiástica

Gustavo Gutiérrez señala, con acierto, en Teología de la liberación que "la conferencia de Medellín califica el estado de cosas existentes en América Latina como 'una situación de pecado', como 'un rechazo al Señor'. Esta calificación, en su globalización y hondura, no es sólo una crítica a abusos individuales [...], es un repudio de todo el sistema imperante, al que pertenece la propia iglesia" (225-226). Este es, en efecto, el espíritu de Medellín. Por eso se recomienda allí a los religiosos "tomar conciencia de los graves problemas sociales de vastos sectores del pueblo en que vivimos" (163). Gustavo Gutiérrez es todavía más preciso al fundamentar en su discurso teológico el cambio de dirección que ha de caracterizar a la "nueva iglesia"; y de acuerdo con la estructura vertical de poder dentro de la jerarquía eclesiástica, da énfasis a que "el concilio Vaticano II ha reafirmado con fuerza la idea de una iglesia de servicio" (23). Luego, el análisis de la realidad iberoamericana le hace tomar conciencia de "que un amplio sector de la iglesia está, de una manera o de otra, ligado a quienes detentan el poder económico y político en el mundo de hoy" (83). No obstante, influído por el compromiso de reforma de un grupo selecto de teólogos, cree Gutiérrez que "la iglesia, hasta hoy estrechamente ligada al orden actual, comienza a situarse en forma diversa frente a la situación de despojo, opresión y alienación que se vive en América Latina" (165).

La cruz invertida retoma la problemática de la "nueva iglesia", allí donde la deja el discurso teórico de Medellín e incluso el posterior de Gustavo Gutiérrez. En el nivel abstracto de la reflexión teológica, el nuevo pensamiento de la liberación parece surgir como formulación madura de un cambio ya en proceso, que responde a una transformación radical de la Iglesia y que cuenta con la sanción de la jerarquía eclesiástica. El discurso narrativo de Aguinis, sin embargo, no se propone corroborar en entes abstractos las ideas también abstractas del desarrollo teórico. Aguinis comparte, eso sí, el nuevo discurso axiológico y los personajes centrales de la novela luchan por que éste sea asumido; pero lo que La cruz invertida desea, ante todo, es establecer desde una actualización concreta un diálogo con los presupuestos que fundamentan el desarrollo teórico, para destacar así las contradiciones implícitas que lo harán fracasar en el contexto de la realidad iberoamericana.

Junto a la realidad del mensaje de Vaticano II o de Medellín, que podrían servir de guía al sacerdote en su quehacer pastoral, se impone en la novela la realidad más inmediata aún del voto de obediencia a una jerarquía eclesiástica que mantiene viva "su cosmovisión vertical, de Dios hacia abajo" (151), y que se escuda para imponer su autoridad en la fórmula retórica de que "romper uno de los peldaños de esa escalinata vertical, es dañar en algo la escalinata del Señor" (151). Aguinis problematiza esta situación, pues no basta con desear, como en Medellín, como los teólogos de la liberación, como el padre Buenaventura en la novela, que "todos los obispos tendrían que pasarse varios años con los miserables para comprender que un santuario con oro y marfiles es una bofetada al Evangelio" (87). En La cruz invertida el ideal se enfrenta con la realidad del obispo Tardini, quien ve con cierto desprecio las zonas marginadas de la ciudad y que él mantiene relegadas en el olvido, pero que sí visita al coronel Donato Pérez, jefe de las fuerzas de represión y de tortura, e incluso bendice a sus hombres y sus armas. Y más cuestionable aún, el obispo Tardini parece identificar la Iglesia con el clero y el templo (147). En el caso de su predecesor, monseñor Constanzo, la identificación es explícita: "El sueño de sus últimos años" era la construcción de "un gran santuario" y "conducir personalmente la peregrinación" (86). El "santuario" había de ser construído con todo el lujo de columnas de marmol e incrustraciones de oro, en visible contraste con la situación de indigencia de los habitantes que allí poblaban. Desde la atalaya de la década de los noventa no se puede evitar percibir la semejanza con la basílica que se ha construído en la ciudad de Yamoussoukro de Costa de Marfil. Y las diferencias en ambos casos resultan en extremo irónicas. En Villa del Milagro, el padre Buenaventura no aceptó esta ostentación de riqueza en medio de la miseria y "vendió el oro, los marfiles, las imágenes, los cuadros, las túnicas regias. La casa del Señor debía ser tan humilde como la de sus hijos" (86). En Costa de Marfil, el papa Juan Pablo II aceptó en 1990 la basílica en nombre de la Iglesia. El padre Buenaventura sigue el espíritu de Medellín en una opción por los pobres. Su obispo, monseñor Constanzo, "se fue sin saludarle, jamás comprenderá el sentido que lo movió a cambiar la pompa del santuario por algunas mejoras imprescindibles en el villorrio" (88).

