Repertorio de Ensayistas y Filósofos

Leopoldo Zea

 

El pensamiento latinoamericano

primera parte

I

EMANCIPACIÓN POLÍTICA Y EMANCIPACIÓN MENTAL

   

LA REVOLUCIÓN DE INDEPENDENCIA Y LA REACCIÓN COLONIAL

Apenas lograda la independencia política de Hispanoamérica, sus hombres se darían pronto cuenta de la insuficiencia de esta emancipación. El maestro y pensador venezolano Andrés Bello (1781-1865) decía al respecto: “Arrancóse el cetro al monarca, pero no al espíritu español: nuestros congresos obedecen sin sentirlo a inspiraciones góticas [...] hasta nuestros guerreros, adheridos a un fuero especial que está en pugna con el principio de la igualdad ante la ley —piedra angular de los gobiernos libres—, revelan el dominio de las ideas de esa misma España cuyas banderas hollaron” (Bello 1945: 200). Se había realizado la independencia política de Hispanoamérica; pero los hábitos y costumbres establecidos por España permanecían arraigados con fuerza en la mente de los hispanoamericanos.

La revolución de independencia no había tenido como fin otra cosa que un cambio de poder. No se había buscado el bien de la comunidad, sino simplemente el poder por el poder. El criollo reclamaba al español su derecho a gobernar por ser hijo de estas tierras. La revolución americana, decía el argentino Domingo Faustino Sarmiento, no fue movida por otra cosa que por “el deseo de aprovechar una ocasión propicia para sustituir la administración española por una administración criolla” (Ingenieros 1915: 26). El espíritu colonial, que permanecía aún en la mente de los hispanoamericanos, no tardaría en hacerse patente en la primera oportunidad que se ofreciese. “Apenas terminaba la revolución de independencia —dice el chileno José Victorino Lastarria— cuando naturalmente, por un efecto de las leyes de la sociedad, comenzó a abrirse paso la reacción del espíritu colonial y de los intereses que esa revolución había humillado. Los capitanes que le habían servido llevaban ese espíritu en su educación y en sus instintos” (Lastarria 1885).

Esta reacción buscaría inmediatamente aliados en todos los campos posibles. Éstos empezaron a surgir: allí estaba la reacción eclesiástico-militar, exponente de las fuerzas conservadoras en México; allí también las fuerzas de los caudillos de provincia con sus montoneras en la Argentina; allí la reacción de los “pelucones” en Chile. La Iglesia y los militares unidos se encargarían pronto de establecer el único orden que convenía a sus intereses. Este orden no era otro que el español, sólo que sin España.

En nombre del pueblo, y para su bien, el doctor José Gaspar Rodríguez Francia impone en el Paraguay una de las más crueles dictaduras que conoce la historia. En la Argentina, un hacendado y militar, Juan Manuel de Rosas, enarbolando la bandera de la libertad y de los derechos de las provincias, impone otra histórica dictadura. En México, enarbolando unas veces una bandera, otras veces la opuesta, el general Antonio López de Santa Anna establece igualmente nefasta dictadura. En el Ecuador, Gabriel García Moreno establece una especie de teocracia, y en Chile, Diego Portales logra establecer un mecanismo gubernamental que, a semejanza del orden español, impone un orden impersonal, pero no por esto menos efectivo. Y así, en otros países, el hombre de mentalidad colonial va estableciendo el orden que sustituye al español.

   

REPUDIO DE LA HERENCIA COLONIAL

Frente a este orden surgirá una pléyade de reformistas hispanoamericanos. Su ideal será transformar tal mentalidad y acabar con sus hábitos y costumbres, para alcanzar así una auténtica independencia, lo que llamarán emancipación mental. “La sociedad —establecía Lastarria— tiene el deber de corregir la experiencia de sus antepasados para asegurar su porvenir”. Ahora bien, preguntaba: “¿Acaso no necesita corrección la civilización que nos ha legado España?”. Ésta, continuaba diciendo, “debe reformarse completamente, porque ella es el extremo opuesto de la democracia que nos hemos planteado” (Lastarria 1885). Y en la Argentina, el desterrado Esteban Echeverría afirmaba que la emancipación social americana sólo podría conseguirse repudiando la herencia que nos dejó España.

