José Luis Gómez-Martínez
"Discurso
literario y pensamiento de la liberación:
La cruz invertida en la contextualización
de una época"
La cruz invertida en la contextualización de una época
Gustavo Gutiérrez inicia su libro Teología de la liberación (1971) con un
extenso y significativo epígrafe que pertenece a la novela Todas las sangres de
José María Arguedas. Con ello establece explícitamente un complejo proceso de
contextualización. En un primer plano, el más inmediato, se refiere a un discurso que
regresa de nuevo al hombre de "carne y hueso" para anclar en él, el primer
eslabón de su proyección teológica. En un sentido más profundo supone la respuesta
posmoderna al discurso teológico tradicional. Al problematizar Gustavo Gutiérrez la
pretendida universalidad del discurso teológico, que en su proceso de abstracción
perdía el referente humano que en un principio lo justificó, descubre su ineludible
contextualización en un discurso axiológico concreto, que en el quehacer histórico
siempre refiere a un espacio y un tiempo preciso. La expresión posmoderna de su
"teología de la liberación" supone precisamente eso: desprenderse de las
máscaras de universalidad que impedían el diálogo, recuperar y colocar en el centro de
su discurso el referente humano y, por tanto, contextualizar dicho discurso en el espacio
iberoamericano actual, a la vez que opta por el caso extremo del hombre más necesitado de
liberación, con la tesis explícita de que en él se encuentra el símbolo, referente
humano, de toda liberación. Con todo, su teología de la liberación, a pesar de partir
de un compromiso, una opción por los pobres, se desarrolla en un discurso teórico fiel a
su objetivo liberador, pero que ignora las variantes que la complejidad política,
cultural o socio-económica generan en el contexto vital del quehacer humano.
Del mismo modo que el discurso teórico de Gustavo Gutiérrez encuentra un marco de
referencia en la novela de Arguedas, su pensamiento, que articula preocupaciones de una
época, sirve a su vez de contexto en el desarrollo de la expresión artística
iberoamericana, cerrando así un círculo, siempre renovado, en el que participa de modo
especial el discurso literario. El reconocimiento explícito de la intercontextualización
es precisamente una de las notas distintivas del discurso posmoderno y, como tal, parte
fundamental de los Documentos finales de Medellín (1968) (1); Esta obra, en
efecto, puede considerarse, junto a la novela de García Márquez, Cien años de
soledad (1967), o el libro de Leopoldo Zea, La filosofía americana como filosofía
sin más (1969), como el primer "manifiesto" posmoderno iberoamericano de
repercusión continental. En Medellín, la referencia a la obra literaria y la
invitación al diálogo es explícita. Se dedica a los "artistas y hombres de
letras" un apartado, en el que se reconoce su función en la formulación del
discurso axiológico de un pueblo, la necesidad de establecer con ellos lazos de diálogo
y, finalmente, la apertura de colaboración que se espera:
A) Teniendo en cuenta el importante papel que los artistas y hombres de letras están
llamados a desempeñar en nuestro continente especialmente en relación a su
autonomía cultural como intérpretes naturales de sus angustias y esperanzas y
generadores de valores autóctonos que configuran la imagen nacional, esta Conferencia
Episcopal considera particularmente importante la presencia de la Iglesia en estos
ambientes.
B) Tal presencia de la Iglesia deberá revestir un carácter de diálogo, ajeno a toda
preocupación moralizante o confesional, en actitud de profundo respeto a la libertad
creadora, sin detrimento de la responsabilidad moral.
C) La Iglesia latinoamericana deberá dar, en su ámbito propio, el debido lugar a los
artistas y hombres de letras, requiriendo su concurso para la expresión estética de la
palabra litúrgica, de la música sacra y de los lugares de culto. (106-7)
En el marco continental, el "pensamiento de la liberación", tanto en su
discurso filosófico, como en el teológico, en el pedagógico o en el socioeconómico (2),
supone: A) un replanteo de la problemática iberoamericana, B) una toma de conciencia que
confluye en la percepción de vivir en un estado de opresión deshumanizante, C) una
respuesta al pensamiento occidental, en diálogo y confrontación a la vez, pero siempre
enraizado en sus propios postulados fundamentales. Este mismo contexto es el que anima,
naturalmente, la producción literaria que emerge de la década de los sesenta y en el
cual su discurso generacional adquiere trascendencia.
En respuesta al llamado de Medellín y en diálogo con los postulados
fundamentales del discurso de la liberación, se publica en 1970 una novela inmersa en el
contexto de una respuesta posmoderna iberoamericana al discurso eurocentrista, sobre todo
en su dimensión teológica; pero se trata, además, de una novela que a su vez
contextualiza de modo irreversible el discurso teórico de la teología de la liberación,
según ésta se realiza en las décadas de los años setenta y ochenta. Me refiero, por
supuesto, a La cruz invertida, premio Planeta 1970, del argentino Marcos Aguinis.
En este caso el discurso literario y el discurso teológico son coetáneos. Ambos
responden al llamado de Medellín, ambos participan de la preocupación posmoderna
de liberación y ambos arrancan de la problematización del discurso axiológico de los
sesenta. Y sin embargo, no se formulan en proyección paralela; el discurso teórico de
Gutiérrez proyecta un anhelo utópico, el mundo "ficticio" de Aguinis se
adentra en el fango de la realidad; en Teología de la liberación se desarrollan
las implicaciones de lo expuesto en Medellín a la par que se traza la pauta de lo
que debiera ser, en La cruz invertida se arroja el ideal de un proyecto al ruedo
donde ha de lidiar su batalla. Ambas obras, como señalamos, poseen como marco los Documentos
finales de Medellín, pero la novela, que se desarrolla siempre en contacto íntimo
con el referente humano, penetra más profundo y en expresión profética contextualiza el
ulterior desarrollo de la teología de la liberación.
El propósito de este estudio es precisamente mostrar los diferentes niveles de
diálogo e intercontextualidad que se establecen entre estas tres obras, según persiguen
un deseo común de recuperación de un cristianismo integral y según problematizan las
repercusiones del compromiso social que ello implica; es decir, nos proponemos mostrar
unos procesos de codificación en la creación de la narrativa de una época y a través
del discurso de la liberación, según éste se manifiesta en la intercontextualización
de los postulados de Medellín, en el desarrollo teológico expuesto en Teología
de la liberación, de Gustavo Gutiérrez, y en el discurso axiológico del estar
iberoamericano a través del mundo "ficticio" creado en La cruz invertida
de Aguinis. Los Documento finales de Medellín son fuente común del discurso
teológico y del literario, si bien éstos surgen independientes entre sí; y los tres,
repetimos, se encuentran insoslayablemente contextualizados en el discurso de una época:
son textos pivotales para comprender el proceso de codificación de una nueva narrativa,
la narrativa de la liberación. En este estudio nos limitamos a la mutua
contextualización de estos tres textos, y dejamos para otra ocasión su
contextualización en el discurso social económico, político, cultural
iberoamericano de las décadas de los años sesenta y setenta.
Sin que sea posible, ni necesario según los objetivos que nos hemos propuesto,
proceder aquí con un análisis detallado de la estructura innovadora de La cruz
invertida (el contenido de su forma retórica) (3), sí parece conveniente
detenernos brevemente a considerar cómo Aguinis establece el marco de su construcción
"ficticia": En un primer nivel, que metafóricamente podríamos llamar
dimensión física, la obra se encierra en dos concisos capítulos a forma de
"abertura" y de "coda". Se trata de dos cuadros surrealistas, en
proyección circular, significativamente titulados "Génesis" y
"Apocalipsis" y cuya divisa es "la cruz invertida". Comienza la obra
con la imagen de una bota trabada en el brazo de una cruz que se hunde en un pantano (el
fango de la sociedad): "La cruz intentando salvar a la bota y la bota arrastrando a
la cruz" (6). Parafraseando los sueños del Faraón, se trae a José que se
denomina también Carlos Samuel Torres, el protagonista de la novela para que
descifre su significado:
-La bota y la cruz afirman que protegen y liberan, pero la bota sólo libera al que la
calza.
-¡Explícate!
-Libera los instintos. Gracias a ella el Coronel Pérez torturó y humilló.
-¿Esa es una liberación?
-El la siente así. [...]
-¿Y la cruz? -preguntó.
-La cruz es el símbolo de la represión. [...] Jesús crucificado es un reto a los
explotadores y una acusación contra sus bestiales métodos de dominio. La cruz de tu
sueño, trabada a una bota en el fango de oro, no era una cruz: durante siglos los reyes y
señores aprovecharon una ilusión óptica. Fíjate bien: esa cruz, en realidad, era una
espada sostenida por el extremo de su hoja. (6)
El marco se cierra y a la vez se abre en el último capítulo, "Apocalipsis".
Se cierra con la apoteosis del anticristo, el Coronel Pérez, que se proyecta en un palco
"construido con maderas de ébano en la cual miles de artistas grabaron la historia
de la Iglesia" (224); pero muestra a su vez el rayo de luz de una nueva redención al
terminar señalando que Cristo "yacía atado con sogas a la enorme cruz de oro que
presidía la manifestación triunfal, y lloraba inconsolablemente" (227).
En un plano más profundo la estructura de La cruz invertida busca suprimir el
discurso dominante. Entiéndase bien, sin embargo, que "suprimir el discurso
dominante" no significa en Aguinis reprimir el discurso del autor implícito. Muy al
contrario, y con ello supera la infecundidad del discurso posmoderno centroeuropeo. En
ningún momento se cuestiona la posibilidad de significar en un discurso antrópico cuyo
referente sea el ser humano en su hacerse. Se cuestiona, eso sí, el discurso depositario
que depende de un referente acabado externo. Es decir, el mensaje que Aguinis codifica en
el signo escrito no se da como algo hecho, como pretende, por ejemplo el texto teórico de
Gustavo Gutiérrez, sino que lo es sólo en la medida que lo es en el lector; o sea, se
problematizan unos supuestos axiológicos, no con el propósito de significar en el
sentido externo de definir (concepto depositario), sino con el objetivo de incitar a que
el lector, en él y para él, signifique. Aguinis, pues, sólo pone en entredicho el
concepto de "dominante". El discurso del autor implícito es omnipresente en La
cruz invertida, pero es un discurso dialógico, cuya realidad se construye a través
de la realidad de la "otredad". A esta necesidad responde la estructura de la
obra, que se encuentra dividida en 78 apartados numerados consecutivamente, pero de los
cuales sólo 34 poseen título (los títulos proporcionan una clave codificadora que
inserta el texto de sus respectivos apartados en un contexto bíblico). En dichos
apartados se fragmenta la realidad y se destruye la ilusión encubridora de poder
representar una totalidad, de que la transcripción escrita pueda ser mimesis de la
realidad histórica. El tiempo a que se refieren dichos apartados no corresponde tampoco
al discurso depositario (discurso de la modernidad) de un tiempo cronológico externo ni
al discurso dominador de un tiempo sicológico. Es un tiempo interno, parte de un discurso
dialógico (busca la comunicación antrópica) que reconoce la distancia y distanciamiento
ineludible que conlleva la palabra escrita, pero que cree en la posibilidad del diálogo
cuando el significante nos refiere sólo a la realidad interna, cambiante, del referente
humano. Bástenos las consideraciones hasta aquí anotadas para contextualizar en el plano
estético las reflexiones que siguen (4).
1.
Recuperación de un cristianismo integral
En páginas
anteriores hicimos referencia al aliento de posmodernidad que caracteriza el discurso de
los Documentos finales de Medellín. Mi aserto se basaba, entre otras razones, en
la implícita problematización del vocablo "Iglesia" que sustentan las
proyecciones más fecundas y aquellas que mayor repercusión tuvieron en el discurso
axiológico iberoamericano. El referente "Iglesia", en efecto, al
problematizarse (al someterlo a un proceso deconstructivo), se desdobla en múltiples
contenidos que si bien al comienzo se hacen presentes en un contexto dialógico, pronto se
descubren en su irreconciliable naturaleza. Para Medellín, el modelo que
proporciona la iglesia contemporánea no es suficiente, y somete que "las situaciones
históricas y las aspiraciones auténticamente humanas forman parte indispensable del
contenido de la catequesis; [y que] deben ser interpretadas seriamente, dentro de su
contexto actual, a la luz de las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel, de Cristo,
y de la comunidad eclesial" (114). Es decir, se rechaza la visión dicotómica del
hombre que caracterizaba a la iglesia tradicional, a la vez que se asume una dimensión
antropológica del proyecto salvífico (próxima a lo que nosotros hemos denominado
discurso antrópico).
Tanto el discurso teológico de Gutiérrez como el literario de Aguinis coinciden en
que "las aspiraciones auténticamente humanas" giran en torno al deseo de
liberación, y fieles a la propuesta de Medellín ambos recurren a "las
experiencias vivenciales del Pueblo de Israel"; y encuentran en el discurso narrativo
del Exodo una dimensión más humana del concepto "liberación".
"Los cristianos también marchamos hacia la Tierra Prometida", nos dice uno de
los protagonistas de La cruz invertida, y continúa: "Moisés hizo peregrinar
a su pueblo cuarenta años por el desierto para limpiarlo de su mentalidad esclavista y
transformarlo en un pueblo nuevo, apto para un inédito rol histórico" (87). Gustavo
Gutiérrez destaca, por su parte, que "la liberación de Egipto es un acto político.
Es la ruptura con una situación de despojo y de miseria, y el inicio de la construcción
de una sociedad justa y fraterna. Es la supresión del desorden y la creación de un nuevo
orden" (194). Y más adelante añade: "El éxodo será la larga marcha hacia la
tierra prometida, en la que se podrá establecer una sociedad, libre de la miseria y de la
alienación" (196). En ambos discursos se desdobla el concepto de liberación, que se
hallaba anquilosado en una dimensión espiritual (liberación del pecado) y que se perdía
en una abstracción alienante por olvidar la dimensión humana. Se despliega el concepto
primeramente en proyección "descendente" hasta encontrar el referente humano en
una situación concreta: la problemática del habitante iberoamericano en el contexto de
la década de los años sesenta. Una vez recuperado el referente humano, se formula un
discurso liberador que es a la vez concreto, por tomar como punto de partida un contexto
histórico preciso, y universal, por referir al discurso antrópico del referente humano:
para que el ser humano pueda aspirar a liberarse del pecado necesita primero tomar
conciencia de su realidad, pero para ello hay que liberarlo antes de la condición
subhumana en que la opresión y los sistemas de producción lo mantienen sumergido. Una
vez encontrado el referente humano, se le convierte en sujeto de su propia liberación en
proyección ahora "ascendente" en busca del hombre nuevo.