En el discurso narrativo de Aguinis, como sucedería después en la realidad histórica iberoamericana, la acción pastoral de los sacerdotes comprometidos en una opción por los pobres, se ve al principio entorpecida por la jerarquía eclesiástica y después, poco a poco, detenida. En un nivel de la novela se destacan los diferentes modos de percibir la misión apostólica: para monseñor Constanzo es la presencia física de la institución, "su obra magna" era construir el santuario de la diócesis; para Agustín Buenaventura son los feligreses, y el único santuario que él considera digno es aquel que se construye en sus almas (88). En otro nivel, más directamente relacionado con la teología de la liberación, el padre Fermín aconseja a Torres que se cuide "de los que piden a la Iglesia un cambio de marcha" (53), que "evite identificarse con los obreros" (61). Y el obispo Tardini, en ejercicio de su autoridad, le prohibe que se "mezcle con los sindicatos" (26). Luego, cuando desobedece las órdenes y apoya una huelga, nos dice Carlos Samuel Torres, "monseñor Tardini me recriminó. Debería calmarlos, narcotizarlos. Para eso está la Iglesia, para estimular la mansedumbre, la paciencia... de los oprimidos" (66).

Cuando los sacerdotes no asumen la obediencia, en el mundo ficticio de la novela como en el real, el obispo los traslada "para alejarlos de anteriores actividades un tanto enojosas" (7), o como señala Buenaventura: "Cuando nuestra obra se tornaba peligrosa, exageradamente audaz, entonces nos quitaron las herramientas y nos trasladaron aquí" (108). En la novela, este destierro interno no consigue silenciar ni disminuir las actividades de ambos sacerdotes; la providencia los coloca juntos en la misma parroquia (una situación que la iglesia católica cuidadosamente evita). Ellos hacen del destierro un emplazamiento privilegiado. La parroquia de la Encarnación era la más rica y prestigiosa de la ciudad y desde ella inician un apostolado más militante y de ineludible repercusión política. El "inconveniente" de la opción por los pobres entre los pobres, que habían desempeñado en las parroquias anteriores, se convierte ahora en una confrontación a las estructuras injustas de poder, de las cuales la Iglesia formaba también parte. La reprimenda inicial, el destierro posterior, da ahora lugar en la novela a un "juicio eclesiástico", en el cual se entremezclan fragmentos del juicio de Cristo en un paralelismo reiterante que culmina en la "apoteosis" de un grito: "¡Excomunión! —repitió el eco—. ¡Excomunión! ¡Excomunión! ¡Excomunión!" (221).

3.2. Politización del proceso de liberación

Los debates en el seno de la Iglesia que precedieron a la Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Medellín, indicaban ya el camino delicado en el que se quería proyectar la labor pastoral. Y las dificultades en conseguir el consenso de los Documentos Finales, revelaba también la problemática que enfrentaría en su actualización. El texto final, sin embargo, se despliega como si se tratara de un pensamiento ya aceptado, que sólo precisa de una formulación teórica que encauce el nuevo compromiso. No se afrontan en él los obstáculos de llevarlo a la práctica en el contexto político, social y económico de los países iberoamericanos de su tiempo; y las referencias esporádicas que se incluyen no bastan para proporcionar una guía de acción, ni servirán luego para prevenir ni proteger a quienes cómo los protagonistas de La cruz invertida, se inspiran en Medellín. Como hemos señalado ya, la novela desempeña en este sentido un papel primordial en el discurso cultural iberoamericano: sirve para contextualizar un pensamiento, para dar cuerpo concreto a una exposición teórica. Hagamos uso de la siguiente cita de Medellín, para ejemplificar luego con ella la complejidad del proceso y su ineludible politización:

El sistema liberal capitalista y la tentación del sistema marxista parecieran agotar en nuestro continente las posibilidades de transformar las estructuras económicas. Ambos sistemas atentan contra la dignidad de la persona humana; pues uno, tiene como presupuesto la primacía del capital, su poder y su discriminatoria utilización en función del lucro; el otro, aunque ideológicamente sostenga un humanismo, mira más bien al hombre colectivo, y en la práctica se traduce en una concentración totalitaria del poder del Estado. Debemos denunciar que Latinoamérica se ve encerrada entre estas dos opciones y permanece dependiente de uno u otro de los centros de poder que canalizan su economía. (31)

Lo que Medellín, acertadamente, implica en esta cita es que Iberoamérica no ha creado un modelo económico que trascienda sus fronteras, pero distorsiona la realidad al querer luego concluir que por ello esté encerrada en una u otra opción. Independiente de su origen, el sistema económico iberoamericano, como su cultura, como su idioma, no es hoy algo prestado de lo que pueda prescindir, es parte de su esencialidad. Medellín apunta a una ruptura radical, a un dejar de ser lo que se es, sin mostrar una pauta de transformación. Se rechazan los dos modelos dominantes en el mundo en la década de los sesenta y se rechaza también la estructura iberoamericana que "mantiene a la mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la inhumana miseria" (185).

Gustavo Gutiérrez procede en Teología de la liberación a una crítica más sistemática de la realidad iberoamericana. Desarrolla también la tesis de que "los problemas tienen sus raíces en las estructuras de la sociedad capitalista" (145), y de que "la teología contemporánea se halla en insoslayable y fecunda confrontación con el marxismo" (26), pero no consigue luego superar aquellos sistemas cuyos defectos había destacado con gran acierto. A la hora de proyectar soluciones, su análisis se convierte en autojustificación y sus "comprobaciones elementales" surgen de contextos muy limitados que deben más a esquemas teóricos que a la realidad iberoamericana. Así, por ejemplo, su afirmación de que "la lucha de clases es un hecho y la neutralidad en esa materia es imposible" (341). Así también el suponer que el compromiso por la liberación debe llevar en su concreción "el tránsito hacia una sociedad sin clases, sin propietarios y despojados" (345). El compromiso que pide Gutiérrez, sin duda importante en una acción liberadora y posible en el campo de las abstracciones teóricas, acarreaba al querer actualizarlo en formas concretas de acción, a una polarización de las actitudes y a una politización del proyecto liberador. Este es precisamente el contexto que proporciona el discurso narrativo de Aguinis a los esquemas teóricos de Medellín y de Gustavo Gutiérrez.

La multiplicidad de planos que se entrelazan en La cruz invertida facilita su función de taller experimental de los presupuestos teóricos de la liberación. En la novela, además, encuentran también portavoz las posturas más representativas que coexisten en su momento iberoamericano; y la estructura narrativa que crea Aguinis permite igualmente un proceso mimético de la realidad histórica. Como en Medellín, se afirma tajantemente que "el cristianismo no es un partido político" (10). Pero incluso tal afirmación adquiere "matiz político" en el contexto de la novela, cuando los partidarios del protagonista afirman que "Torres se lo fregó en la cara tanto a los comunistas como a los católicos de derecha" (10).

