Leopoldo Zea
El
pensamiento latinoamericano
primera parte
II
MEDIOEVO
Y MODERNIDAD EN LA CULTURA AMERICANA
HISPANOAMÉRICA,
BALUARTE MEDIEVAL
La lucha por la emancipación
mental de Hispanoamérica será vista por la generación que por ella se
preocupa como la continuación de la lucha que se ha planteado en Europa
entre el absolutismo teocrático y la democracia liberal, entre las
fuerzas del retroceso y las fuerzas del progreso. En esta lucha a España
le había tocado representar a las primeras. Hispanoamérica se había
convertido así, por obra y gracia de sus dominadores, en uno de los últimos
baluartes del imperialismo teocrático y feudal.
Esteban
Echeverría mostraba cómo la independencia política de Argentina no
había sido sino uno de los primeros pasos que se daban en América para
continuar la lucha que en Europa había terminado con el triunfo de las
fuerzas de la modernidad. “A la Reforma y al Renacimiento, su
manifestación filosófica del siglo xvi
—decía Echeverría—, la España había opuesto el genio del
absolutismo y de la Inquisición” (“Antecedentes y primeros pasos”
212). Este genio era el que había puesto sus plantas en Hispanoamérica
cerrándola para evitarle todo posible contagio con el mundo moderno,
que en Europa iba venciendo en todos los terrenos. España,
“dominadora y conquistadora por las armas; pero sin inteligencia
comprensiva y creadora, nada bello ni robusto había podido fundar, ni
para sí, ni para los otros pueblos, porque la fuerza que destruye no
engendra nada” (212). España, preocupada ahora por defenderse, por
defender su concepción del mundo y de la vida, de la cual era heredera,
ya no se preocupaba por crear, tan sólo por conservar lo hecho. Una
España anquilosada, endurecida en la resistencia, era la que le había
tocado en suerte a la América por ella conquistada.
Ahora
bien, esta América, dice Echeverría, “estaba infinitamente más
atrasada que la España” (213). Ésta se había cuidado bien de que no
entrasen las fuerzas que podían disolver su imperio. Cercada, aislada,
las dificultades para la regeneración mental de Hispanoamérica iban a
ser múltiples. “Separada de la Europa por un océano, circunvalada
por un sistema prohibitivo, con la Inquisición en su seno —dice
Echeverría—, vegetaba en las tinieblas” (213). La obra de
emancipación, tanto política como mental, tenía que ser realizada por
los hispanoamericanos utilizando sus propias fuerzas, aun equivocándose
múltiples veces. Precisamente, la nueva generación no pretende otra
cosa que completar y enderezar la obra realizada por los libertadores.
Echeverría y los hombres de su generación se consideran asimismo como
continuadores de la obra realizada por los emancipadores políticos de
la Argentina, y en honor a éstos llamarán a su grupo “Asociación de
Mayo”.
LA
MODERNIDAD EN LA MENTALIDAD HISPANOAMERICANA
Juan
Bautista Alberdi (1810-1884), al hablar sobre la acción de Europa en América,
consideraba que ésta entraba en una segunda etapa de su vida cultural.
La etapa que Europa había trascendido con la llamada época moderna. En
Europa se habían enfrentado dos fuerzas: la gótica y la moderna. En
esta lucha preguntaba: “¿quién fue el triunfador? La Europa inglesa
y francesa, que representaba la civilización de los últimos siglos”.
Esta “civilización —agrega—, después de triunfar en el otro
continente, pasó a éste, donde hoy lucha por conquistar victorias,
pero de otro género y por otros medios” (“Acción civilizadora de
Europa”).
Para defenderse, para defender la civilización que representaba, España
había enseñado a los hispanoamericanos a odiar a Europa. Pero, al
hablar de Europa, España se refería a la parte no representada por
ella. “Los reyes de España —dice Alberdi— nos enseñaron a odiar
bajo el nombre de extranjero todo lo que no era español”
(315). Este odio fue heredado por los primeros libertadores de Hispanoamérica
al considerar a España como expresión de Europa. Los libertadores de
1810, comprendiendo a la España en la Europa, nos enseñaron a odiar,
bajo el nombre de enemigo de América, a todo lo que era europeo. La
cuestión de guerra se estableció en estos términos: “Europa y América”.
Al primer odio España le llamó lealtad, al segundo los
libertadores le llamarán patriotismo.
América contra Europa, tal es el argumento que se esgrime en la lucha
que se ha desatado entre Rosas y la generación de Alberdi. El primero
se presentaba como el campeón de la argentinidad asentada en la tierra
americana, como el defensor de un orden propio de América: el orden
feudal que España había mantenido por siglos. Los segundos no
aceptaban este orden; querían para América, en general, y para la
Argentina en particular, la civilización y el orden que Europa había
logrado alcanzar después de vencer a las fuerzas medievales.