Por su parte, en México, José María Luis Mora (1794-1850) creía que era menester transformar los hábitos de los mexicanos, si se quería que las reformas fuesen permanentes. Era necesario que toda revolución, si había de realizarse, estuviese acompañada o preparada por una revolución mental. “Es preciso —decía textualmente—, para la estabilidad de una reforma, que sea gradual y caracterizada por revoluciones mentales, que se extiendan a la sociedad y modifiquen no sólo las opiniones de determinadas personas, sino las de toda la masa del pueblo” (Mora 1963).

Y Francisco Bilbao (1823-1865), romántico rebelde chileno en contra de las instituciones coloniales que habían continuado después de la independencia, decía: “Si los gobiernos hubieran comprendido que el desarrollo de la igualdad era el testamento sagrado de la revolución, que la igualdad es la fatalidad histórica en su desarrollo, no hubieran sucumbido. Afirmándose en la tierra y elevando la frente gloriosa de los héroes, el pueblo los hubiera sostenido asimismo. Y entonces con la autoridad legítima [...] hubieran podido cimentar por medio de la educación general la renovación completa del pueblo que había quedado antiguo en sus creencias” (Bilbao 1941: 99). Es, pues, necesario transformar la mentalidad de los hispanoamericanos, renovarlos completamente, revolucionar sus mentes. Hay que arrancar de éstos toda la herencia española. En ella se encontraban todos los males. El argentino Sarmiento (1811-1888) exclamaba con su acostumbrada violencia: “¡No os riáis, pueblos hispanoamericanos, al ver tanta degradación! ¡Mirad que sois españoles y la Inquisición educó así a la España! Esta enfermedad la traemos en la sangre. ¡Cuidado, pues!” (Sarmiento 1989: 117). Quizá ninguno de estos reformistas intentó, como Sarmiento, acabar esto que consideraba una enfermedad.

Así, la nueva lucha que con esta generación se empieza es una lucha educativa, espiritual, la cual muchas veces había de servirse de las armas, del acero y el plomo. Pero ahora ya no preocupa el poder por el poder, sino el poder para cambiar a los pueblos de Hispanoamérica. La idea de la emancipación mental alienta a estos hombres. De ella hablaban en sus cátedras, en sus artículos periodísticos, en sus proclamas y en sus oraciones. Una generación de románticos, por sus ideales, inicia la lucha en pro de esta nueva emancipación. A esta generación pertenecen los argentinos Esteban Echeverría, Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi; el venezolano Andrés Bello; el ecuatoriano Juan Montalvo (1833-1889); el peruano Manuel González Prada; los chilenos Francisco Bilbao y José Victorino Lastarria; el cubano José de la Luz y Caballero; el mexicano José María Luis Mora y los paladines de la reforma y otros más en los diversos países hispanoamericanos.

Todos ellos se enfrentan al despotismo del pasado como otrora sus padres o sus abuelos se habían enfrentado al despotismo del gobierno español. Dice Lastarria (1817-1888): “Cayó el despotismo de los reyes, y quedó en pie y con todo su vigor el despotismo del pasado [...] estaba terminada la revolución de la independencia política y principiaba la guerra contra el poderoso espíritu que el sistema colonial inspiró a nuestra sociedad” (Lastarria 1909: 135). Y Andrés Bello, con ese equilibrio que lo caracteriza, comprende que si bien ha sido precipitado el movimiento político de independencia, no por eso ha sido innecesario. La segunda fase de la independencia, la de la emancipación mental, tendrá que ser ahora de los americanos. Estábamos en la alternativa de aprovechar la primera oportunidad o de prolongar nuestra servidumbre por siglos. De España no podíamos ya esperar “la educación que predispone para el goce de la libertad [...] debíamos educarnos a nosotros mismos, por costoso que fuese el ensayo” (Bello 1945: 200-201).