El recurso narrativo que emplea Aguinis para posibilitar el desarrollo de encontradas posiciones es, en sí, un lugar común en literatura: la descripción de un evento desde distintas perspectivas. Lo novedoso en su novela es el modo cómo lo lleva a cabo. En el segundo capítulo (en realidad el primero, si descontamos el breve marco introductorio), se expresan en fragmentos paralelos y numerados A, B y C, tres posturas radicales y antidialógicas: la derecha (oligarquía conservadora), la izquierda (miembros del partido comunista) y la visión narcisista de partidarios de un pensamiento liberador. El evento mismo, un "discurso" del padre Torres, se presentará fragmentado en capítulos posteriores, cuando el lector ha comprendido ya que, en verdad, no se trata de unas ideas sino de una vida, de un compromiso de acción. Las tres posturas iniciales se difuminan también en matices entrelazados, como si fueran frases tachadas, pero incluidas en el texto final, que han sido superadas, pero cuya presencia soterrada se impone. En realidad, en las cinco páginas de este capítulo hay otras muchas frases "tachadas" luego, que apuntan a la polarización del proceso liberador que aquí se interpreta únicamente a través de existentes posiciones políticas: A) desde la izquierda se juzga que el padre Torres "no es marxista y por lo tanto no puede interpretar correctamente la realidad" (8); B) desde la derecha se opina que su discurso "ha sido un acto comunista" (8); C) incluso sus propios partidarios lo ven desde la dimensión política de que "para los comunistas Torres es un simulador y para los conservadores un comunista" (11). A partir de estos parámetros "tachados" pero reales, se construye el mundo ficticio de la novela, que llega luego a coincidir de un modo extraordinario con las vicisitudes de la teología de la liberación en las próximas décadas.

En la novela, como sucedió después en la realidad histórica con los teólogos de la liberación, la opción por los pobres conducía a un compromiso social, justificable desde presupuestos religiosos en el discurso teórico, pero con claras repercusiones políticas en su concreción en la práctica pastoral. La labor del padre Torres en la novela sólo ocasionalmente es juzgada en términos de su misión religiosa: "Son cristianos que han recuperado el sentido de Cristo" (119). Lo normal es que su obra se perciba como desviación "de tinte marxista" (61); o que ante su opción por los pobres se exclame: "¡Entonces son marxistas!" (119). Incluso el obispo Tardini, como haría luego en la realidad histórica el cardenal Ratzinger, interpretará que las reuniones de "'catequesis universitaria', 'diálogos humanos', 'rescate del Evangelio', son, en el fondo, mítines políticos", que conducen a los jóvenes "hacia una peligrosa alienación marxista" (147).

La cruz invertida subraya, precisamente, la distancia que se abre entre el compromiso teórico y la acción pastoral. Mientras en Medellín se reconoce la necesidad de una "organización sindical campesina y obrera [...] para ejercer el derecho de representación y participación en los niveles de la producción" (33), en la novela el obispo prohíbe al sacerdote que se "mezcle con los sindicatos" (26). En verdad, tanto en la novela como en la realidad histórica, el sacerdote que propone la nueva iglesia de la liberación se encuentra poco a poco marginado. Desde la izquierda se cree, con cinismo, que "se detendrá a mitad de camino, cuando se lo ordenen o cuando los cambios que propugna empiecen a lesionar los intereses temporales de la Iglesia" (10). Pero la opción por los pobres de los protagonistas de la novela, como la de un sector del episcopado iberoamericano, no es una actitud oportunista, corresponde a una convicción personal, cuya acción pastoral lleva ineludiblemente a la confrontación con la Iglesia. Cuando esto ocurre, la Iglesia abandona al sacerdote. Así sucede en la novela con el padre Torres; así sucedió años antes en la realidad histórica con el colombiano Camilo Torres y así, en fin, le sucedió años más tarde al brasileño Leonardo Boff. La cruz invertida lo señala con precisión: "Torres y Buenaventura son etapas intermedias, están entre la Iglesia y el mundo. A medida que se comprometan y avancen, estarán más en el mundo y menos en la Iglesia. Cuando estén fuera de la Iglesia se asemejarán a cualquier mortal y no asombrarán a nadie" (142). Y más adelante, en expresión lacónica añade: "Por eso no creo posible la constitución de una 'Iglesia de los pobres' que sea fuerte" (142).