En esta
lucha nada tiene que ver el patriotismo. “La patria —dice Alberdi—
no es el suelo. Suelo tenemos hace tres siglos; y sólo tenemos patria
desde 1810” (425). Patria no la hubo en la Colonia; la patria nace con
la Independencia. Luego la patria es una idea especial. “La patria es
la libertad, es el orden, la riqueza, la civilización, organizados en
el suelo nativo bajo su enseña y en su nombre” (425). Pues bien,
agrega, estas ideas, esta manera de sentir lo que es la patria nos las
“ha traído Europa. Estas cosas no conocían los indígenas” (425).
Esto no es sino el traslado de una idea que ha triunfado antes en el
viejo continente. Los americanos, en cuanto aspiran a realizar tal idea,
continúan siendo europeos. Porque tal son para Alberdi los americanos:
europeos trasladados a la América. De aquí que en sus mentes se
plantee también la lucha que se ha planteado en Europa. “Todo en la
civilización de nuestro suelo es europeo” (420), dice Alberdi. Podríamos
definir la América civilizada diciendo que “es la Europa establecida
en América” (420). “Nosotros, los que nos llamamos americanos, no
somos otra cosa que europeos nacidos en América” (421).
La
revolución no ha hecho y no hará sino emancipar a los americanos de
las mismas fuerzas de las cuales se emanciparon los europeos. “Con la
revolución americana acabó la acción de la Europa española en este
continente” (423). “Los americanos de hoy somos europeos que hemos
cambiado de maestros: a la iniciativa española han sucedido la inglesa
y la francesa” (423). A la dirección de las fuerzas góticas ha
sucedido la dirección de las fuerzas modernas; a la teocracia, la
democracia. Las nuevas fuerzas no han venido sino a completar la obra
civilizadora de Europa en América que se inició con España. Una nueva
Europa, una Europa evolucionada, sustituye, completándola, a la que
descubrió, conquistó y educó a la América. “La Europa de estos días
no hace otra cosa en América que completar la obra de la Europa de la
Edad Media” (423). Y tal cosa es necesaria “porque la obra de
nuestra civilización está incompleta, está recién a la mitad: y es
la Europa, la autora de la primera mitad, la que debe serlo de la
segunda”. Una nueva etapa se inicia en América. Ha terminado la etapa
de las conquistas guerreras, la etapa de las armas. América no puede ya
ser conquistada por las armas, sino por las ideas. Son estas ideas las
que se han puesto al servicio de la segunda emancipación americana.
CIVILIZACIÓN
CONTRA BARBARIE
“En la
República Argentina —dice Sarmiento— se ven a un tiempo dos
civilizaciones distintas en un mismo suelo: una naciente, que sin
conocimiento de lo que tiene sobre su cabeza, está remedando los
esfuerzos ingenuos y populares de la Edad Media; otra que, sin cuidarse
de lo que tiene a sus pies, intenta realizar los últimos resultados de
la civilización europea. El siglo xix y el siglo xii
viven juntos: el uno dentro de las ciudades, el otro en las campañas”
(Sarmiento 1989: 89). Son estas dos fuerzas las que trágicamente se
disputan el suelo americano, como ayer se disputaron el europeo.
Sarmiento llamará a una civilización, a la otra barbarie.
“Había
—dice— antes de 1810 en la República Argentina dos sociedades
distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas: la una
española, europea, culta,
y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las
ciudades sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos
maneras distintas de ser de un pueblo se opusiesen en presencia una de
otra, se acometiesen, y después de largos años de lucha, la una
absorbiese a la otra” (99-100). España es así, de acuerdo con
Sarmiento, un primer instrumento civilizador de América. Frente a la América
autóctona y bárbara, España representa la civilización europea. Al
ser absorbida la América bárbara por la España teocrática y
medieval, hay un primer paso en el camino de la civilización. Pero éste
no es suficiente; la civilización europea ha dado nuevos pasos frente a
los cuales España representa ya un retroceso, o un atraso. En cuanto a
la América española, la América absorbida por la civilización
medieval española, no sólo es un retroceso, sino la expresión de una
nueva barbarie. De aquí que sea necesario un nuevo paso en el camino de
la civilización, una nueva etapa liberadora y civilizadora.