Esteban Echeverría (1805-1851) decía al mismo respecto: “La generación americana lleva inoculados en su sangre los hábitos y tendencias de otra generación. En su frente se notan, si no el abatimiento del esclavo, sí las cicatrices recientes de la pasada esclavitud” (“Dogma socialista” 146). Es esta esclavitud contra la cual hay que luchar; es menester desarraigarla de la mente de los hispanoamericanos; de otra manera la emancipación política habrá sido inútil. En esta generación, dice Echeverría, el “cuerpo se ha emancipado, pero su inteligencia no” (146). La América independiente sostiene aún “en signo de vasallaje, los cabos del ropaje imperial de la que fue su señora, y se adorna con sus apolilladas libreas” (146). Y “los brazos de España no nos oprimen; pero sus tradiciones nos abruman” (148). Es frente a este espíritu que hay que situarse; es de él que hay que emanciparse. “La revolución marcha —dice—, pero con grillos” (149). En toda auténtica revolución debe realizarse una “emancipación política, y una emancipación social” (149). La segunda es para Echeverría la revolución que ha de alterar todo el status social y mental impuesto por España; ésta es precisamente la revolución que falta. ¿Cómo ha de lograrse? Echeverría contesta diciendo: “La emancipación social americana sólo podrá conseguirse repudiando la herencia que nos dejó España” (149). La revolución de Mayo, la de la Independencia argentina, dice, tuvo como fin “la emancipación política del dominio de España”, triunfo que logró por completo al vencer con las armas a España. Pero tuvo también una intención más: “Fundar la sociedad emancipada sobre un principio distinto del regulador colonial” (“Mayo y la enseñanza popular” 222). Esto fue lo que no logró. Ésta es entonces la tarea que se impone a la nueva generación. La misma tarea que otros grupos en otros países intentan realizar. La nueva generación trata de completar la obra realizada por los libertadores, considerando que ésta ha sido incompleta e insuficiente.

   

LA COLONIA EN LA MENTALIDAD HISPANOAMERICANA

España estaba así en la mente y en los hábitos de los hispanoamericanos. Ella era la que causaba todos los daños sufridos por éstos. El vasallaje mental continuaba y sus vasallos no hacían sino comportarse de acuerdo con los límites que la metrópoli les había impuesto tras largos siglos de dominación mental, política y social. Era este mismo vasallaje mental que originaba la inútil matanza a la cual se habían entregado los hispanoamericanos después que cortaron sus amarres políticos con España. Inútilmente habían tratado de realizar en sus países formas de gobierno en las que campease la libertad y la democracia. Los hispanoamericanos no estaban hechos ni para una ni para otra. Los ideales de libertad y democracia no eran en sus labios sino palabras, pretextos simples, mediante los cuales reclamaban su derecho a gobernar. Esto es, a imponer sus voluntades sobre la voluntad de los otros. Cada caudillo hispanoamericano, independientemente de sus divisas o banderas, no era sino un aspirante a ocupar el lugar que había dejado el conquistador.

La revolución de independencia, decía Bello, ha sido animada por el espíritu imperial hispánico. Ha sido una revolución política que acompañaba la bandera de los libertadores; no era sino un aliado, no el fin último perseguido por éstos. “En nuestra revolución, la libertad era un aliado extranjero que combatía bajo el estandarte de la independencia, y que aun después de la victoria ha tenido que hacer no poco para consolidarse y arraigarse” (Bello, 1945: 198). La idea de una revolución liberal era completamente ajena a la mentalidad de los hispanoamericanos, y para lograr su desarrollo era menester que los legisladores tomasen en cuenta, antes que nada, la realidad dentro de la cual tenía que desarrollarse. Era ésta una realidad opuesta, o al menos ajena, a tal idea. Y sólo podrá tener éxito, decía Bello, cuando sea adaptada a la dura realidad ibérica. “La obra de los guerreros está consumada; la de los legisladores no lo estará mientras no se efectúe una penetración más íntima de la idea imitada, de la idea advenediza, en los duros y tenaces materiales ibéricos” (198).

“Para la emancipación política —continuaba diciendo Bello—, estaban mucho mejor preparados los americanos que para la libertad del hogar doméstico” (200). En la revolución de independencia dos ideas animaron sendos movimientos: “el uno espontáneo”, el político; “el otro imitativo y exótico”, el liberal, “embarazándose a menudo el uno al otro, en vez de auxiliarse”. Ahora bien, mientras “el principio extraño producía progresos; el elemento nativo, dictaduras” (200). Un principio originó el afán de hacer una Hispanoamérica a la altura de los tiempos; y el otro hizo creer a los libertadores y caudillos de esas luchas que Hispanoamérica estaba aún lejos de ese ideal y que por lo mismo debería continuar atada a formas de gobierno que hacían imposible tal progreso.

