Leopoldo Zea
El
pensamiento latinoamericano
introducción
III
HISPANOAMÉRICA
Y SU CONCIENCIA HISTÓRICA
SENTIMIENTO
DE DEPENDENCIA
Hegel,
en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, al
referirse al continente americano, decía: “América es el país del
porvenir. En tiempos futuros se mostrará su importancia histórica,
acaso en la lucha entre América del Norte y América del Sur. Es un país
de nostalgia para todos los que están hastiados del museo histórico de
la vieja Europa”. Pero, agregaba, “América debe apartarse del suelo
en que, hasta hoy, se ha desarrollado la historia universal. Lo que
hasta ahora acontece aquí no es más que el eco del viejo mundo y el
reflejo de ajena vida”. Mas esto es algo que corresponde al porvenir.
Y “como país del porvenir, América no nos interesa, pues el filósofo
no hace profecías” (Hegel, 1953: 182-183). En esta forma el filósofo
alemán hacía a un lado a nuestro continente, dejándolo en el olvido
de la historia.
Para
Hegel, que concibe la historia de las ideas como un movimiento dialéctico,
en el cual toda superación es al mismo tiempo negación y conservación,
la América carece de historia y, al carecer de historia, carece de
realidad. La historia de que se puede hablar en este continente no es
sino un eco o reflejo de la historia del Viejo Mundo, su anexo. De
acuerdo con Hegel, América tendrá historia, existirá, cuando sea
capaz de entrar en ese movimiento dialéctico mediante el cual se
desarrolla el espíritu; esto es, cuando sea capaz de negar un pasado
que ya no le es propio; pero mediante una negación dialéctica, esto
es, mediante un acto de asimilación. Dentro de una lógica dialéctica
negar no significa eliminar sino asimilar, esto es, conservar. De
acuerdo con esta lógica lo que se es, se es plenamente, para no tener
necesidad de volver a serlo. Cuando se asimila plenamente no se siente
lo asimilado como algo ajeno, estorboso, molesto, sino como algo que le
es propio, natural. Lo asimilado forma parte del propio ser en forma tal
que no estorba el seguir siendo. El haber sido, el pasado, forma parte
de la experiencia que hace posible el seguir siendo. Cuando se asimila
no hay necesidad alguna de volver a repetir las experiencias del pasado.
La conciencia histórica ofrece esta experiencia, haciendo inútil su
repetición. La historia es la expresión objetiva de esta asimilación,
la expresión más patente de la negación dialéctica. Tal es la
historia de Europa, la historia del hombre europeo. Hegel ha buscado el
sentido de esta historia mostrando en su filosofía lo que ha sido y lo
que es. La historia del Viejo Mundo es la historia que algún día, al
decir de Hegel, tendrá que negar América si quiere empezar la propia.
Mientras no se realice tal negación o asimilación, América continuará
siendo un continente sin historia, una dependencia de la historia
europea.
El
filósofo español José Ortega y Gasset, al hablar de la historia del
hombre europeo, hacía referencia a la interpretación hegeliana al
decir: “El hombre europeo ha sido ‘demócrata’, ‘liberal’,
‘absolutista’, ‘feudal’, pero ya no lo es. ¿Quiere esto decir,
rigurosamente hablando, que no siga en algún modo siéndolo? Claro que
no. El hombre europeo sigue siendo todas esas cosas, pero lo es en la
‘forma de haberlo sido’. Si no hubiese hecho esas experiencias, si
no las tuviese a su espalda y no las siguiese siendo en esa peculiar
forma de haberlas sido, es posible que ante las dificultades de la vida
política actual se resolviese a ensayar con ilusión alguna de esas
actitudes. Pero ‘haber sido algo’ es la fuerza que más automáticamente
impide serlo” (Ortega y Gasset, 1947: 37). Ahora bien, cabe
preguntarnos por nuestra cuenta: ¿Es esto válido para América? O más
concretamente: ¿Los hispanoamericanos podemos hablar en la misma forma?
