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Arturo Andrés Roig |
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Los krausistas argentinos
CAPÍTULO II EL KRAUSISMO JURÍDICO
§ 24. Según parece los comienzos del krausismo en Argentina deben ser ubicados en la Universidad de Córdoba en la que el profesor de Derecho Natural, Luis Cáceres (fallecido en 1874) organizó su programa para el año 1856 -según dice Martínez Paz- sobre la base de “una reproducción casi textual” del índice del Curso de derecho natural de Ahrens. “Hacia 1860 -agrega el mismo autor al hablar de los estudios en Córdoba- la filosofía del derecho había pasado del dominio de la escuela de Grocio a la de Krause”. En 1884 al hacerse cargo Wenceslao Escalante de la recientemente creada cátedra de Filosofía del Derecho en la Universidad de Buenos Aires, con motivo del fallecimiento inesperado de Juan Carlos Gómez, su primer titular, inauguró a su vez aquellos estudios dentro de la línea del pensamiento krausista. Por cierto que el krausismo había ya entrado antes en esta Universidad como lo prueban otros testimonios. Al crearse a su vez la misma cátedra en la Universidad de Córdoba en 1889, su profesor, Telasco Castellanos, hizo también krausismo si bien dándole un giro moderado en cuanto manejaba además autores no krausistas dentro de lo que Martínez Paz denomina un “racionalismo ético-religioso”. Esta tendencia, representada principalmente por el manual del presbítero chileno Fernández Concha, de quien nos ocuparemos luego, fue la que según parece se impuso a la larga en las aulas cordobesas. En Buenos Aires por el contrario, por obra de Escalante, el krausismo se mantuvo fuerte y en lucha con el positivismo en la cátedra de Filosofía del Derecho durante casi 25 años. Lamentablemente ni Cáceres ni Castellanos nos han dejado escritos según parece como para que podamos apreciar el desarrollo del krausismo en la Universidad de Córdoba. Ni tampoco conocemos por nuestra parte autores que bajo la influencia de sus lecciones hayan dejado obras de esta tendencia. No nos sucede lo mismo en lo que se refiere a la Universidad de Buenos Aires. Allí Julián Barraquero publicó en 1878 su tesis que luego veremos en detalle, la que representa hasta ahora el más antiguo testimonio krausista de valor dentro del pensamiento argentino. Más tarde, la publicación de la Filosofía del derecho de Escalante constituirá una manifestación abiertamente elevada de la asimilación del krausismo dentro de la enseñanza universitaria. § 25. Si bien se encuentra documentado el uso de Ahrens en los estudios de derecho ya a partir del año 1856, el texto de inspiración krausista más antiguo hasta ahora encontrado por nosotros es del año 1874. Se trata de un curioso folleto de Nicanor Larrain (1840-1902), abogado sanjuanino recibido en la Universidad de Buenos Aires en donde fue profesor de filosofía en 1869. Hastiado por la vida política no encontró otro modo de expresión de su repudio por tantas prácticas viciosas que la evasión literaria a través de la utopía. Para ello, nada mejor que volver a la legendaria Ciudad de los Césares ubicada en esta parte del Continente Americano en la misteriosa Patagonia, aún dominada entonces por las tribus araucanas. Allí, en medio de los mapuches, luego de una expedición a través de los desiertos del sur de Mendoza, encuentra la ciudad mítica. Las conversaciones en la casa del gobernador permiten ver cómo el Curso de derecho natural de Ahrens, venía a satisfacer un intenso deseo de mejoramiento moral de la vida ciudadana de la época. § 26. Algunos años más tarde, en 1878, apareció en Buenos Aires como decíamos, la tesis del joven abogado mendocino Julián Barraquero, realizada bajo la dirección de José Manuel Estrada y que Ilevaba por título Espíritu y práctica de la Ley Constitucional argentina. El hecho de haber apadrinado Estrada, paladín del pensamiento católico, un trabajo orientado sobre autores racionalistas pone de manifiesto la amplitud de espíritu con que actuaba en su cátedra de derecho constitucional. Sus discípulos, de diversas tendencias, vieron en él siempre al maestro antes que al ideólogo. Poseía una cierta generosidad natural, una esplendidez de espíritu que sería recordada como la mejor lección de su obra de maestro. Con la tesis de Barraquero se abrió a la vida uno de los hombres públicos de mayor y más intensa actividad en la ciudadanía del interior argentino. Durante más de cincuenta años Barraquero ocupó sin cesar bancas legislativas, ministerios, cargos judiciales, cátedras en colegios secundarios y en universidades. Fue hombre de consejo para muchos de los de su generación y jefe de fracciones políticas, no siendo como es de pensar extraña a él la profesión de periodista a la que se entregó asiduamente. Su trasfondo ideológico lo encontró en el krausismo y el “evangelio de toda su existencia” fue, según lo declaró poco antes de morir, unas palabras que le escribiera José Manuel Estrada en 1879 con motivo de haber sido nombrado profesor de filosofía en el Colegio Nacional de Mendoza. Julián Barraquero (1856-1935) fue Ministro de Hacienda y Gobierno de la Provincia de Mendoza en 1880; al dejar este cargo fundó y redactó el periódico EI Ferrocarril en Ia misma ciudad; ocupó luego los cargos de Juez del Crimen y Juez en lo Civil y Comercial (1884); en 1888 fue elegido senador provincial en la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, ocasión en la que proyectó la Ley de municipalidades autónomas; en 1890 fue Ministro de Hacienda del Gobernador de Mendoza, Oseas Guiñazú; entre 1892 y 1898 ocupó bancas en la Legislatura de Mendoza, como diputado y senador; entre 1898 y 1904 se incorporó al Congreso de la Nación. Como diputado nacional. Entre las leyes promovidas por Barraquero se destaca un proyecto de ley electoral que establecía el voto secreto, con anterioridad a la Ley Sáenz Peña; en 1909 volvió a ser Ministro de Gobierno de Mendoza, con el gobernador Rufino Ortega (h) y más tarde, en 1914, lo fue con el gobernador Francisco Alvarez; en 1898 fue miembro de la Convención Constituyente de la Provincia de Buenos Aires, en donde sostuvo la restricción de saber leer y escribir para el ejercicio del sufragio; en esos años seguramente desempeñó la cátedra de Economía Política en la Universidad de La Plata. En sus últimos años, antes de jubilarse, se desempeñó como Procurador de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, en Buenos Aires y luego como fiscal de estado. La carta que hemos mencionado apareció en el diario Los Andes, de Mendoza, el 25 de noviembre de 1934. § 27. Las razones que impulsaron a Barraquero a la redacción de su tesis fueron las de la regeneración moral de la vida política de la nación, punto de partida para el cual el krausismo le ofrecía sólidos recursos intelectuales. Para Barraquero la filosofía del derecho había pronunciado ya “su última palabra” con la obra de Ahrens “filósofo contemporáneo” al que la posteridad Ilamará con justicia el primero del siglo XIX”. Sobre su pensamiento filosófico-jurídico intenta, pues, la interpretación de la Constitución de 1852 e inicia de este modo un esfuerzo que será retomado por los principales krausistas argentinos. La misma tarea se propuso Escalante, como luego veremos, en su cátedra de Filosofía del derecho y en el terreno de las realizaciones políticas constituyó criterio básico dentro de la obra de gobierno de Hipólito Yrigoyen. En líneas generales este esfuerzo de interpretación significó el paso del liberalismo individualista, dentro del cual había nacido aquella Constitución, hacia un liberalismo que podríamos llamar “solidarista” inspirado en Krause. Espíritu y Práctica de la Ley Constitucional argentina es uno de los buenos libros románticos, dentro de las formulaciones típicas de la segunda parte del siglo XIX. El esquema general sobre el que se desarrolla supone tanto aquellos principios absolutos que son conocidos en nuestra conciencia, como su aplicación histórica. En esto no se aparta de un planteo básico que era respetado por eclécticos y krausistas. La filosofía del derecho derivada de Lerminier, en la que se apoyaba principalmente el pensamiento jurídico del joven Alberdi afirmaba con vigor aquel sistema. De acuerdo pues con esto, Barraquero defiende y justifica la presencia del “preámbulo” de la Constitución de 1852. En él justamente se enumeran esos principios luminosos que constituyen “la mejor clave para interpretar una constitución”. Con palabras de Bartolomé Mitre dice: “que todas las constituciones deben tener a su cabeza esta declaración genérica de principios, que como aspiración moral es una especie de himno que se levanta de todos los corazones, a las puertas del templo de la ley”. § 28. Juan Bautista Alberdi, el padre de la Constitución de 1852, había hablado de los fines del derecho en su Fragmento preliminar y de los medios por los cuales aplicarlos en Las Bases. Aquella Constitución responde a dicho esquema rigurosamente: “EI preámbulo abarca los fines, el texto contiene los medios”. Además las virtudes de nuestra Constitución no radicaban únicamente en esta forma dictada de modo necesario por la filosofía del derecho, sino que en cuanto a aquellos fines, su contenido resultaba ser original: “La Constitución argentina es la única en el mundo -dice Barraquero- que haya sido dada no sólo para un pueblo y sus ciudadanos, sino para el hombre en su calidad de tal, cualquiera sea su condición y el suelo donde haya nacido”. Primaba sin duda “el sentido de vocación y fin humano antes que un fin nacional o particular”, tal como lo postulaba Sanz del Río en su edición del libro Ideal de la humanidad para la vida y era una prueba de aquella “ley de involución” de acuerdo con la cual las sociedades humanas avanzan desde las divisiones nacionales hacia un estado mundial. En otras palabras, la Constitución Argentina aparecía, desde el punto de vista krausista, no como pensada exclusivamente para una determinada “cultura histórica”, sino primero para “la sociedad fundamental humana”. La tradición jurídica argentina venía pues a ser reforzada por el pensamiento racionalista armónico en lo que aquélla tenía de filosofar ecuménico. Conceptos de raigambre estoica, comunes a los grandes movimientos espiritualistas del racionalismo romántico, visibles claramente en el Fragmento preliminar eran también confirmados por el universalismo krausista. “Piensa y obra –se dice en el Ideal de la humanidad para la vida- según la idea del derecho humano como ciudadano del mundo”. Y por encima de tal estoicismo, integrándolo y superándolo mediante una moral más rica y comprensiva, aspiraba la filosofía de Krause, como los demás espiritualismos románticos, a la realización de la “idea cristiana”. Con ella se colocaba el hombre sobre el ciudadano. Se trataba sin duda de una nueva versión -la última dentro del romanticismo rioplatense- del “cristianismo racional” que había sido bebido por nuestra Generación de 1837 a través del romanticismo social de Pierre Leroux y del misticismo humanitario de Lamennais. La filosofía de la historia que hace de trasfondo de la tesis de Barraquero se habrá de mantener vigente a través de la obra de gobierno de Hipólito Yrigoyen, uno de nuestros últimos románticos. Conforme con lo que decimos, nuestro autor afirmará que la “democracia” postulada como forma de gobierno por la Constitución nacional de 1852 “tiene su base en el cristianismo, parte del principio de la libre personalidad, coloca al hombre sobre el ciudadano, pero no es una democracia pura, sino una democracia republicana representativa, que ha trasladado los principios de igualdad y fraternidad ante Dios al dominio civil y político”. La democracia republicana “con el cristianismo por vanguardia se abre paso en la conciencia de los pueblos, proclamando la igualdad y la fraternidad humana en su verdadera grandeza. § 29. La interpretación krausista de la Carta de 1852 aparece claramente a través de otros aspectos desarrollados por Barraquero en el análisis de aquélla. La deducción de todos los derechos a partir del concepto de “personalidad”; el concepto del derecho como “condición” para la vida; la relación esencial de la moral y el derecho; el concepto de “soberanía” y el de “sufragio” entendido este último como derecho natural; la doctrina de la “representación” de las distintas “esferas sociales” y, en fin, la fundamentación y defensa del “federalismo”, entre otros temas, son encarados siguiendo fielmente el espíritu del tratado de Ahrens. “Si es evidente que hay derechos inherentes al hombre, en su calidad de tal, anteriores a toda ley positiva, las constituciones deben reconocerlos y rodearlos de todos los respetos que merece la personalidad humana”. “La existencia de los derechos absolutos -dice el mismo Barraquero más adelante- no puede ser controvertida”. Al respecto se ha dicho ya según él entiende, la última palabra. Ahrens, a quien cita para confirmar lo anterior, deriva justamente los derechos naturales de las cualidades esenciales del hombre, las que reciben su unidad de una cualidad primera, la personalidad. Esta consiste “en la unión de dos elementos distintos: el uno, absoluto y divino, que se manifiesta en la razón; el otro, contingente y finito, que se revela en la individualidad”. Por esto mismo, por contener un principio divino, el hombre “es fin en sí mismo” y no puede ser tratado como cosa, como “medio”. El derecho y el orden político y legal que de él derivan, por idéntica razón constituyen únicamente medios al servicio del hombre. “Los gobiernos y las leyes positivas -dice Barraquero- no tienen otra misión que señalar límites racionales a todas las libertades para garantir todos los derechos. Son simples medios que jamás pueden elevarse a la categoría de elementos constitutivos de la finalidad humana”. El derecho implica un orden, que establece y mantiene las condiciones de que depende la existencia y el desarrollo de la naturaleza del ser humano; pero, es nada más que eso, un orden que se explica en última instancia por la divinidad que lo impone y por el hombre que participa de esa divinidad en cuanto persona. El fin, es pues la personalidad y mejor aun, su ejercicio; por eso Barraquero nos dirá a propósito de la pena capital que “son injustos e inhumanos todos los actos que conducen naturalmente a quitar al espíritu el ejercicio racional de sus facultades”. EI derecho -había afirmado Ahrens- “existe para la vida”. § 30. Es característica saliente del pensamiento krausista la esencial relación que se establece en todo momento entre la moralidad y el derecho y la exigencia de juzgar siempre al hombre por entero y en cada uno de sus actos. No basta con determinar si el acto es jurídico, es necesario conocer la intención con que es realizado y tenerla en cuenta. La realidad humana queda fundada en sus diversos aspectos sobre un trasfondo de eticidad. Toda “función social” está sujeta -afirma Barraquero- a “una ley de orden moral” absoluta; no hay actos que constituyen crímenes a ojos de la “moral social” mientras resultan dignos de aplauso “ante el criterio elástico de la moral política”; no se justifica por esto mismo la existencia de un orden en el cual hombre deja de ser tal, para constituirse únicamente en “ciudadano”. La ciudadanía es una función derivada de principios más hondos y en última instancia su ejercicio no es el fin último exclusivo del ser humano: “Los hombres no han nacido para gobernar, ni para gobernarse, sino para vivir en paz, desarrollarse y cumplir fines de la vida”. El desarrollo de la personalidad sobre la base de un orden deducido filosóficamente de las cualidades esenciales de aquélla; tal es el objeto que se persigue. Este orden recibe su sentido pues de aquel desarrollo. El hombre como ser moral está antes