Pero al enriquecer de este modo la codificación implícita en el término
"liberación", se descubre también el ineludible contexto político/social que
conlleva. El "estado de pecado" no puede ya definirse únicamente en cómodas
referencias a un mundo espiritual. El ser humano integral exige igualmente un cristianismo
integral, por lo que la conciencia cristiana no puede permanecer impasible ante la
opresión. La contextualización iberoamericana de este nuevo cristianismo descubre la
existencia real de un estado de opresión; y tanto el discurso teológico de la Teología
de la liberación como el literario de La cruz invertida, de acuerdo con lo
enunciado en Medellín, buscan de nuevo un paradigma en "las experiencias
vivenciales del Pueblo de Israel, de Cristo" (114). Y ambos, en su modo reflexivo
peculiar, coinciden en encontrar en las experiencias de Cristo un modo de desenmascarar
los poderes de opresión. Gustavo Gutiérrez lo hace en un esquema reflexivo extenso,
debidamente fundamentado en la expresión teológica; Aguinis, más directo y conciso en
la formulación, lo ejemplifica luego en el desarrollo vivencial de la novela:
[Gutiérrez]: La actual preocupación por la liberación de los oprimidos [...]
ha llevado a muchos cristianos a preguntarse por la actitud de Jesús frente a la
situación política de su tiempo [...]. Durante toda su vida pública Jesús se enfrentó
a los grupos poderosos del pueblo judío. Herodes, hombre del opresor romano es
calificado de "zorro" (lc 13,32). Los publicanos, mirados por el pueblo como
colaboradores del poder político dominante, son colocados entre los pecadores [...]. Su
crítica contra la religión hecha de pautas y observaciones puramente exteriores lo
enfrentará violentamente a los fariseos [...]. Jesús acompañaba, en efecto, esta
crítica con una frontal oposición a los ricos y poderosos y con una radical opción por
los pobres [...]. Jesús muere en manos del poder político, opresor del pueblo judío
(5).
(283-9)
[Aguinis]: Las autoridades no siempre merecen respeto y obediencia, aunque la
Iglesia enseña que toda autoridad proviene de Dios. Esa autoridad la suelen ejercitar
hombres que no responden a los santos mandamientos. Una autoridad imperial (Poncio Pilato)
hizo ejecutar los deseos de una autoridad civil (Herodes) y una autoridad religiosa
(Caifás). Esas tres autoridades "legítimas" para la cosmovisión de cierto
cristianismo asesinaron a Cristo. Durante siglos la Iglesia respetó a los reyes y se
comprometió con los príncipes. Por defender la autoridad terrenal de quienes no la
tenían moralmente disminuyó su propia autoridad. (160)
Ahora bien, aun cuando ambos discursos beben de las mismas fuentes teóricas y parten
de un mismo contexto iberoamericano, el teológico reflexiona sobre la realidad (el
discurso axiológico del estar iberoamericano en la década de los sesenta), pero sin
contar con dicha realidad; el discurso literario, por su parte, somete la visión utópica
del teólogo a la presión (dimensión de posibilidades y obstáculos) del pueblo a
"salvar" y de los grupos de poder reacios a aceptar cualquier tipo de
transformación del statu quo que no redunde en su provecho. Gustavo Gutiérrez,
consecuente con su pensamiento, da énfasis a la necesidad de "una radical opción
por los pobres", que es también la base de su proyección utópica. Marcos Aguinis
pone en práctica dichos principios, para destacar luego el poder arrollador de las
fuerzas reaccionarias apoyadas en la rigidez de las estructuras de poder vigentes. Así,
mientras Gutiérrez termina su libro pidiendo que la teología se haga en solidaridad con
el pobre y con fe en el oprimido como sujeto de su propia liberación, Aguinis termina el
suyo con la "apocalipsis" de un intento.
1.1. De la Iglesia-institución a la Iglesia-comunión-de-fieles
La Conferencia del Episcopado Iberoamericano de Medellín abre la brecha que marcó el
Concilio Vaticano II en el muro de contención milenario que aislaba la estructura de la
Iglesia Católica. Desde la perspectiva de una vanguardia posmoderna se enfatiza ahora la
necesidad de "evitar la dicotomía o dualismos entre lo natural y lo
sobrenatural" (Medellín 118). Se trataba de proyectar una visión integral
del ser humano, de su dimensión social y de su deseo de salvación. Por ello, se reitera
en Medellín que "se debe manifestar siempre la unidad profunda que existe
entre el proyecto salvífico de Dios, realizado en Cristo, y las aspiraciones del hombre;
entre la historia de la salvación y la historia humana; entre la Iglesia, pueblo de Dios,
y las comunidades temporales; entre la acción reveladora de Dios y la experiencia del
hombre; entre los dones y carismas sobrenaturales y los valores humanos. Excluyendo así
toda dicotomía o dualismo en el cristiano" (113). Esta posición que en un principio
parecía sólo tender la mano al referente humano para integrarlo en el proceso salvífico
e incluso promover que él fuera agente de su salvación, adquiere en el discurso
teológico de Gutiérrez y en el literario de Aguinis una proyección radical que apunta a
un nuevo concepto de la Iglesia. El mismo discurso teológico no se concibe ahora
independiente del filosófico, y se habla del "carácter racional" del
pensamiento teológico y se destaca "la importancia de las ciencias sociales para la
reflexión teológica en América Latina" (Gutiérrez 19).
Al considerar el ser humano en su dimensión integral, las distinciones entre lo
temporal y lo espiritual, así como la polarización entre lo sagrado y lo profano,
pierden su razón de ser; pues, como nos recuerda Gustavo Gutiérrez, ambas tenían como
fundamento "la distinción natural-sobrenatural. Pero, precisamente, la evolución
teológica de esta última cuestión se orienta en la línea de una acentuación de la unidad
tendente a eliminar todo dualismo" (90, el énfasis es mío). En efecto,
durante siglos la iglesia iberoamericana, que se origina en la época de la
Contrarreforma, había estado marcada por "una actitud de defensa de la fe"
(Gutiérrez 125). Y si bien su historia está jalonada de intentos individuales de
reforma, sólo a partir de la década de los cincuenta comienza la fe a ser interpretada
por la caridad; es decir, por una teología centrada en el amor al prójimo. En el ser
humano abstracto descubre la "teología de la caridad" a un pueblo concreto y la
perspectiva del mundo desde el oprimido. En este sentido, la década de los sesenta
representa un estado de transición en el que el religioso se sitúa, señala Gustavo
Gutiérrez, "ante una 'crisis de identidad' y ante un replanteamiento, por
consiguiente, del sentido actual de vida sacerdotal, e inclusive para algunos del sentido
mismo del sacerdocio" (134). Los Documentos finales de Medellín responden al
deseo de articular el sentido de dicha crisis, y la obra de Gustavo Gutiérrez supone una
fórmula positiva de encauzar el nuevo sentir. En Teología de la liberación se
muestra un camino que valida la opción por el pobre, pero que a la vez supera la
desesperación a que llevaba la toma de conciencia del estado de opresión en el que se
veía desenvolverse al pueblo iberoamericano. Gustavo Gutiérrez desarrolla con su obra
una fórmula de síntesis: "Si la fe fue reinterpretada por la caridad, ambas ahora
lo son por la esperanza" (271). Se establece así un puente entre la fe en el Reino
de Dios y la realidad vivencial del ser humano en este mundo. En su reflexión teológica
ambos pasan a integrar una unidad profunda en la que la lucha por el Reino de Dios ha de
iniciarse en la tierra, pues sólo así se recupera la dimensión integral humana y se
posibilita que cada uno sea sujeto de su propia salvación.
Marcos Aguinis, como Gustavo Gutiérrez, acepta también los presupuestos de Medellín
y el reto que implicaban; pero su interés no radica en la racionalización de un
proyecto, sino en su recepción en el discurso axiológico del estar iberoamericano. Por
ello, en lugar de detenerse a mostrar la pauta que hace posible que la Iglesia pase del
"primado de la fe" al "primado de la caridad" y ahora se encamine al
"primado de la esperanza", en La cruz invertida se enfatiza la situación
de confrontación con una Iglesia todavía, en su mayor parte, aferrada al "primado
de la fe", que no acepta el nuevo sentido de la caridad y que no comprende el
cristianismo integral de los teólogos de la liberación. El padre Fermín representa en
la novela la iglesia tradicional que se niega incluso a participar en el diálogo:
"El cristianismo debe mantener viva su cosmovisión vertical, desde Dios hacia abajo.
Romper uno de los peldaños de esa escalinata vertical, es dañar en algo la escalinata
del Señor" (151). Simboliza igualmente una visión monolítica de la Iglesia y de la
historia; Europa, dice en otro lugar el padre Fermín, es "el centro cultural del
Universo. Lo que no fue conocido por Europa, ha permanecido en las sombras" (51). De
ahí que aconseje a su sobrino que se cuide "de los que piden a la Iglesia un cambio
de marcha" (53); es decir, de los que al margen de la iglesia europea quieren ver la
misión de la iglesia iberoamericana en un contexto también iberoamericano:
"Cuídate de los [sacerdotes] rebeldes. Ellos no cultivaron la virtud de la
obediencia y tienen vedado el camino hacia la santidad" (53). Se reitera el apoyo al statu
quo a través de la cómoda posición tradicional de proyectar un premio todavía
mayor en la otra vida a quienes sufren más en ésta:
Si atribuyes el Mal a la pobreza [opresión, en los teólogos de la liberación],
tendrías que quitar la propiedad a quienes la tienen violando la Ley de Dios,
uniformarías a todos en igual nivel de riqueza violando la Ley de Dios,
quitando a los hombres la oportunidad para hacer méritos gracias a su libertad
violando la Ley de Dios llevando a los pobres que serán bienaventurados a ser
los ricos que difícilmente entrarán en el reino de los cielos. (62)
Hay en La cruz invertida dos capítulos, el 42 y el 43, significativamente
titulados "Levítico" y "Amós" en los cuales se ejemplifica
respectivamente la iglesia tradicional y la iglesia de la liberación. Los dos tienen
lugar en el acto solemne de la misa. Se trata en el primero de una misa en latín, en el
segundo toda la liturgia está en español; en el primero los fieles, pasivos, están
presentes sólo físicamente, en el segundo los fieles forman una comunidad en comunión.
En el primero, en fin, el sermón se pierde en citas y en recriminaciones a aquellos que
no asisten a la iglesia, mientras en el segundo se reflexiona sobre lo humano de la figura
de Cristo, que se presenta como modelo, a la vez que se desenmascara la superficialidad
del que se autodenomina cristiano, pero se niega a imitar a Cristo.
La proyección de este cristianismo integral, que proporciona también una dimensión
de este mundo al concepto del "Reino de Dios", acarreaba consigo igualmente una
recuperación de Iberoamérica. Se trata en su comienzo de un forcejear entre el peso de
la tradición y el nuevo sentir, y que es, en La cruz invertida, el
"despertar" en la conciencia de Carlos Samuel Torres: "América Latina es
terreno fértil para nuevas experiencia sociales. No, América Latina duerme para el
mundo, excepto cuando rompe con su pasado, como ocurrió en Cuba. América Latina es el
depósito de la reacción eclesiástica. No, América Latina tiene capacidad para
revolucionar a la Iglesia y apoyar su retorno a las fuentes. No, América Latina duerme.
No, América Latina despierta ..." (56). El título del capítulo donde se encuentra
esta reflexión "Exodo", establece igualmente el marco para la interpretación
posterior del texto bíblico. En el protagonista de La cruz invertida adquiere
además un sentido doble: una dimensión literal, puesto que tuvo que ir a Europa para
encontrar Iberoamérica, y otra preñada de contenido, pues señala que el camino hacia la
liberación se encuentra en el despertar a la propia realidad y en el compromiso con el
pueblo iberoamericano. Tanto el discurso teológico de Gutiérrez como el discurso
literario de Aguinis coinciden en este compromiso y revalorización de lo iberoamericano:
[Aguinis]: La Iglesia abrió los ojos en Latinoamérica. Más de un tercio del
catolicismo mundial se concentra aquí. Existe un movimiento de unidad católica
continental que Europa perdió después de la Reforma. Latinoamérica es una experiencia
nueva en la historia de la Iglesia. Latinoamérica es un pueblo evangelizado a medias.
Queda mucho por hacer. Una minoría concientizada debe evangelizar con los
"signos" de nuestro tiempo [referencia a Vaticano II y Medellín]. El
signo comprensible para este pueblo ignorante, hambriento y postergado, es la justicia.
Por esta justicia debe comprometerse la Iglesia, reparar errores de antaño y hacer de la
cristianización una obra acabada, con sentido, que aporte caudalosamente al reino de
Dios. (118)
[Gutiérrez]: Una primera idea, persistente en esos documentos [las proclamas
que hicieron posible el encuentro de Medellín], y que refleja una actitud general de la
iglesia, es el reconocimiento de la solidaridad de la iglesia con la realidad
latinoamericana. La iglesia evita situarse por encima de ella y trata de asumir más bien
la responsabilidad que le incumbe en la actual situación de injusticia, a cuyo
mantenimiento ha contribuido tanto por su vinculación con el orden establecido, como por
su silencio frente a los males que éste conlleva. (139).
Gustavo Gutiérrez plantea en el discurso teórico la problemática de la transición
de una a otra Iglesia, pero es Aguinis quien de modo más gráfico radicaliza ambas
posiciones en uno de los capítulos más bellos de La cruz invertida. Bajo el
título de "Hechos", para hacer referencia al nuevo apostolado que se propone,
describe como el obispado estaba construyendo un templo grandioso en Villa del Milagro, un
pueblo de "cortas calles polvorientas", de "miserables chozas", de
"niños semidesnudos" (84). El templo, símbolo aquí de la iglesia tradicional,
poseía "sólidas columnas corintias", "incrustaciones de marfil y
oro", "profusión de mármol", "guirnaldas de plata", para
"lograr una abigarrada y densa atmósfera de poder y riqueza" (84-85). El Padre
Buenaventura, que había sido enviado para completar la obra, se sintió al llegar
"contraído por esa grandeza palaciega" que contrastaba con los "pobres y
desmedrados" habitantes (85). Además, nos dice, "odiaba a los ángeles gorditos
que se reían de sus niños macilentes". Y "vendió el oro, los marfiles, las
imágenes, los cuadros" (86). Luego, "con esos fondos decidió construir un
dispensario [...] aumentó los salarios. Contrató a casi toda la aldea en las obras"
(85). Buenaventura dirige luego su esfuerzo a evangelizar al pueblo, a construir en ellos
y con ellos la nueva Iglesia: "La caridad no es quitar el pan de los pobres para
comprarle esmeraldas a la Virgen. La caridad es demoler el Templo, porque en tres días
será construído en Cristo, en el hombre, en los hombres. Todos los obispos tendrían que
pasarse varios años con los miserables para comprender que un santuario con oro y
marfiles es una bofetada al Evangelio" (87)
1.2. La formación del sacerdote en una iglesia de la liberación
Los Documentos finales de Medellín dedican un apartado a la "formación
sacerdotal", resaltando así el papel fundamental que ha de tener la preparación del
religioso en la construcción de la nueva iglesia que se proyecta. No obstante, sólo se
articula en ellos tímidamente quizás sería más preciso decir que sólo se
insinúa una situación deficiente; "se comprueba una crisis en los
seminarios", se afirma, para luego añadir: "Formadores insuficientemente
preparados [...]; inseguridad en la orientación con respecto al crecimiento en la fe
[...]; fallas de formación hacia una madurez humana plena" (173); y se pide
"integración del seminario en la comunidad eclesial y en la comunidad humana"
(174).