Nosotros
los hispanoamericanos hemos sido, por nuestro pasado, conquistadores y
conquistados, coloniales, ilustrados, liberales, conservadores y
revolucionarios. ¿Pero realmente hemos sido todo esto, en el sentido en
que por haberlo sido no tenemos necesidad de volver a serlo? O en otras
palabras ¿los problemas que planteó la Conquista, la Colonia, la
Independencia y los que se han seguido planteando en Hispanoamérica son
problemas resueltos, en forma tal que ya no se tiene necesidad de
volverlos a plantear? ¿Son ya un pasado en un sentido pleno? ¿La
Conquista, la Colonia, la Independencia y todas nuestras luchas
liberales son ya para nosotros simple experiencia histórica? La
respuesta a estas preguntas tiene que ser negativa. Si no fuera así, si
en verdad todo ese pasado fuese auténtico pasado, querría decir que
habíamos empezado a realizar nuestra historia en el sentido dialéctico
que señalaba Hegel.
No,
esta historia no es aún una historia de negaciones. Aún no la hemos
asimilado. Nosotros los hispanoamericanos tenemos aún en la epidermis
al conquistador y al conquistado, al colonial, al liberal romántico y a
todo esto que fue nuestro pasado. Es más, a pesar de que pretendemos
haber sido todo eso, aún seguimos sin serlo plenamente. Todas esas
actitudes las hemos ido tomando sólo en el campo de lo formal. En la
realidad tales actitudes no han hecho sino enmascarar, encubrir, un
hecho, una realidad no asimilada aún, la primera de que fue consciente
el hispanoamericano, la colonial. Esto es, la de su realidad como
dependencia, la de su conciencia como entidad dependiente de una
realidad a la que aún no considera como propia. La de su dependencia
con algo que considera le es ajeno.
El
hispanoamericano del siglo xx
continúa discutiendo apasionadamente, afirmando o negando, esta
realidad. La Conquista y la Colonia siguen vivas en su mente, en torno a
ellas giran, al final de cuentas, todas sus discusiones. Unas veces lo
vemos afirmando la razón de los conquistados, otras la de los
conquistadores; unas veces justificando la Colonia, otras la
Independencia. Siempre el mismo punto de vista, a pesar de que encubre
éste con diversas banderas ideológicas o diversa terminología.
Siempre está patente el problema de la dependencia y la independencia
del hombre hispanoamericano. Ilustrados, liberales, conservadores,
positivistas y revolucionarios, no han hecho otra cosa que expresar en
diversas épocas y con diverso lenguaje el mismo y siempre latente
problema. Siempre está ahí nuestro pasado. Este pasado es España y,
con España, Europa, aún no hemos podido asimilar este pasado, porque aún
lo sentimos como algo que nos es ajeno; aún no lo sentimos en nuestras
venas, en nuestra sangre, no lo sentimos como propio. O en otras
palabras, este pasado nuestro aún no se convierte en auténtico pasado,
sigue siendo un presente que no se decide a ser historia.
En
vez de tratar de resolver nuestros problemas por el camino dialéctico,
los hispanoamericanos no hemos hecho otra cosa que acumularlos. Aún no
se resolvía la contradicción entre el conquistador y el conquistado,
cuando decidimos hacernos republicanos, liberales y demócratas,
conforme al modelo que nos presentaban los grandes países modernos,
especialmente los sajones. A continuación, sin resolver las nuevas
contradicciones que se nos planteaban, aspiramos a establecer burguesías
semejantes a la gran burguesía europea, sin llegar a ser otra cosa que
pequeños servidores de ésta. Ahora, en nuestros días, tampoco hemos
alcanzado aún el poderío económico que permita la descomposición de
esa burguesía sui generis, cuando ya nos estamos planteando los
problemas de una lucha de clases. Desde luego, no se quiere negar que
esta lucha exista, la lucha del oprimido contra el opresor, pero no
existe en los términos que lo planteó la Conquista: la lucha del
conquistado contra el conquistador, la lucha del colonial contra la metrópoli.
Ayer, lucha contra España, ahora contra la nueva metrópoli de esta
colonia que aún no dejamos de ser, los Estados Unidos. Siempre la misma
lucha, la de nuestra independencia. Ayer lucha política frente a España,
después mental frente a sus hábitos y costumbres, más tarde económica
contra las burguesías, de las cuales sólo somos instrumentos. Lucha
también en contra de nuestra dependencia cultural ante un pasado que no
acabamos por sentir nuestro mediante una asimilación dialéctica.