que el derecho, si bien éste se desprende racionalmente de propia naturaleza. § 31. La interpretación de la Constitución de 1852 le permite mostrar a Barraquero en qué grado todos estos grandes principios sostenidos por el krausismo han sido contemplados y hasta qué extremo es aquélla un instrumento de elevada perfección sólo desvirtuado por las pasiones políticas. Además, frente a quienes afirmaban que nuestra Constitución era una simple copia de la norteamericana, Barraquero se esforzará por mostrar el genio práctico de los argentinos que han sabido precisamente, desde Alberdi en adelante, adecuar esos grandes principios a sus propias condiciones históricas y de desarrollo. La forma de gobierno postulada por esta Constitución no tiene además un carácter empírico. La esencia del gobierno republicano no es determinada en ella como lo han hecho muchos escritores de la filosofía política que la han buscado “en su aplicación”, olvidando que los caracteres esenciales han de ser deducidos de los principios. El deductivismo krausista tiene vigencia no sólo para la determinación de los derechos, sino también para la búsqueda de la forma política. El punto de partida se encuentra siempre en el concepto de “persona”: de él surgen racionalmente los demás principios que constituyen la forma perfecta denominada por Barraquero “democracia republicana representativa”. En una primera definición la caracteriza como “el gobierno de la sociedad por sí misma con tendencia a establecer un orden jurídico que garante y asegure la paz social”. El término “democracia” implica pues el de una “soberanía” que no radica propiamente en el gobierno, sino en la sociedad. Ahora bien, para Barraquero como para todo buen krausista, esta soberanía no es una propiedad difusa y abstracta de un ente indeterminado, tal como podría entenderse el término “sociedad”, sino una realidad articulada y orgánica que compete tanto a la persona individual como a la colectiva. Resultan pues ser soberanas todas las “esferas”, cada una en su nivel y dentro de los límites de sus funciones propias: el ciudadano, la familia, el municipio, el pueblo, la nación, sin olvidar que todas estas formas de “soberanía” son relativas, en cuanto en última instancia, tal como recuerda Barraquero, “la soberanía en absoluto sólo reside en Dios”. De este modo pues para nuestros krausistas, o por lo menos en este caso concreto que comentamos la Carta de 1852 aun cuando no exprese de modo explícito esta doctrina, la contiene. § 32. Otro de los principios derivados deductivamente del concepto de persona es el de “sufragio”. Como todo derecho goza del valor absoluto que recibe de su origen. No se trata de algo convencional sino primitivo que exige por eso mismo la participación de todos. Si el sufragio es “la soberanía en acción”, resulta claro para Barraquero “que debe ser ejercido por todos los miembros de la comunidad social”. Con Madison agrega que un gobierno republicano representativo es aquel “que deriva todo su poder directa o indirectamente de la gran masa del pueblo”. De acuerdo con esto y siguiendo las novedades propugnadas por el krausismo afirmará que a las mujeres también compete en principio el derecho electoral. Estas teorías afirmadas por el joven Barraquero, frente a las viciosas prácticas electorales impuestas por los gobiernos oligárquicos, debían sonar en su época como utópicas y además como peligrosamente revolucionarias. El mismo Barraquero años más tarde, llegaría a poner en duda el principio del sufragio entendido “como derecho inherente al hombre en su calidad de tal”, mostrando con ello una cierta fluctuación ideológica que derivaba en él de su origen en cuanto miembro de las familias que integraban la oligarquía, en contradicción con el progresismo krausista adoptado en los años juveniles. De todas maneras la universalidad del sufragio no significaba dentro del pensamiento krausista, un simple electoralismo. En todo momento Barraquero afirmará como contraparte un concepto de “representación” que tendía justamente a despolitizar su ejercicio. Esta actitud no diferirá de la que luego veremos postulaba Hipólito Yrigoyen dentro del Radicalismo. “Si el sistema republicano consiste en el gobierno de la sociedad por sí misma -dice aquél- la verdadera representación será aquella que comprenda a todas las partes que constituyen el organismo social. La anarquía habrá desaparecido cuando estén representados en el gobierno todos los intereses, todos los centros autónomos y esferas de actividad social que concuerdan con los fines principales de vida humana”. El sufragio deberá pues organizarse de modo que sea expresión “de los principales aspectos de la vida humana y las esferas de la cultura”; no son los partidos políticos los que han de tener fundamentalmente representatividad, sino antes que nada los “intereses sociales”. De acuerdo con esto Barraquero sostendrá que los diputados no representan primitivamente agrupaciones políticas, sino al pueblo y los senadores, por su parte, se han de encontrar en la misma condición, en contra de la tesis comúnmente sostenida de ser representantes de las provincias. En última instancia, diputados y senadores, diferenciados por caracteres que derivan solamente de su edad, representan todos “intereses sociales”. Estamos pues en pleno organicismo krausista. Resulta muy interesante notar aquí que estas ideas sobre las cuales se trataba de reinterpretar el espíritu de la Constitución argentina de 1852, enunciadas por Barraquero en 1878, eran exactamente las mismas que inspiraron en España la Constitución de 1876. Fernando de los Ríos nos dice precisamente que Francisco Giner “mostró la necesidad de asegurar en ella la representación de grupos que se propusieran realizar los diversos fines sociales”, idea que habiendo sido aceptada introdujo esta novedad en lo que se refiere a la estructura del senado español. § 33. La misma visión organicista de la Carta de 1852, llevará a Barraquero a fortalecer el federalismo sostenido en ella. El tema se relaciona de modo estrecho con la defensa del régimen municipal. Dentro de las esferas que integran orgánicamente la sociedad, el municipio es uno de los ejes sobre los cuales ha de girar principalmente la acción humana. “El municipio tiene su fundamento en la naturaleza del hombre, porque es uno de los medios adecuados para alcanzar los fines de la vida”. Y así como el hombre no pierde su personalidad en la familia, la que a su vez subsiste intacta en el municipio, éste “debe conservar su carácter y su originalidad en la vida nacional” en cuanto “la individualidad es en todas partes la fuente de donde brotan el movimiento y la vida”. “No puede haber libertad -dice en otro texto- donde el individuo, la familia y demás centros autonómicos de la sociedad no sean soberanos en su propia esfera, en cuanto la libertad no consiste sino en el ejercicio de esas soberanías relativas”. No existe por tanto un estado con un poder central absoluto, sino una sociedad, organizada estatalmente, en la que el poder se encuentra distribuido en las diversas esferas naturales. “La libertad y el derecho no se afianzan centralizando el poder, sino desparramándolo para que alcance a todas las partes del cuerpo social sin aglomerarse en ninguna”. De acuerdo una vez más con Ahrens, a quien sigue en todos estos desarrollos, dirá que las provincias liberadas de todas aquellas obligaciones que han delegado en el gobierno nacional, se podrán dedicar a trabajar en sus asuntos domésticos al modo de “grandes municipios”, especie de poder intermedio entre las municipalidades propiamente dichas y el poder central. § 34. Inspirado en las mismas fuentes que hemos mencionado, Barraquero intentará también: una superación de la teoría mecánica de la clásica división de los poderes en el estado y desarrollará una interpretación orgánica de ellos. “Todo nuestro mecanismo constitucional -dice ya al finalizar su tesis- marchará dislocado mientras no consigamos que los hombres que ejercen los poderes del gobierno sean verdaderos representantes de todos los intereses sociales; mientras tengamos un sistema electoral que sólo dé representación al partido político más hábil o más numeroso; mientras los funcionarios públicos sean irresponsables ante el pueblo y tengan dos órdenes distintos de moralidad a qué sujetar sus acciones y por fin, mientras hagamos de la política la única misión del hombre en el mundo y profesemos la sacrílega doctrina que hemos nacido para gobernar y no para desenvolvernos”. Todas estas doctrinas son las que más tarde harán, tal como ya lo hemos dicho, de trasfondo filosófico de uno de los más vastos movimientos políticos argentinos, cuya principal cabeza dirigente, Hipólito Yrigoyen, los compartía. Barraquero que colaboró con gobiernos opuestos al Radicalismo no fue sin embargo ajeno de acuerdo con aquella fluctuación ideológica que mencionáramos a este movimiento y tuvo contactos políticos con él. No es por eso mismo extraño que en su vejez fuera objeto de homenajes por parte de legisladores radicales y haya sido además venerado por militantes socialistas. § 35. Habíamos dicho que en la Universidad de Córdoba se creó la cátedra de Filosofía del derecho en 1889. “El programa de la nueva filosofía -dice Martínez Paz al hablar de Telasco Castellanos, que fuera el primero en dictarla, sigue la inspiración Krause-Ahrens; las notas manuscritas del programa, redactadas por el profesor, recuerdan además a Guillermo Tiberghien de la misma escuela y que ha servido eficazmente con sus ideas a los principios del liberalismo político...”. Aparecían sin embargo citados en estas notas otros autores: “en ellas se menciona -agrega Martínez Paz- también a Taparelli y su traductor Ortiz de Lara y, por fin, a Fernández Concha; en esto está ya el núcleo de lo que había de ser más tarde la tendencia predominante de la cátedra. Taparelli... ha constituido el tipo clásico de ese racionalismo ético-religioso que ha representado muy bien en esta parte de América, el sacerdote chileno Rafael Fernández Concha”. § 36. Este último, autor de una Filosofía del derecho o derecho natural, se opone desde su “escolasticismo” marcadamente racionalista, tanto al positivismo de Comte, como al krausismo. Su obra que fue libro de texto en Córdoba según parece hasta 1918 y en Santiago de Chile sobrevivió en centros universitarios católicos hasta más allá de 1941 a través de la Filosofía del derecho de Francisco Vives, representó en la Universidad cordobesa la reacción contra un krausismo en pugna con el pensamiento católico que según parece predicó Luis Cáceres en 1856. Lucio Mansilla en una biografía que nos ha dejado de este antiguo profesor, dice de él que “era ontológica e ideológicamente hablando todo menos un católico... Lo que sabía era todo nuevo y no lo que se enseñaba en la Universidad de San Carlos”. Dejaremos de lado la crítica que hace Fernández Concha al comtismo, representado en su época en Chile por Valentín Letelier, como también la que realiza respecto de otras posiciones filosóficas, para centrar la atención sobre algunos puntos del rechazo del krausismo jurídico. Su polémica apunta de modo casi exclusivo contra el tratado de Ahrens, debido al cual la filosofía de Krause “ha obtenido en nuestros tiempos gran celebridad”. Rebate la afirmación de aquél para quien el derecho natural ha comenzado con Grocio y trata de probar cómo tal ciencia se encuentra ya en los principales textos de la filosofía escolástica, principalmente en Santo Tomás, a quien cita repetidamente. § 37. La definición del derecho dada por Ahrens, entendido como “la ciencia que expone el conjunto de las condiciones dependientes de la voluntad humana que son necesarias para el cumplimiento del fin asignado al hombre por su naturaleza racional”, le resulta falsa en primer lugar por el modo absoluto como ha sido concebido dicho fin. Esto es un “legítimo y natural efecto” del panteísmo del que se halla inficionada la filosofía krausista. “Una vez que se diviniza el mundo -dice-, una vez que todos los seres de que consta no se los considera más que como fenómenos, modos o evoluciones de la sustancia eterna e infinita, claro es que la vida presente no puede tener razón de medio, sino de fin; que este fin no puede consistir en un bien extrínseco, sino intrínseco y que este bien intrínseco no puede ser otro que el desenvolvimiento del propio ser en toda la extensión de sus facultades. En el concepto del panteísmo no hay más que un solo ser, el cual tiene su omnímoda perfección en manifestarse por una serie infinita de modos que componen la totalidad del universo: en éste por lo mismo no cabe otro fin que un continuo e interminable desenvolvimiento”. La idea krausista del “desarrollo” o “desenvolvimiento” que tanta importancia tiene en la valoración de las diversas esferas sociales entendidas como entes autónomos, como también en otros campos, en particular el educativo, resultaba sin más repudiada por ese trasfondo panteísta un tanto indefinido, presente sin duda, pero no suficiente para invalidar aquel concepto fecundo. § 38. La distinción entre el derecho y la moral, entendida ésta como la ciencia que determina los fines y aquél como el conjunto de las condiciones para realizarlo, lleva en Ahrens a un eticismo, fundamento del “solidarismo” krausista, también inaceptable para Fernández Concha. Las consecuencias más graves las encuentra en lo que se refiere a la propiedad, pues si ésta es condición para el cumplimiento de los fines de la naturaleza humana, alguien ha de tener la obligación de proveerla. Se da de este modo al hombre un derecho respecto de la sociedad a todas las condiciones de su fin, sean materiales o inmateriales y la sociedad se crea una obligación de suministrárselas. La caridad, por ejemplo, deja de ser un ejercicio no obligado jurídicamente y pasa a tener carácter legal en cuanto “pesa sobre la sociedad... la obligación de suministrar a cada uno los medios o condiciones de su desenvolvimiento”. Se cae con todo esto en “socialismo”: “uno de los más absurdos y deletéreos sistemas jurídicos” que “no importa otra cosa que la negación de los derechos del hombre”. Sin entrar a discutir la interpretación dada por Fernández Concha a este problema que ha tenido otras versiones dentro del krausismo tal como veremos al tratar el mismo tema en Wenceslao Escalante, es indudable que la actitud de aquel autor venía a reforzar la posición filosófico-jurídica del liberalismo individualista, a pesar del aparente rechazo de éste, frente al intento de alcanzar su superación por parte del krausismo en general, a través de una nueva forma de liberalismo cuyo espíritu humanitario no puede negarse. § 39. Rechaza asimismo Fernández Concha la teoría krausista de las llamadas “sociedades reales” y “sociedades formales” con lo que viene a poner en cuestión el concepto de organización de la sociedad sostenido por aquélla. La doctrina de Ahrens al respecto depende de la sociología implícita en la obra de Krause expuesta en sus líneas generales en el conocido Ideal de la humanidad para la vida. La clasificación que en este libro aparece de los distintos tipos de asociación, denominados “sociedades personales”, “reales” y “formales”, resulta sumamente oscura si no se tiene en cuenta la inclusión de ciertas formas difusas de sociabilidad de carácter histórico a las que se les da impropiamente el nombre de “sociedades”. La razón de este hecho radica en la importancia que dentro de la sociología krausista reviste el problema de la “comunicación” que surge con fuerza como consecuencia del solidarismo que le es característico. En función de esto Krause considera como “sociedad”, la “cultura moral” de un pueblo, con lo que quiere expresar sin duda el modo de comunicación históricamente dado en el orden de