Leopoldo Zea |
El Nuevo Mundo
en los retos del nuevo milenio
"Abelardo Villegas" Con este acto se inicia un ciclo de Mesas Redondas en homenaje al Maestro, calificativo que identifica a Abelardo Villegas. Mesas redondas y conferencias realizadas en el Congreso Internacional de Estudios sobre América Latina y el Caribe en Moscú, en donde Villegas debió participar. La noticia de su repentina muerte a unos kilómetros de la reunión llevaron el luto a la misma. Para mí fue dolorosa amputación, semejante a la que sentí cuando en una tarde me anunciaban la muerte de mi maestro José Gaos. No tuve ni tengo palabras para expresar lo que sentí entonces y vuelvo a sentir ahora. Sólo puedo hacer memoria de lo que este joven adulto significó y significa para mí. Digo joven porque siempre lo recuerdo así. Joven al que conocí en los cursos de Introducción a la Filosofia y de Filosofía de la Historia que dictaba en la Facultad de Filosofía y Letras. Se preparaba para obtener la maestría en Filosofía. En estos cursos exponía mis experiencias en mi larga visita a la América Latina que luego fue origen de mis desvelos. Hablaba de algo más que de la existencia de un filosofar mexicano y latinoamericano, hablaba de su existencia. Abelardo escuchaba con atención y un día me preguntó: “Maestro, ¿dónde están nuestros Sócrates, Platón, Aristóteles, Descartes, Kant y Hegel?”. “Los tenemos —le contestaba—, son parte esencial de este nuestro filosofar”. Me miraba incrédulo, no convencido, pero tratando de afirmar esta incredulidad. Dudando acabó involucrándose en 1958 en su tesis titulada Filosofía de lo mexicano. Nunca más le abandonó esta preocupación sin renunciar a su sentido crítico como lo hace expreso en el texto que debió presentar en Moscú y que aquí será leído: “A dónde va Latinoamérica”. En este texto también se hace patente otra preocupación en la que me involucré e involucré a Abelardo, la política. En los cursos que seguí con mi maestro Gaos, aprendí que los filósofos hacían política, pero no de circunstancias, sino con pretensiones universales, como lo era tratar de resolver los problemas de la gente, de una vez y para siempre. Es lo que Umberto Campagnolo llamó “política de la cultura”. A la presidencia de la República en México llegó un político con el que yo tenía amistad y dialogaba. Lo conocí como alto funcionario del pri. Adolfo López Mateos. Teníamos la misma edad y preocupaciones que nos acercaban. Le acompañé varias veces como candidato del sistema. Como presidente me llamó y me dijo: “¡Mi filósofo, ayúdeme a democratizar el partido y con él posibilitar la democratización de la nación”. ¿No era ésta la oportunidad para no sólo hablar de filosofía, sino hacerla? ¿No fue esto lo que hicieron aquellos filósofos por los que me preguntaba Abelardo Villegas? Acepté esta maravillosa aventura y volví a involucrar a mi querido Abelardo. Era la oportunidad para posibilitar el triunfo de la razón del hombre sobre sus instintos, su naturaleza, por ser humano, demasiado humano. Al estar escribiendo estas palabras me llega la noticia de algo que impide esta posibilidad, la violencia terrorista que nunca imaginó recibir Estados Unidos, el terror sobre su capital política y económica, con las que mantenía su hegemonía sobre el mundo. La aventura en la que nos involucramos Abelardo y yo obviamente fracasó. El presidente Adolfo López Mateos que me había autorizado y apoyado para hacer posible lo que me había pedido no tuvo éxito. ¡Aún no era tiempo! ¿Cuándo lo sería? Quizá nunca. Poco después me pidió le ayudase a difundir nuestra cultura. ¡Nunca me dijo qué había pasado! Desde la Secretaría de Relaciones Exteriores pude conocer Europa, Asia y África, como antes había conocido mi América. Se ampliaban mis pretensiones de comprensión. Una vez más, Abelardo Villegas me acompañó, como lo hizo después en el Instituto Panamericano de Geografía e Historia que amplió nuestra tribuna latinoamericanista. Después en la Universidad, en los difíciles días de 1968, mi aventura política fue la primera y única, como lo fue para Abelardo. El camino de la cultura como instrumento de comprensión para el cambio no es fácil, en mi contra tenía mi aventura política. ¡Ideólogo del pri!, se decía como algo denigratorio. Mal ideólogo que había fracasado en un intento para el cambio. Nunca he aceptado puesto político o de administración que me fuese ajeno. Ante el partido manifesté esta preocupación y mi negativa como intelectual a ser adorno. También hacía críticas como ex funcionario del mismo y me aplaudían aunque luego no me hiciesen caso. Mi relación con Abelardo siguió firme, como firme su resistencia a jurar por maestro o idea alguna, aunque yo nunca le pedí que lo hiciera. El no quería ser lo que se diría clonado. Violento se volvía cuando percibía algún intento en este sentido de sus profesores y compañeros. No era mi caso con mi maestro José Gaos, aprendí que nadie puede ser clonado, aún cuando se intentase o aceptase. Siempre sería mala copia del original, como mala copia del filosofar universal parecía ser nuestra filosofía. Simplemente era distinta. Con Gaos aprendí la relación maestro-alumno o discípulo. “Nunca me han estorbado mis maestros ni mis discípulos —me decía. Para mí mis maestros fueron la atalaya donde podía ver mejor de lo que ellos pudieron. En cuanto a mis discípulos, solo quiero ser la atalaya que les permita ver lo que yo no alcancé a ver”. Pensar así no era fácil. Sufrí la resistencia de algunos de los que fueran mis profesores y de algunos de los discípulos que trabajaron conmigo. Algo natural, que por serlo no gusta. Mi relación con Abelardo fue de compañerismo cuando se recibió como maestro y doctor. En 1978, el rector de la Universidad, el doctor Guillermo Soberón, me llamó para proponer mi reelección como director de la Facultad de Filosofía y Letras, algo que me había sido negado en 1969. “Hizo usted una buena dirección”, me dijo. “Por eso mismo —le contesté— no puedo aceptarla”. “¿Puede proponerme a algún candidato?”, me preguntó. Sin titubear le dije: “Sí, Abelardo Villegas”. “Me dicen que es muy conflictivo”, objetó. “Tanto como usted porque quiere a esta Universidad”, fue mi respuesta. Me mató el gallo y aceptó. Abelardo aceptó la oferta. Era para mí el momento de guardar distancia, como mi maestro Gaos lo hizo cuando entré como profesor en El Colegio de México, donde había sido becario a propuesta suya, y en la propia Universidad. Abelardo Villegas era un maestro y sabría qué hacer como director con los discípulos de los que sería atalaya. Abelardo Villegas era el responsable de su función como yo soy de la mía y Gaos de la suya. Mi único deseo era ser atalaya para él, como Gaos lo fue para mí. Esta distancia no afectó nuestra amistad, ni mi preocupación porque Abelardo recibiese los reconocimientos que merecía. No fue fácil pese a mi empeño, los resultados me hacían parecer mezquino. Eran los mismos obstáculos que para mí he encontrado. Ahora empiezan los reconocimientos que fueron regateados al joven que siempre recuerdo interrogándome. (Palabras pronunciadas en el Homenaje |
© Leopoldo Zea. El Nuevo Mundo en los retos del nuevo milenio. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, Septiembre 2003. La edición digital fue autorizada por el autor para el Proyecto Ensayo Hispánico y fue preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes. |