Antonio
Caso, hablando de la historia de México, decía: “Los problemas
nacionales jamás se han resuelto sucesivamente [...] México, en vez de
seguir un proceso dialéctico uniforme y graduado, ha procedido
acumulativamente [...] Causas profundas, que preceden a la Conquista, y
otras más, que después se han conjugado con las primeras, y todas
entre sí, han engendrado el formidable problema nacional, tan abstruso
y difícil, tan dramático y desolador [...] ¡Todavía no resolvemos el
problema que nos legó España con la Conquista; aun no resolvemos
tampoco la cuestión de la democracia, y ya está sobre el tapete de la
discusión histórica el socialismo en su forma más aguda y
apremiante!” (Caso, 1943: 17-20).
Este
ser ciegos a nuestros problemas, para verlos sólo a través de los
lentes de las soluciones europeas, es lo que hacía afirmar a Hegel que
vivíamos como eco y reflejo del Viejo Mundo, como su sombra y no como
una realidad. Ecos y reflejos de ajena vida. Sin embargo, la realidad es
siempre más poderosa que la imaginación del hombre. En este caso la
realidad hispanoamericana, que así podemos llamarla, es más poderosa
que el afán del hispanoamericano por escapar a ella. Pese a todos los
subterfugios por eludirla, ésta se hace siempre patente. Aparentemente
el hispanoamericano se plantea los mismos problemas y busca las mismas
soluciones que ha aprendido en la cultura europea. Pero lo cierto es que
no se plantea los mismos problemas ni se da las mismas soluciones, a
pesar de que se imagina tal cosa. La realidad es siempre más poderosa y
lo obliga a plantearse los que le son propios y a buscarse sus propias
soluciones. Todo esto inconscientemente, haciendo una cosa y creyendo
que es otra. Es en nuestros días cuando empieza a darse cuenta de este
hecho. De la plena conciencia del mismo dependerá el que algún día se
decida a resolverlo en forma directa, aspirando a que las soluciones
sean definitivas, tal como ha sucedido en toda auténtica filosofía.
RENUNCIA
NEGATIVA AL PASADO HISPANOAMERICANO
El
hombre hispanoamericano, en la medida en que fue haciéndose más
consciente de sus relaciones de dependencia con un mundo que no
considera como propio y de un pasado que consideraba como ajeno, trató
de romper definitivamente con tal mundo y con tal pasado. Pero, en vez
de negarlos de acuerdo con una lógica dialéctica, lo hizo de acuerdo
con una lógica formal, esto es, conforme a una lógica, que no admite
la contradicción. Una lógica en la que la historia no tiene cabida.
Partiendo de esta lógica, el hispanoamericano no tuvo otro camino que
negar su historia, renunciar a ella, considerándola como impropia. Su
historia, su pasado, fue considerado cómo algo ajeno, como algo que no
le pertenecía por no haber sido obra suya. El pasado se le presentó
como lo negativo por excelencia; como aquello que no debía ser el
hispanoamericano, ni aun en el sentido de haberlo sido alguna vez.
El
hispanoamericano, al autoanalizarse, se encontró lleno de
contradicciones. Sintiéndose incapaz, insuficiente, para realizar una síntesis
de éstas, optó por el camino más fácil, la amputación. Eligió una
de las formas de su ser y trató de cortar definitivamente la otra. Pero
con esto la contradicción siguió en pie, sin solución, ni siquiera
aparente. En el pasado vio la raíz de todos sus males, la fuente de
todas sus desdichas como pueblo. Este pasado fue y siguió siendo la
Colonia. La historia de ésta se le presentó como lo ajeno por
excelencia. España había sido la creadora de este pasado, del que sólo
España podía responder. De sus ancestrales defectos sólo ésta debía
ser llamada a cuentas; el hispanoamericano no se conformó con intentar
cortarlo de un tajo. Aceptar este pasado como algo propio no significaba
para el hispanoamericano otra cosa que la aceptación de su dependencia.
Con el pasado hecho por España el hispanoamericano no podía tener otra
actitud que la de rechazo o sumisión. Ni por un momento se le ocurrió
el camino de la negación por asimilación.