la conducta o en otras palabras, la concreta “moral social” vigente en un determinado grupo de hombres. Un primer modo de comunicación le Ileva a hablar de “sociedades personales”: la relación del hombre con la mujer (“familia”), del amigo con el amigo (“grupos de amistad”), de las familias con los grupos citados (“círculos sociales”); de todos ellos entre sí (“pueblo”) y de los pueblos con los pueblos. A través de todas estas formas de comunicación del hombre con los demás hombres, se integra la humanidad. Mas, el ser humano es un ente activo y “siendo las obras humanas, obras sociales”, deben ser “realizadas socialmente”. Estas obras se resumen para Krause en la ciencia y el arte; Ahrens agregará a ellas, la industria. Todas de hecho se realizan de modo difuso en cualquier sociedad y constituyen formas de sociabilidad distinguibles fácilmente, pero aquella exigencia de comunicación lleva a concretarlas en “sociedades reales” con lo que surgen de este modo la universidad, los grupos artesanales, las academias de arte. A este segundo tipo de sociedades se suma todavía un tercero, derivado del modo cómo esa comunicación se lleva a cabo. No basta con alcanzar los fines necesarios para el cumplimiento del destino del hombre, sino que se ha de tener en cuenta el aspecto formal con el que son concretados. Surgen así las “sociedades formales” constituidas por la “moralidad”, el “derecho” y la “religión”. Ahora bien, mientras la moralidad es una “sociedad” que se determina generalmente como el estado de “cultura moral” de un pueblo, las otras dos alcanzan por encima de lo difuso formas muy concretas: el estado y la iglesia. El krausismo afirmará además la necesidad de superar aquel modo difuso e inorgánico que manifestaban muchas de las formas de comunicación, mediante la institucionalización de las mismas y ponía como exigencia, por otra parte, que dicha tarea como la de comunicar entre sí las formas sociales ya institucionalizadas, se llevara a cabo en un orden mundial. Sólo de este modo se alcanzaría tal como pensaba Ahrens “el desarrollo de la vida social de los pueblos”. Resulta indudable que los grandes problemas de “comunicación” en todos los órdenes, científico, moral, industrial, religioso, estético de nuestro mundo contemporáneo, se encontraban agudamente anticipados por el solidarismo krausista. § 40. Fernández Concha entenderá que esta exigencia de institucionalizar de modo orgánico todas las formas de sociabilidad, aun las naturalmente difusas, llevaría a que algunas asociaciones, tales como las universidades, las corporaciones y los gremios tomaran “una mayor extensión”, con lo que “invadirían respectivamente y ocuparían por entero las distintas esferas de la actividad humana: caeríamos, en una palabra, bajo el régimen del Socialismo”. Su interpretación equivocada de la naturaleza y función tanto de las “sociedades reales” como de las “formales”, a las que veía como especies de “estados” dentro del estado, le hacía temer pues por la integridad del dogma de “la libertad individual de iniciativa”. Acusado el krausismo de profesar una metafísica panteísta y de postular una filosofía política que llevaba al “socialismo”, negado su concepto de “desarrollo” y con él el del derecho como condición para la vida, no sabemos cómo el profesor de Córdoba, Telasco Castellanos, ensamblaba Ahrens y Tiberghien con Taparelli y Fernández Concha. Se trata posiblemente de un caso más de sincretismo que no alcanzaba ni tan siquiera la dignidad de lo ecléctico. § 41. Dijimos que en 1884 se creó en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires la cátedra de Filosofía del derecho. Su segundo titular, Wenceslao Escalante, que la dictó de modo continuado durante veintitrés años abrió un importante momento dentro del proceso de asimilación del krausismo en el ámbito de nuestra tradición filosófica universitaria. Las Lecciones de filosofía del derecho de Escalante, cuya primera edición apareció en el mismo año de 1884 constituyeron el texto obligado durante casi un cuarto de siglo, hecho que es evidentemente de significación dentro del orden de las influencias ideológicas. Las primitivas lecciones, redactadas sobre la base de una versión taquigráfica revisada por Escalante, fueron sucesivamente aumentadas y a más de publicaciones parciales aparecidas en revistas de derecho, alcanzó dos reediciones completas, una en 1895 y otra en 1901. § 42. Los años de docencia de Escalante coinciden con los de máxima difusión e influencia del positivismo, al que combate de modo decidido. La discrepancia entre los últimos espiritualistas y las nuevas tendencias filosóficas tomaron cuerpo dentro de los estudios jurídicos en dos importantes maestros de la época, uno de ellos, Escalante, el otro, Rodolfo Rivarola. Elías Martínez Buteler, testigo de estos hechos lo documenta al hablar de este último. Rivarola -dice- “escribe sobre voluntad criminal en 1890 después de leer a Ribot y a Sergi; critica la legislación penal argentina, cuya información psicológica se basaba sobre Janet, Jacques y Boirac, con carácter espiritualista, que en la Facultad de Derecho representaba el ilustre catedrático Doctor Wenceslao Escalante”. Al hablar de la polémica entre krausistas y positivistas, tendremos ocasión de tratar con cierto detalle el desencuentro ideológico de aquellos dos maestros. Digamos por ahora que no carece de fundamento la atribución de tales fuentes eclécticas que hace Martínez Buteler a la psicología sobre la cual se fundaba el derecho penal de la época y tampoco que las atribuya a Escalante, dado que nuestro krausismo no se atuvo en general de modo estricto a la bibliografía de su propia tendencia. Oportunamente veremos en qué medida la psicología de origen espiritualista ecléctico, tan próxima a la krausista al extremo de sostener tesis muchas veces comunes y difícilmente distinguibles, se encuentra también presente en las Lecciones del catedrático de Buenos Aires. § 43. Si bien la Filosofía del derecho comenzó a ser dictada en la capital de la República por primera vez a partir de 1884 y en Córdoba, el otro centro universitario de importancia entonces, desde 1889, el contenido de su enseñanza no era nuevo en cuanto se encontraba incluido dentro de lo que se llamó antes “Derecho natural y de gentes”. Puede hablarse por esto de una tradición de filosofía jurídica cuyos antecedentes se encuentran, como es el caso para todo lo argentino, dentro de la Generación de 1837. Juan Bautista Alberdi y Manuel Quiroga de la Rosa sentaron como principio fundamental la necesidad de alcanzar una síntesis entre las dos grandes tradiciones jurídicas, racionalismo e historicismo, dentro del marco de una filosofía de corte decididamente espiritualista. Alberdi intentó tal solución tratando de distanciarse sin embargo de una mera respuesta ecléctica. Quiroga de la Rosa, por su parte, hizo declaradamente eclecticismo, quedando ambos en mayor o menor medida bajo la influencia evidente de Lerminier. Tal es el punto de partida de una tradición jurídica argentina que puede llamarse sin equivocación del “eclecticismo jurídico” y que tuvo más tarde, a más de una cierta continuidad real en las cátedras, sus representantes, entre los que podemos destacar las figuras de Nicolás Avellaneda, Onésimo Leguizamón y Juan Carlos Gómez. La influencia originaria partía, como dijimos, de los libros de Lerminier, contemporáneos de los de Krause y Ahrens; éstos alcanzaron una formulación sintética de racionalismo e historicismo a través de una respuesta que no se llamó “ecléctica” sino “armónica”. Metodológicamente ambas tendencias respondían a esquemas paralelos y en última instancia la desemejanza entre “eclecticismo” y “racionalismo armónico” es necesario buscarla en una cierta atmósfera que hizo aproximar tal vez más a algunos krausistas hacia un cierto panteísmo y que no es extraño al “solidarismo” y “organicismo” con el que se trató de dar nueva fórmula a la filosofía liberal. Teniendo en cuenta aquellas conexiones metodológicas, no es por tanto una casualidad que en un determinado momento la tradición del “eclecticismo jurídico” entroncara con la krausista y fuera continuada por ésta hasta muy avanzado el siglo XX. Vimos precisamente ya cómo era posible para un Barraquero interpretar la Constitución de 1852 desde un punto de vista krausista. Por otro lado, tanto eclecticismo como krausismo, desembocaron en virtud de presupuestos comunes, en aquella posición filosófica más general, un “espiritualismo racionalista” que se denominaba simplemente “racionalismo”. Ardao también ha observado el fenómeno dentro del proceso de las ideas uruguayas. “EI krausismo y el espiritualismo ecléctico -nos dice- afines como eran, se confundieron entonces en una sola corriente: el espiritualismo racionalista”. § 44. La presencia fugaz de Juan Carlos Gómez como profesor de la recién creada cátedra de Filosofía del derecho en la Universidad de Buenos Aires es un interesante testimonio tanto de la unidad ideológica de la “inteligencia platense”, como de la continuidad de las dos tradiciones jurídicas que hemos mencionado. Juan Carlos Gómez (1820-1884), poeta y político uruguayo de vasta actuación e influencia, había abierto la cátedra de Filosofía del derecho con una serie de lecciones dentro de las cuales no se apartó de la tradición ecléctica tan fuerte en el Río de la Plata. Para Gómez el derecho ordena y encauza la vida humana y si bien aparece en su evolución histórica como temporalmente dado, depende como lo había enseñado el “derecho natural” de leyes inmutables. EI cuadro que ofrece la historia de la filosofía ha Ilevado, es cierto, al escepticismo; pero “esa especie de aluvión de doctrinas y de teorías” sí ilumina cuando encontramos el criterio con el que debemos orientarnos; “en el fondo de ese escepticismo debe existir un verdadero dogmatismo latente constituido por esos sedimentos que ha dejado el aluvión de la filosofía en el alma universal, y la aparente esterilidad de nuestro tiempo tal vez esconde una vigorosa vitalidad futura”. La demanda de una actitud dogmática era precisamente común a eclécticos y krausistas a pesar de declaraciones en contrario y tendrá su fin, entre nosotros, cuando comience dentro de la filosofía argentina una nueva lectura de Kant. El “gran Cousin” es quien ha dado el método para deducir aquellas leyes inmutables. Su acierto en partir de una psicología le ha permitido hacer de la historia una fuente de la que se obtienen “los resultados que sirven como premisas para las verdades del derecho”. El antiguo “derecho natural” encontraba de este modo su confirmación en la historia misma, con lo que se alcanzaba la síntesis de racionalismo e historicismo. § 45. Retornemos, sin embargo, a Escalante. Su libro vino a ejercer entre nosotros un papel en cierto sentido equivalente al que desempeñó en España la obra de Francisco Giner de los Ríos titulada Principios de derecho natural, fruto de sus cursos de filosofía del derecho y que se intentó publicar por entregas desde 1871. Ambas obras, sin haber Ilegado la de Escalante a tener la justa resonancia y difusión que alcanzó la del maestro español, significaron, cada una en su medio la medida de la asimilación del krausismo dentro de la filosofía del derecho. Wenceslao Escalante (1852-1912) fue hombre de vasta actuación política y de elevado prestigio social. Desde su doctorado en la Facultad de Derecho en la Universidad de Buenos Aires, en 1873, hasta su retiro de la vida pública, desempeñó cátedras universitarias; primero entre 1874 y 1881, la de “Filosofía” en la misma Universidad de la que había egresado y más tarde, hasta 1907, como hemos dicho, la de Filosofía del derecho. En 1882 participó en el Congreso Pedagógico convocado ese año, con un trabajo sobre “Educación de la voluntad” que tendremos ocasión de analizar cuando hablemos del krausismo en la enseñanza secundaria. Fue además decano de la Facultad de Derecho y vice-rector de la Universidad. A la par se entregó a actividades políticas y administrativas. A más de bancas de legislador, fue ministro del interior del Presidente Luis Sáenz Peña, en 1893; ministro de hacienda del Presidente José Evaristo Uriburu, entre 1897 y 98 y ministro de agricultura del Gral. Julio A. Roca, desde 1901 hasta 1904. La presencia de Escalante en estos elevados cargos junto con otros no menos importantes en la administración bancaria nacional, en los que colaboró estrechamente con elementos políticos cuyo trasfondo ideológico ha sido acusado de “positivismo”, revela lo impreciso de esta imputación derivada de esquemas historiográficos fáciles que han de ser sin duda reconsiderados. § 46. Mas, volvamos a las Lecciones de filosofía del derecho. Frente al estilo oratorio, ampuloso y de poco contenido, generalizado entre muchos de nuestros escritores y políticos parlamentarios finiseculares, casi todos ellos profesores universitarios, la obra de Escalante se muestra como una interesante excepción. Libro preciso en sus planteos, de buena factura como obra filosófica hace recordar el estilo llanamente expositivo de los espiritualistas franceses de la época, en particular Jules Simon, Amédée Jacques, Paul Janet y tantos otros. Su estilo se aleja además, no sólo de Tiberghien el que por debajo de una apariencia de rigor racional deja entrever oscuros campos teosóficos, sino también del mismo Ahrens que había alcanzado dentro de los maestros krausistas europeos, tal vez la exposición más limpia de todos aquellos acarreos místicos de sabor germano con su Curso de derecho natural. Felizmente no se generalizó entre nosotros lo que denunciaba Marcelino Menéndez y Pelayo en su polémica con los krausistas de su época, aquella moda alemana según la cual “son cosas incompatibles el filosofar y el escribir bien”. Dentro de la modestia de un libro de texto, Escalante se mantiene, decíamos, en la tradición del estilo claro y del pensamiento no rebuscado. A excepción de los escritos de Carlos Vergara en los que es visible un impulso emocional permanente de sentido panteísta y de los escritos políticos de Hipólito Yrigoyen, saturados de un vocabulario muy personal, lo que decimos viene a ser regla generalizada para estos escritores que venimos comentando. § 47. Pretende ser el libro de Escalante, además, obra pensada por cuenta propia. No quiere apoyarse en más autoridad que la de “su más firme creencia” y se niega a realizar “el examen detallado de los distintos sistemas”, ya que es “más viva y más fecunda” una exposición de la verdad que sirva “para controlar y criticar todos los errores”. Se debe por tanto partir de un “sistema propio”, apoyado en un punto de partida sólido e indubitable. En el fondo aquel espíritu dogmático que pedía Juan Carlos Gómez se mantiene vigente. Por otra parte, en la tarea intelectual auténtica no hay nunca “igualdad causal de forma”, es decir, cada pensador hace realmente suyas las ideas recibidas “dándoles una modalidad personal”, con lo que contribuye “a hacerlas más precisas y claras”. No hay por tanto autoridad en sí misma de las ideas o de sus autores y esa autoridad deriva siempre de quien las alcanza a asumir mediante el ejercicio de un derecho indiscutible. De ahí que casi no se mencionen en el libro de Escalante “autoridades” a pesar de tener -como él mismo lo declara- suficientes en qué apoyarse. Y si en la parte “racional y teórica del derecho” manifiesta nuestro autor su decisión de pensar por cuenta propia, en la parte relativa a la “evolución histórica” tiene además a su favor la “novedad” de los hechos jurídicos nuestros que han de ser analizados. En función de todo esto Escalante hablará sin temor y justificadamente de una “ciencia argentina” y nos da la pauta de la asimilación del krausismo, ya anticipada como vimos por el libro de Barraquero que comentamos