Dentro de América eran las ciudades las que mejor sentido tenían de la
urgencia de una nueva tarea civilizadora; no así la campiña, que
permanecía española y fiel a este espíritu. De aquí que “la
revolución —dice Sarmiento—, excepto en su símbolo exterior,
independencia del rey, era sólo interesante e inteligible para las
ciudades argentinas, extraña y sin prestigio para las campañas”
(101). La campiña aceptaba la independencia política, pero no estaba
dispuesta a aceptar un cambio en su mentalidad.
La guerra
de revolución argentina tiene un doble carácter para Sarmiento: por un
lado, el europeo, ha sido la “guerra de las ciudades, iniciada por la
cultura europea, contra los españoles, a fin de dar mayor ensanche a
esa cultura” (105). Esto es, la guerra del espíritu moderno contra el
espíritu antiguo representado por España. Por el otro lado, por el
americano, ha sido la “guerra de los caudillos contra las ciudades, a
fin de librarse de toda sujeción civil, y desenvolver su carácter y su
odio contra la civilización” (105). Esto es, la guerra del espíritu
español, que permanece en las campiñas, contra la civilización
moderna, que se asienta en las ciudades. En la primera guerra triunfa el
espíritu de la modernidad, de la civilización, como la llama
Sarmiento: “las ciudades triunfan de los españoles” (105). En la
segunda guerra triunfa el espíritu colonial, el heredero de la España
imperial. Triunfan “las campañas de las ciudades” (105). Buenos
Aires ha vencido a España; pero Rosas, caudillo del feudalismo campiñano,
vence a Buenos Aires. El espíritu moderno, vencedor del espíritu
medieval europeo, es vencido por el medievalismo americano.
La lucha
sigue así en pie. Los americanos civilizados tienen ahora que completar
la obra realizada por la modernidad en Europa y la realizada por los
libertadores americanos en 1810. La generación de Sarmiento se sabe
heredera de esta nueva tarea: tienen que completar la obra que no
pudieron terminar los caudillos de Mayo. Tienen que llevar la revolución
de las ciudades al campo, para arrancar a éste de la perniciosa
influencia del medievo colonial. Se pregunta Sarmiento: “¿Por qué
combatimos? Combatimos por volver a las ciudades su vida propia”
(112). Esto es, por reintegrarlas a la modernidad venciendo al espíritu
medieval.
Buenos
Aires, la ciudad, es la representante del espíritu de la modernidad. Su
lucha es la lucha de ésta. Su misión: vencer en América al mundo
medieval en la misma forma como ha sido vencido en Europa. La lucha que
se sostiene en América no es sino continuación de la lucha que se ha
sostenido en Europa. “Buenos Aires —dice Sarmiento— se cree una
continuación de la Europa, y si no confiesa francamente que es francesa
y norteamericana en su espíritu y tendencias, niega su origen español”
(148).
CATOLICISMO
O REPUBLICANISMO
Francisco
Bilbao siente las formas vitales del medievo y de la modernidad como dos
fuerzas que se disputan y desgarran el alma de Hispanoamérica. Se trata
de una lucha entre dos formas de vida contradictorias, las cuales se
expresan en las fórmulas catolicismo y republicanismo. En
vez de apoyarse mutuamente, se contradicen. “La religión —dice
Bilbao— debe sostener a la política y la política debe sostener a la
religión. Ésta es la base de la paz perpetua y de la fuerza” (“La
América en peligro” 26). Pero cuando no sucede así, “cuando la
religión niega a la política y ésta a la religión, los polos del
universo moral se trastornan” (26). Ésta es la causa de la anarquía
y de la debilidad. ¿Qué pasa en Hispanoamérica? “El catolicismo es
la religión de la América del Sur. La república es la política de la
América del Sur” (26). El primero niega el principio fundamental de
la república, que no es otro que la soberanía del pueblo y la soberanía
de la razón en todo hombre. Por su lado, “el republicanismo niega el
dogma que le impone la obediencia ciega” (26), además de no reconocer
autoridad que le obligue a tal obediencia.
“Éste es —dice Bilbao— el dualismo de la América del Sur, y que
nos llevará a la muerte, si no hacemos triunfar una de las dos
proposiciones” (26-27). El acuerdo es prácticamente imposible; el
hispanoamericano tiene necesariamente que elegir. “O el catolicismo
triunfa, y la monarquía y la teocracia se enseñorean de la América. O
el republicanismo triunfa, enseñoreando en la conciencia de todo hombre
la razón libre y la religión de la ley” (27). ¡Monarquía feudal o
república liberal! Las fuerzas medievales y las fuerzas modernas buscan
sus propias formas políticas. “O el dogma católico construye
su mundo político: la monarquía. O el principio republicano se
eleva y afirma su dogma: el racionalismo” (27). Uno y otro buscan su
complemento dentro de su propio sentido de la vida. “La religión católica
busca su política. La política republicana busca su religión” (27).