En la contextualización que hace Gustavo Gutiérrez del pensamiento de Medellín
en el discurso teológico, prefiere proyectar la misión de la nueva iglesia, una iglesia
"centrada en el compromiso, concreto y creador, de servicio a los demás" (28),
y el papel protagonista que en ella debe desempeñar el "nuevo" sacerdote. En
este sentido, nos dice Gutiérrez, "la reflexión teológica sería entonces,
necesariamente, una crítica de la sociedad y de la iglesia, en tanto que convocadas e
interpeladas por la palabra de Dios; una teoría crítica [...] animada por una intención
práctica e indisolublemente unida, por consiguiente, a la praxis histórica" (28).
Ello le lleva a concluir que "en América Latina, ser iglesia hoy quiere decir tomar
una clara posición respecto de la actual situación de injusticia social y del proceso
revolucionario que procura abolirla y forjar un orden más humano" (329). Pero en su
obra Teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez relega a un lugar muy
secundario la formación de ese "nuevo" sacerdote de quien va a depender
inicialmente la apertura de la iglesia hacia una comunidad de fieles.
En el discurso literario de La cruz invertida, Aguinis contextualiza igualmente
el pensamiento de Medellín, y prefiere también desarrollar la postura
comprometida, de servicio, de la nueva iglesia. En la novela, Carlos Samuel Torres
simboliza con su vida pastoral la convicción de que "Cristo vino para servir y no
para ser servido, vino para ser útil, para ayudar, apoyar y consolar" (102). Por
ello, Aguinis compara el sector reformista de la iglesia con una nave que abre en el
océano "un profundo surco de espuma", mientras Carlos Samuel Torres, el
protagonista y símbolo del "nuevo" sacerdote, reflexiona: "Latinoamérica
no se deja roturar. Así se lo demostraron. Sus elites desean la inmovilidad.
Conservan el Statu quo violentamente. La Iglesia debería ser como la quilla de ese
barco. Tendría que partir la espesa costra como un diamante al vidrio para liberar la
fuerza y belleza sumergidas. La Iglesia es una nave. Y la oligarquía esa escasa cantidad
de agua que forma la superficie" (57).
En ambos pensadores, el punto inmediato de partida son los postulados de Medellín,
pero mientras el discurso teórico de Gutiérrez se proyecta hacia la visión utópica
explícita en su teología de la esperanza, el discurso narrativo de Aguinis se formula
inmerso en las fuerzas complejas y contradictorias del ethos iberoamericano. Por
ello, la transformación que en Teología de la liberación se fundamenta y
problematiza a través de un discurso reflexivo, en La cruz invertida necesita
hacerse práctica en un contexto real y ser promovida por personas concretas, por
"hombres de carne y hueso", que son a su vez producto de su formación y de sus
experiencias. Así es como Aguinis descubre la incongruencia entre los propósitos
reformadores y la formación tradicional ("medieval") que se imparte en los
seminarios. Se hace la crítica desde una perspectiva posmoderna, que desenmascara la
educación depositaria que domina en la formación de los religiosos.
Dentro de la estructura anquilosada, monolítica, de la institución de la iglesia
tradicional, el mejor religioso no era el que "vivía" la Iglesia, sino el que
aceptaba su rígida estructura vertical y obedecía sus preceptos sin necesidad de
sentirlos o hacerlos propios. En la reflexión teológica de Gutiérrez, la Iglesia
ciertamente había evolucionado del "primado de la fe" al de la caridad; y ahora
se quería superar la inseguridad que conllevaba dicha transformación, con un regreso, a
través de la caridad, a la fe, mediante una teología de la esperanza que recuperaba la
realidad integral del hombre. En la formación de los seminaristas iberoamericanos
prevalecía, sin embargo, una actitud depositaria, dirigida a destruir acallar en el
mejor de los casos cualquier señal de individualidad. Aguinis desarrolla esta
dimensión y la simboliza mediante dos premios que guían la formación de los
seminaristas: "Premio a la conducta y premio al estudio. Los más aguerridos
memoristas ganaban los premios al estudio. Los seminaristas más obsecuentes y dóciles
[...] eran galornados con una medallita por su conducta. Estos premios señalaban los
modelos en el estudio (nada de problemas, sólo acumular las enseñanzas) y en la conducta
(impasibilidad merced a la represión de pasiones, afectos y dudas)" (47). De este
modo el seminario, en lugar de despertar vocaciones se convierte en prisión (40). La
curiosidad intelectual adquiere la dimensión de algo maléfico: "No debía
preguntar. Le regañaron duramente. ¡Las preguntas revelan dudas, espíritu débil!
¡Cada interrogante es una finta del diablo! ¡No hay que preguntar!" (41). Las
mismas "oraciones se memorizaban paulatinamente hasta la automatización" (42).
En la novela, el seminario consigue "formar" a Carlos Samuel Torres, el
protagonista, "aunque para ello tuvo que narcotizarse" (98); como premio se le
envió a Europa y fue allí "cuando empezaron a caer los cerrojos de su alma, cuando
volvió a formularse preguntas [... cuando] aprendió a dialogar" (99). Y fue
también en Europa donde comenzó a conocer la problemática iberoamericana.
En La cruz invertida hay otro sacerdote que no cursó estudios en Europa, que no
proviene de la elite y que participa también en el proyecto liberador, que asume la
realidad del pueblo y que guía su vida en una consciente opción por los pobres. Pero la
"formación" que hubiera podido recibir este sacerdote, Agustín Buenaventura,
en el seminario, había sido depurada por su servicio al pueblo durante "treinta
años en zonas apartadas de la civilización" (84), donde en convivencia con los más
humildes "enseñó y aprendió. Decía que, fundamentalmente, aprendió" (83).
1.3. El sacerdote en el contexto de la liberación
En las décadas anteriores al Vaticano II, la iglesia católica había iniciado en
Europa una aproximación al pueblo, inspirada, en verdad, en el pensamiento de teólogos
como J. Maritain, pero sobre todo en respuesta a lo que después se conocería como
"los signos de nuestros tiempos". Se reconocía la misión social de la iglesia,
pero se establecía con claridad una distinción de planos entre la participación laica y
la participación del clero. Se reafirmaba así la autonomía de lo temporal frente a la
autoridad de la Iglesia, aunque ésta se reservara el deber de intervenir en asuntos de
moral y fortalecía sus lazos de diálogo con los movimientos laicos. Un nuevo fervor
religioso se difunde rápidamente a través de los diversos grupos de "acción
católica" e influye también notablemente en las décadas de los años cincuenta y
sesenta en Iberoamérica. Su origen respondía, sin embargo, a una situación europea
ajena a la realidad iberoamericana, donde su difusión, aunque significante en sectores
minoritarios de la sociedad, no llegó al nivel popular, ni consiguió repercutir en la
estructura de la Iglesia.
Los Documentos finales de Medellín representan en este sentido un momento de
transición. Se reconocen, ciertamente, "los valiosos servicios que los movimientos
de laicos han prestado y continúan prestando" (135); e incluso se pide que se
promueva "con especial énfasis y urgencia la creación de equipos apostólicos o de
movimientos laicos" (138). Pero también se reconocen "las diferentes formas de
crisis que afectan a los movimientos de apostolado de los laicos" (134) y, en
definitiva, se apunta a su superación al señalar que "ellos cumplieron una labor
decisiva en su tiempo" (134), pero que "no supieron ubicar debidamente su
apostolado en el contexto de un compromiso histórico liberador" (135). Aunque el
contenido profundo que animaba el concepto de "compromiso liberador" late
implícitamente en las páginas de Medellín, no se plantea allí directamente la
incongruencia que se creaba al sostener, según la distinción de los dos planos
anteriores, que "en el orden económico y social, y principalmente en el orden
político, en donde se presentan diversas opciones concretas, al sacerdote como tal no le
incumbe directamente la dirección, ni el liderazgo, ni tampoco la estructuración de
soluciones" (149). Al mismo tiempo, sin embargo, en los Documentos finales de
Medellín se afirmaba que "la consagración sacramental del orden sitúa al
sacerdote en el mundo para el servicio de los hombres" (149); y consecuentemente se
pedía que "no se abandone a sus militantes [grupos laicos de liberación], cuando,
por las implicaciones sociales del Evangelio, son llevados a compromisos que comportan
dolorosas consecuencias" (139).
El discurso liberador de Gustavo Gutiérrez, que comparte con Medellín la
proposición fundamental de que "la consagración sacramental del orden sitúa al
sacerdote en el mundo para el servicio de los hombres", conduce luego en su
desarrollo teórico a una radicalización de las implicaciones que ello conllevaba.
Primero entra en crisis el esquema de la distinción de dos planos que establecía
misiones diferentes al laico y al sacerdote. En un primer nivel, especialmente en
Iberoamérica, se considera insuficiente la acción de los grupos laicos. Por otra parte,
y esto alcanza repercusiones serias en la estructura de la Iglesia, al problematizar el
difícil equilibrio del clero entre el apoyo a los grupos laicos y el distanciamiento
necesario para evitar el compromiso, se toma conciencia, nos dice Gustavo Gutiérrez, de
"que un amplio sector de la iglesia está, de una manera o de otra, ligado a quienes
detentan el poder económico y político en el mundo de hoy" (83). Y, se pregunta,
"en estas condiciones, ¿puede decirse honestamente que la iglesia no interviene en
'lo temporal'? Cuando, con su silencio o sus buenas relaciones con él, legitima un
gobierno dictatorial y opresor, ¿está cumpliendo sólo una función religiosa?"
(84). En Iberoamérica, concluye Gutiérrez, "la distinción de planos sirve para
disimular la real opción política de un grueso sector de la iglesia por el orden
establecido" (84).
En Teología de la liberación proyecta Gustavo Gutiérrez un discurso de la
esperanza, que recupera, como ya señalamos, el referente humano y le hace protagonista de
su propia salvación. Se trata de un proceso de secularización que resulta, añade
Gutiérrez, "de una transformación en la autocomprensión del hombre. De una visión
cosmológica se pasa a una visión antropológica" (86). Es decir, "si antes se
tendía a ver el mundo a partir de la iglesia, hoy se observa casi el fenómeno inverso:
la iglesia es vista a partir del mundo" (88). Y con ello se justifica el compromiso
total que implica la teología de la liberación al proponer una iglesia que opte por los
oprimidos (donde la opresión económica, social o espiritual, opresión del pecado, son
únicamente distintas esferas de opresión inseparables en un concepto integral del ser
humano).
Marcos Aguinis problematiza igualmente el discurso de Medellín, pero contrario
a Gustavo Gutiérrez, no le importan tanto las repercusiones teológicas de situar al
sacerdote en el mundo en una opción por los pobres, como aquéllas otras que resultan de
la convivencia simultánea de "varias iglesias", y de las normas anacrónicas
por las que ha de regirse el sacerdote. Los Documentos finales de Medellín
reflejaban en este aspecto, con medida ambigüedad, un momento de transición en la
iglesia iberoamericana, que enfrentará luego Gustavo Gutiérrez en Teología de la
liberación. La cruz invertida, aun cuando se publicó un año antes que el
libro de Gutiérrez, parece surgir en diálogo con éste; y es que ambas obras se
codifican en el discurso de una época y participan en el mismo proceso de creación de
una narrativa generacional. El "mundo ficticio" de Aguinis asume la
problemática que plantea Medellín y pone en juego las encontradas posiciones que
coexisten en su momento: una iglesia conservadora que recela de cualquier intento de
innovación, unos grupos inoperantes de acción católica, una jerarquía eclesiástica
unida a las estructuras de poder y, dentro de este contexto, un intento de desempeñar el
ministerio del sacerdocio desde una opción por los pobres. En momentos parece como si el
propósito de Aguinis hubiera sido poner a prueba la cuidadosa construcción teórica de
Gutiérrez. Y desde la atalaya en el tiempo que nos proporciona la década de los noventa,
La cruz invertida adquiere, como luego señalaremos, monumentales proporciones
proféticas.
Aguinis consigue, en efecto, destacar la vitalidad y fecundidad liberadora que aporta
el llevar a la práctica una teología de la esperanza, pero pone igualmente de relieve
sus limitaciones en el momento de realizarse. En el plano institucional, la lucha por
reformar la iglesia desde la iglesia y desde abajo fracasa en la novela, como fracasa en
la práctica iberoamericana de las décadas de los setenta y ochenta. En la novela, los
grupos de acción católica, precisamente por su falta de vitalidad, se presentan como
fuerzas neutras; aportan en el comienzo una base para la acción pastoral, pero se
mantienen marginadas del proceso por no sentir ni comprender la transcendencia de una
opción por los pobres: "Seguían escuchando, pero cada vez entendían menos"
(117).
La iglesia conservadora, bajo la máxima de que "Cristo nos quiere en el
mundo y no del mundo" (151), se aferra a la tradicional división de planos.
El padre Fermín, tío de Carlos Samuel Torres, el protagonista, representa esta rama de
la iglesia iberoamericana anclada en el pasado, en lo que anteriormente denominamos
"el primado de la fe", y que no acepta en el sacerdote otra misión que la
puramente espiritual: "Evita identificarte [aconseja a su sobrino] con los obreros.