en un comienzo. Digamos todavía adelantándonos a lo que veremos luego con algo más de detalle, que Vergara pretendía haber realizado con sus experimentos pedagógicos, también una tarea originalmente nacional. Dentro de aquellos hechos jurídicos nuestros que aportan un sentido de novedad y dan carácter nacional a la doctrina de Escalante, se destaca el texto de la Constitución de 1852, el que es sometido cuidadosamente a un análisis en relación con cada uno de los derechos y con lo que nuestro autor se suma a aquella interpretación de espíritu krausista de nuestra Carta. § 48. “La filosofía del derecho –define Escalante- es la ciencia de los principios fundamentales según los cuales el derecho debe ser y de los que han gobernado su evolución concreta en el tiempo y en el espacio”. Esta fórmula nos pone bien en claro respecto de la amplitud de contenido que ha de tener la filosofía del derecho. Indudablemente que con ella se aparta de la tesis de Ahrens para quien era tan sólo una rama de una “ciencia general del derecho” que comprendía una “filosofía”, una “historia” y una “política”. La primera, encargada de exponer “los principios fundamentales del derecho, tales como se desprenden de la naturaleza del hombre, como ser razonable”, constituía el clásico “derecho natural”, ocupada sólo de lo eterno e inmutable; la segunda que “da a conocer los cambios que han sufrido las leyes y las instituciones de un pueblo en las diversas épocas de su civilización”, es un saber descriptivo de lo meramente fáctico y la tercera, la “política”, que intenta establecer las relaciones entre lo absoluto y lo relativo, entre lo eterno y lo temporal, verdadera “filosofía de la historia” en el fondo en cuanto intenta ordenar la vida humana concreta en vistas del “destino” revelado por la filosofía. La “filosofía del derecho” en Ahrens se atiene pues exclusivamente a los principios absolutos, haciendo abstracción de toda historia y en tal sentido enuncia precisamente su definición: “La filosofía del derecho o el derecho natural es la ciencia que expone los principios cardinales del derecho concebidos por la razón y fundados en la naturaleza del hombre, considerada en sí misma y en sus relaciones con el orden universal de las cosas”. Pues bien, en Escalante, lo mismo que en Francisco Giner de los Ríos, el objeto de la filosofía del derecho es más amplio. También los hechos jurídicos concretos han de ser pasibles de una consideración filosófica y han de estar integrados, junto con aquellos principios inmutables y eternos, dentro del campo de estudio de la filosofía del derecho. Se superaba de este modo ese dualismo denunciado ya por Giner según el cual aquella filosofía era tan sólo la ciencia del “elemento inmutable y permanente”, quedando fuera de su objeto ese otro “derecho mudable y transitorio, cuyo conocimiento pertenece a la historia”. La misma exigencia de visión orgánica de toda realidad, propia en general del espíritu krausista, llevaba pues tanto al maestro español como al argentino, a superar la visión incompleta del objeto de la filosofía del derecho tanto en Krause como en Ahrens. “¿Es el derecho una ciencia abstracta -se pregunta Escalante- o un cuerpo de legislación positiva, es el estudio racional y teórico de las relaciones de conducta que deben existir entre los individuos y entre éstos y el Estado, o es la investigación de esas relaciones tales cuales existen constituidas concretamente por la ley positiva? Vosotros -contestaba- sabéis perfectamente que el derecho ni es sólo un cuerpo de leyes positivas, ni una ciencia abstracta y teórica que emane exclusivamente de principios racionales sin vincularse con los hechos. En el derecho se combinan ambos elementos, el absoluto y el relativo, los principios y los hechos, lo que debe ser y lo que es; lo primero sin lo segundo sería una abstracción idealizada que no descendería hasta el hombre; lo segundo sin lo primero sería una descripción grosera de lo existente, sin criterio que lo juzgue o lo repruebe”. “Así pues -nos dice como conclusión- la filosofía del derecho es la filosofía de lo que es, a saber, de las leyes y de las instituciones concretas; y de lo que debe ser o sea la teoría o fundamento racional de esas instituciones”, definición en la que como vemos comienza Escalante mencionando primero lo relativo, lo histórico y luego lo absoluto, lo racional. Y esto tiene que ser así porque el derecho no es cosa muerta, abstracta, sino que “presenta en realidad la fisonomía viva de la sociedad misma”; “el derecho es -dice más adelante- un fenómeno social vivo y tangible”, que “forma parte de la evolución íntegra de la sociedad”. § 49. Al mismo tiempo hay en Escalante una superación del concepto de “historia” que aparece en Ahrens y aun en el mismo Giner, reducido a lo fáctico. Para nuestro autor también la historia se encuentra regida por leyes propias de desenvolvimiento. Lo concreto en sí mismo no es nada para nosotros, sólo es alcanzable en el nivel del sentido. Por esto mismo la “historia del derecho” no consiste en “una exposición in-extenso”, sino en el estudio de “sus leyes de evolución sucesiva y de coordinación simultánea”, en otras palabras, un conocimiento filosófico propio de lo histórico. De aquí, pues, que dentro de la filosofía del derecho aparecen dos campos armónicos, pero con métodos de trabajo propios. En cuanto ciencia filosófica de “lo que debe ser”, será un conocimiento de tipo deductivo; en la medida en que se ocupe de “lo que es”, consistirá en un saber inductivo que a partir de los hechos intentará elevarse hasta “leyes superiores”. Por último, deducción e inducción, caminos inversos, se han de juntar armónicamente en un saber superior dentro del cual tendrá siempre primacía jerárquica la deducción en cuanto ella es la que parte de los “principios fundamentales”. La exigencia de alcanzar una síntesis de lo a-priori con lo a-posteriori, tal como era entendida por eclécticos y krausistas, aparece pues claramente. Siempre, repetimos, de acuerdo con aquel planteo tiene anterioridad lo racional. El deductivismo es declarado con fuerza a cada paso. “No hay necesidad -dice- de lo concreto y real, ni del elemento histórico, para abrazar el conjunto del derecho desde un punto de vista racional”. La filosofía del derecho “armada sólo de los principios absolutos y racionales de la moral, recorre con su antorcha e ilumina todas las relaciones posibles de la conducta humana, estableciendo cómo debe ser a cada paso, sin preocuparse mucho de lo que es y ha sido en la práctica”. Frente a la “faz racional y teórica” del derecho, la “faz real y concreta nos suministrará en la historia de lo que ha sido la descripción de lo que es, los materiales necesarios para elevarnos, por método inductivo, de la singularidad de los hechos a la generalidad de sus leyes y poder, después, contraprobarlas por el procedimiento inverso de la deducción”. “Tenéis -dice más adelante- dos rasgos permanentes en la escena de ese camino: un suelo a vuestros pies, un cielo sobre vuestra cabeza: marcharéis sobre el suelo firme de los hechos iluminados por la luz que desde el cielo de la razón os han de dar sus principios absolutos”. § 50. Estos conceptos se apoyan, como es lógico, sobre una definición de la filosofía en general, considerada como un saber autónomo y a partir del cual se fundamenta todo otro saber. “La palabra filosofía -dice Escalante- es equivalente a principios fundamentales, leyes superiores, teoría racional y trascendental, razón científica de ser de la Historia, de la Naturaleza, del Arte, etc.”. En el fondo se encuentran en juego dentro del pensamiento de nuestro autor, tanto aquella interpretación de la filosofía como saber epistemológico fundante, como la de un saber axiológicamente ordenador de todos lo demás en función de la noción de “destino”. Ambos aspectos son comunes, una vez más, a eclécticos y krausistas. Es oportuno, para ejemplificar lo que venimos diciendo, transcribir las definiciones de la filosofía dadas por Amadeo Jacques y por Enrique Ahrens. El primero dice que la filosofía “es la expresión del deseo de saber en su más alto grado y bajo su forma más pura; es la ciencia de los primeros principios y de las primeras causas, de las razones últimas y supremas de las cosas, de la ciencia de lo que hay de más elevado, de más científico, de más general en todo: es la investigación de una explicación definitiva, que, prestando su luz a todas las demás, no tenga necesidad de ser explicada a su vez, de una ciencia de las ciencias, de una ciencia soberana, reguladora, independiente, en una palabra, de una ciencia primera. Tal es su objeto y su esencia es invariable”. “La filosofía –dice Ahrens por su parte- es la ciencia universal que trata de establecer leyes generales para todos los órdenes del universo, de designar a cada ser su lugar y de darle su explicación, de determinar la posición del hombre en este conjunto de seres, que disfrutan con él el dominio sin fin de la vida, de elevarse, en fin, sobre todo lo finito, hasta la idea del Ser Supremo, para adquirir de él un conocimiento cierto y difundir por medio de este conocimiento nueva luz sobre todos los seres, sobre todas las relaciones de la vida, sobre la naturaleza, sobre el hombre y su destino”. Se ven nítidamente los dos aspectos que mencionábamos. La filosofía para este espiritualismo romántico, ya acentúen sus partidarios la definición en uno u otro sentido, es a la vez una epistemología y una filosofía de la historia. La filosofía del derecho de Escalante queda enmarcada dentro de esos límites. El aspecto racional, absoluto, del derecho, se ocupa como ya lo habíamos dicho de lo que debe ser en lo que respecta a las relaciones jurídicas. En otras palabras, la filosofía del derecho no sólo intenta fundar al derecho mismo como ciencia y cumplir de este modo con aquella función epistemológica general propia de la filosofía, sino que indica al mismo tiempo el sentido de ese “deber ser”. Por esto los krausistas definirán al derecho en función del destino de la persona humana, como lo ha observado con acierto Pierre Jobit en su clásico estudio. Según nos dice Ahrens, parte de Krause mismo esta concepción profunda que ha concebido al derecho como “el conjunto orgánico de las condiciones libres (dependientes de la voluntad) para el cumplimiento armónico del destino humano”. “De los principios en que reposa según nuestra opinión -dice Escalante- el fundamento del derecho, se deduce que el hombre tiene la facultad moral de desenvolver por sí propio su destino, realizando en sí mismo el orden moral”. Ambos aspectos de la filosofía muestran acabadamente su carácter de saber sintético-deductivo. Como epistemología, alcanza en el concepto de Dios, el fundamento de toda ciencia; como filosofía de la historia, encierra en la noción de destino también un principio desde el cual es posible dar razón tanto del ser como del deber ser del hombre. Frente a la tarea deductiva, consustancial con la naturaleza misma de la filosofía, toda inducción queda relegada a un método secundario. Entre lo racional y lo histórico, tiene siempre primacía como ya habíamos dicho, lo racional. § 51. Ahora bien, si el objeto de la filosofía del derecho consiste en alcanzar el fundamento mismo de su objeto mediante el único método posible, el sintético-deductivo, éste ha de estar precedido de un momento de análisis. Estos dos pasos del método, análisis y síntesis, que desembocan en lo deductivo, fueron establecidos ya por Krause y reelaborados por Ahrens y Giner de los Ríos. En verdad, síntesis y análisis, no son dos “partes” de la ciencia, sino dos momentos y en cada uno de ellos se ha de encontrar la ciencia completa. El análisis permite ver con nitidez, conceptos reales que poseen por sí mismos elevado valor sintético y la síntesis por su parte, supone siempre el ejercicio analítico que le entrega las intuiciones básicas elaboradas. Hablamos en este caso, aclaramos, del análisis que se ejerce en el ámbito del contenido propio de la conciencia y no del análisis que podemos efectuar también sobre los datos de la experiencia externa. Esta segunda forma analítica es la que desemboca en la inducción de ciertas leyes generales que en última instancia no fundan metafísicamente saber alguno, pero que debemos conocer dada la exigencia de armonizar lo a-posteriori con lo a-priori. El decidido racionalismo del pensamiento krausista redujo, a pesar de sus declaraciones en contrario y de las diversas correcciones introducidas dentro de la escuela, la presencia de lo histórico a un saber marginal; con ello vino a satisfacer actitudes ideológicas y a fortificar la posición dogmática que lo caracteriza. La concesión al historicismo jurídico se encontraba siempre bajo el peso de la desconfianza hacia lo histórico propia del antiguo derecho natural. § 52. Siguiendo estos lineamientos del método, los que se encuentran vigentes a lo largo de toda la obra de Escalante, nos ha de decir que el punto de partida de la filosofía del derecho, ha de ser buscado “en el conocimiento de la naturaleza humana” y que “el mismo hombre es el que descubre en el fondo de su conciencia los principios jurídicos” en virtud de la capacidad natural que tiene, en cuanto “ser subjetivo”, de conocerse por sí mismo. Necesariamente por tanto, la filosofía del derecho ha de abrirse con un análisis psicológico. Escalante nos muestra que una primera investigación podría llevarnos a distinguir entre fenómenos “presentativos” y “representativos” dentro del ámbito del espíritu. La distinción tomada de Herbert Spencer para quien hay fenómenos psíquicos primarios que surgen de la relación inmediata y orgánica del objeto exterior con el sujeto y fenómenos secundarios, cuando el sujeto es afectado por un objeto no sensible, una idea, por ejemplo. Estos dos tipos de fenómenos suponen para Escalante una gradación que va del “conocimiento concreto, contingente y limitado” hasta “las concepciones superiores de la razón, que conoce lo absoluto, como verdad independiente de todo tiempo, de todo lugar y de toda relación”. Esta escala del conocimiento, nos dice, volviendo a la psicología de Ahrens, abarca todas las facultades del alma. Dichas “condiciones inferiores” y “superiores” de las “tres capacidades del espíritu” no son otra cosa que los grados de las facultades que veremos desarrollados por Escalante en su comunicación al Congreso Pedagógico de 1882. En particular interesa dentro de este análisis investigar la naturaleza de la voluntad. Dentro de los fenómenos activos, en el nivel de lo limitado y contingente, de lo “presentativo”, la acción es simplemente instintiva; en un grado superior, sin embargo, la fuerza que impele a la acción, implica una deliberación, un “acto representativo”, a la vez que se pone allí con evidencia que nos determinamos a nosotros mismos “como efecto de una causa activa” libre e inteligente. § 53. El análisis nos pone pues frente a una evidencia última, irreductible: la de que somos seres libres. Indudablemente esta evidencia no es el fruto del análisis realizado, sino es más bien el punto de partida del mismo. Lo que ha hecho el análisis es despejarlo. Escalante no ha comenzado la tarea analítica a partir de la “idea” misma de derecho, tal como lo hace Ahrens en su Curso de derecho natural, sino de una “propiedad real” que se encuentra supuesta en cualquier idea. La objeción al método de Ahrens la había ya enunciado el propio Giner de los Ríos en una nota a la Enciclopedia jurídica: “El verdadero concepto analítico del derecho -decía allí- no se forma exclusiva, ni aun primeramente, determinando en sus notas constitutivas la idea que de aquél hallamos en la conciencia; porque el análisis no se reduce a este proceso dialéctico, uno de sus momentos tan sólo. El primer dato para