En
esta forma el hispanoamericano se comprometió en una difícil, casi prácticamente
imposible, tarea: la de arrancarse, amputarse, una parte muy importante
de su ser, su pasado. Se entregó al difícil empeño de dejar de ser
aquello que era, para ser, como si nunca hubiese sido, otra cosa
distinta. La herencia española, la herencia colonial, pedían los próceres
de la independencia mental de Hispanoamérica, debe ser reformada
completamente. Ella, agregaban, es todo lo opuesto de lo que queremos y
debemos ser. Nuestros males, los llevamos en la sangre, eliminemos, si
es necesario, esta sangre. La emancipación social de Hispanoamérica,
decían con toda violencia, no se lograría si no repudiamos plenamente
la herencia española, esto es, nuestro pasado.
España,
el pasado, estaba en la mente, en los hábitos y costumbres del hombre
hispanoamericano. Arraigado en él, sentía que lo imposibilitaba para
evolucionar como lo hacían los demás pueblos. Sentía que todos sus
esfuerzos para transformar el pasado fallaban. Nada podía hacer para
cambiarlo. Sentía como inútil todo lo intentado en este sentido. El
hispanoamericano había luchado por alcanzar su emancipación política
pero ésta resultaba inútil careciendo de una previa emancipación
mental. El pasado, España, estaba siempre presente en la carne y huesos
de sus mismos libertadores. Éstos, que habían aspirado a dar a
Hispanoamérica una forma de vida a la que España era ajena, habían
fracasado, pues en su misma sangre llevaban la raíz de este fracaso.
Todo había sido imposible, el pasado colonial impuesto por España
aparecía siempre. El hispanoamericano seguía obrando como si ningún
cambio se hubiese realizado. En realidad no había cambio alguno. Nada
real y definitivo parecía haberse logrado. La emancipación política
alcanzada sólo era algo formal. Las nuevas formas sólo encubrían
pasados y permanentes males. Hispanoamérica se había independizado de
la Corona española, pero nunca de España. Ésta seguía viva, actuando
sobre la propia acción de los hispanoamericanos. Éstos continuaban
viviendo como si nada hubiese cambiado. Cada hispanoamericano no
aspiraba a otra cosa que a ocupar el lugar que había dejado el
conquistador. De dominado que era, aspiraba a ser dominador de los más
débiles.
Los
próceres de la nueva emancipación hispanoamericana se daban plena
cuenta de este hecho y aspiraban a ponerle fin. La revolución de
independencia, decían, ha sido animada, más que por el espíritu de
libertad, por el espíritu imperial hispánico. Ha sido una revolución
política, se ha disputado todo el mando, no ha sido una revolución
social. Sólo se ha querido quitar a un señor para poner otro. Se ha
arrancado el cetro a España, pero nos hemos quedado con su espíritu.
Los congresos libertarios, los libertadores y guerreros de la emancipación
política de Hispanoamérica, no han hecho otra cosa que actuar de
acuerdo con el espíritu que España les había impuesto. La lucha no ha
sido entre América y España, sino entre España y España. Una España
más joven, pero España al fin, es la que ha vencido a la vieja España.
Nada ha cambiado, los mismos y ya viejos privilegios siguen en pie, los
propios libertadores se han encargado de que así sea. Hispanoamérica
sigue siendo una colonia.
Así, en esta forma, los nuevos
emancipadores de Hispanoamérica se dieron cuenta de la cruda realidad y
determinaron eliminarla de una vez y para siempre. Para lograrlo
ofrecieron ese raro espectáculo de que se hablaba antes: el de hombres
empeñados en arrancarse una parte de su propio ser, su historia. Con
verdadera furia y coraje se entregaron a tan difícil tarea. Con la
misma furia, coraje y tesón que el hispanoamericano había heredado
actuaron como dignos hijos de esa España que se empeñaban en negar. La
nativa constancia española, como diría Andrés Bello, se expresó en
el mismo afán del hispanoamericano por dejar de ser español. El mismo
empuje y valor que el español había puesto para dominar estas tierras
e imponer sus hábitos y costumbres, lo puso el hispanoamericano para
librarlas y para arrancarse tales hábitos y costumbres. A una violencia
se contestó con otra violencia, a una imposición con otra imposición.