Si lo haces, perderás ecuanimidad. Tu visión se estrechará y pensarás tan
limitadamente como ellos. Entonces atribuirás sus males a las penurias económicas. De
ahí caerás en la tentación de atribuir los males del espíritu a las insatisfacciones
de la carne. Llegarás, como algunos sacerdotes incautos, a desviaciones de tinte
marxista" (61). Este juicio conciso, pero a su modo completo, muestra la brecha
irreconciliable que se abre entre la iglesia tradicional y la militante que proponen los
teólogos de la liberación. En su fondo late también un sentimiento de temor, de
inseguridad en el cambio; al no reconocer ni sentir la nueva misión, sólo se percibe la
dimensión del "dejar de ser", que se interpreta como aniquilamiento del
sacerdocio: "Los instrumentos de que nos proveyó el Concilio [añade el padre
Fermín] no deben conducir a la liquidación del ministerio. Si los sacerdotes no nos
diferenciamos de los laicos, no habrá sacerdocio" (151). La cruz invertida
asume esta fuerza reaccionaria como parte del proceso dialéctico que explica el
desarrollo de la Iglesia, y trata de establecer con ella un diálogo constructivo. Aguinis
usa el género epistolar para integrar, con acierto, en el discurso narrativo profundas
reflexiones ensayísticas. En la novela, como también en la realidad iberoamericana de
esos años, el diálogo con la iglesia tradicional fortalece la formulación del discurso
de la liberación.
La confrontación en la novela, como sucedió luego en el campo iberoamericano, no se
origina en las implicaciones teológicas implícitas en la opción por los pobres, sino
que recae en la repercusión que dicha opción acarreaba en el nivel político, tanto de
la iglesia en cuanto institución, como en las estructuras de poder civil o militar. Y es
aquí donde la novela desenmascara los lazos de colaboración, como veremos más adelante,
entre la jerarquía eclesiástica y las fuerzas de opresión. Aguinis pudo tener en su
momento como modelo el caso brasileño, pero en este aspecto, como en tantos otros, su
novela es profética al adelantarse a los sucesos en Bolivia, Chile, Argentina o El
Salvador, por citar sólo algunos de los más destacados.
Más allá de las repercusiones teológicas o sociopolíticas, el situar "al
sacerdote en el mundo" comporta también una dimensión personal, que era difícil de
tratar en Medellín o de desarrollar a un nivel teórico en Gutiérrez. El discurso
literario de Aguinis aporta un medio más idóneo para explorar la doble dimensión del
sacerdote: ministro de la iglesia y hombre. En Medellín se reconocía, sin
desarrollar, que "en el ministerio presbiteral es fácil advertir hoy una tensión
entre las nuevas exigencias de la misión y cierto modo de ejercer la autoridad, que puede
implicar una crisis de obediencia" (68). Aguinis eleva esta situación a un plano
radical al colocar "al sacerdote en el mundo", y hacerlo reaccionar ante las
encontradas coyunturas que ineludiblemente ha de enfrentar. Su compromiso por un discurso
liberador a través de una opción por los pobres supone, además, una previa etapa
igualmente autoliberadora. La opción que se "exige" al nuevo sacerdote es un
acto voluntario, producto de un proceso reflexivo que culmina en una convicción personal.
De ahí la inevitable situación crítica que surge al colocar a este sacerdote dentro de
la anacrónica y rígida estructura de la Iglesia. El concepto vertical de obediencia no
ha variado mientras que la misión del sacerdote y su autoconciencia de tal misión, ha
efectuado un cambio fundamental. Y en aquellos casos en los que la obediencia que exige la
jerarquía eclesiástica no coincide con la obediencia que reclama la propia conciencia,
surge una situación de crisis que la iglesia católica no ha sido todavía capaz de
solucionar. Las circunstancias históricas del colombiano Camilo Torres sirven, sin duda,
de modelo a La cruz invertida, y ésta a su vez parece mostrar la pauta que siguió
luego el brasileño Leonardo Boff. Camilo Torres y Leonardo Boff, aun cuando radicalmente
diferentes en las opciones personales que se sintieron forzados a tomar (el primero
opción violenta en la guerrilla en la década de los años sesenta, el segundo trabajo
lento por elevar los niveles de concientización en las décadas de los años ochenta y
noventa), presentan notables puntos de contacto: ambos comprometidos con su vocación
religiosa y sacerdocio pastoral; ambos con estudios superiores universitarios en Europa;
ambos colocaron por encima de la obediencia eclesiástica la obediencia a su conciencia de
compromiso con el pobre; ambos, en fin, fueron "expulsados" de la institución
de la Iglesia Católica Romana. En cualquier caso, en este estudio nos hemos propuesto,
desde el comienzo, limitar la contextualización a tres textos precisos en la formulación
de una narrativa. Se trata, por tanto, de ejemplificar un proceso hermenéutico, y no de
explorar los distintos niveles de contextualización ni de establecer los sistemas de
codificación que caracterizan la narrativa de la liberación en sus múltiples facetas.
En la dimensión humana del sacerdote se hace igualmente ostensible la situación
anacrónica de unas reglas que le impiden su realización como hombre. Aguinis
problematiza, ante todo, la imposición del celibato. En Medellín se hacía breve
referencia a la situación problemática que se crea, pero en su calculada ambigüedad
mezclaba nuevos motivos con posiciones tradicionales: "En relación con el celibato
sacerdotal, un laudable ahondamiento en el valor afectivo de la persona humana y una
exarcebación del erotismo en el medio ambiente, unidos al frecuente descuido de la vida
espiritual y a otras causas, han abierto camino a nueva y variada problemática"
(144).
En La cruz invertida, la "exarcebación del erotismo en el medio
ambiente", se presenta como aberración muy pedestre comparada con el nivel moral que
exhibe el sacerdote Carlos Samuel Torres. No existe tampoco en él "descuido de la
vida espiritual". La reflexión en torno al celibato tiene lugar en la novela en un
plano mucho más profundo y que sirve para confrontar la actitud de la iglesia tradicional
con la nueva misión del sacerdote. Podemos caracterizar la posición que Aguinis
desarrolla en el discurso narrativo, a través de una analogía, extraída de la misma
novela, que en su manifestación externa ejemplifica el sentido de la dimensión interna
del celibato. Para la iglesia tradicional, "la sotana era una coraza contra las
agresiones del mundo, un verdadero amuleto. Ella imponía a los hombres respeto y alejaba
a las mujeres con sus tentaciones" (47). Esta postura respondía a la tendencia de
ver el mundo a partir de la Iglesia. Así también, por ejemplo, la liturgia de la misa en
latín. Y si el nuevo sacerdocio, su opción por los pobres, significa, en palabras de
Gutiérrez, que "la iglesia es vista a partir del mundo" (88), el uso del
español en la misa y el desprendimiento de la sotana serían necesarios pasos en lo
externo que, según La cruz invertida, deberían culminar con una reconsideración
del celibato. En la novela se da énfasis a la dimensión social del celibato (barrera que
obstaculiza la misión del sacerdote) y, con más desarrollo, a la dimensión personal, es
decir, a la soledad a que se condena al sacerdote: "Queda bien que un cura acaricie
las cabelleras de los niños... Dejad que los niños vengan a mí... Por algo le
dicen 'padre...' ¡Qué ridículo!... Niños que alborotan a su alrededor, cuando les
reparte golosinas o les enseña algún juego o les narra un cuento de maravillas... Niños
que no son suyos, que los siente separados de él, circunstanciales, que como afecto son
apenas una mezquina limosna. Porque no es un hombre como los otros, está condenado a
vivir solo otra burla cruel y ofrecer al mundo una imagen triunfal de su
soledad desgarradora" (95).
2. Hacia un nuevo compromiso social
En la década de
los sesenta madura y hace crisis a la vez todo un proceso intelectual iberoamericano, que
comienza ya en la segunda década del siglo XX preguntándose quiénes somos los
bolivianos (Tamayo), los mexicanos (Caso, Ramos), los argentinos (Mallea, Martínez
Estrada) o los puertorriqueños (Pedreira), y que culmina a partir de 1940 en un proceso
sistemático de recuperación del pasado iberoamericano. Durante la década de los
sesenta, como dijimos, hace crisis este proceso en una toma de conciencia de la propia
realidad que se manifiesta casi simultáneamente en un discurso literario (Cien años
de soledad, 1967, de García Márquez), en un discurso filosófico (La filosofía
americana como filosofía sin más, 1969, de Leopoldo Zea), en un discurso pedagógico
(Pedagogía del oprimido, 1970, de Paulo Freire), en un discurso económico (Dependencia
y desarrollo en América Latina, 1967, de Cardoso y Faletto) y, ante todo, con una
formulación más madura y sostenida, en el discurso teológico de Gustavo Gutiérrez.
Dentro de su peculiar individualidad, cada una de estas obras coincide en rechazar las
soluciones simplistas de los modelos importados, a la vez que intentan captar la
complejidad de la realidad iberoamericana. Coinciden también en reconocer que la
dimensión sociopolítica necesita ser parte integrante de cualquier respuesta a la
problemática que enfrentan. Así, Paulo Freire se pronuncia contra un sistema depositario
de educación que cosifica al ser humano al buscar preferentemente su funcionalidad en un
sistema de desarrollo económico y propone una educación liberadora cuyo fin sea un
proceso de toma de conciencia de la dignidad humana y de las fuerzas de opresión que
gobiernan la estructura social. De modo semejante, Cardoso y Faletto ven en la
"teoría del desarrollo", importada de los países industrializados y basada
únicamente en parámetros económicos, un implícito contexto ideológico de opresión, y
exponen la necesidad de ver el proceso económico como un proceso social. Toda estructura
económica, afirman Cardoso y Faletto, es en sí una estructura social; el capital mismo
es la expresión económica de una relación social (6). También Leopoldo Zea
concibe su discurso filosófico en un contexto social: la lucha de todo ser humano por
justificar y conquistar su humanidad y la del grupo social a quien pertenece, frente a la
indiferencia, a veces calculada forma de opresión, que irradia desde los centros de
poder.
Bajo este fondo de renovación se hace más fácil comprender la dimensión social de
las reflexiones de Medellín: surgen en diálogo con "los signos de los
tiempos", asumen la realidad iberoamericana e intentan formular una iglesia que
responda a las exigencias de su contexto social. Se reconoce en Medellín que
Iberoamérica esta "bajo el signo de la transformación y el desarrollo [...] que
llega a tocar y conmover todos los niveles del hombre, desde el económico hasta el
religioso" (17); y se acepta el compromiso social que ello implica: "Estimamos
también irreconciliable con nuestra situación en vías de desarrollo tanto la inversión
de recursos en la carrera armamentista, la burocracia excesiva, los gastos de lujo y
ostentaciones, como la deficiente administración de la comunidad" (11). Estos son
los aspectos que precisamente se problematizan en La cruz invertida. Tanto en el
discurso teológico como en la novela de Aguinis, se ejemplifica el proceso desde la
perspectiva religiosa que proporciona un nuevo concepto del Reino de Dios; a través de lo
que significa una opción por los pobres y, especialmente, desde la búsqueda del hombre
nuevo que posibilite el proceso. Examinemos por separado cómo se codifica la narrativa de
la liberación a través de estas tres facetas.
2.1. Un nuevo concepto del Reino de Dios
La superación a través del discurso posmoderno del dualismo de la Iglesia, que
permitía mantener una artificiosa separación entre sus fines y los de la sociedad,
traía consigo ramificaciones profundas en el modo de interpretar su misión salvífica.
Se trataba de un cambio de perspectiva: de una visión cosmogónica del mundo ocupada
únicamente en el destino espiritual del hombre en "la otra vida", se pasa a una
visión antropológica, donde se anula el dualismo espíritu/cuerpo en una interpretación
integral del ser humano y donde la dualidad de planos se convierte ahora en una
progresión de planos. Con ello, el Reino de Dios deja de "localizarse" en un
mundo exclusivamente espiritual, para convertirse en proyecto humano; es, sin duda,
proyecto utópico, en cuanto su plenitud no es de este mundo; pero también, como utopía
exige nuestro compromiso para que su inicio sea obra humana aunque sólo se realice en
Dios.
Para la iglesia católica esta posición supone una ruptura radical, al decir de su ala
conservadora, o simplemente una ruptura con su pasado inmediato, que recupera la verdadera
dimensión de la iglesia de Cristo, según los teólogos de la liberación. En los Documentos
finales de Medellín la definición es todavía ambigua; marca el proceso de
transición: "No confundimos progreso temporal y Reino de Cristo; sin embargo, el
primero, en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa en gran
medida al Reino de Dios" (28). Pero en Medellín se añaden también otros
textos que borran más esa tenue línea entre "separados pero relacionados", de
la cita anterior. Me refiero al uso que se hace del episodio del Exodo, que aporta
una decisiva dimensión antropológica al proyecto salvífico: "Así como otrora
Israel, el primer Pueblo, experimentaba la presencia salvífica de Dios cuando lo liberaba
de la opresión de Egipto [...] y lo conducía hacia la tierra de la promesa, así
también nosotros, nuevo Pueblo de Dios, no podemos dejar de sentir su paso que salva,
cuando se da el verdadero desarrollo, que es el paso, para cada uno y para todos, de
condiciones de vida menos humanas, a condiciones más humanas" (19-20).
La recuperación integral del hombre se convierte en parte central de la teología de
la liberación. La posición de Medellín, aun cuando ambigua, posibilita la nueva
reflexión. Allí, en efecto, se decía que no podemos, "los cristianos, dejar de
presentir la presencia de Dios, que quiere salvar al hombre entero, alma y cuerpo"
(18). Gustavo Gutiérrez dedica numerosas páginas a desarrollar en un profundo discurso
teológico ese "presentir" de Medellín. El punto de partida es
igualmente el Exodo. Y la "tierra prometida", el inicio del Reino de Dios
en la tierra, se interpreta en términos actuales, siguiendo también a Medellín,
como el paso de "condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas"
(221). Gustavo Gutiérrez se apoya en este terreno escabroso en el contexto de la
iglesia tradicional en los textos de la encíclica Populorum progressio, para
establecer como condiciones menos humanas: "las carencias materiales de los que
están privados del mínimo vital y las carencias morales, que provienen del abuso del
tener o del abuso del poder, de la explotación de los trabajadores o de la injusticia de
las transaciones" (221). La misión liberadora adquiere así una dimensión social.
No se trata ya del pecado como realidad individual, "se trata del pecado como hecho
social, histórico" (226). Y en consecuencia, "el pecado se da en estructuras
opresoras, en la explotación del hombre por el hombre, en la dominación y esclavitud de
pueblos, razas y clases sociales" (226). Gutiérrez hace uso en el desarrollo de su
discurso teórico del término "utopía", en el sentido de "anuncio de lo
que todavía no es", para apresar la dimensión antropológica del Reino de Dios;
pero también lo hace en el sentido de denuncia del orden existente. La utopía así
interpretada, "debe necesariamente conducir a un compromiso en pro del surgimiento de
una nueva conciencia social, de nuevas relaciones entre los hombres" (299).
Aguinis parte igualmente de Medellín en el discurso narrativo de La cruz
invertida. Y el protagonista, Carlos Samuel Torres, comparte el pensamiento de Gustavo
Gutiérrez tanto en el discurso utópico que facilita el análisis teórico, como en la
perspectiva posmoderna que integra en el concepto de Reino de Dios la dimensión
antropológica y el sentido de progresión hacia la plenitud espiritual. Aguinis, como
Gutiérrez, siente también la necesidad de superar la ambigüedad de Medellín.