la construcción reflexiva inmediata del conocimiento jurídico no es el puro pensamiento (idea); sino la percepción objetiva del derecho como propiedad real nuestra: de donde luego procede también la consideración de la idea”. Giner dirá que esa experiencia inmediata, previa, se expresa en la fórmula “somos seres de derecho”. Se trata de una intuición que entrega de modo directo una realidad existencial. Sólo a partir de ella queda justificado luego todo análisis. Escalante parte a nuestro juicio de una intuición semejante, pero más amplia o tal vez más de base, que involucra la fórmula de Giner la que luego habrá de ser desgajada y que es la de sabernos seres libres por un acto inmediato de la conciencia. Frente a los positivistas, cuya moral y cuyo derecho se apoyan exclusivamente en la conducta objetiva, prescindiendo del aspecto subjetivo, “nosotros partimos -dice Escalante- de lo subjetivo a lo objetivo: guiados por la conciencia reveladora de nuestra libertad interna y de la responsabilidad que esta comporta, nos sentimos encargados de realizar por nosotros mismos nuestro destino bajo la ley absoluta del deber que gobierna la intención íntima y su realización objetiva en la escena de la vida”. Se ve claramente pues, que el punto de partida está dado por algo que constituye nuestra propia realidad, principio, por eso mismo, de naturaleza subjetivo. En este saber de nosotros como seres libres se dan consustanciados el conocimiento y su objeto; desde él nos abrimos luego a la esfera trascendente objetiva, paso que marca la entrada al momento sintético. § 54. Toda la psicología espiritualista típica de la segunda mitad del siglo XIX dependía en alguna medida de Leibniz y de Maine de Biran. Krausistas y eclécticos no escaparon a este hecho. Hemos hablado de la concepción del hombre como ente activo. El ser humano es una “fuerza”, diferente de las fuerzas inanimadas en cuanto posee conciencia de su poder. La noción de “fuerza” era en Leibniz la clave misma del concepto de sustancia, en cuanto gracias a aquélla se podría superar la causalidad mecanicista y avanzar hacia la afirmación de un principio interior, propio. Así lo dice Ahrens en su Curso de psicología: “Somos un ser en unidad de esencia y existencia, un ser que lleva en sí mismo la causa de sus cambios”, aclarándonos más aun qué entiende por “ser sustancial”: aquel que “subsiste en sí en unidad de existencia, dotado de una determinación interior”, de donde resulta ser el hombre “un ser en sí y por sí”. En función de esto mismo en el Curso de derecho natural define al hombre como un ser capaz “de concebirse a sí mismo en su causalidad propia como una fuerza creadora”. Los psicólogos primitivamente eclécticos y que continuaron moviéndose dentro del espiritualismo originado en Victor Cousin, partían del mismo concepto. Se explica, como decíamos en un comienzo, la afirmación de Martínez Buteler referente a las fuentes de la psicología de Escalante, la que derivaba según aquél de Janet, Jacques y Boirac. Para todos ellos rige la misma noción de sustancia que hemos mencionado y se define al hombre justamente como aquella fuerza consciente, o causalidad libre, que sabe de sus propias determinaciones. Janet nos habla siguiendo a Leibniz del “sentimiento vivo interno”, como prueba fundamental de la libertad; Jacques nos habla de la “conciencia íntima que tenemos de nuestra libertad de querer y la irresistible evidencia con que se nos demuestra la independencia absoluta de nuestras resoluciones interiores”, lo cual es prueba, la más poderosa, de nuestro libre albedrío. Boirac, psicólogo de origen ecléctico, cuyo manual fue utilizado en nuestros colegios secundarios hasta muy entrado el siglo XX, en términos no muy diferentes nos habla del hombre como un ser que posee “conciencia de un acto propio del que él es la causa única e inmediata”, como fuente de la evidencia irrefutable de la libertad. § 55. El análisis supone pues una evidencia primera en la cual se desemboca luego clarificándola. Podemos por esto mismo reconocer ciertos niveles y momentos de la evidencia originaria que nos entrega el fundamento buscado. Antes de comenzar el análisis poseemos un conocimiento total e indiferenciado del objeto dentro del cual está dada la intuición. La realidad no es algo determinado, es simplemente el todo; es, dice Tiberghien, “en unidad todo lo que es y todo lo que deviene, sin distinción entre los modos de existencia, y, en consecuencia no excluye, ni los actos de la vida, ni la esencia eterna”. Ahora bien, esta realidad “una y entera” debe ser también objeto de saber y existe sin duda “un conocimiento que la reproduce, un conocimiento anterior y superior a todas las determinaciones del pensamiento”; forma de conocimiento al que denomina “indeterminado” y que se caracteriza además por ser una visión racional de la totalidad del objeto, a-priori, que tiene como base indispensable, como núcleo, una “intuición intelectual”. Todo conocimiento comienza pues con una captación del objeto en su totalidad. Luego vienen las distinciones entre el aspecto racional y el experiencial, o dentro del primero de los mencionados, los pasos del análisis y de la recomposición sintético-deductiva, etc. Esta exigencia de una visión integral se relaciona estrechamente dentro del pensamiento krausista con la consideración organicista y estructuralista de la realidad. Ahrens al hablar del derecho lo cualifica precisamente diciendo que es “un concepto orgánico” y aclara luego que “con esta palabra se designa la recíproca determinación que las partes y relaciones de un todo sostienen originariamente en la unidad de éste”, conceptos que considera provenientes fundamentalmente de Schelling. La organicidad del objeto de conocimiento es un presupuesto desde el que se parte, por lo que aquel conocimiento indeterminado resulta ser comienzo forzoso, derivado de la naturaleza misma de la sustancia. § 56. Decíamos que este conocimiento total se da en diversos niveles. En efecto, es patrimonio universal de todos los seres racionales y constituye el punto de partida de toda forma de conocimiento, sea ella la del simple “sentido común”, ya la del conocimiento científico. El krausismo, lo mismo que el eclecticismo, asimiló la doctrina escocesa dentro de su sistema. El conocimiento científico mismo tiene como punto de partida y de llegada aquella visión racional de la totalidad u organicidad del objeto. La fórmula dialéctica elaborada por Krause habla de “unidad-variedad-armonía”, o sea, captación total primera, análisis de sus elementos connaturales y síntesis o regreso a la unidad. “La unidad -dice Escalante comentando la doctrina krausista- como base, como principio y fuente de las cosas y de las ideas; la variedad, como realización y desenvolvimiento concreto de la unidad...; y la armonía, que reune la unidad con la variedad y que explica y hace fecunda su mutua conección”. Este esquema dialéctico rige para todo conocimiento y es base indispensable para su desarrollo formal. Escalante lo ha respetado en sus Lecciones de filosofía del derecho, obra en la que de acuerdo con otras de la época, mantiene la división en una parte general; una especial o de la deducción de los derechos individuales; y una parte orgánica en la que, principalmente a través de la noción de estado, se alcanza la armonía exigida como coronación del proceso dialéctico. Tal vez sea innecesario aclarar que la “parte general” que supone como todas la unidad originaria del objeto, contiene el momento analítico y el paso hacia lo sintético. La especial, por su lado, eminentemente deductivo, nos va mostrando los elementos del organismo, a partir de los principios; en la parte orgánica, ya lo dijimos, se alcanza la culminación de lo sintético. § 57. Escalante ha desglosado del derecho como unidad, lo racional y lo empírico, tal como vimos en un principio con motivo de la definición de filosofía del derecho. El análisis de conciencia, punto de partida psicológico, nos ha llevado a su vez a toparnos con la evidencia originaria, a saber, la libertad entendida no como mero concepto, ni aun como derecho, sino como realidad propia de la cual se han de deducir los derechos. Se impone ahora dar el paso, pues, de lo analítico a lo sintético tomando como punto de apoyo justamente la evidencia íntima de nuestra realidad de seres libres. Lo sintético permitirá el paso, la unión fundada, de lo subjetivo y lo objetivo. Analizada la libertad nos encontramos con que ella supone necesariamente la ley, “porque si la facultad de determinarse por sí pertenece a un ser racional e inteligente, es evidente que no podrá tomar ninguna determinación, sino en virtud de conceptos intelectuales y que la relación de esta determinación activa con el objeto presentado por la inteligencia, importará una forma de conducta que se ajustará o no al fin intentado”. Se nos hace pues claramente manifiesto la racionalidad de la libertad y con ella la del hombre “fuerza sustancial y espiritual”. La evidencia de nuestra realidad de seres libres, es al mismo tiempo evidencia de racionalidad. Sostener una libertad que no implicara una ley, llevaría a considerar al ser humano como inferior aun a las cosas ya que “todas están regidas por leyes que determinan su modo de ser e indican su colocación en un orden universal al cual se ajustan”. Fuera de toda ley, “fuera del orden universal, sería un elemento de desconcierto, de desarmonía”. La relación entre lo subjetivo, lo que somos propiamente y lo objetivo, conocido también en el seno de nuestra conciencia por vía de nuestra inteligencia, es pues un hecho también primario. La “Ley de desarrollo armónico de las facultades”, expuesta por Escalante en su comunicación al Congreso Pedagógico de 1882, entra aquí en juego de modo necesario, exigida por nuestra propia naturaleza. “Si no tuviera la voluntad la facultad de determinarse por este o aquel motivo que le presenta la inteligencia, es evidente que no sería libre, pero la experiencia íntima nos atestigua que ordinariamente esa es la situación de la voluntad en presencia de diversos objetos, lo cual nos prueba también que existe la regla, la ley de libertad, porque esa detención -es decir, la deliberación-, ese alto de la voluntad, no es una mera pausa, un mero reposo inerte como la de un cuerpo inorgánico e inconsciente: es una deliberación intelectual, que versa sobre los motivos del obrar. Luego, pues, si hay motivos de obrar, hay razones de conducta y habiendo razones de conducta, tiene que haber un criterio de ellas, que es lo que constituye la ley moral”. Henos pues aquí dando el paso desde algo que es “propiedad real” nuestra, hacia la “idea”. Que tales ideas, en este caso las “ideas morales” existen, que nuestra subjetividad enlaza necesariamente con una objetividad que nos trasciende “lo conocemos por la experiencia inmediata de nuestra conciencia íntima”. Existen pues las ideas morales y con ellas la “moralidad”, es decir esa amplitud que tienen las acciones humanas de ser calificadas como buenas, malas o simplemente lícitas, según su conformidad o no con aquellas ideas. En resumen, pues, el paso de lo subjetivo a lo objetivo es posible en virtud del presupuesto de organicidad típico del pensamiento krausista. El hombre es una armonía, tal como puede vérselo en el juego de sus facultades, abiertas a todos los órdenes de la existencia, a lo relativo y a lo absoluto, lo temporal y lo eterno; y en virtud de ello, tiene la posibilidad metafísica de verse y captarse en una armonía superior omnicomprensiva. El hombre es, tanto para Escalante como para Ahrens, “un ser armónico y sintético”. § 58. Nos encontramos pues de este modo frente a la “idea”. Dos cosas han de llevarse a cabo: analizarla con el fin de determinar sus caracteres y luego, dado que esa idea en cuanto pertenece al orden moral ejerce la función de ley de la libertad, preguntar por el fundamento de la moralidad o en otras palabras por el principio o criterio que nos permite juzgar respecto de las acciones concretas. Ambos temas se implican mutuamente como veremos enseguida. En primer lugar es esencial a las “ideas morales” su carácter absoluto. Poseen ellas una uniformidad y universalidad de tal modo que “lo que es bueno para un sujeto libre e inteligente no puede ser malo para otro”. Las ideas morales no son pues relativas al placer o al dolor que pueda experimentar el sujeto; eso no puede decirse sin embargo de los “sentimientos morales”, que se nos manifiestan como “relativos a las distintas circunstancias del sujeto y a las diferentes condiciones exteriores”; menos aun puede ser canon de nuestra conducta el “interés individual”: “este sistema es empírico, individual y relativo y no puede por consiguiente servir de base para la calificación moral que está gobernada por un criterio fijo y permanente, independiente de las condiciones individuales o de las circunstancias de cualquier género que sean”. En resumen: “lo que nos produce satisfacción es la conciencia que tenemos de haber procedido de acuerdo con las prescripciones racionales del deber y lo que nos causa remordimiento, sin atención a ninguno de los resultados de la acción, no es el mal que ella haya podido ocasionar, sino la conciencia que tenemos de la disconformidad de nuestra conducta con los principios racionales que deben gobernarla”. Nuestra evidencia de seres libres, implica, decíamos, la racionalidad. En otros términos, es también para nosotros algo que emana de nuestra conciencia íntima, el hecho de existir ciertos principios absolutos, no sujetos a lo relativo y temporal. La ley ínsita en nuestra realidad de seres libres, es una manifestación en nosotros de lo no condicionado, de lo eterno. “Detrás de la experiencia está la razón con su capacidad de percibir lo universal y absoluto a través de lo singular y relativo. Yo bien sé -agrega Escalante- que se ha intentado explicar por la experiencia, la existencia de verdades generales; pero las explicaciones ensayadas son meras hipótesis sin comprobación, incapaces de destruir nuestra conciencia íntima de las verdades trascendentales”. Los caracteres de las ideas morales no resultan difíciles de enunciar luego de todo lo dicho. Son por lo pronto a-priori, vale decir, no emanan de la experiencia; son, en tal sentido, universales, con una universalidad absoluta, distinta de la que caracteriza a la ley obtenida por inducción; se encuentran libres de toda relación en cuanto “no están subordinadas en manera alguna a las condiciones de tiempo, de lugar, de persona, ni de ninguna singularidad”. Caracteres todos estos reconocidos por Ahrens precisamente en su análisis de la “idea” y que son comunes tanto a la moral de los krausistas como a la de los continuadores del espiritualismo ecléctico. En tal sentido no está demás notar aquí que el rechazo de la moral hedonista, la del sentimiento o la del interés, con sus diversas formulaciones, sigue en Escalante desarrollos muy próximos a los que podemos ver en las obras de Janet o de Émile Saisset. Falta todavía enunciar un carácter que los resume a todos y es el de que las ideas morales a las que ajustamos nuestra conducta se nos presentan como imperativos categóricos. “El carácter absoluto del imperativo categórico se manifiesta no sólo en cuanto manda sin consideración a los resultados de la acción prescrita, sino en cuanto es una aplicación inflexible, de una bondad independiente de toda circunstancia especial de tiempo, de lugar, de persona y de todas las variaciones y medios en que el sujeto se desenvuelve: manda siempre que se trate de un ser mandable moralmente, es decir, de una persona, de una sustancia inteligente y libre. Así las leyes morales como verdades de la razón participan del carácter absoluto que distingue al objeto de esa facultad superior”. § 59.Ya habíamos