La confrontación final en la novela, como sucede en la realidad histórica con los movimientos inspirados en la teología de la liberación, no tiene lugar con el poder político, ni con aquellos que ostentan el poder económico. Será la Iglesia como institución la que se opondrá con más energía y eficacia a la acción pastoral comprometida en una opción por los pobres. La obra de los dos sacerdotes culmina aquí en un "juicio eclesiástico" que se desarrolla a modo de una parodia de los avisos anotados en Medellín. Allí, en efecto, se prevenía que los grupos dominantes calificarían de "acción subversiva todo intento de cambiar un sistema social que favorece la permanencia de sus privilegios" (43); se señalaba igualmente, que para sus acciones "les será muy fácil encontrar aparentes justificaciones ideológicas (v. gr. anticomunismo) o prácticas (conservación del "orden") para cohonestar este proceder" (43). En la novela es justamente un grupo dominante, "encabezado por el Nuncio Apostólico, el Cardenal Primado y el Arzobispo" (215), el que dirige el juicio. Se acusa a los padres Buenaventura y Torres de haber rechazado "la autoridad que vertebraliza a la Iglesia", de introducir "en sus sermones ideologías destructoras", de explotar "slogans izquierdistas", de "soliviantar a los estudiantes", e incluso de "transformar una iglesia en barricada" y de "la masacre ocurrida en las calles" (216-218). Mucho antes en la obra se había establecido ya la analogía: "El molesto y rebelde Jesús fue crucificado entre dos bandidos. Era una manera de hacerlo bandido también a él" (77).

3.3. Contradicción de la violencia

Dentro del contexto iberoamericano de golpes revolucionarios y contrarrevolucionarios, La cruz invertida mantiene eficazmente una actitud moderada frente a la violencia. Tanto el padre Buenaventura como el padre Torres la rechazan y, sin embargo, no pueden evitar verse primero implicados en ella y después víctimas. La multiplicidad de planos en la novela permite exhibir la violencia y distanciarse al mismo tiempo, entrelazarla con crudeza en el devenir de la obra, y ostentar simultáneamente una postura comedida. Consigue Aguinis de este modo presentar una realidad iberoamericana, que si bien palidece cuando se la compara con los sucesos históricos coetáneos o posteriores, permite, no obstante, enfrentar el hecho sin prejuicios emocionales y ver así las raíces sociales que lo alientan. La cruz invertida, como luego veremos, pone además en entredicho el sutil tratamiento ulterior del tema por los teólogos de la liberación.

La posición de Medellín en torno a la violencia era delicada. El nombre de Camilo Torres, muerto violentamente dos años antes, se enarbolaba como símbolo tanto por los que creían que la revolución armada era la única solución, como por aquellos que veían en la opción por los pobres una vía de radicalización que conducía ineludiblemente a la violencia. El papa Pablo VI entendió la gravedad y actualidad del tema y en el discurso de apertura de la reunión episcopal de Medellín, en referencia implícita a Camilo Torres, señaló la necesidad de distinguir "nuestras responsabilidades de las de aquellos que, por el contrario, hacen de la violencia un ideal noble, un heroísmo glorioso, una teología complaciente" (117) (7). Pablo VI se opone decididamente a quienes "concluyen que el problema esencial de América Latina no puede ser resuelto sino con la violencia" y vuelve a reafirmar "que la violencia no es evangélica" (102).

En los Documentos finales de Medellín se dedica una sección al tema de la violencia bajo el título de "Problema de la violencia en América Latina" (49-53, y se cita ampliamente de la alocución de Pablo VI. Pero en Medellín hay un calculado énfasis en destacar que "América Latina se encuentra, en muchas partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia institucionalizada" (50). Y que, por lo tanto, no debe extrañarnos que "nazca en América Latina la tentación de la violencia [pues] no hay que abusar de la paciencia de un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente aceptarían quienes tienen una mayor conciencia de los derechos humanos" (51). Y en referencia también implícita a Camilo Torres, se dice: "Nos dirigimos finalmente a aquellos que, ante la gravedad de la injusticia y las resistencias ilegítimas al cambio, ponen su esperanza en la violencia. Con Pablo VI reconocemos que su actitud 'encuentra frecuentemente su última motivación en nobles impulsos de justicia y solidaridad', [pero] también es cierto que la violencia o 'revolución armada' generalmente engendra nuevas injusticias" (52).