Toda Hispanoamérica se dividió en dos grandes bandos: el de los que aspiraban a hacer de ella un país moderno y el de los que creían que aún no era tiempo y que sólo un gobierno semejante al español podía salvada. Unitarios contra federalistas en la Argentina, pelucones contra pipiolos en Chile, federales y centralistas en México, Colombia, Venezuela y otros países más. Sin embargo, triunfase quien triunfase, no tardaba en salir a relucir el espíritu heredado de España. Unos, sin más, no querían otra cosa que rehacer el orden español, aunque sin España; mientras otros, ya en el poder, consideraban que antes era menester preparar a los hispanoamericanos para la libertad: pero para esta preparación era necesaria, antes que otra cosa, la dictadura. En 1810, decía Echeverría, se hizo al pueblo un soberano sin límites. Pero esto no fue sino una bandera para atraérselo. Pronto lo encontraron no apto para esta libertad. Le faltaba capacidad cívica y cultural. Los “ilustrados” emancipadores no encontraron otro desenlace que la tiranía.

Tiranía a la española o tiranía ilustrada, pero siempre tiranía. Rosas, Portales y García Moreno; Francia y Rivadavia; o bien Santa Anna. “El partido unitario —decía Echeverría— no tenía reglas locales de criterio socialista, lo buscó en las ciudades; estaba en las campañas. No supo organizarlo, y por lo mismo no supo gobernarlo. No tuvo fe en el pueblo” (“Dogma socialista”). Por el otro lado, en el extremo contrario, “Rosas tuvo más tino, echó mano del elemento democrático, lo explotó con destreza, se apoyó en su poder para cimentar la tiranía. Los unitarios pudieron hacer otro tanto para fundar el imperio de la ley” (“Dogma socialista”). Sin embargo, éstos, a pesar de su visión y de sus ideales de ilustrados, no hicieron sino alejarse del pueblo, haciendo que Rosas, enarbolando la bandera de la libertad de las provincias, el federalismo, impusiese una de las dictaduras históricas más famosas de Hispanoamérica. “El bello ideal de organización federativa era para Dorrego la Constitución Norteamericana —sigue diciendo Echeverría—; y Moreno, la cabeza más doctrinaria de la oposición en el Congreso, nunca dejaba de invocarla; pero, en boca de ambos, la Federación Norteamericana era un arma de reacción y de combate, más bien que una norma de organización” (“Mayo y la enseñanza popular”).

Sarmiento se da cuenta también de la inutilidad de los supuestos ideales sostenidos por los partidos. En realidad, unos y otros aspiran sólo al poder por el poder. Era inútil hablar a la Argentina de unitarismo o de federalismo; nunca significaban éstos lo que para Europa eran. Detrás de ellos se escondían los perpetuos intereses que animaron siempre a los hombres de la Colonia. Detrás de ellos se ocultaba el afán de dominio personal, el caudillaje, la explotación de los débiles, los absolutismos y los fanatismos. Cada hispanoamericano, siguiese la bandera que siguiese, no aspiraba sino al predominio político, a la eliminación de los que no pensasen como él. “Veinte años nos hemos ocupado en saber si seríamos federales o unitarios —decía Sarmiento—. ¿Pero qué organización es posible dar a un país despoblado, a un millón de hombres derramados sobre una extensión sin límites? Y como para hacer unitarios o federales”, era menester que unos eliminasen a los otros, “era necesario que los unos matasen a los otros, los persiguiesen o expatriasen, en lugar de poblar el país ha disminuido la población; en lugar de adelantar en saber, se ha tenido cuidado de perseguir a los más instruidos” (Sarmiento s.f.: 179). Los hispanoamericanos continuaban así siendo como los habían hecho los españoles: los defectos de éstos seguían siendo sus defectos. Mientras que la revolución norteamericana, agregaba Sarmiento, fue hecha en defensa de los derechos constitucionales, la sudamericana fue movida por el indudable deseo de aprovechar una ocasión propicia para sustituir la administración peninsular por una administración local.

 

 

© Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano.  Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez. Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.

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