dicho que el hecho básico, existencial, de la libertad, supone necesariamente la racionalidad. Supone, en otras palabras, la ley que no puede por el motivo mismo de ser ley, presentársenos sometida a condiciones. Ahora bien, si la experiencia íntima de la libertad se nos presentaba como lo subjetivo, frente a los principios racionales manifestados como lo objetivo en el escenario mismo de nuestra conciencia, estos principios a su vez se encuentran aun en un nivel de subjetividad en relación con un horizonte más alto del objetividad. Estamos frente a una serie de esferas cada vez más comprensivas y sintéticas. La evidencia íntima de nuestra realidad como seres libres, la razón, Dios: he ahí tres claves de todo el sistema krausista. Las ideas que nos presenta la razón, definida por Escalante como “esa facultad de concebir lo absoluto, los principios que no dependen en su valor de ninguna circunstancia de tiempo, de lugar, ni de ninguna singularidad concreta”, no pueden tener su fundamento último en la razón misma. En ella tan sólo encontramos el “fundamento subjetivo del carácter absoluto de las ideas morales”, porque “la razón como facultad, pertenece al hombre, ser relativo y contingente que no puede ser la explicación de una realidad absoluta y necesaria”. Se ve con claridad la fuente krausista de estos planteos. Para Ahrens y lo mismo puede verse en Tiberghien, la razón no es, tal como quería Victor Cousin, lo “impersonal” en el hombre. La razón, con un criterio más ecléctico, es a la vez impersonal en cuanto manifiéstase llena de contenidos absolutos y personal en cuanto no deja de ser un instrumento humano. Es además la razón un poder cuyo objeto esencial es el de cumplir una función sintética. En efecto, es capaz -nos dice Ahrens- “de retraer todos los hechos y fenómenos a las leyes, todo lo que es finito y relativo a un infinito y absoluto”. Ahora bien, la causa última de esa fuerza o poder no puede estar en ella misma, cosa que sabemos en virtud de nuestra experiencia de seres limitados y finitos. Es necesario por tanto pasar a una esfera de síntesis superior, hay que “retraer” esta facultad de la razón “al Ser infinito y absoluto” del cual “es una fuerza particular individualizada”. Con la “intuición de Dios” hemos llegado a la clave de bóveda del método en su parte sintética. La analítica tenía como objeto principal el de patentizar en el seno de nuestra conciencia una realidad existencial básica, dentro de la cual se habrá de encontrar luego nuestra cualidad de seres de derecho; la concepción sintética apunta a investigar, siguiendo una vía ascendente, la fuente de aquella juridicidad, primero, en la naturaleza del hombre en cuanto participa de lo eterno y luego en lo eterno mismo. El esquema metodológico es el mismo en Ahrens y en Giner de los Ríos, con la diferencia que aquél parte directamente de la “idea” de derecho, mientras que éste exige como punto de arranque una intuición existencial. Hemos tratado de mostrar justamente que tal es asimismo la posición de Escalante. § 60. Ya dijimos que la filosofía en eclécticos y krausistas se resolvía tanto en una epistemología como en una filosofía de la historia. Por un lado, la razón nos ofrece una serie de ideas absolutas, a-priori, dentro de las cuales se encuentran también las ideas morales. Ahora bien, la “explicación ontológica” de esos principios, ya lo vimos, no puede ser dada por la razón misma, sino que se encuentra “en su realización en un ser absoluto, cuya existencia no dependa de ninguna relación, ni limitación, en un ser infinito en una palabra”. Las ideas de la razón son pues un reflejo, una participación de las ideas divinas y las “verdades absolutas”, únicamente son vistas por nosotros de modo fundado, como tales, “en la intuición de Dios”. Ahrens había dicho precisamente que “la razón es el órgano de Dios en el espíritu, la vista de las ideas divinas”, doctrina de ascendencia platónica derivada tanto en eclécticos como krausistas del pensamiento de Leibniz. Por otro lado, si consideramos la relación metafísica que hay entre nuestro “orden moral” y el “orden universal”, del mismo problema, surge su faz teleológica, en otras palabras, el fin o destino que nos es propio. La moral entronca aquí pues con una filosofía de la historia. Subjetivamente considerado el asunto, nuestro orden moral se cumple al alcanzar nuestra propia perfección, nuestro bien, mediante la “ley de desarrollo armónico” de nuestras facultades o poderes; objetivamente tiene por su parte ese bien su fundamento en el Bien en sí en cuanto que “el bien del hombre, el bien moral, viene a ser también una participación del bien universal, del bien absoluto”. Además, este bien tiene, obvio es decirlo, valor imperativo. Bien y deber son sinónimos. “Cuando cumplimos pues un deber, realizamos el bien moral fundado en el bien absoluto y tendemos a armonizamos con él por una especie de aproximación puesto que si la conducta es la tendencia de la actividad a la consecución de un fin, resulta que obrando según preceptos racionales se aproxima por el bien moral al bien absoluto. Por eso se puede decir también que la perfección del hombre implica una participación de la perfección absoluta y que por consiguiente el bien humano es una participación del bien absoluto, no en el sentido de ser parte de la sustancia de ese bien, lo que nos haría caer en panteísmo, sino en el sentido de que se modela en él y lo reconoce por su último fundamento objetivo”. El objeto de la moral krausista, tal como lo dice Jobit, es el de “hacer del hombre una imagen de Dios”. § 61. Ahora bien, a pesar de que la responsabilidad implicada en el deber exige al hombre “cumplir su destino por sí mismo”, el “orden moral” de que hemos hablado “no se refiere exclusivamente al individuo”. Hemos considerado hasta ahora la moral en relación al sujeto tomado aisladamente y en la relación metafísica de ese sujeto con Dios, fundamento último. Los límites del orden moral son sin embargo más amplios porque cuando el hombre “realiza la ley moral como ser inteligente y libre, realiza por su parte una ley que le es común a todos los demás seres inteligentes y libres y que es armónica con todas las demás leyes universales a que están sujetos todos los seres existentes”. El destino del hombre es pues destino de la humanidad, concepto en el que ha insistido fuertemente el krausismo. “La ley moral no se encierra para un individuo solamente en el cumplimiento de sus deberes y en el uso de sus derechos, sino que tiene deber de cooperar hacia el fin general ayudando en lo posible a sus semejantes”. “El orden moral en el individuo -dice todavía Escalante- es parte del orden moral de todos los seres inteligentes y libres y es parte del orden universal y por consiguiente, hay cierta solidaridad en el cumplimiento de los destinos de todos los seres inteligentes y libres”. Resulta interesante observar de paso la insistencia con que Escalante habla de una solidaridad entendida únicamente entre los seres racionales. Depende sin duda tal actitud del rechazo por parte de nuestro autor, de la extensión dada al concepto de “naturaleza” tal como había sido entendido por algunos krausistas que se siguieron moviendo en alguna medida dentro del panenteísmo y que continuaron afirmando una imagen del hombre como síntesis de naturaleza y espíritu. En Vergara, otro de nuestros krausistas a quien ya hemos mencionado, el solidarismo tendrá por el contrario un margen mucho más amplio. § 62. Henos aquí ya a las puertas del concepto del derecho, luego de haber avanzado sintéticamente hasta alcanzar una visión determinada de aquella totalidad que se nos ofrecía inicialmente como conocimiento indeterminado. La estructura de nuestro objeto se nos presenta con toda la riqueza de sus articulaciones interiores, gracias a los esfuerzos del análisis y a los pasos sucesivos y cada vez más comprensivos de la síntesis. Habremos sin embargo de volver a la investigación analítica con el fin de encontrar, dentro de lo moral, la ubicación que le corresponde al derecho. Dos vías pueden seguirse para dar con la “esencia del derecho”. Una de ellas consiste en conocer las respuestas históricamente dadas, la otra corresponde a la parte racional y teórica propiamente dicha. Escalante comienza la parte histórica con Grocio y la remata con la exposición del sistema de Krause y el rechazo de Spencer. El esquema general no se aparta mayormente, como tampoco su contenido, de los capítulos de historia del derecho que podemos leer tanto en la Enciclopedia jurídica, como en el Curso de derecho natural de Ahrens. Los principios filosóficos alcanzados en la investigación anterior le sirven a Escalante como criterio para la valoración de los datos históricos. Así por ejemplo, nos dice que la afirmación de Leibniz en el sentido de estar el derecho fundado “en el orden universal y la armonía general establecidos por Dios”, no puede ser rechazada en cuanto que “hemos dicho que el bien moral es una participación del bien absoluto, del bien general”; también es aceptable el sistema de Wolff en la medida en que ha anticipado la doctrina del derecho entendido subjetivamente como parte del bien moral. En líneas generales lo que se va buscando es la “parte de verdad” anticipada por los distintos filósofos y determinada desde un criterio a-priori que se apoya principalmente en una noción estructural y orgánica que no desea dejar fuera ninguno de los elementos de la naturaleza humana y de la realidad que le trasciende. Ya hemos visto que tal estructura tiene como punto de partida una psicología racional. No se diferencian en este modo de hacer “historia”, eclécticos y krausistas. § 63. Como es fácil suponerlo, se da a Kant una parte importante dentro de los sistemas anteriores. Su doctrina es “más elevada, más exacta y más aproximada a la verdad”. El krausismo había sostenido la necesidad de “volver a Kant”. Ahrens nos dice que Krause “se afirmó en la convicción de que era preciso volver a la obra que Kant había empezado y no terminado y que la filosofía debía empezar por la investigación del espíritu del hombre, a fin de hallar en esta investigación razón para elevarse a la esfera de las ideas generales, a Dios, la naturaleza, el hombre, etc.”. Es decir, volver a Kant para introducir en él aquella metafísica que había considerado imposible. Esto suponía a la vez un rechazo de la obra kantiana acusada en general por los krausistas de haberse reducido a un “racionalismo subjetivo”. No había sido otra la interpretación y valoración del kantismo entre los eclécticos, en particular en Cousin y Jouffroy, cuya lectura de Kant imperó entre nosotros antes de la aparición del krausismo y se prolongó luego con éste hasta la aparición de nuevas influencias, entre ellas la de Fouillée, por un lado y las del neo-criticismo francés, por el otro, las que abrirían una nueva época, muy próxima a nuestros días. La valoración krausista de la filosofía kantiana que encontramos en Escalante será justamente superada e incluso rebatida por Rodolfo Rivarola, lector de Fouillée. El krausismo aprueba el esfuerzo de Kant por reunir en el hombre lo relativo con lo absoluto, lo fenoménico con lo nouménico. Si bien para el filósofo de Königsberg lo en sí resulta imposible de conocer teóricamente, tenemos de ello una certidumbre práctica; en el mundo moral estamos como iluminados por lo absoluto, manifestado en la ley del deber; nos vemos obligados por eso mismo a considerarnos como seres libres, en cuanto sin libertad el imperativo categórico resultaría absurdo; así, pues la ley del deber, la mayor certeza que poseemos, permite al hombre ser limitado y finito, estar en contacto con lo absoluto. Ha comenzado, pues, Kant su filosofía moral a partir de un análisis del espíritu y ha obtenido como fruto inmediato una visión del hombre que lo aleja radicalmente del empirismo y el sensualismo. El imperativo categórico habrá de ser asimilado por krausistas eclécticos en su polémica contra Condillac y los ideólogos. Mas, esta ley del deber, que nos exige suponer como corolarios suyos la libertad, Dios y la inmortalidad del alma, objetos de los cuales no podemos sin embargo alcanzar por vía racional conocimiento cierto alguno, no podía satisfacer al espíritu romántico. Se volvía pues a Kant para retomar tan sólo su punto de partida: el análisis del yo y el fruto de ese mismo análisis: la evidencia de un a-priori independiente de toda experiencia. A partir de esto era imprescindible abrir las puertas del kantismo hacia la metafísica. Para ello no sólo estaban los filósofos contemporáneos, entre ellos principalmente Schelling, sino también entre los fundadores de la metafísica alemana, el gran Leibniz. El krausismo vuelve, pues, también a Leibniz de tal modo que Ahrens podrá decir que en la filosofía de Krause “muéstranse unidas, en la más viva fundamentación, las doctrinas capitales de Leibniz y Kant”. § 64. Si lo que se pretende es abrir nuevamente el camino hacia la metafísica, clausurado por Kant, es evidente que los krausistas asignarán al imperativo categórico un sentido muy distinto. Se lo entenderá como una “certidumbre teórica” y se pretenderá “dar a las ideas de lo infinito y de lo absoluto un apoyo real, un centro sustancial en un ser infinito y absoluto”. De la evidencia de lo absoluto en nosotros se pasa a la evidencia de lo absoluto en sí en el orden especulativo. Escalante habla justamente de una “intuición de Dios”. La razón humana en él ve las verdades absolutas, con las que luego rige lo empírico y “si está el fundamento subjetivo de lo absoluto en las ideas morales, en la existencia de Dios reside su fundamento objetivo”. Dios no es por tanto un corolario del imperativo categórico, sino una verdad metafísica alcanzada por un acto de intuición racional, de la razón especulativa. A su vez, las ideas, reguladoras de la conducta, reciben su fuerza no sólo de su fundamento subjetivo, el imperativo categórico, sino también del Bien en sí, en cuanto fundamento objetivo. Es decir que el concepto de “bien” ha sido ampliado en función de una intuición metafísica fundante, no se subordina ya al “deber”, sino que lo trasciende, incluyéndolo. Habíamos dicho, en efecto, que bien y deber son sinónimos, pero esto tan sólo en la medida en que el deber en sí es un bien; además de él está el Bien en sí, razón fundante última de todo lo absoluto que nos revela nuestra conciencia de seres finitos y limitados. La máxima kantiana, tanto en su formulación moral, como en lo que respecta al derecho, queda por esto mismo reducida, como nos lo dice Escalante, a una simple “regla práctica” en cuanto no es ella en sí misma fundamentación última: “El sistema de Kant -dice- da más bien una regla práctica para distinguir lo justo de lo injusto en las relaciones sociales, que la fórmula del fundamento del derecho”. Afirmar lo contrario, intentar una fundamentación exclusivamente en el “imperativo”, significa caer en un “subjetivismo” antimetafísico, es decir, significa tal como lo entienden los krausistas quedarse en el sujeto sin dar el necesario paso hacia lo fundante. En el sistema de Kant, en efecto, “se exagera -dice el mismo Escalante- el elemento subjetivo: no hay más que la libertad pura del individuo, como base del derecho”. Al lado de la acusación de pensamiento antimetafísico se cuela además aquí una interpretación que despreciando el planteo trascendental, o ignorándolo en su formulación correcta, ve en el kantismo una especie de psicologismo impotente. Tampoco resulta muy claro el sentido de la “evidencia científica” o “teórica”, como la llama Ahrens, desde la cual captamos el imperativo categórico, si pensamos en el anti-intelectualismo que caracteriza en general al pensamiento krausista. La inteligencia es fuertemente valorada en función de la