Hace para ello uso del discurso ensayístico, que en la estructura narrativa de la novela
adquiere la forma de una carta del protagonista a su tío. Parte de la figura de Cristo:
"Jesús fue hombre y Dios: Fue hombre como todos los hombres, señalando así la
infinita dignidad que posee su cuerpo" (68). La historia de la humanidad supera de
este modo el plano dualista y se interpreta como "la historia del ascenso del hombre
hacia Dios" (66). Aguinis recurre igualmente en su discurso ensayístico al texto
bíblico: "La escala fue soñada por Jacob. Es preciso conquistar peldaño por
peldaño: cada uno de ellos implica un grado de liberación mayor" (66-67). Y une el
progreso frente a la naturaleza al progreso en el desarrollo social, como parte, ambos,
del proyecto histórico de ascenso hacia Dios. Como hará luego Gutiérrez, destaca
también en la novela las repercusiones si el desarrollo no es armónico: "Pero si
esa liberación frente a la naturaleza no se acompaña de grados paralelos en la
liberación social, caerá en un pozo de esclavitud y miseria, donde la mayoría del
género humano será domada y explotada por unos pocos privilegiados" (67).
En La cruz invertida, sin embargo, no importa tanto la fundamentación
teológica, aun cuando ésta se integra magistralmente en el discurso literario. La novela
desarrolla primordialmente la problemática que conlleva actuar bajo tales convicciones y
la complejidad del concurso humano en el devenir social. El fracaso final, que hubiera
podido parecer pesimista en 1970, pero que resulta profético en nuestros días, apunta a
la futilidad de todo esfuerzo que pretenda cambiar las estructuras sociales, sin una
previa modificación del hombre. El mismo "juicio eclesiástico" con que culmina
la obra, simboliza la distancia enorme que separa el discurso teórico y su actualización
en la práctica pastoral. Carlos Samuel Torres había obrado bajo el supuesto de que
"la Iglesia debe servir para construir el reino de Dios, o no sirve para nada. [Y de
que] el reino de Dios no se construye apoyando el statu quo que institucionaliza al
pecado de la explotación humana y de la postergación de las mayorías" (194). Su
obra, creía el padre Torres, había sido mal interpretada, pero él la defendería con
razones teológicas y pastorales. No obstante, durante el juicio mismo, donde domina una
atmósfera de premeditada irracionalidad, no se le permite hablar. La voz teórica se
torna inconsecuente. En el mundo ficticio de la novela, como en el mundo real, donde
dominan todavía "las condiciones menos humanas" que apuntaba Gutiérrez, el
proyecto utópico del Reino de Dios debe comenzar, parece señalar Aguinis, en el ser
humano, con su apertura a una toma de conciencia del proyecto salvífico que haga de él
un "hombre nuevo".
2.2. Una opción por los pobres
Al denunciar las diversas formas de opresión que daban lugar en Iberoamérica a lo que
se denominó "un estado de injusticia", Medellín proyecta un pensamiento
que justifica y fundamenta a la vez el compromiso de los teólogos de la liberación en
una opción por los pobres. En este aspecto el mensaje de Medellín es preciso. A)
La Iglesia en su misión liberadora debe asumir la problemática actual del pueblo a
liberar: "Como pastores, con una responsabilidad común, queremos comprometernos con
la vida de todos nuestros pueblos en la búsqueda angustiosa de soluciones adecuadas para
sus múltiples problemas" (8-9). B) Las mismas soluciones deben ahora pasar del
ámbito teórico al pastoral: "No basta por cierto reflexionar, lograr mayor
clarividencia y hablar; es menester obrar [...] se ha tornado, con dramática urgencia, la
hora de la acción" (17). C) La responsabilidad se proyecta del nivel individual al
social para evitar la cómoda actitud de escudar el comportamiento personal bajo el
anonimato de las estructuras sociales: "Son, también, responsables de la injusticia
todos los que no actúan en favor de la justicia con los medios de que disponen, y
permanecen pasivos por temor a los sacrificios y a los riesgos personales que implica toda
acción audaz y verdaderamente eficaz" (52). D) Se reclama, por tanto, del sacerdote
una participación activa de intolerancia ante la injusticia: "Forma parte de nuestra
misión denunciar con firmeza aquellas realidades de América Latina que constituyen una
afrenta al espíritu del Evangelio" (11). E) Finalmente, se reafirma una actitud
constructiva encaminada a superar las estructuras de opresión: "También nos
corresponde reconocer y estimular todo intento positivo profundo de vencer las grandes
dificultades existentes" (11); y con relación a la situación socio-económica se da
énfasis en Medellín a que "la pastoral de la Iglesia deberá orientar
preferentemente a estos grupos hacia un compromiso en el plano de las estructuras
socio-económicas que conduzcan a las necesarias reformas de las mismas" (108).
Aguinis dispone el discurso literario de La cruz invertida en torno a estos
cinco puntos fundamentales de Medellín. Y los dos sacerdotes que actúan en la
novela, Agustín Buenaventura y Carlos Samuel Torres, encarnan en su quehacer como
individuos y en su compromiso pastoral este ideal. No se trata, sin embargo, de la
tradicional novela de tesis. El pensamiento posmoderno que posibilita la multiplicidad
real de planos en la novela, libera también al discurso literario de someterse a una
dirección ideológica. En La cruz invertida no hay nada furtivo, encubierto; los
personajes son reales y a la vez tipos que proyectan los más diversos sectores de la
estructura social iberoamericana. En ello consiste precisamente uno de los méritos
artísticos de Aguinis: el haber creado individuos y al mismo tiempo haberles hecho vivir
ideas centrales en el devenir histórico de su sociedad iberoamericana actual. Carlos
Samuel Torres tipifica el pensamiento y actuar de los teólogos de la liberación y al
mismo tiempo tiene una realidad "externa" tan fuerte, como la tuvo y tipificó
el mismo ideal el colombiano Camilo Torres, o la tienen y tipifican hoy día dicho ideal
el peruano Gustavo Gutiérrez o el brasileño Leonardo Boff.
El discurso teórico de Gutiérrez, que proyecta los postulados anteriores de Medellín,
coincide con Aguinis en ver la misión salvífica en una opción por los pobres. Pero
entre ambos hay dos diferencias esenciales: una se refiere a la dimensión práctica de un
esquema teórico; la otra a una expresión ideológica que empequeñece un aspecto del
pensamiento de Gutiérrez. En el discurso teológico, de acuerdo con el espíritu de Medellín,
se afirma que la liberación, "para ser auténtica y plena, deberá ser asumida por
el pueblo oprimido mismo, y para ello deberá partir de los propios valores de ese
pueblo" (121). Es decir, desarrolla la posición de una iglesia comprometida en el
proceso liberador, que se establece como apoyo, como fuente de concientización, pero que
reconoce en el pobre al promotor de su propia liberación. El límite impreciso entre ser
fuente de concientización y ser promotor de proyectos, tan simple en el esquema teórico,
parece borrarse en la complejidad del actuar en el mundo de La cruz invertida. La
fuerte personalidad del padre Torres adquiere a veces una dimensión paternalista y otras
asume la posición de liderazgo (181) o singulariza en su persona el fracaso de los
proyectos (175). El proceso, quizás lento pero necesario, de concientización parece
quedar relegado a plano secundario; el énfasis recae ciertamente en la lucha por la
transformación de las estructuras de opresión, y el fracaso ulterior pone de manifiesto
esta deficiencia.
La otra diferencia esencial entre el discurso teológico de Gutiérrez y el discurso
literario de Aguinis se encuentra en el proceso de concientización. El origen del
concepto proviene en ambos de la obra de Paulo Freire, Pedagogía del oprimido;
pero mientras Aguinis consigue desglosar lo substancial del concepto, de la
interpretación que luego le da el mismo Freire, Gustavo Gutiérrez lo lleva a las mismas
conclusiones que Freire. En La cruz invertida la toma de conciencia es empresa
individual; la acción pastoral puede y debe propiciarla en un constante esfuerzo por
motivar la autorrealización. Mediante el proceso de concientización, el individuo, tanto
el opresor como el oprimido, descubre los sistemas de opresión; pero en la novela, en
ningún momento se impone como objetivo de la concientización conducir al individuo a
interpretar la realidad a través de un posible sistema de opresión. Para Gustavo
Gutiérrez, como en el caso de Freire, los objetivos de la concientización no se
encuentran ya en el proceso liberador; los dos parten de su propia toma de conciencia de
la realidad iberoamericana y creen ver en ambas una correspondencia unívoca, por lo que
los objetivos se trasladan ahora a inculcar en el individuo una interpretación de la
realidad, muy próxima, independiente de la terminología que se use, al concepto
depositario que se quería en un principio desplazar. Gustavo Gutiérrez radicaliza así,
en efecto, el alcance de sus conclusiones: "La lucha de clases es un hecho y la
neutralidad en esa materia es imposible" (341). Y por ello añade: "Nuestro amor
no es auténtico si no toma el camino de la solidaridad de clase y de la lucha social.
Participar en la lucha de clases no solamente no se opone al amor universal, sino que ese
compromiso es hoy la mediación necesaria e insoslayable de su concreción: el tránsito
hacia una sociedad sin clases, sin propietarios y despojados, sin opresores y
oprimidos" (345).
En el discurso narrativo de La cruz invertida no se distorsiona el pensamiento
de los teólogos de la liberación. Carlos Samuel Torres se expresa en términos muy
próximos a los que usó luego Gustavo Gutiérrez en su Teología de la liberación.
También para Torres "la justicia social es la condición primera de un mundo
auténticamente religioso (160); y aun cuando no rechaza el derecho a la propiedad, sí
reconoce que "defender mucho la propiedad es defender algo a los ricos" (158).
Su postura frente al orden establecido, como la de Gutiérrez, adquiere igualmente una
expresión radical: "Ni el derecho de la propiedad, ni la legitimidad de las
autoridades permiten a un cristiano aceptar las injusticias que le queman su conciencia.
La propiedad desprovista de su significado social asquea al Señor" (159).
La opción por los pobres, en este primer sentido de aquellos privados de los mínimos
recursos económicos, es, sin duda, fundamental en La cruz invertida. Agustín
Buenaventura lo ejemplifica a través de una vida dedicada a los marginados de la sociedad
y, en oposición a la iglesia tradicional, con su actuación en Villa del Milagro. Carlos
Samuel Torres muestra igualmente su compromiso al rechazar las posiciones privilegiadas
que le ofrecían por sus estudios en Europa; él opta por servir en las zonas marginadas
de la ciudad, en la parroquia pobre de San José. Pero la multiplicidad de planos
presentes en la novela proyectan el concepto de la pobreza mucho más allá de la
dimensión económica. Pobre es también el que no tiene conciencia de su situación de
oprimido o de opresor. Así el coronel Donato Pérez, símbolo de la violencia
institucionalizada. Pero en La cruz invertida se destacan además otras formas que
eran olvidadas o relegadas a posición muy secundaria en los estudios teóricos de su
época. Me refiero a aquéllas que tienen lugar en la célula central de la sociedad; es
decir, las formas de opresión presentes en el seno de la familia. En la novela se destaca
con especial énfasis la situación de Magdalena: violada por su padrastro, maltratada por
su madre por creerla culpable de la violación y, finalmente abusada por Juan quien la
prostituye. En cada uno de estos casos, la pobreza radica en la falta de conciencia del
sentido de su obrar. Quizás el más fuerte de todos, no tanto por sus acciones como por
su implicación, sea el comportamiento de Isabel, la madre de Magdalena. Ella es víctima
de una constante violación, pues sólo así se pueden calificar sus relaciones con
Jacinto; no obstante, Isabel se culpa a sí misma y traslada el pobre concepto que tiene
de su persona, al modo como luego ella trata a Magdalena.
Todavía existe otro nivel de pobreza que se relaciona con la actitud pasiva del
individuo ante la injusticia social. El padre Fermín, tío de Carlos Samuel Torres,
simboliza esta dimensión en la novela. Su comportamiento al nivel individual no puede ser
reprochado. Pero su indiferencia ante las estructuras injustas de su sociedad, de las que
él forma igualmente parte, descubre su verdadera pobreza. El también debe participar en
el proceso de concientización. En la novela se ejemplifica su alejamiento de la realidad
a través del concepto que tiene de aquellos habitantes de la ciudad forzados a vivir en
estado de desempleo en las zonas marginadas: "Es increíble [nos dice] el abandono en
que viven algunos cristianos, en medio de la más rutilante belleza natural, manchándola
con su pereza y los pecados que la pereza origina" (22). Por supuesto, el contexto
ideológico de esta afirmación, en el que no nos detendremos ahora, apunta, además, a un
nivel socio-político con claras repercusiones en el debate en torno al concepto de
"subdesarrollo".
2.3. En busca del hombre nuevo
Los esfuerzos por recuperar el pasado iberoamericano culminan en la década de los
sesenta, como ya señalamos, con una nueva evaluación del presente y con la formulación
de vigorosos proyectos de transformación: unos se fundamentan en la lucha revolucionaria
según el ejemplo de Cuba y los intentos posteriores de Che Guevara; otros buscan la
metamorfosis del hombre iberoamericano a través de una labor educadora. En cualquier
caso, se partía de un proceso de concientización que habría de producir a un
"hombre nuevo". Los Documentos finales de Medellín responden
precisamente a la percepción de encontrarse la humanidad ante una renovación de
repercusiones globales: "Creemos que estamos en una nueva era histórica" (9).
En el contexto iberoamericano, dicha proyección histórica adquiere una clara dimensión
mesiánica, que se concibe como ruptura con el pasado.
Las conclusiones de Medellín parten, pues, de la convicción de que
"estamos en el umbral de una nueva época histórica de nuestro continente, llena de
un anhelo de emancipación total, de liberación de toda servidumbre, de maduración
personal y de integración colectiva" (17). Y se ve en la efervescencia
iberoamericana de los años sesenta, "un evidente signo del Espíritu que conduce la
historia de los hombres y de los pueblos hacia su vocación" (18). Pero en Medellín
se relega a plano secundario la implicación asuntiva de la historia implícita en el
término "conducir". Se prefiere dar énfasis a la visión utópica que acarrea
la fe en el hombre nuevo, en la formación de una sociedad iberoamericana idílica, en
unos "poderes públicos, promoviendo con energía las exigencias supremas del bien
común" (10). Por supuesto, se reconoce también que "no habrá continente nuevo
sin hombres nuevos" (27), y se advierte que "la carencia de una conciencia
política en nuestros países hace imprescindible la acción educadora de la Iglesia"
(35). Pero en Medellín, de espaldas a la realidad que se analiza, incluso cuando
se admite "la suma importancia de la Educación de Base [...] que aspira no sólo a
alfabetizar, sino a capacitar al hombre para convertirlo en agente consciente de su
desarrollo integral" (77), se procede en efecto como si el "hombre nuevo"
fuera ya algo dado.