Sin
embargo, el pasado no es algo que se elimine así, sin más. El pasado,
si no es plenamente asimilado, se hace siempre presente. En cada gesto,
en cada acto realizado por el hombre hispanoamericano, el pasado se
patentiza. Los partidos políticos fueron tomando diversos nombres, se
habló de nuevas ideas, nuevas filosofías parecían orientarlos, pero
en el fondo, el pasado permanecía vivo, latente, dispuesto a
patentizarse en la primera ocasión propicia. No había más que nombres
nuevos con los que se encubrían viejos problemas. Mientras tanto el
resto del mundo marchaba, progresaba, hacía historia. Hispanoamérica
seguía siendo un continente sin historia, sin pasado, por estar éste
siempre presente. Y si tenía historia no era una historia consciente.
Hispanoamérica seguía negándose a considerar como parte de su
historia a un pasado que no había hecho. La Colonia no era historia
suya; pero tampoco aceptaba como tal la serie de luchas por emanciparse
de la misma. Esto era pura anarquía de la cual se avergonzaba. Nada
quería tener que ver con esa serie de luchas, de revueltas, violencias
y alternativas entre dictaduras y anarquías. En la historia hecha no
encontraba nada constructivo, nada de aquello que aspiraba a ser. Y sin
embargo, pese a todo esto, el hispanoamericanismo iba haciendo historia,
no la historia que hubiera querido hacer, sino su historia. Una historia
muy especial, sin negaciones o asimilaciones dialécticas. Una historia
llena de contradicciones que no acababan por sintetizarse. Pero historia
al fin y al cabo. La historia que ahora a los hispanoamericanos de
mediados del siglo xx toca negar dialécticamente, esto es, asimilar.
HISPANOAMÉRICA
Y SU AFÁN POR HACER UNA NUEVA HISTORIA
Empezar como si nada estuviese
hecho, hacer una historia desde sus inicios, son actitudes que se han
presentado en la historia de la cultura y también en las historias
particulares de los individuos, en las biografías. En épocas de
crisis, de grandes decepciones, suele surgir ese afán por empezar todo
de nuevo. El hombre en determinados momentos de su vida suele sentir
este mismo afán, una de las formas más efectivas de escapar a sus
circunstancias, a su realidad. En esta forma cree poder eludir los
compromisos que su situación en el mundo le ha impuesto. En estas
ocasiones, en las que la marejada de la historia parece enredarse y
complicarse, el hombre se siente impulsado a escapar del enredo. En vez
de entregarse a la difícil, pero no imposible, tarea de desenredar su
situación, prefiere escapar y no saber nada de la complicada madeja.
Entonces empieza a imaginar mundos sin complicaciones, mundos sin
historia hecha, mundos en los cuales cada individuo puede empezar a
realizar su historia según le plazca. En estos mundos imaginarios la
libertad se ofrece en su máxima expresión. Se trata de mundos en los
cuales el individuo carece de compromisos. En ellos todo está hecho a
las mil maravillas. El hombre no tiene allí otro quehacer que vivirlos
libremente, sin limitaciones. O bien, tales mundos suelen presentarse
como mundos vírgenes, en donde todo está por hacerse y por lo mismo
llenos de posibilidades. En fin, utopías que son verdaderas jaujas o
utopías en las que todo está por crearse. En ambas el hombre puede
escapar a su pasado, esto es, a sus compromisos, a su tener que
responder de los compromisos de un pasado que él no ha hecho. En una
utopía todo está hecho, en otra todo está por hacerse, pero ninguna
de ellas representa un compromiso. Y no representando compromisos
tampoco plantea problemas.