El delicado equilibrio que se mantiene en Medellín se hace más tenso en Gustavo Gutiérrez. La "actitud simplemente reformista" no le parece que pueda conseguir el "cambio radical" que él cree necesario, sobre todo teniendo en cuenta la "situación revolucionaria en que se vive hoy en el tercer mundo"; y por ello afirma que "propugnar la revolución social [...] quiere decir construir una sociedad justa" (67). Ante tal situación, la violencia se manifiesta en primer lugar como "violencia institucionalizada" (140), y debe ser reconocida como tal. Más aún, Gustavo Gutiérrez advierte que "un sector importante del clero latinoamericano pide 'que en la consideración del problema de la violencia se evite por todos los medios equiparar o confundir la violencia injusta de los opresores que sostienen ese nefasto sistema, con la justa violencia de los oprimidos que se ven obligados a recurrir a ella para lograr su liberación'" (141, el énfasis es de Gutiérrez).

La cruz invertida, aunque más cercana de Medellín que de Gustavo Gutiérrez, problematiza precisamente la "violencia institucionalizada", con implicaciones muy próximas a la expuestas en Teología de la liberación y con desarrollos que luego se encarnarían de forma mucho más cruel y devastadora en los sucesos posteriores de Chile y Argentina. La violencia no se aprueba en ningún momento. La misma pregunta, "¿Qué debía hacer?" (65), que se hace el padre Torres después de haber apoyado una huelga y la violencia que trajo consigo, supone un implícito rechazo. No obstante, a través de los múltiples planos de la obra se consigue explorar la problemática de la violencia con una extraordinaria profundidad. En la esfera individual, aun cuando los dos sacerdotes coinciden en su opción por los pobres, ambos expresan actitudes diferentes: Buenaventura es más inclinado a seguir una vía pacífica centrada en la concientización del individuo; Torres, también por la vía pacífica, busca la transformación de las estructuras sociales. Pero en el momento de la confrontación, la de Buenaventura se limita también al ámbito personal (su enfrentamiento con el obispo, por ejemplo); la de Torres se actualiza en choques de grupos sociales fuera ya de su control y que derivan en actos violentos (así su apoyo a los sindicatos y luego a las asociaciones de estudiantes).

La situación peculiar del padre Torres, que sin postular la violencia se encuentra envuelto en ella, sirve también de centro del cual van a irradiar seis aproximaciones diferentes a la violencia. Por una parte la manifestación estudiantil y el posible desenlace violento supone una crisis de conciencia en Carlos Samuel Torres. En su dimensión social considera que la causa es justa y su compromiso por la acción transformadora le fuerza a actuar: "Tendremos que apoyarla. Mi conciencia ordena no quedarme de brazos cruzados" (175). Como individuo su decisión requiere igualmente una justificación personal: la justificación racional se apoya en el discurso teológico y recuerda que "Cristo expulsó con violencia a los mercaderes del Templo" (175); pero en lo íntimo de su conciencia, sin embargo, tal exégesis del texto bíblico no le satisface ("esto es la teología de la violencia, 199), y lo que persiste es la duda: "¿Qué debía hacer?" (65).

La manifestación misma, como el padre Torres lo deseaba, se disponía a transcurrir sin disturbios y sólo degeneró en violencia al caer víctima de las maniobras de las "fuerzas de seguridad" que habían planeado usar la manifestación para justificar el endurecimiento de la represión: en términos de Gustavo Gutiérrez, un caso de violencia justa ante la calculada violencia institucionalizada. Dichos sucesos, a su vez incluyen en el ámbito de la violencia a tres sectores más de la sociedad: A) La pasividad de quienes no se sienten afectados directamente: falta de una conciencia cívica que exija responsabilidad a los dirigentes. B) La visión de la jerarquía eclesiástica, que sólo reconoce como violencia aquella dirigida contra los grupos de poder; el obispo Tardini castiga al padre Torres por su complicidad en las huelgas, pero no ve inconveniente en bendecir las armas de las "fuerzas de seguridad": "El obispo dijo algunas palabras y solemnemente bendijo esos instrumentos que no quiso tocar, en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (112). C) La función de las "fuerzas de seguridad", que representan en la novela la verdadera violencia, tanto más corrosiva cuanto se trata de una violencia institucionalizada, constituída en un fin en sí misma.