Tanto el discurso teológico de Gustavo Gutiérrez como el literario de Marcos Aguinis
aceptan la situación de encrucijada que atraviesa Iberoamérica. Ambos arrancan del
mensaje de esperanza que ofrece Medellín y ven en el "hombre nuevo" un
camino de salvación. Ambos, como ya mencionamos, contextualizan la preocupación de una
época y proyectan la codificación de una nueva narrativa. La correspondencia entre
ambos, sin embargo, termina ahí. Gutiérrez comparte con una minoría de intelectuales
iberoamericanos, la más dinámica y creadora, un sentido de cruzada en la cual "lo
que se busca es la creación de un hombre nuevo" (180, el énfasis es de
Gutiérrez). Y ve en ello el elemento aglutinador de los más variados movimientos:
"La esperanza a la creación de un hombre nuevo es el resorte íntimo de la lucha que
muchos hombres han emprendido en América Latina" (180). Algunos de los personajes
centrales de La cruz invertida, como sin duda el mismo Aguinis, pertenecen a este
grupo minoritario de intelectuales. No obstante, en la novela se somete el ideal utópico
del "hombre nuevo" a la tirantez del devenir en la sociedad iberoamericana de su
momento.
La multiplicidad de planos que entreteje Aguinis en la novela, permite expresar la
complejidad implícita en el proyecto de transmutación del iberoamericano en el
"hombre nuevo". El orden de la exposición teórica que se adelanta en Medellín
o que fundamenta el discurso teológico de Gutiérrez se desbarata en la novela. En Medellín,
por ejemplo, se afirma, con acierto, lo imprescindible de la acción educadora de la
Iglesia, sin tener luego en cuenta la fragmentación dentro de su misma estructura que
hará inoperante su participación. En la obra están presentes cuatro sectores de la
iglesia católica y aun cuando dos de ellos comparten un mismo ideal y colaboran en su
actuación, lo cierto es que representan también cuatro actitudes diferentes que se
neutralizan. Incluso los padres Buenaventura y Torres que coinciden en sus objetivos
simbolizan dos opciones en el camino a seguir.
- A) Agustín Buenaventura, "medio indio [...] su piel negra" (83), proviene de
clase humilde y comprende que el proceso de concientización es lento, que no produce
héroes, que debe ser una labor pastoral. Su esfuerzo se dirige al individuo; y presenta
como paradigma su dedicación de más de treinta años "trasladado a diversas 'zonas
difíciles', sin que trascendiera demasiado su obra" (83). Buenaventura se inspira en
el Exodo: "Moisés hizo peregrinar a su pueblo cuarenta años por el desierto
para limpiarlo de su mentalidad esclavista y transformarlo en un pueblo nuevo, apto para
un inédito rol histórico" (87).
- B) Carlos Samuel Torres ha recibido una educación selecta que amplía en las mejores
instituciones europeas. Tiene la formación del teólogo y su conocimiento de la realidad
iberoamericana se origina en Europa, "a miles de kilómetros de distancia, en debates
y conferencias" (100). Proviene de las minorías pudientes de su sociedad; al
acercarse a los sectores marginados del pueblo le llama la atención, ante todo, la
precaria situación económica en que viven, pues, en su opinión, ello posterga al
individuo a una condición subhumana. Percibe que los males se originan de un estado de
injusticia social: "Mientras exista un solo hombre que no tenga lo necesario para ser
verdaderamente hombre, la redención de Cristo fracasa" (14). Su esfuerzo, por lo
tanto, se dirige a la transformación de la sociedad, incluso podría decirse que ve al
individuo a través de ella: "He pedido a Dios que perdone sus pecados, que salve su
alma. ¿Qué deberá perdonarle? ¿Haber sido explotado toda su vida? ¿Haber nacido en la
miseria, permanecer analfabeto, conocer sólo las perversiones de su hogar mal constituido
e imitar las costumbres antisociales de sus vecinos? ¿Se diferencia en algo este hombre
que robó, fornicó y tal vez mató, de un lactante que sólo exige comida y abrigo?"
(14). Torres, en fin, se inspira en los Documentos finales de Medellín, en las
nuevas teorías económicas de desarrollo y dependencia, en el pensamiento de Paulo
Freire.
- C) El padre Fermín Saldeño, tío de Torres, representa la iglesia tradicional. Su
"no juzgues" es un tácito apoyo al statu quo. Aconseja al padre Torres
que no turbe su dignidad "con temerarias experiencias" (152), y éste, a su vez,
reconoce que "su tío Fermín no creía en el hombre nuevo" (166). Sus palabras,
en efecto, encubren el apoyo secular de la Iglesia a las estructuras de poder. Busca:
"Vigorizar el santo ministerio y su eficaz jerarquía, establecidas por el mismo
Cristo, vigorizar el sentido auténtico de la autoridad y vigorizar el derecho natural,
sano y sabio de la propiedad privada" (151).
- D) El obispo Tardini, director del Seminario, así como el Nuncio que participa en el
juicio eclesiástico, simbolizan en la novela lo negativo de la Iglesia. Los otros tres
sacerdotes, Buenaventura, Torres y el padre Fermín, aunque defienden posiciones
controvertibles, lo hacen por convicción. El obispo Tardini y el Nuncio desempeñan un
papel manipulador, y ponen su ministerio al servicio del poder.
El fracaso final de Torres no se debe únicamente a las encontradas posiciones de estos
cuatro sectores de la Iglesia. En la novela el concepto de "hombre nuevo"
adquiere también dimensiones políticas; Néstor Fuentes, uno de los personajes, lo
relaciona con el Che Guevara (177). Y es precisamente esta dimensión militante, que
produce titulares en los periódicos, la que fracasa: pretendía transformar las
estructuras sociales sin previa transformación del individuo. La dimensión
"anónima", personal, de Buenaventura, en la que participa también el padre
Torres, sí que tiene éxito en conseguir al "hombre nuevo" que simbolizan Olga
y Néstor y Magdalena.
3. Contextualización vital de un proceso
Para comienzos de
la década de los sesenta, un sector importante del pensamiento filosófico en
Iberoamérica había conseguido independizarse de la imitación europea. Se trataba de un
pensamiento que se expresaba en una filosofía de la historia y en una antropología
filosófica más de acuerdo con la realidad americana y apoyado, entre otros, en los
antecedentes de Bello, Alberdi, Martí, Samuel Ramos, Gaos, y que por estos años
formulaba con vigor Leopoldo Zea. Los Documentos finales de Medellín responden a
este pensamiento. La misión de la Iglesia se descubre ahora en el contexto del presente
iberoamericano, que determina también la exégesis de los libros sagrados. En Medellín
se postula, en efecto, como ya señalamos, que "las situaciones históricas y las
aspiraciones auténticamente humanas forman parte indispensable del contenido de la
catequesis; [y que] deben ser interpretadas seriamente, dentro de su contexto actual, a la
luz de las experiencias vivenciales del Pueblo de Israel, de Cristo, y de la comunidad
eclesial" (114).
Esta significante, pero limitada apertura de Medellín, adquiere una dimensión
mucho más profunda en el discurso literario de Aguinis y en el posterior discurso
teológico de Gutiérrez. Ambos coinciden en ver la salida de los judíos de Egipto como
un ejemplo de la acción política de Dios en la liberación de un pueblo. Coinciden
igualmente, aunque en La cruz invertida no reciba la atención ni se desarrolle con
la profundidad que lo hace Gutiérrez, en situar la escatología en el centro de una
reflexión teológica que coloca los fines últimos en el tiempo, como compromiso con el
presente proyectado al porvenir. Coinciden, en fin, en el énfasis puesto en la dimensión
antropológica de Jesús, que se erige como paradigma de la actuación del cristiano;
sobre todo en oposición a situaciones de injusticia que Cristo, nos dice Gutiérrez,
siempre acompaño "con una frontal oposición a los ricos y poderosos y con una
radical opción por los pobres" (289). Tanto Aguinis como Gutiérrez colocan sus
obras, además, en diálogo con un contexto intelectual de su época más amplio. Ambos
incorporan en sus respectivos discursos, por ejemplo, las primeras formulaciones
pedagógicas de Paulo Freire o la implicaciones socioeconómicas de Cardoso y Faletto.
La cruz invertida, no obstante, precisamente por ser un discurso literario,
añade una nueva dimensión: la actualización de unos esquemas teóricos en el devenir de
una sociedad. Las citas bíblicas adquieren en este contexto diferente perspectiva. Así,
cuando el padre Torres dice que "el cristianismo es incompatible con Herodes, con
Caifás y con Pilato" (135), lo que está afirmando es que el programa de los
teólogos de la liberación es incompatible con las estructuras sociales, políticas y
eclesiásticas de su mundo contemporáneo: "Herodes, Caifás y Pilato son las tres
fuerzas que ahora, como antes, representan la autoridad legítima en el país, en la
religión y en las zonas de influencia imperialista. Para mantener esa autoridad [...]
tienen que asesinar a Cristo" (135). Así sucedió, por ejemplo, en la realidad
histórica iberoamericana con el Arzobispo Oscar Romero o con Ignacio Ellacuría; así
también el silencio que en la novela se impone a Carlos Samuel Torres o que el Vaticano
impuso después a Leonardo Boff. Al nivel de la estructura social, Aguinis cuestiona
igualmente la posibilidad del cambio radical que conlleva el discurso teórico de la
liberación. Usa para ello el Evangelio de San Marcos en el contexto de un sistema
capitalista y con claras implicaciones en el ámbito local, nacional e incluso en el orden
internacional de países desarrollados y subdesarrollados: "Entonces dice San Marcos
que '[los ricos] tuvieron miedo'. Jesús les había destruído una hacienda. Para curar a
un solo loco arrojó al mar una fortuna demasiado importante. 'Y comenzaron a rogarle que
se fuese'. Las finanzas no están para hacer milagros" (66). Aguinis problematiza
incluso en la esfera individual la contextualización del mensaje bíblico. Hay un momento
en la novela en el cual el padre Torres, en desacuerdo con Buenaventura sobre los
objetivos de una manifestación política, se autojustifica señalando que "Cristo
expulsó con violencia a los mercaderes del Templo" (175).
3.1. Oposición desde la jerarquía eclesiástica
Gustavo Gutiérrez señala, con acierto, en Teología de la liberación que
"la conferencia de Medellín califica el estado de cosas existentes en América
Latina como 'una situación de pecado', como 'un rechazo al Señor'. Esta calificación,
en su globalización y hondura, no es sólo una crítica a abusos individuales [...], es
un repudio de todo el sistema imperante, al que pertenece la propia iglesia"
(225-226). Este es, en efecto, el espíritu de Medellín. Por eso se recomienda
allí a los religiosos "tomar conciencia de los graves problemas sociales de vastos
sectores del pueblo en que vivimos" (163). Gustavo Gutiérrez es todavía más
preciso al fundamentar en su discurso teológico el cambio de dirección que ha de
caracterizar a la "nueva iglesia"; y de acuerdo con la estructura vertical de
poder dentro de la jerarquía eclesiástica, da énfasis a que "el concilio Vaticano
II ha reafirmado con fuerza la idea de una iglesia de servicio" (23). Luego, el
análisis de la realidad iberoamericana le hace tomar conciencia de "que un amplio
sector de la iglesia está, de una manera o de otra, ligado a quienes detentan el poder
económico y político en el mundo de hoy" (83). No obstante, influído por el
compromiso de reforma de un grupo selecto de teólogos, cree Gutiérrez que "la
iglesia, hasta hoy estrechamente ligada al orden actual, comienza a situarse en forma
diversa frente a la situación de despojo, opresión y alienación que se vive en América
Latina" (165).
La cruz invertida retoma la problemática de la "nueva iglesia", allí
donde la deja el discurso teórico de Medellín e incluso el posterior de Gustavo
Gutiérrez. En el nivel abstracto de la reflexión teológica, el nuevo pensamiento de la
liberación parece surgir como formulación madura de un cambio ya en proceso, que
responde a una transformación radical de la Iglesia y que cuenta con la sanción de la
jerarquía eclesiástica. El discurso narrativo de Aguinis, sin embargo, no se propone
corroborar en entes abstractos las ideas también abstractas del desarrollo teórico.
Aguinis comparte, eso sí, el nuevo discurso axiológico y los personajes centrales de la
novela luchan por que éste sea asumido; pero lo que La cruz invertida desea, ante
todo, es establecer desde una actualización concreta un diálogo con los presupuestos que
fundamentan el desarrollo teórico, para destacar así las contradiciones implícitas que
lo harán fracasar en el contexto de la realidad iberoamericana.
Junto a la realidad del mensaje de Vaticano II o de Medellín, que podrían
servir de guía al sacerdote en su quehacer pastoral, se impone en la novela la realidad
más inmediata aún del voto de obediencia a una jerarquía eclesiástica que mantiene
viva "su cosmovisión vertical, de Dios hacia abajo" (151), y que se escuda para
imponer su autoridad en la fórmula retórica de que "romper uno de los peldaños de
esa escalinata vertical, es dañar en algo la escalinata del Señor" (151). Aguinis
problematiza esta situación, pues no basta con desear, como en Medellín, como los
teólogos de la liberación, como el padre Buenaventura en la novela, que "todos los
obispos tendrían que pasarse varios años con los miserables para comprender que un
santuario con oro y marfiles es una bofetada al Evangelio" (87). En La cruz
invertida el ideal se enfrenta con la realidad del obispo Tardini, quien ve con cierto
desprecio las zonas marginadas de la ciudad y que él mantiene relegadas en el olvido,
pero que sí visita al coronel Donato Pérez, jefe de las fuerzas de represión y de
tortura, e incluso bendice a sus hombres y sus armas. Y más cuestionable aún, el obispo
Tardini parece identificar la Iglesia con el clero y el templo (147). En el caso de su
predecesor, monseñor Constanzo, la identificación es explícita: "El sueño de sus
últimos años" era la construcción de "un gran santuario" y
"conducir personalmente la peregrinación" (86). El "santuario" había
de ser construído con todo el lujo de columnas de marmol e incrustraciones de oro, en
visible contraste con la situación de indigencia de los habitantes que allí poblaban.