Así
vemos cómo en las grandes crisis de la humanidad el hombre suele tomar
una de estas dos actitudes o ambas. Unas veces se decide por el ideal de
un mundo en el cual todo se encuentre resuelto. De acuerdo con tal idea
el hombre carece de compromisos. La libertad en él es máxima, pues
todo lo que representa un compromiso que la limite ha sido abandonado a
una providencia que todo lo prevé y resuelve. Tal es la actitud tomada
por el hombre en el que hizo crisis la llamada cultura pagana. Otras
veces el hombre anhela un mundo enteramente nuevo, en el cual todo tenga
que ser hecho. Aquí no hay renuncia a la acción. La acción existe, sólo
que es una acción plenamente libre y, por serlo, es también
irresponsable. Nada hay que estorbe esta acción porque nada está
hecho. Tal es lo que intentó el llamado hombre moderno cuando hizo
crisis la cultura cristiana. El hombre “hastiado del museo histórico
de la vieja Europa” aspiró a crear un mundo enteramente nuevo. Su
utopía no se situó ya en mundos trascendentes, en los que todo está
previsto, sino en la misma tierra. Pero ésta era una tierra virgen,
tierra nueva, donde el hombre que la habitaba vivía en pleno estado de
naturaleza, esto es, sin historia. Tierra nueva, en la que la acción
del individuo no estaba aún comprometida por la acción de los otros.
La tierra nueva y el buen salvaje representaron el ideal del hombre
moderno, harto ya de tener que responder de las acciones de sus
antepasados. Fue este hombre el que, con mayor empeño, trató de
realizar una historia de la cual él fuese principal protagonista y su
principio. La historia, el pasado, pareció borrarse en una aparente
oscuridad.
Por
lo que se refiere a Hispanoamérica, la tierra que los europeos habían
visto como la realización de su utopía, sucedió algo semejante. En
una determinada coyuntura histórica, los hispanoamericanos se rebelaron
también contra su pasado y, con ello, contra las responsabilidades que
implicaba. De un tajo trataron de romper con él. Lo negaron, tratando
de empezar una nueva historia, como si nada hubiese sido hecho antes.
También crearon su utopía. El ideal, aquello que aspiraron a ser, lo
encontraron en los grandes países sajones: Inglaterra y Estados Unidos,
o bien Francia, en lo que ésta representaba dentro del avance de la
civilización. Sus constituciones políticas, su filosofía, literatura
y cultura en general, fueron los modelos conforme a los cuales los
hispanoamericanos pretendieron hacer su nueva historia.
¡El
pasado o el futuro!, fue el dilema planteado. Para alcanzar el
futuro ideal era menester renunciar irrevocablemente al pasado. El
pasado hispanoamericano no era otra cosa que la absoluta negación de
sus propios ideales. Los nuevos ideales se hallaban en absoluta
contradicción con el pasado heredado. La nueva civilización era la
absoluta negación de la España colonial. Era menester elegir entre lo
uno o lo otro; era menester renunciar al futuro o al pasado. “¡Republicanismo
o catolicismo!”, grita el chileno Francisco Bilbao. “¡Democracia o
absolutismo! ¡Civilización o barbarie!”, da a elegir Domingo F.
Sarmiento. ¡Liberalismo o tiranía! ¡Lo uno o lo otro!, no cabía otro
dilema. El terrible dualismo, decían estos hombres, nos llevará a la
muerte si no sabemos elegir uno de los dos. Es menester elegir entre el
predominio absoluto de la Colonia o el predominio absoluto de los nuevos
ideales libertarios. No hay conciliación posible, pensarla sería el
mayor de los errores. Necesariamente, sostenían, tendrá que imponerse
uno de los términos mediante el absoluto exterminio de su opuesto. Y
mientras tal cosa realizaban los hispanoamericanos se exterminaban entre
sí. Una mitad estorbaba a la otra. En esta forma se hizo la historia
del siglo xix, una historia
en la que una minoría llena de fe en el futuro se decidió por la
negación de todo su pasado.
Sin embargo, el pasado lo llevaba
el hispanoamericano dentro, lo llevaba en todo su ser. El futuro no
acababa de hacerse presente, ni el pasado de hacerse pasado. La utopía,
en vez de realizarse, se fue alejando cada día más. Pese a todos los
esfuerzos realizados, los hispanoamericanos siguieron siendo
hispanoamericanos, esto es, hijos de esa circunstancia y realidad
llamada Hispanoamérica. El pasado siguió presente en las diversas
formas de vida de estos hombres que en vano lucharon por arrancárselo.