Mientras Medellín y Gustavo Gutiérrez se acercan a una justificación de la violencia "justa" en un discurso teórico que no acaba por decidirse, La cruz invertida actualiza la problemática en el contexto de la realidad iberoamericana. No lo hace para predicar una u otra opción, sino para reflexionar sobre la violencia misma, sobre el carácter superficial de las soluciones teóricas y la complejidad de las situaciones humanas que la perpetran y la sufren, pero ante todo sobre las estructuras sociales que la permiten. La solución, parece decir, no está en invertir, ahora hacia arriba, la "cruz-espada".

4. Proyección

Al llegar ahora al final de la ruta que nos propusimos al establecer los objetivos de este estudio, destaca un hecho irrefutable: la riqueza contextual de la obra literaria cuando nos aproximamos a ella desde una perspectiva dialógica que substituye el discurso depositario de la modernidad por un discurso humanístico; es decir, cuando superamos la hermenéutica tradicional que constringía el texto en los estrechos límites de las disciplinas académicas. La lectura depositaria buscaba la clasificación del texto, quería que significara en sí mismo. La lectura humanística, desde la perspectiva del discurso antrópico, que aquí hemos desarrollado, busca, por el contrario, la apropiación del texto, asumirlo en un discurso dialógico. Por supuesto no se trata aquí, en cuanto reflexiones escritas y destinadas a su publicación, del nivel más íntimo del discurso humanístico; o sea, de aquél que se establece en un compromiso interno entre el texto y el lector y que se desarrolla en un contexto personal indiferente a cualquier pertenencia disciplinaria.

Lo que nos propusimos en este estudio fue problematizar el texto mismo en diálogo con su contexto cultural. En este plano de reflexión, los documentos de Medellín, la obra teológica de Gutiérrez y la novela de Aguinis encuentran un primer nivel de contextualización en los paradigmas de unas disciplinas concretas. Pero en la lectura humanística que hemos seguido, el dato depositario de la clasificación primera de los tres textos como "documentos", como "obra teológica", como "novela", se supera al problematizar los límites de las retóricas propias de dichas disciplinas. Nótese que no se pretende negar (borrar, en terminología posmoderna) el contexto que implica la pertenencia a una disciplina concreta, el uso de una forma retórica aceptada, sino únicamente asumirlo; es decir, superarlo en cuanto a las limitaciones que antes nos imponía, pero retenerlo en cuanto proporciona los parámetros que posibilitan su ulterior contextualización cultural.

Los temas que hemos tratado en este estudio, surgen así entrelazados en las tres obras citadas en una proyección dialógica; o sea, cada uno de los tres textos problematiza y contextualiza los otros dos a modo de una espiral que permite el regreso al acto inicial de significar para suspenderlo como provisional, pues se está ahora en un plano distinto que a la vez presupone el significado anterior y posibilita su propia problematización a través de parámetros diferentes, con lo que se enriquece y se proporciona al texto su carácter dialógico, abierto. Mediante este proceso se va estableciendo el sentido dinámico de la narrativa de una época y sus claves de codificación.

En realidad, lo cierto es que en este estudio hemos cubierto apenas las primeras vueltas de la espiral en que nos arrolla una lectura crítica de La cruz invertida. Por un lado, sólo hemos tratado algunos de los temas, sin duda centrales, pero que dejan fragmentario el pensamiento de la liberación; por otra parte, en el desarrollo de las secciones precedentes nos hemos limitado casi exclusivamente a establecer los lazos de diálogo y los procesos de contextualización entre los Documentos finales de Medellín, la primera edición de Teología de la liberación y La cruz invertida. Incluso dentro de este contexto limitado en el que se omite, entre otras, referencias precisas a la dimensión política, económica e institucional, de los pueblos iberoamericanos, quizás el gran tema que falta es el del "imperialismo" económico o cultural; es decir, las relaciones entre desarrollo y subdesarrollo, tan importantes en el discurso teórico de la liberación de esta época, pero que en la novela, adelantándose a su tiempo en esto como en tantos otros aspectos, están relegadas a un plano muy secundario dentro de la problemática que se plantea. No quiere ello decir que se desconozcan, únicamente que fuera del discurso teórico no parecen repercutir tanto en el ser humano marginado como los esquemas de opresión autóctonos.