Desde la atalaya de la década de los noventa no se puede evitar percibir la semejanza con
la basílica que se ha construído en la ciudad de Yamoussoukro de Costa de Marfil. Y las
diferencias en ambos casos resultan en extremo irónicas. En Villa del Milagro, el padre
Buenaventura no aceptó esta ostentación de riqueza en medio de la miseria y
"vendió el oro, los marfiles, las imágenes, los cuadros, las túnicas regias. La
casa del Señor debía ser tan humilde como la de sus hijos" (86). En Costa de
Marfil, el papa Juan Pablo II aceptó en 1990 la basílica en nombre de la Iglesia. El
padre Buenaventura sigue el espíritu de Medellín en una opción por los pobres.
Su obispo, monseñor Constanzo, "se fue sin saludarle, jamás comprenderá el sentido
que lo movió a cambiar la pompa del santuario por algunas mejoras imprescindibles en el
villorrio" (88).
En el discurso narrativo de Aguinis, como sucedería después en la realidad histórica
iberoamericana, la acción pastoral de los sacerdotes comprometidos en una opción por los
pobres, se ve al principio entorpecida por la jerarquía eclesiástica y después, poco a
poco, detenida. En un nivel de la novela se destacan los diferentes modos de percibir la
misión apostólica: para monseñor Constanzo es la presencia física de la institución,
"su obra magna" era construir el santuario de la diócesis; para Agustín
Buenaventura son los feligreses, y el único santuario que él considera digno es aquel
que se construye en sus almas (88). En otro nivel, más directamente relacionado con la
teología de la liberación, el padre Fermín aconseja a Torres que se cuide "de los
que piden a la Iglesia un cambio de marcha" (53), que "evite identificarse con
los obreros" (61). Y el obispo Tardini, en ejercicio de su autoridad, le prohibe que
se "mezcle con los sindicatos" (26). Luego, cuando desobedece las órdenes y
apoya una huelga, nos dice Carlos Samuel Torres, "monseñor Tardini me recriminó.
Debería calmarlos, narcotizarlos. Para eso está la Iglesia, para estimular la
mansedumbre, la paciencia... de los oprimidos" (66).
Cuando los sacerdotes no asumen la obediencia, en el mundo ficticio de la novela como
en el real, el obispo los traslada "para alejarlos de anteriores actividades un tanto
enojosas" (7), o como señala Buenaventura: "Cuando nuestra obra se tornaba
peligrosa, exageradamente audaz, entonces nos quitaron las herramientas y nos trasladaron
aquí" (108). En la novela, este destierro interno no consigue silenciar ni disminuir
las actividades de ambos sacerdotes; la providencia los coloca juntos en la misma
parroquia (una situación que la iglesia católica cuidadosamente evita). Ellos hacen del
destierro un emplazamiento privilegiado. La parroquia de la Encarnación era la más rica
y prestigiosa de la ciudad y desde ella inician un apostolado más militante y de
ineludible repercusión política. El "inconveniente" de la opción por los
pobres entre los pobres, que habían desempeñado en las parroquias anteriores, se
convierte ahora en una confrontación a las estructuras injustas de poder, de las cuales
la Iglesia formaba también parte. La reprimenda inicial, el destierro posterior, da ahora
lugar en la novela a un "juicio eclesiástico", en el cual se entremezclan
fragmentos del juicio de Cristo en un paralelismo reiterante que culmina en la
"apoteosis" de un grito: "¡Excomunión! repitió el eco.
¡Excomunión! ¡Excomunión! ¡Excomunión!" (221).
3.2. Politización del proceso de liberación
Los debates en el seno de la Iglesia que precedieron a la Segunda Conferencia General
del Episcopado Latinoamericano en Medellín, indicaban ya el camino delicado en el que se
quería proyectar la labor pastoral. Y las dificultades en conseguir el consenso de los Documentos
Finales, revelaba también la problemática que enfrentaría en su actualización. El
texto final, sin embargo, se despliega como si se tratara de un pensamiento ya aceptado,
que sólo precisa de una formulación teórica que encauce el nuevo compromiso. No se
afrontan en él los obstáculos de llevarlo a la práctica en el contexto político,
social y económico de los países iberoamericanos de su tiempo; y las referencias
esporádicas que se incluyen no bastan para proporcionar una guía de acción, ni
servirán luego para prevenir ni proteger a quienes cómo los protagonistas de La cruz
invertida, se inspiran en Medellín. Como hemos señalado ya, la novela
desempeña en este sentido un papel primordial en el discurso cultural iberoamericano:
sirve para contextualizar un pensamiento, para dar cuerpo concreto a una exposición
teórica. Hagamos uso de la siguiente cita de Medellín, para ejemplificar luego
con ella la complejidad del proceso y su ineludible politización:
El sistema liberal capitalista y la tentación del sistema marxista parecieran agotar
en nuestro continente las posibilidades de transformar las estructuras económicas. Ambos
sistemas atentan contra la dignidad de la persona humana; pues uno, tiene como presupuesto
la primacía del capital, su poder y su discriminatoria utilización en función del
lucro; el otro, aunque ideológicamente sostenga un humanismo, mira más bien al hombre
colectivo, y en la práctica se traduce en una concentración totalitaria del poder del
Estado. Debemos denunciar que Latinoamérica se ve encerrada entre estas dos opciones y
permanece dependiente de uno u otro de los centros de poder que canalizan su economía.
(31)
Lo que Medellín, acertadamente, implica en esta cita es que Iberoamérica no ha
creado un modelo económico que trascienda sus fronteras, pero distorsiona la realidad al
querer luego concluir que por ello esté encerrada en una u otra opción. Independiente de
su origen, el sistema económico iberoamericano, como su cultura, como su idioma, no es
hoy algo prestado de lo que pueda prescindir, es parte de su esencialidad. Medellín
apunta a una ruptura radical, a un dejar de ser lo que se es, sin mostrar una pauta de
transformación. Se rechazan los dos modelos dominantes en el mundo en la década de los
sesenta y se rechaza también la estructura iberoamericana que "mantiene a la
mayoría de nuestros pueblos en una dolorosa pobreza cercana en muchísimos casos a la
inhumana miseria" (185).
Gustavo Gutiérrez procede en Teología de la liberación a una crítica más
sistemática de la realidad iberoamericana. Desarrolla también la tesis de que "los
problemas tienen sus raíces en las estructuras de la sociedad capitalista" (145), y
de que "la teología contemporánea se halla en insoslayable y fecunda confrontación
con el marxismo" (26), pero no consigue luego superar aquellos sistemas cuyos
defectos había destacado con gran acierto. A la hora de proyectar soluciones, su
análisis se convierte en autojustificación y sus "comprobaciones elementales"
surgen de contextos muy limitados que deben más a esquemas teóricos que a la realidad
iberoamericana. Así, por ejemplo, su afirmación de que "la lucha de clases es un
hecho y la neutralidad en esa materia es imposible" (341). Así también el suponer
que el compromiso por la liberación debe llevar en su concreción "el tránsito
hacia una sociedad sin clases, sin propietarios y despojados" (345). El compromiso
que pide Gutiérrez, sin duda importante en una acción liberadora y posible en el campo
de las abstracciones teóricas, acarreaba al querer actualizarlo en formas concretas de
acción, a una polarización de las actitudes y a una politización del proyecto
liberador. Este es precisamente el contexto que proporciona el discurso narrativo de
Aguinis a los esquemas teóricos de Medellín y de Gustavo Gutiérrez.
La multiplicidad de planos que se entrelazan en La cruz invertida facilita su
función de taller experimental de los presupuestos teóricos de la liberación. En la
novela, además, encuentran también portavoz las posturas más representativas que
coexisten en su momento iberoamericano; y la estructura narrativa que crea Aguinis permite
igualmente un proceso mimético de la realidad histórica. Como en Medellín, se
afirma tajantemente que "el cristianismo no es un partido político" (10). Pero
incluso tal afirmación adquiere "matiz político" en el contexto de la novela,
cuando los partidarios del protagonista afirman que "Torres se lo fregó en la cara
tanto a los comunistas como a los católicos de derecha" (10).
El recurso narrativo que emplea Aguinis para posibilitar el desarrollo de encontradas
posiciones es, en sí, un lugar común en literatura: la descripción de un evento desde
distintas perspectivas. Lo novedoso en su novela es el modo cómo lo lleva a cabo. En el
segundo capítulo (en realidad el primero, si descontamos el breve marco introductorio),
se expresan en fragmentos paralelos y numerados A, B y C, tres posturas radicales y
antidialógicas: la derecha (oligarquía conservadora), la izquierda (miembros del partido
comunista) y la visión narcisista de partidarios de un pensamiento liberador. El evento
mismo, un "discurso" del padre Torres, se presentará fragmentado en capítulos
posteriores, cuando el lector ha comprendido ya que, en verdad, no se trata de unas ideas
sino de una vida, de un compromiso de acción. Las tres posturas iniciales se difuminan
también en matices entrelazados, como si fueran frases tachadas, pero incluidas en el
texto final, que han sido superadas, pero cuya presencia soterrada se impone. En realidad,
en las cinco páginas de este capítulo hay otras muchas frases "tachadas"
luego, que apuntan a la polarización del proceso liberador que aquí se interpreta
únicamente a través de existentes posiciones políticas: A) desde la izquierda se juzga
que el padre Torres "no es marxista y por lo tanto no puede interpretar correctamente
la realidad" (8); B) desde la derecha se opina que su discurso "ha sido un acto
comunista" (8); C) incluso sus propios partidarios lo ven desde la dimensión
política de que "para los comunistas Torres es un simulador y para los conservadores
un comunista" (11). A partir de estos parámetros "tachados" pero reales,
se construye el mundo ficticio de la novela, que llega luego a coincidir de un modo
extraordinario con las vicisitudes de la teología de la liberación en las próximas
décadas.
En la novela, como sucedió después en la realidad histórica con los teólogos de la
liberación, la opción por los pobres conducía a un compromiso social, justificable
desde presupuestos religiosos en el discurso teórico, pero con claras repercusiones
políticas en su concreción en la práctica pastoral. La labor del padre Torres en la
novela sólo ocasionalmente es juzgada en términos de su misión religiosa: "Son
cristianos que han recuperado el sentido de Cristo" (119). Lo normal es que su obra
se perciba como desviación "de tinte marxista" (61); o que ante su opción por
los pobres se exclame: "¡Entonces son marxistas!" (119). Incluso el obispo
Tardini, como haría luego en la realidad histórica el cardenal Ratzinger, interpretará
que las reuniones de "'catequesis universitaria', 'diálogos humanos', 'rescate del
Evangelio', son, en el fondo, mítines políticos", que conducen a los jóvenes
"hacia una peligrosa alienación marxista" (147).
La cruz invertida subraya, precisamente, la distancia que se abre entre el
compromiso teórico y la acción pastoral. Mientras en Medellín se reconoce la
necesidad de una "organización sindical campesina y obrera [...] para ejercer el
derecho de representación y participación en los niveles de la producción" (33),
en la novela el obispo prohíbe al sacerdote que se "mezcle con los sindicatos"
(26). En verdad, tanto en la novela como en la realidad histórica, el sacerdote que
propone la nueva iglesia de la liberación se encuentra poco a poco marginado. Desde la
izquierda se cree, con cinismo, que "se detendrá a mitad de camino, cuando se lo
ordenen o cuando los cambios que propugna empiecen a lesionar los intereses temporales de
la Iglesia" (10). Pero la opción por los pobres de los protagonistas de la novela,
como la de un sector del episcopado iberoamericano, no es una actitud oportunista,
corresponde a una convicción personal, cuya acción pastoral lleva ineludiblemente a la
confrontación con la Iglesia. Cuando esto ocurre, la Iglesia abandona al sacerdote. Así
sucede en la novela con el padre Torres; así sucedió años antes en la realidad
histórica con el colombiano Camilo Torres y así, en fin, le sucedió años más tarde al
brasileño Leonardo Boff. La cruz invertida lo señala con precisión: "Torres
y Buenaventura son etapas intermedias, están entre la Iglesia y el mundo. A medida que se
comprometan y avancen, estarán más en el mundo y menos en la Iglesia. Cuando estén
fuera de la Iglesia se asemejarán a cualquier mortal y no asombrarán a nadie"
(142). Y más adelante, en expresión lacónica añade: "Por eso no creo posible la
constitución de una 'Iglesia de los pobres' que sea fuerte" (142).
La confrontación final en la novela, como sucede en la realidad histórica con los
movimientos inspirados en la teología de la liberación, no tiene lugar con el poder
político, ni con aquellos que ostentan el poder económico. Será la Iglesia como
institución la que se opondrá con más energía y eficacia a la acción pastoral
comprometida en una opción por los pobres. La obra de los dos sacerdotes culmina aquí en
un "juicio eclesiástico" que se desarrolla a modo de una parodia de los avisos
anotados en Medellín. Allí, en efecto, se prevenía que los grupos dominantes
calificarían de "acción subversiva todo intento de cambiar un sistema social que
favorece la permanencia de sus privilegios" (43); se señalaba igualmente, que para
sus acciones "les será muy fácil encontrar aparentes justificaciones ideológicas
(v. gr. anticomunismo) o prácticas (conservación del "orden") para cohonestar
este proceder" (43). En la novela es justamente un grupo dominante, "encabezado
por el Nuncio Apostólico, el Cardenal Primado y el Arzobispo" (215), el que dirige
el juicio. Se acusa a los padres Buenaventura y Torres de haber rechazado "la
autoridad que vertebraliza a la Iglesia", de introducir "en sus sermones
ideologías destructoras", de explotar "slogans izquierdistas", de
"soliviantar a los estudiantes", e incluso de "transformar una iglesia en
barricada" y de "la masacre ocurrida en las calles" (216-218). Mucho antes
en la obra se había establecido ya la analogía: "El molesto y rebelde Jesús fue
crucificado entre dos bandidos. Era una manera de hacerlo bandido también a él"
(77).
3.3. Contradicción de la violencia
Dentro del contexto iberoamericano de golpes revolucionarios y contrarrevolucionarios, La
cruz invertida mantiene eficazmente una actitud moderada frente a la violencia. Tanto
el padre Buenaventura como el padre Torres la rechazan y, sin embargo, no pueden evitar
verse primero implicados en ella y después víctimas. La multiplicidad de planos en la
novela permite exhibir la violencia y distanciarse al mismo tiempo, entrelazarla con
crudeza en el devenir de la obra, y ostentar simultáneamente una postura comedida.
Consigue Aguinis de este modo presentar una realidad iberoamericana, que si bien palidece
cuando se la compara con los sucesos históricos coetáneos o posteriores, permite, no
obstante, enfrentar el hecho sin prejuicios emocionales y ver así las raíces sociales
que lo alientan. La cruz invertida, como luego veremos, pone además en entredicho
el sutil tratamiento ulterior del tema por los teólogos de la liberación.