Con un presente, que no se realizaba, y un pasado, que no acababa de ser
tal, la historia, nuestra historia, no existía. Hispanoamérica, por
decisión propia, se convertía en un pueblo sin historia. A lo más que
llegaba, como pensaba Hegel, era a ser un país del porvenir, del
futuro. Hispanoamérica, en el terreno de la realidad, se conformaba con
ser un eco y reflejo de algo que quería ser; pero que de hecho no era.
Se convertía en proyecto ajeno, en utopía de una Europa también
cansada de su historia. Utopía de pueblos hastiados del viejo museo
europeo. En esta forma, de acuerdo con una proyección que le era ajena,
una vez más el hispanoamericano continuó siendo un colonial, renunció
a su historia real y con ella a su realidad.
Pero
la realidad siempre es más poderosa y, a pesar de todo, la renuncia
resultó inútil. Pese a todos los esfuerzos realizados, el
hispanoamericano permaneció con su realidad, realidad peligrosa, porque
se apoya en un pasado que no ha podido asimilar. Y tanto más peligrosa
cuanto más tarde en hacer dicha asimilación. Las antiguas fuerzas, de
las cuales ha creído poder libertarse, continúan latentes. Tan
descaradamente latentes que no ocultan en la actualidad sus pretensiones
respecto a regir abiertamente su realidad. El no haber podido asimilar a
tiempo este pasado es lo que le da su actual potencia.
Así
vemos que, mientras Europa discute en la actualidad su futuro, nosotros
en Hispanoamérica tenemos aún que seguir discutiendo nuestro pasado.
Mientras Europa lucha por realizar una historia que represente un
progreso más de su movimiento dialéctico, Hispanoamérica tiene aún
que volver los ojos al pasado para defender libertades que parecían
definitivamente ganadas. A cien años de distancia cronológica,
Hispanoamérica tiene aún que defender la obra de un Juárez y la de un
Sarmiento contra las siempre vivas y latentes fuerzas que hacen posibles
los actuales defensores de pasados privilegios o los nuevos Rosas.
Mientras Europa se aplica a buscar el tipo de comunidad que ha de
adoptar en el futuro, Hispanoamérica sigue discutiendo la Conquista, la
Independencia y el liberalismo. Sólo en pueblos como los
hispanoamericanos, donde el pasado es todavía un presente, pueden
seguir en contraversión formas políticas como las coloniales que parecían
ya abandonadas. Sólo pueblos que no han asimilado su historia pueden
continuar sintiéndose amenazados por su pasado. De aquí la urgente
necesidad de realizar esta asimilación. Es menester que nosotros los
hispanoamericanos hagamos del pasado algo que, por el hecho de haber
sido, no tenga ya necesidad de volver a ser. Es menester que hagamos
nuestra historia, esto es, que seamos conscientes de ella. Una historia
que nos hable de los caminos que nuestro pasado ha tomado para no tener
necesidad ya de volver a tomarlos, conocidas sus experiencias. Es
menester que podamos vivir el pasado como algo que fue y no como algo
que aún no es. Es menester que vivamos el pasado en el recuerdo, en la
experiencia realizada, en lo que, en suma, somos por haber vivido y no
en lo que seremos por seguir viviendo.
Esto
es en parte lo que justificará la historia que a
continuación
se expone. Si, en verdad, no queremos repetir las experiencias de
nuestro pasado viviéndolas como algo presente, es menester que las
vivamos como historia, como pasado que es. Y la mejor manera es la de la
asimilación, debemos asimilar nuestro pasado, hacernos conscientes de
él. Tal es lo que siempre ha hecho Europa, tal ha sido la tarea de sus
historiadores y filósofos. Son éstos los creadores de su llamada
historia universal. La historia no la componen los puros hechos, sino la
conciencia que se tenga de ellos. Es esto lo que aún no hemos logrado,
es esto lo que nos reprocha Hegel. Pero ahora parece que ya somos al
menos conscientes de su necesidad. Dicha conciencia explica el interés
cada vez más creciente por la historia de nuestras ideas. Ahora sólo
nos queda hacer nuestra parte, por pequeña que ésta sea.
©
Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con
la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez
López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición
del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para
Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez.
Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.