práxis y Escalante la llama por eso mismo una “facultad viva”. Hay una abierta exaltación de la acción. En Giner de los Ríos “la práctica, es práctica de la teoría, y es, pues, tal, por ella y para ella; la teoría, es teoría de la práctica”. Entre nosotros este aspecto del krausismo alcanzará su máximo desarrollo en las ideas pedagógicas de Carlos Vergara y se encuentra presente en Escalante en las páginas de su comunicación al Congreso Pedagógico de 1882. § 65. La certeza originaria es además para Escalante, ya lo habíamos dicho, la intuición de que somos seres libres y de esta libertad se desprendía necesariamente su ley que en su forma más pura y elevada se expresa en el imperativo categórico. Por último, en cuanto somos seres sujetos a ley, tenemos derechos. El esquema deductivo es: libertad -deber- derecho. Ahora bien, esa libertad se nos presenta en nuestra intuición originaria como experiencia metafísica; la libertad es, en otras palabras, la mostración de la realidad metafísica del hombre en la conciencia. Esta última atestigua nuestros actos en tanto que fenómenos, pero también la sustancia voluntaria y libre que los produce. El hombre, dice Escalante, “es un ser metafísico”. “Ni los fenómenos, ni el ejercicio de las facultades experimentales de la percepción exterior le satisfacen... Penetra dentro de su propio ser por la conciencia, procurando arrancarle el secreto de su íntima naturaleza; descubre su propia causalidad como ser libre; investiga y señala las leyes psicológicas del funcionamiento de sus facultades, descubre en la organización de sus ideas las leyes de la lógica y en sus juicios sobre la conducta las leyes de la moral y, firme sobre la base de la evidencia íntima, proclama la existencia de la razón como la capacidad de conocer lo absoluto”. En nuestra experiencia fundante tomamos pues contacto con lo absoluto. Del acto de sabernos seres libres, acto radicalmente existencial, surge la idea moral absoluta expresada como imperativo categórico. La dignidad o conciencia de personalidad surge en el hombre de su “constitución natural de ser racional y libre”. “En virtud de ella -dice luego-, es capaz de elevarse por la razón al concepto de lo absoluto, a diferencia de todos los demás seres del universo, incapaces de esa concepción. Por la libertad, es capaz de determinarse a sí mismo, de ser causa de sus propias acciones, a diferencia también de todos los seres que lo rodean y que no disfrutan de libertad. Este doble aspecto de su carácter, esta elevación racional, que le da el concepto de lo absoluto como objeto de la inteligencia y esta sublimidad de causalidad, de fuerza propia y dueña de sí misma que constituye su libertad, hace que la naturaleza del ser humano sea superior a la de los que lo rodean y que no solamente lo sea, sino que él lo conozca, lo sepa y sienta por ello elevarse su propia personalidad en el orden de todos los seres”. De este modo la libertad nos abre al concepto de lo absoluto “como objeto de la inteligencia”. El regreso al sustancialismo establece pues dentro de esta “vuelta a Kant” diferencias radicales con los planteos básicos de la Crítica de la razón práctica. Libertad y racionalidad, fundidas ambas en la experiencia básica, nos entregarán el fundamento subjetivo del derecho a la vez que abrirán las puertas para alcanzar el fundamento objetivo. “La libertad -dice Escalante- como condición esencial de la moralidad, es la facultad moral que constituye al derecho”. § 66. Ya dijimos que el bien moral implicado en el imperativo categórico, no es el único bien. Sobre esta base el krausismo intentará otra ampliación del kantismo, acusado de haber caído en el extremo de la moral estoica. Juzgado desde el punto de vista de la moral, no cabe duda tanto a eclécticos como a krausistas, que se ha de ordenar la conducta teniendo siempre en lo posible por norte el cumplimiento del deber por el deber mismo; pero no por eso se han de rechazar “los otros elementos que además del deber forman parte de la actividad humana, como el placer y el interés, que son admisibles y legítimos cuando están subordinados a las leyes del deber”. Tiene esta afirmación su fundamento en aquella armonía universal de sentido leibniciano de la cual parten los krausistas. Por ello el mismo Escalante nos dirá que “es natural que generalmente lo útil y lo agradable coincidan con lo moralmente bueno porque el bien moral, conforme con el fin del ser humano y con el universal de todos los seres, es un principio de orden y de perfeccionamiento”. De este modo todos los móviles de la conducta son legítimos, si bien hay uno de ellos que haciendo de criterio introduce en los demás orden y armonía. Este es el de la razón expresada en el imperativo categórico. Se ha de rechazar pues conforme con esto la moral estoica “que condena y suprime totalmente la influencia del interés y del placer en la actividad humana” ya que “bajo la ley del deber son perfectamente lícitos”. § 67. Juzgado ahora desde el punto de vista del derecho, también el kantismo ha caído en un extremo, el que se manifiesta en la escisión del derecho y la moral. “En el sistema de Kant se hace una diferencia sustancial entre la esfera del derecho y la esfera moral, sirviéndose del carácter exterior del primero, que indudablemente distingue al derecho positivo de la moral; pero desde que el derecho en general comprende también al natural, resulta inexacto el sistema de Kant”. Dos argumentos hay contra la posición kantiana: el primero se apoya, como acabamos de ver, en la postulación de un “derecho natural” cuyos fundamentos, ya lo dijimos, “son los mismos de la moral, aun cuando los dominios de ambos no sean exactamente iguales”; el otro, deriva de la experiencia jurídica misma que hace imposible en muchos casos juzgar un acto desde el punto de vista del derecho sin tener en cuenta la intención. Desconocer esa experiencia implica quedarnos sin el hombre de carne y hueso, el hombre fenoménico. “En esto me parece -dice Escalante- que está el lado más débil de la doctrina de Kant: en prescindir del hombre tal cual es, tal cual se desenvuelve real y objetivamente y de las aplicaciones del derecho, por consiguiente, a la naturaleza del individuo y de la sociedad”. Si nos atenemos a la definición de Kant respecto a la acción justa, vemos que “es buena toda acción que por su móvil o intención esté conforme con el deber. Eso es lo perteneciente a la moral; pero ante el derecho es justa toda acción que al realizarse, al traducirse exteriormente, no contraría la libertad de los demás, aun cuando su móvil de intención sea inmoral; pero ¿será justo ante el derecho natural? De ninguna manera”. La doctrina de lo justo no puede pues desconocer la importante distinción entre el derecho natural y el positivo y su esencial relación. No existe un derecho absolutamente externo; hay por el contrario un derecho “interno”, tal como había sido entendido en los grandes clásicos, en Platón, por ejemplo, que nos hablaba de la justicia como virtud del alma, en primer lugar y después, como forma derivada, de la justicia en cuanto virtud de la ciudad. Con palabras muy hermosas, Giner de los Ríos nos explica el sentido de la crítica al kantismo que estamos viendo en Escalante. “No cabe separar -dice- la expresión externa [es decir, la relación de derecho] de esta raíz que la vivifica y divorciada de la cual resulta ininteligible, como palabra sin sentido. Al igual que cualquier hecho humano, el jurídico halla su valor y eficacia en este mundo interior desde donde todo trasciende”. El krausismo venía pues a satisfacer el fuerte eticisrno que caracteriza a nuestro juicio al pensamiento argentino. § 68. Decíamos que Escalante concluye la averiguación histórica relativa a la esencia del derecho, con la exposición del sistema Krause y el rechazo del positivismo spenceriano. Resulta evidente que el primero representaba para Escalante la última manifestación filosófica del espiritualismo dentro de la filosofía del derecho, en pugna con la nueva filosofía del positivista Spencer. Sin embargo, el krausismo tal como aparece formulado en el mismo Krause, no es aceptable para Escalante. Lo acusa, en primer lugar, de “eclecticismo”, actitud un tanto inconsecuente en la medida en que el propio Escalante se mueve dentro de una filosofía cuya proximidad y parentesco con los escritores derivados del espiritualismo ecléctico: Janet, Jacques, Caro, Saisset, Vacherot, Nourrisson o Jules Simon, es indiscutible. Todos ellos, lo mismo que los krausistas, se encontraban dentro de la esfera de ese espiritualismo neocartesiano y neoleibniciano que hemos mencionado en otras partes. Acusa asimismo a Krause de presentar “un carácter vago y poco preciso” en sus doctrinas, de envolver las definiciones y nociones fundamentales del derecho “en un estilo algo nebuloso, que usa mucho de la metáfora” y por último, de invocar a cada momento “las condiciones generales y armónicas de la naturaleza humana, que en realidad, no definidas ni precisadas, son más bien una fuente de confusión”. La “exposición oscura de Krause”, como dice Giorgio del Vecchio, fue precisamente uno de los motivos por los cuales sus ideas filosóficas sobre el derecho se divulgaron más bien a través del Curso de derecho natural de Ahrens, cuya exposición “armónica y clara” ha sido utilizada sin duda como fuente por Escalante. Nuestro autor ha intentado reelaborar un krausismo al que desea salvar de las acusaciones de eclecticismo, panteísmo, socialismo y oscuridad, lugares comunes de la época. No desea alcanzar una armonía de sistemas ajenos, sino un “sistema propio”, personalmente asumido; rechaza el panteísmo que hacía de trasfondo del panenteísmo, junto con éste y estructura su filosofía sobre un “racionalismo deísta” que no se aleja del deísmo de los eclécticos el que se ha caracterizado por la admisión de la existencia de Dios, conocido en la conciencia, la afirmación de la inmortalidad del alma y la regla del deber, todo esto al margen de los dogmas revelados y sin dar intervención al principio de autoridad en materia religiosa. Este deísmo es precisamente el que le permite reforzar el papel del individuo dentro del derecho y alcanzar una formulación moderada del “solidarismo”. Consecuente con esta tendencia, Escalante ha despojado a su krausismo de aquel “concepto madre” de Humanidad, especie de a-priori lógico y místico a la vez, en función del cual “conocemos un ser fundamental en el mundo que abraza todo su contenido, y por tanto abraza a cada individuo con su individual naturaleza y con su conocimiento mismo de ella”. Las palabras de Escalante son bien precisas: “el individualismo, la libertad, la personalidad –dice-, parece como que se borran, como que se decoloran en el cuadro de este sistema jurídico, para ser absorbidos por los tintes más subidos de las condiciones exteriores y objetivas de la sociedad en que el derecho tiene que desarrollarse... No hay duda -agrega- que el derecho tiene su fundamento objetivo en Dios, que su punto de partida es la libertad individual y que las condiciones en que el individuo debe desenvolverse, ejercen influencia sobre él y lo modifican; pero es necesario atribuir a cada uno de estos elementos constitutivos la parte que les corresponde y precisar más el individualismo, que es la verdadera fuente subjetiva del derecho, que se desarrolla después, por su relación en la vida y por su aplicación concreta a las distintas relaciones que nacen de la sociabilidad”. Es evidente que para Escalante el eticismo krausista, dentro del cual se mueve, llevaba necesariamente al “solidarismo”, pero no como “socialismo”, sino como corrección, a su vez, del liberalismo simplemente individualista. Entendemos que esta fue la posición adoptada por otros krausistas argentinos, en particular, por Hipólito Yrigoyen. De todas maneras, en su oposición al socialismo venía Escalante a coincidir, en parte, con el “racionalismo ético-religioso” de un Fernández Concha y con otros autores enemigos del krausismo, racionalistas provenientes del espiritualismo ecléctico, como es el caso de Carlos Gómez Palacios, autor de un libro titulado La Escuela de la libertad aparecido en Buenos Aires en 1889. Este se enfrenta con el positivismo y el krausismo. Acusa al primero de reducir el hombre a lo más grosero, lo sensible, suprimiendo de este modo “el mundo ontológico, intelectual y moral”; y al segundo, que justamente no cae en el extremo positivista, lo rechaza en cuanto pone en peligro al individuo como consecuencia de dar demasiada ingerencia al estado. § 69. Veamos ahora cómo intenta definir Escalante la esencia del derecho desde el punto de vista de la teoría. Resulta obvio, luego de todo lo que hemos dicho, que su esencia será deducida a partir de la psicología moral. Esta demuestra -dice Escalante- que el hombre debe conformar su conducta a los principios de la razón que la legisla de un modo imperativo y categórico; que estos principios le imponen la obligación de procurar el desarrollo armónico de sus facultades; que tal armonía coloca a la inteligencia como facultad directriz; a la voluntad como potencia motriz, realizadora de los conceptos de la inteligencia, con independencia de toda solicitación posible; a la sensibilidad como facultad auxiliar que debe dócilmente aplicarse a las resoluciones frías de la voluntad, y al cuerpo como organismo adecuado, flexible y dócil a las órdenes de la voluntad, llamada a conformarse con la razón. Establecimos también –agrega- que cuando el hombre procede en su actividad conforme a esta fórmula armónica, realiza su bien; que al realizarlo por su conducta libre lo hace bien moral; que este bien moral es una parte del bien absoluto y que por consiguiente, si tiene su punto de partida y su condición subjetiva en la libertad humana, tiene su explicación real y su realización objetiva en la esencia divina. Probamos además -dice- al terminar este breve esquema de su “sistema”- que el fin individual del hombre constituye el principio del orden de la conducta humana, del orden moral y que este orden moral, gobernado por ese fin humano, es parte del orden universal establecido por Dios”. En resumen: el hombre es un ser racional y por eso mismo es “persona”. De este concepto sintético en el que concluye la antropología krausista, deduce pues Escalante la noción de derecho. Precisamente Giner de los Ríos nos muestra un mismo concepto de “persona” en el que se subraya junto con la racionalidad, como capacidad metafísica, la presencia del sentimiento como poder de dirigirnos afectivamente hacia el ideal y la de la voluntad, que persigue no sólo la perfección del ser humano entendido como fin en sí mismo, sino también la perfección de “aquella obra universal en la que el hombre coopera cuando se impone el destino de las cosas”. El trasfondo de la noción de “persona” resulta de este modo más leibniciano que kantiano. § 70. “Ahora bien -dice Escalante-: si el hombre es una persona, es decir, una sustancia inteligente y libre, sujeta a leyes morales; si el hombre tiene deberes, en una palabra, es condición esencial de la existencia de estos deberes, la libertad, porque no concebimos la moralidad sino como ley de un ser inteligente y libre. Luego, pues, la libertad como condición esencial de la moralidad, es la facultad moral que constituye el derecho. Por consiguiente, por el hecho de tener el hombre deberes, de ser una entidad moral, tiene derechos. Tal es el origen del derecho subjetivamente considerado”. No se trata sin embargo, tal como nos lo explica Ahrens, de una libertad “vacía y abstracta” que no busca “la materia moral de los diversos bienes y fines de la vida”. No se trata como dice el mismo Escalante de una “libertad pura”. Tanto el derecho como la moral “es una ciencia ética formal, que presupone siempre la