La posición de Medellín en torno a la violencia era delicada. El nombre de
Camilo Torres, muerto violentamente dos años antes, se enarbolaba como símbolo tanto por
los que creían que la revolución armada era la única solución, como por aquellos que
veían en la opción por los pobres una vía de radicalización que conducía
ineludiblemente a la violencia. El papa Pablo VI entendió la gravedad y actualidad del
tema y en el discurso de apertura de la reunión episcopal de Medellín, en referencia
implícita a Camilo Torres, señaló la necesidad de distinguir "nuestras
responsabilidades de las de aquellos que, por el contrario, hacen de la violencia un ideal
noble, un heroísmo glorioso, una teología complaciente" (117) (7). Pablo VI
se opone decididamente a quienes "concluyen que el problema esencial de América
Latina no puede ser resuelto sino con la violencia" y vuelve a reafirmar "que la
violencia no es evangélica" (102).
En los Documentos finales de Medellín se dedica una sección al tema de la
violencia bajo el título de "Problema de la violencia en América Latina"
(49-53, y se cita ampliamente de la alocución de Pablo VI. Pero en Medellín hay
un calculado énfasis en destacar que "América Latina se encuentra, en muchas
partes, en una situación de injusticia que puede llamarse de violencia
institucionalizada" (50). Y que, por lo tanto, no debe extrañarnos que "nazca
en América Latina la tentación de la violencia [pues] no hay que abusar de la paciencia
de un pueblo que soporta durante años una condición que difícilmente aceptarían
quienes tienen una mayor conciencia de los derechos humanos" (51). Y en referencia
también implícita a Camilo Torres, se dice: "Nos dirigimos finalmente a aquellos
que, ante la gravedad de la injusticia y las resistencias ilegítimas al cambio, ponen su
esperanza en la violencia. Con Pablo VI reconocemos que su actitud 'encuentra
frecuentemente su última motivación en nobles impulsos de justicia y solidaridad',
[pero] también es cierto que la violencia o 'revolución armada' generalmente engendra
nuevas injusticias" (52).
El delicado equilibrio que se mantiene en Medellín se hace más tenso en
Gustavo Gutiérrez. La "actitud simplemente reformista" no le parece que pueda
conseguir el "cambio radical" que él cree necesario, sobre todo teniendo en
cuenta la "situación revolucionaria en que se vive hoy en el tercer mundo"; y
por ello afirma que "propugnar la revolución social [...] quiere decir construir una
sociedad justa" (67). Ante tal situación, la violencia se manifiesta en primer lugar
como "violencia institucionalizada" (140), y debe ser reconocida como tal. Más
aún, Gustavo Gutiérrez advierte que "un sector importante del clero latinoamericano
pide 'que en la consideración del problema de la violencia se evite por todos los medios
equiparar o confundir la violencia injusta de los opresores que sostienen ese
nefasto sistema, con la justa violencia de los oprimidos que se ven obligados a
recurrir a ella para lograr su liberación'" (141, el énfasis es de Gutiérrez).
La cruz invertida, aunque más cercana de Medellín que de Gustavo
Gutiérrez, problematiza precisamente la "violencia institucionalizada", con
implicaciones muy próximas a la expuestas en Teología de la liberación y con
desarrollos que luego se encarnarían de forma mucho más cruel y devastadora en los
sucesos posteriores de Chile y Argentina. La violencia no se aprueba en ningún momento.
La misma pregunta, "¿Qué debía hacer?" (65), que se hace el padre Torres
después de haber apoyado una huelga y la violencia que trajo consigo, supone un
implícito rechazo. No obstante, a través de los múltiples planos de la obra se consigue
explorar la problemática de la violencia con una extraordinaria profundidad. En la esfera
individual, aun cuando los dos sacerdotes coinciden en su opción por los pobres, ambos
expresan actitudes diferentes: Buenaventura es más inclinado a seguir una vía pacífica
centrada en la concientización del individuo; Torres, también por la vía pacífica,
busca la transformación de las estructuras sociales. Pero en el momento de la
confrontación, la de Buenaventura se limita también al ámbito personal (su
enfrentamiento con el obispo, por ejemplo); la de Torres se actualiza en choques de grupos
sociales fuera ya de su control y que derivan en actos violentos (así su apoyo a los
sindicatos y luego a las asociaciones de estudiantes).
La situación peculiar del padre Torres, que sin postular la violencia se encuentra
envuelto en ella, sirve también de centro del cual van a irradiar seis aproximaciones
diferentes a la violencia. Por una parte la manifestación estudiantil y el posible
desenlace violento supone una crisis de conciencia en Carlos Samuel Torres. En su
dimensión social considera que la causa es justa y su compromiso por la acción
transformadora le fuerza a actuar: "Tendremos que apoyarla. Mi conciencia ordena no
quedarme de brazos cruzados" (175). Como individuo su decisión requiere igualmente
una justificación personal: la justificación racional se apoya en el discurso teológico
y recuerda que "Cristo expulsó con violencia a los mercaderes del Templo"
(175); pero en lo íntimo de su conciencia, sin embargo, tal exégesis del texto bíblico
no le satisface ("esto es la teología de la violencia, 199), y lo que persiste es la
duda: "¿Qué debía hacer?" (65).
La manifestación misma, como el padre Torres lo deseaba, se disponía a transcurrir
sin disturbios y sólo degeneró en violencia al caer víctima de las maniobras de las
"fuerzas de seguridad" que habían planeado usar la manifestación para
justificar el endurecimiento de la represión: en términos de Gustavo Gutiérrez, un caso
de violencia justa ante la calculada violencia institucionalizada. Dichos sucesos, a su
vez incluyen en el ámbito de la violencia a tres sectores más de la sociedad: A) La
pasividad de quienes no se sienten afectados directamente: falta de una conciencia cívica
que exija responsabilidad a los dirigentes. B) La visión de la jerarquía eclesiástica,
que sólo reconoce como violencia aquella dirigida contra los grupos de poder; el obispo
Tardini castiga al padre Torres por su complicidad en las huelgas, pero no ve
inconveniente en bendecir las armas de las "fuerzas de seguridad": "El
obispo dijo algunas palabras y solemnemente bendijo esos instrumentos que no quiso tocar,
en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (112). C) La función de las
"fuerzas de seguridad", que representan en la novela la verdadera violencia,
tanto más corrosiva cuanto se trata de una violencia institucionalizada, constituída en
un fin en sí misma.
Mientras Medellín y Gustavo Gutiérrez se acercan a una justificación de la
violencia "justa" en un discurso teórico que no acaba por decidirse, La cruz
invertida actualiza la problemática en el contexto de la realidad iberoamericana. No
lo hace para predicar una u otra opción, sino para reflexionar sobre la violencia misma,
sobre el carácter superficial de las soluciones teóricas y la complejidad de las
situaciones humanas que la perpetran y la sufren, pero ante todo sobre las estructuras
sociales que la permiten. La solución, parece decir, no está en invertir, ahora hacia
arriba, la "cruz-espada".
4. Proyección
Al llegar ahora al
final de la ruta que nos propusimos al establecer los objetivos de este estudio, destaca
un hecho irrefutable: la riqueza contextual de la obra literaria cuando nos aproximamos a
ella desde una perspectiva dialógica que substituye el discurso depositario de la
modernidad por un discurso humanístico; es decir, cuando superamos la hermenéutica
tradicional que constringía el texto en los estrechos límites de las disciplinas
académicas. La lectura depositaria buscaba la clasificación del texto, quería que
significara en sí mismo. La lectura humanística, desde la perspectiva del discurso
antrópico, que aquí hemos desarrollado, busca, por el contrario, la apropiación del
texto, asumirlo en un discurso dialógico. Por supuesto no se trata aquí, en cuanto
reflexiones escritas y destinadas a su publicación, del nivel más íntimo del discurso
humanístico; o sea, de aquél que se establece en un compromiso interno entre el texto y
el lector y que se desarrolla en un contexto personal indiferente a cualquier pertenencia
disciplinaria.
Lo que nos propusimos en este estudio fue problematizar el texto mismo en diálogo con
su contexto cultural. En este plano de reflexión, los documentos de Medellín, la obra
teológica de Gutiérrez y la novela de Aguinis encuentran un primer nivel de
contextualización en los paradigmas de unas disciplinas concretas. Pero en la lectura
humanística que hemos seguido, el dato depositario de la clasificación primera de los
tres textos como "documentos", como "obra teológica", como
"novela", se supera al problematizar los límites de las retóricas propias de
dichas disciplinas. Nótese que no se pretende negar (borrar, en terminología posmoderna)
el contexto que implica la pertenencia a una disciplina concreta, el uso de una forma
retórica aceptada, sino únicamente asumirlo; es decir, superarlo en cuanto a las
limitaciones que antes nos imponía, pero retenerlo en cuanto proporciona los parámetros
que posibilitan su ulterior contextualización cultural.
Los temas que hemos tratado en este estudio, surgen así entrelazados en las tres obras
citadas en una proyección dialógica; o sea, cada uno de los tres textos problematiza y
contextualiza los otros dos a modo de una espiral que permite el regreso al acto inicial
de significar para suspenderlo como provisional, pues se está ahora en un plano distinto
que a la vez presupone el significado anterior y posibilita su propia problematización a
través de parámetros diferentes, con lo que se enriquece y se proporciona al texto su
carácter dialógico, abierto. Mediante este proceso se va estableciendo el sentido
dinámico de la narrativa de una época y sus claves de codificación.
En realidad, lo cierto es que en este estudio hemos cubierto apenas las primeras
vueltas de la espiral en que nos arrolla una lectura crítica de La cruz invertida.
Por un lado, sólo hemos tratado algunos de los temas, sin duda centrales, pero que dejan
fragmentario el pensamiento de la liberación; por otra parte, en el desarrollo de las
secciones precedentes nos hemos limitado casi exclusivamente a establecer los lazos de
diálogo y los procesos de contextualización entre los Documentos finales de Medellín,
la primera edición de Teología de la liberación y La cruz invertida.
Incluso dentro de este contexto limitado en el que se omite, entre otras, referencias
precisas a la dimensión política, económica e institucional, de los pueblos
iberoamericanos, quizás el gran tema que falta es el del "imperialismo"
económico o cultural; es decir, las relaciones entre desarrollo y subdesarrollo, tan
importantes en el discurso teórico de la liberación de esta época, pero que en la
novela, adelantándose a su tiempo en esto como en tantos otros aspectos, están relegadas
a un plano muy secundario dentro de la problemática que se plantea. No quiere ello decir
que se desconozcan, únicamente que fuera del discurso teórico no parecen repercutir
tanto en el ser humano marginado como los esquemas de opresión autóctonos.
En cualquier caso, la proyección más fecunda de lo expresado en las secciones
anteriores se encontrará en un estudio ahora diacrónico, tanto en el contexto de los
cambios que introduce Gustavo Gutiérrez en su última edición de Teología de la
liberación, como en la obra y vida de los teólogos de la liberación (de Leonardo
Boff, por ejemplo), o en la relación con los documentos de las reuniones episcopales de
Puebla (1979) y de Santo Domingo (1992), que han ido modificando el pensamiento de Medellín
(8).
Notas
-
Segunda Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Documentos
finales de Madellín [1968] Buenos Aires: Ediciones Paulinas, 1985. Todas las
referencias a los documentos de esta Conferencia corresponden a esta edición, que en el
texto se identifica bajo Medellín.
-
Me refiero, respectivamente, a las siguientes obras
seminales: La filosofía americana como filosofía sin más (1969), de Leopoldo
Zea; Teología de la liberación (1971), de Gustavo Gutiérrez; Pedagogía del
oprimido (1971), de Paulo Freire; Dependencia y desarrollo en América Latina
(1967), de Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto.
-
El argumento de la novela es sencillo: Carlos Samuel
Torres ingresa de niño en un seminario donde recibe una educación tradicional, pero que
después amplia en Europa; allí entra en contacto con sectores progresistas de la iglesia
católica al tiempo que empieza a conocer la realidad socioeconómica iberoamericana. De
regreso a su patria, un país iberoamericano indeterminado, adopta una opción por los
pobres y solicita la parroquia más humilde de la ciudad. Inicia su labor pastoral y entra
en conflicto con su obispo, representante de la iglesia tradicional. Se le traslada a otra
parroquia, cuyo párroco, el padre Buenaventura, había sido igualmente castigado por
creer en una iglesia en compromiso con los pobres. Ambos sacerdotes unen fuerzas en una
labor pastoral que sigue los principios que postula la teología de la liberación. Su
compromiso social acarrea una confrontación a las estructuras sociopolíticas. La
jerarquía eclesiástica reprime sus esfuerzos y anula su labor, al final de la obra, a
través de un juicio eclesiástico. Marcos Aguinis, La cruz invertida (Barcelona:
Planeta, 1983). Todas las citas que se incluyen en el texto provienen de esta edición.
-
Si bien cae fuera de los propósitos fijados para este estudio,
creo oportuno mencionar aquí que Aguinis rompe en esta novela la barrera convencional de
la retórica de los géneros literarios. Su texto se estructura, sin duda, bajo la
retórica de la novela, pero en sus páginas hace también uso explícito de la retórica
del ensayo y de la epístola.
-
Gustavo Gutiérrez,
Teología de la liberación. Perspectivas (Lima: Centro de Estudios y Publicaciones, 1981). Todas las citas que
se incluyen en el texto provienen de esta edición
-
Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto, Dependency and Development in
Latin America (Berkeley: University of California Press, 1979), p. 13.
-
Manuel Mejido y Angel T. Ferreira. Paulo VI en
Latinoamérica. México: Francisco Casas París, 1969. Incluye texto de las
alocuciones pronunciadas en su viaje a Colombia.
-
En el contexto literario, La cruz invertida debe ponerse también en
relación con las numerosas obras literarias que desde 1968 contextualizan el discurso
teórico de la liberación. Son todavía muy pocos los estudios que tratan este tema.
Quizás los más profundos se encuentran en Theologien in der Sozial- und
Kulturgeschichte Lateinamerikas. Die Perspektive der Arme. 3 vols. Edición de
Raúl Fornet-Betancourt. Eichstatt: Diritto Verlag, 1992-1993; y más reciente Teología
y pensamiento de la liberación en la literatura iberoamericana. Edición de José
Luis Gómez-Martínez. Madrid: Milenio, 1996.
[Este texto se publicó por primera vez en El ensayo en nuestra América.
Edición de Horacio Cerutti Guldberg (México: UNAM, 1993). Se incluye aquí con ligeras
modificaciones en la terminología.]
© José Luis Gómez-Martínez
Nota: Esta versión electrónica se provee únicamente con fines educativos. Cualquier
reproducción destinada a otros fines, deberá obtener los permisos que en cada caso
correspondan.