La política de la primera es la monarquía; la religión del segundo,
el racionalismo.
La lucha entre estas dos fuerzas es cada vez más abierta. Bilbao
previene a la América del peligro que la acecha. La Iglesia ya no se
conforma con el poder espiritual; ahora quiere y lucha abiertamente por
alcanzar el poder material. “La religión católica —dice— fatigada
del dominio espiritual, quiere y aspira al temporal” (27).
Allí está México, donde la Iglesia, apoyada por la resucitada
teocracia francesa encarnada en Napoleón III, ha impuesto una monarquía.
“Ha llegado para América —agrega— la hora de pensar en su
destino. Su destino es mantener la balanza de la justicia contra el
despotismo y la demagogia, contra las utopías socialistas y las
religiones caducas. Su destino es abastecer de pan y de justicia a las
multitudes hambrientas de la Europa” (28). Pero, agrega, todo esto se
perderá “si no hacemos de la causa mexicana la causa americana”
(29).
En esta
lucha “la política republicana aspira y quiere fundar sus principios
en el axioma eterno de la libertad” (27).
En ésta es donde encuentra su cielo. Sin embargo, la lucha es difícil
en Hispanoamérica para las fuerzas republicanas, porque sus hombres no
se sienten aún emancipados. “Bien sé —continúa diciendo Bilbao—
cuánto se resiste la inteligencia de los americanos a la excitación
del pensamiento libre. Todavía no se creen emancipados y, como las aves
nocturnas, buscan las tinieblas para ejercer su actividad” (27).
Pero ya no es tiempo de vacilaciones, los hispanoamericanos tendrán ya
necesariamente que elegir entre una u otra forma: aceptar el dominio o
liberarse. Y es necesario elegir, si se quiere una América fuerte.
“Para fortificar la América sería necesario o el predominio absoluto
del catolicismo con todas sus consecuencias, como en Roma, o el
predominio de la libertad, como en los Estados Unidos” (30).
Roma y los
Estados Unidos se presentan a Bilbao como las capitales de las fuerzas
en lucha.
PROGRESO
CONTRA RETROCESO
El
mexicano José María Luis Mora ve también dos fuerzas en lucha, cada
una de ellas representando dos estilos de vida antagónicos: el colonial
y el moderno. A la guerra de independencia política ha seguido la
guerra entre las fuerzas del progreso y las fuerzas del retroceso. “La
revolución de Independencia —dice Mora— fue un disolvente universal
y eficaz, que acabó no sólo con las distinciones de castas, sino con
las antiguas filiaciones, privilegios nobiliarios y notas infamantes”
(Mora 1963: 110); pero no fue suficiente, porque la “independencia
proclamada por los pretextos religiosos y acaudillada por sacerdotes,
aumentó el poder del clero; la independencia, disputada y
obtenida en sus resultados más visibles por la fuerza material, creó
el predominio de la milicia y
el hábito de considerar como únicos poderes la fuerza brutal y las
aspiraciones sacerdotales” (110).
Las
fuerzas del progreso se encuentran identificadas con los ideales
liberales, mientras que las fuerzas del retroceso no son otra cosa que
la continuación o permanencia de los hábitos impuestos por las fuerzas
representadas por España. El clero y la milicia, herederos de esas
fuerzas, tratan de mantener en Hispanoamérica los privilegios
heredados; mientras las fuerzas del progreso tienden a efectuar “de
una manera más o menos rápida; la ocupación de los bienes del clero;
la abolición de los privilegios de esta clase y de la milicia; la
difusión de la educación pública en las clases populares,
absolutamente independiente del clero; la supresión de los monacales;
la absoluta libertad de opiniones; la igualdad de los extranjeros con
los naturales en derechos civiles; y el establecimiento del jurado en
las causas criminales” (4). La lucha es así entre una fuerza que
sostiene los intereses de cuerpo y otra que aspira a la protección
de los intereses públicos. Mora no está contra clero y la milicia,
sino contra el espíritu que pretenden mantener. “Ninguna nación
culta ni religiosa —dice— puede existir sin clero ni milicia”.
Pero ambos deben estar al servicio público, al servicio del pueblo, y
no éste al servicio de ellos. “Todo mexicano —dice— debe
preguntarse diariamente a sí mismo, si el pueblo
existe para el clero o si el clero ha sido creado para satisfacer las
necesidades del pueblo”
(92).
©
Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con
la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez
López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición
del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para
Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez.
Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.