ciencia ética material del bien y bienes de la vida... Sin el apoyo y referencia a la doctrina del bien, de los bienes y de los fines de la vida, sería la ciencia del derecho una ciencia sin fondo, abstracta, que sólo podría producirse en formas tan vacías como las que se han conservado por tanto tiempo en las teorías jurídicas abstractas, con daño del pensamiento y de la vida”. Nace pues subjetivamente el derecho de nuestra vida racional, como deducción de nuestra libertad entendida en su sentido pleno. § 71. Ahora bien, el derecho no queda reducido a este aspecto. Tiene además una naturaleza objetiva. No se puede concebir un acto libre que prescinda totalmente de aquellos bienes y fines y a la vez ningún fin puede ser alcanzado sin cumplir determinadas “condiciones” que lo hagan posible. Al intentar el krausismo superar la moral y el derecho kantianos mediante una síntesis de lo formal con lo material, necesariamente venía a conceder a la “condicionalidad” un alcance filosófico distinto. “Es Krause -dice Ahrens- quien, partiendo de la idea del orden divino ... concibió el principio de condición en su sentido completo como el término característico para expresar las relaciones orgánicas de determinación, de acción y de influencia recíproca, en las que existe y se desenvuelve también todo el mundo moral y social”. En función de esto dirán los krausistas que la prestación de tales condiciones “completan la personalidad humana y su vida”. El fin del derecho no es simplemente negativo en el sentido de limitar la libertad para lograr la coexistencia; sino que es además el de “extender la esfera de la libertad y actividad de todos, borrando en cuanto es posible los límites anejos a la finitud y condicionalidad del ser y vida del hombre”, es decir, “realizar la vida humana en su mayor plenitud, merced a la cooperación y complexión recíproca de la actividad de todos”. Es evidente pues que las condiciones dejaban de tener en el krausismo un sentido puramente formal y valían también en cuanto a su propio contenido material. Pues bien, exigir estas condiciones constituye, tanto en su valor formal como material, precisamente el aspecto objetivo del derecho. “La relación moral de un ser con otro -dice Escalante- en cuanto goza de la facultad de exigir las condiciones de moralidad, es decir, el respeto de su libertad, es lo que constituye, el derecho objetivo, que es la materia del derecho subjetivo”. Si el derecho subjetivo se presentaba como obligación, el objetivo se aparece tal como vemos ahora, como pretensión o exigencia. Ambos., en última instancia, no constituyen dos derechos, sino, como nos dice Escalante, dos “nociones” del derecho atendiendo a su doble fuente originaria. § 72. Hemos dicho que el derecho se presenta subjetivamente como deber y objetivamente como “derecho” o pretensión. Ahora bien, esto significa que no hay absolutamente ningún “derecho” que no suponga obligación. Esta afirmación es posible, piensa Escalante, en cuanto que si en algún caso concreto puede aparecer un derecho que no ofrezca vinculación inmediata con un deber, no deja de tenerla con el “deber en general”, derivado de “la condición del ser moral que el hombre tiene”. Con esto nos colocamos pues en el problema ya anticipado de las relaciones de la moral con el derecho. Escalante, lo mismo que Ahrens, nos habla de una Etica o “ciencia del bien”, que comprende por un lado a la moral y por el otro al derecho. Se trata de un juego de órdenes comprensivos y concéntricos que van desde la Etica, a la Moral y por último al Derecho, el menos extenso de todos y que presupone necesariamente a los anteriores. “El derecho es una parte de la moral, que comprende menos en cuanto a la materia y en cuanto a la faz bajo la cual se considera. Comprende menos en cuanto a la materia, porque ni los deberes para con nosotros mismos, ni los deberes para con Dios ... forman parte del derecho; eso queda librado a la esfera de la moral propiamente, que con el derecho constituyen las dos ramas de la Ética”. Es decir, que de modo inverso a lo que habíamos dicho antes, si bien todo derecho supone al deber, no todo deber supone propiamente derecho. § 73. Se diferencian además la moral y el derecho en cuanto al criterio con que se juzga las acciones. La moral se refiere para la calificación de las mismas, a la intención “de tal manera que no sólo han de estar conformes exteriormente sus caracteres reales con las leyes de la inteligencia, sino que lo han de estar también en la intención, por la cual el agente cumpla las leyes morales, por ser tales y no por otro motivo”; el derecho, por el contrario, “prescinde generalmente de ese carácter interno y considera sólo su conformidad con las leyes naturales o positivas”. Es interesante notar que Escalante no considera universal esa prescindencia de la intención, en cuanto hay algunas formas del derecho en las que de modo inevitable se la ha de tener en cuenta, tal por ejemplo, el caso del derecho punitivo y que además, cuando la prescindencia tiene lugar, sólo lo es atendiendo a los meros caracteres exteriores del derecho sobre los cuales se monta en general el derecho positivo. La ley o la costumbre, que regulan de modo externo, suponen siempre al derecho natural, o sea el derecho objetivo fundado sobre la naturaleza moral del hombre. “He ahí pues -dice- por qué cuando hemos expuesto el sistema de Kant, hemos dicho respecto de su definición de lo justo: “lo que está conforme en el exterior con las leyes de la moral”, que si esa definición se refiere al derecho natural es inexacta, porque él no es sino una emanación de la moral y tiene que estar conforme en su criterio con ella; pero si se refiere al derecho positivo, considerado como un aspecto del derecho natural, es exacta y servirá de fundamento eficaz, para distinguir el derecho positivo de la moral”. Escalante se esfuerza pues por mostrar, como decía Giner de los Ríos, esa raíz que vivifica el derecho y que hace que aun en sus manifestaciones externas no sea una pura exterioridad. “Tanto en el derecho natural, como en la moral, las fuentes son las mismas y es idéntico el criterio con que se consideran las acciones para calificarlas. En el derecho positivo hay también el mismo criterio, el criterio de la justicia absoluta, pero no siempre se gobierna por él sino que bajo su dominio y en conformidad con la moralidad, el derecho positivo toma frecuentemente en cuenta los resultados útiles de las prescripciones”. En conclusión, Escalante define el derecho diciendo que “subjetivamente considerado, es el conjunto de condiciones subjetivas (sic) del deber y que considerado objetivamente, es la relación moral en cuanto confiere la facultad de exigir en la práctica, las condiciones de la moralidad”. § 74. Ahora bien, si el derecho positivo debe llenar aquella función de limitar externamente la libertad para asegurar la coexistencia, puede y debe sin embargo cumplir otra misión que el krausismo exige en general al derecho entendido como un orden divino puesto al servicio de la vida humana considerada como totalidad. “El fin del derecho positivo -dice Escalante- no es solamente contener a cada uno en la órbita de su derecho y hacer respetar el de todos”. Es decir, no cumple una función mecánica, una simple coerción en manos de un “estado gendarme”, sino que “fundado en el consentimiento de los asociados al organizar la sociedad política, puede proponerse como fin secundario hacerles bienes positivos; puede proponerse no sólo impedir que se haga el mal, sino procurar la cooperación de todos para obtener positivamente el bien general”. Estamos frente al típico solidarismo krausista, únicamente posible en función de la superación del formalismo moral y jurídico. Aquel solidarismo tiene su “fundamento en un principio general de moral, puesto que hemos visto que el orden moral en el individuo es parte del orden moral de todos los seres inteligentes y libres y es parte del orden universal y que por consiguiente hay cierta solidaridad en el cumplimiento de los destinos de todos los seres inteligentes y libres; y si el bien moral está realizado en el individuo con el hecho de que éste cumpla con sus deberes individuales y observe los de justicia respecto de los demás respetando sus derechos, sin embargo, todavía dentro de la esfera de la moral, es más perfecta la acción individual si además de realizar su propio destino, coopera o ayuda a los demás a cumplir el suyo”. No se trataba pues de un crudo liberalismo individualista, sino de una fórmula en la que, salvados los peligros que el individuo corría dentro del oscuro sistema de Krause, sacaba de la doctrina de este mismo filósofo las exigencias de un solidarismo de base metafísica, claramente delimitadas y compatibles con el desarrollo individual del hombre. § 75. Hemos dado fin a estos desarrollos del “sistema” de Escalante y que constituye la “parte general” e introductoria de su libro. Siguiendo la metodología que dibujamos en un comienzo pasa ahora a deducir los derechos individuales. Del principio de “derivación del derecho” o sea “de las condiciones necesarias para que un sujeto sea persona, un ser inteligente y libre, subordinado a leyes morales”, surge como “derecho primordial”, como síntesis de todos los derechos”, el de “personalidad”. La “persona” es pues una realidad jurídica sintética en la que se dan anudadas todas las pretensiones exigibles por el ser humano para alcanzar su destino individual, las que son, como consecuencia de su deducción misma, derechos “absolutos y anteriores a toda legislación”, “verdaderos derechos naturales, innatos e inajenables”. Fácil es dar una definición de este derecho supremamente sintético: consiste “en el derecho que cada individuo tiene de usar de sus facultades morales y físicas según el papel que respectivamente desempeñan en su economía y para el cumplimiento de su fin particular que es una participación del fin universal”. Del derecho de personalidad se desprende otro derecho individual anterior a toda legislación que es el de “libertad”. Este es después de aquél, el más comprensivo de todos y tiene su base en la combinación de las leyes morales con la naturaleza psicológica de la voluntad”. Observemos que si bien el punto de partida de la analítica radica en la evidencia íntima de que somos seres libres, no constituye sin embargo la libertad el supremo concepto sintético de derivación de los demás derechos. Jurídicamente la libertad aparece enmarcada en la naturaleza humana y ésta no se define sólo por ella, sino también por las leyes morales absolutas que la rigen. Una cosa es pues, la libertad en cuanto experiencia originaria del sistema y otra, la libertad como derecho, cuando hemos alcanzado la visión sintética de nuestra naturaleza. El derecho “primordial de personalidad” se desenvuelve a través de la libertad, función compleja que “se aplica y diversifica de mil maneras”: “subjetivamente según la facultad que especialmente se emplee y objetivamente según las esferas sociales de actividad exterior en que se aplique nuestra conducta”. Surgen así los derechos correspondientes a la “libertad interior” (libertad de pensamiento, de cultos, de conciencia, etc.) y a la “libertad exterior” (de locomoción o desplazamiento, ocupación, etc.). § 76. Otro derecho fundamental se deduce de la misma fuente sintética: el de “igualdad” “El hombre se siente en su conciencia y lo es en el orden objetivo, perfectamente dueño de sí mismo, libre, facultado y obligado por las relaciones morales, a realizar por sí, por sus propias fuerzas, sin intervención alguna de actividades extrañas y sin atacar en su desenvolvimiento a los demás seres racionales, su propio destino, el fin que su inteligencia le señala, de ajustar su voluntad individual a esos principios absolutos y generales que su razón le traza, como norma a que debe someterse. Tal constitución, idéntica en todos los hombres, es la base del derecho de igualdad”. Ahora, dejando de lado los derechos individuales que tienen “sus principales elementos en la personalidad misma, en el orden subjetivo puramente interno”, es necesario reconocer en el hombre “un todo natural que tiene también necesidades físicas que satisfacer”. De ahí se deduce pues el “derecho de incorporación de los objetos materiales necesarios para su existencia”, lo que constituye “el fundamento y la raíz del derecho de propiedad”. Mas, la posesión que se deriva de este derecho, si bien ella es de carácter sagrado, absoluto y exclusivo de quien la detenta, no escapa a las exigencias del eticismo krausista. Aparece con claridad este aspecto en el momento en que Escalante se pregunta acerca del “uso” y del “abuso” de la propiedad. “En el orden racional -dice- el hombre no tiene derecho de abusar de las cosas que le pertenecen. Las hace suyas incorporándolas a su personalidad, porque las necesita para usarlas en la satisfacción de sus necesidades, en el cumplimiento de su destino, que es el fin de la relación entre el sujeto y la cosa ante el orden moral y ante el orden jurídico natural. Luego, pues, allí donde no existe ese fin, la propiedad se desnaturaliza y cesa por tanto de ser un derecho”. De esta manera, pues, dentro del esquema liberal que con tanta fuerza afirmaba el inalienable y sagrado derecho de propiedad aparecía un despunte de valoración social de la misma. Desde el punto de vista sintético, los derechos de personalidad, libertad y propiedad, constituyen para Escalante “la trinidad jurídica de los derechos individuales”, en cuanto todos los demás “no son sino desmembraciones parciales o aplicaciones diversas según las facultades que se ejerzan y la esfera en que objetivamente se desenvuelvan”. No vamos a seguir paso a paso las deducciones de Escalante que no se apartan, en sus líneas generales ni en el método, ni en los temas tratados, de los desarrollos que podemos ver en el Curso del derecho natural de Ahrens o en los Principios de derecho natural de Giner de los Ríos. Otro tanto podemos decir de la “parte orgánica” con la que se cierra el manual de nuestro autor. Se ha estudiado “los derechos del hombre considerado como individuo y sin formar parte de ninguna asociación, aunque coexistiendo con otros semejantes”. Ahora corresponde el conocimiento de la serie gradual de esferas en que el derecho se realiza, las que van desde la familia, el municipio, la nación y el estado. Surgen de este modo los “derechos sociales” cuya base es la misma que la de los “individuales”: “es siempre el mismo y eterno derecho”, entendido como “condición para la moralidad”. De este modo, las esferas en las que el hombre se integra poseen, todas, incluso el estado un origen ético fundamental. De este modo el “estado” no sólo tiene como función la de preservar el derecho, sino que ha de reconocer la autonomía de todas las esferas de la vida que no pueden ser absorbidas por él y además ha de intervenir, sobre la base del acuerdo previo de los ciudadanos, en la realización de “bienes positivos”. Es pues la imagen del estado krausista en la que se intentó alcanzar una formulación armónica del liberalismo, más allá de un individualismo estrecho y más allá también de un estatismo. |
© Arturo Andrés Roig. Los krausistas argentinos. La primera edición de este libro la hizo la Editorial José M. Cajica S. A. de la ciudad de Puebla, México, 1969. Se ha respetado el texto primitivo, salvo algunas modificaciones de estilo y se ha agregado al final una conferencia titulada “La cuestión de la ‘eticidad nacional’ y la ideología krausista”, dictada en Buenos Aires en 1989. El texto de esta nueva edición ha sido preparado por la Profesora Marisa Muñoz, del Instituto de Ciencias Humanas, Sociales y Ambientales del CONICET, Mendoza. Versión autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. Enero de 2005. |