En cualquier caso, la proyección más fecunda de lo expresado en las secciones anteriores se encontrará en un estudio ahora diacrónico, tanto en el contexto de los cambios que introduce Gustavo Gutiérrez en su última edición de Teología de la liberación, como en la obra y vida de los teólogos de la liberación (de Leonardo Boff, por ejemplo), o en la relación con los documentos de las reuniones episcopales de Puebla (1979) y de Santo Domingo (1992), que han ido modificando el pensamiento de Medellín (8).

Notas

  1. Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documentos finales de Madellín [1968] Buenos Aires: Ediciones Paulinas, 1985. Todas las referencias a los documentos de esta Conferencia corresponden a esta edición, que en el texto se identifica bajo Medellín.

  2. Me refiero, respectivamente, a las siguientes obras seminales: La filosofía americana como filosofía sin más (1969), de Leopoldo Zea; Teología de la liberación (1971), de Gustavo Gutiérrez; Pedagogía del oprimido (1971), de Paulo Freire; Dependencia y desarrollo en América Latina (1967), de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto.

  3. El argumento de la novela es sencillo: Carlos Samuel Torres ingresa de niño en un seminario donde recibe una educación tradicional, pero que después amplia en Europa; allí entra en contacto con sectores progresistas de la iglesia católica al tiempo que empieza a conocer la realidad socioeconómica iberoamericana. De regreso a su patria, un país iberoamericano indeterminado, adopta una opción por los pobres y solicita la parroquia más humilde de la ciudad. Inicia su labor pastoral y entra en conflicto con su obispo, representante de la iglesia tradicional. Se le traslada a otra parroquia, cuyo párroco, el padre Buenaventura, había sido igualmente castigado por creer en una iglesia en compromiso con los pobres. Ambos sacerdotes unen fuerzas en una labor pastoral que sigue los principios que postula la teología de la liberación. Su compromiso social acarrea una confrontación a las estructuras sociopolíticas. La jerarquía eclesiástica reprime sus esfuerzos y anula su labor, al final de la obra, a través de un juicio eclesiástico. Marcos Aguinis, La cruz invertida (Barcelona: Planeta, 1983). Todas las citas que se incluyen en el texto provienen de esta edición.

  4. Si bien cae fuera de los propósitos fijados para este estudio, creo oportuno mencionar aquí que Aguinis rompe en esta novela la barrera convencional de la retórica de los géneros literarios. Su texto se estructura, sin duda, bajo la retórica de la novela, pero en sus páginas hace también uso explícito de la retórica del ensayo y de la epístola.

  1. Gustavo Gutiérrez, Teología de la liberación. Perspectivas (Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1981). Todas las citas que se incluyen en el texto provienen de esta edición

  1. Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, Dependency and Development in Latin America (Berkeley: University of California Press, 1979), p. 13.

  1. Manuel Mejido y Angel T. Ferreira. Paulo VI en Latinoamérica. México: Francisco Casas París, 1969. Incluye texto de las alocuciones pronunciadas en su viaje a Colombia.

  1. En el contexto literario, La cruz invertida debe ponerse también en relación con las numerosas obras literarias que desde 1968 contextualizan el discurso teórico de la liberación. Son todavía muy pocos los estudios que tratan este tema. Quizás los más profundos se encuentran en Theologien in der Sozial- und Kulturgeschichte Lateinamerikas. Die Perspektive der Arme. 3 vols. Edición de Raúl Fornet-Betancourt. Eichstatt: Diritto Verlag, 1992-1993; y más reciente Teología y pensamiento de la liberación en la literatura iberoamericana. Edición de José Luis Gómez-Martínez. Madrid: Milenio, 1996.

[Este texto se publicó por primera vez en El ensayo en nuestra América. Edición de Horacio Cerutti Guldberg (México: UNAM, 1993). Se incluye aquí con ligeras modificaciones en la terminología.]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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