Leopoldo Zea
El
pensamiento latinoamericano
Segunda Parte
XI
EL POSITIVISMO
Y LA EMANCIPACIÓN
POLÍTICA CUBANA
SOBRE EL FRACASO COLONIAL DE ESPAÑA EN AMÉRICA
Mientras el resto de
Hispanoamérica se debatía luchando por su emancipación mental y
trataba de encontrar una doctrina que sustituyese a la que la
había dominado, Cuba, siguiendo el camino inverso, ya señalado,
se preparaba, una vez educada la generación que había de
realizarla, a alcanzar su emancipación política de España. La
simiente de los grandes maestros cubanos, Caballero, Varela, Luz
y Caballero y algunos otros, daba sus frutos. Después de algunos
esfuerzos frustrados se preparaban para realizar el máximo de
ellos, el que al final había de dar frutos. En 1898 la isla de
Cuba obtenía su independencia política de España.
Heredero directo de los
grandes maestros de la emancipación mental cubana lo será
Enrique José Varona (1849-1933). Como sus maestros, luchará ante
todo por alcanzar la emancipación mental de los cubanos como
acto previo a la emancipación política de los mismos y,
simultáneamente, colaborará ardientemente en ésta. El maestro
cubano sabía también de la fatal herencia española en América.
Sabía igualmente que no bastaba la independencia política para
alcanzar la plena independencia de su pueblo. Allí estaba toda
la América hispana en continua lucha contra sí misma, tratando
de arrancarse una parte de su ser para sentirse realmente libre.
Sabía también de la existencia de cadenas más poderosas que las
materiales, con las cuales España había mantenido a
Hispanoamérica sujeta. De estas cadenas, antes que otra cosa,
había que libertar a Cuba. El mal lo llevaba España en sus
entrañas y lo había inoculado a sus hijas en este lado del
Atlántico. España había fracasado como nación colonizadora; de
aquí que fuera necesario romper todos los lazos que en alguna
forma la uniesen con América. “¿Fue normal la expansión de
España?”, se preguntaba en 1896 (Varona 1916). “Para que lo sea
la de cualquier sociedad —agregaba— han de concurrir en ella las
condiciones siguientes: población no escasa, industria
floreciente, capital abundante, sanas ideas políticas. De
ninguna de ellas podrá gloriarse España”. Como siempre, ahí
estaba el eterno modelo conforme al cual deberían de haberse
desarrollado nuestros pueblos. “Mientras en la América inglesa
—dice— el espíritu de autonomía local nace robusto y va siempre
en aumento, en la española nace raquítico y muere apenas nace”.
Allí estaba toda la América
española como demostración de esta pesimista tesis. La
independencia política de la misma fue insuficiente y por esto
fracasó en sus máximos anhelos. “Para comprender las grandes
sacudidas que constituyen las revoluciones hispanoamericanas
—dice Varona— y apreciar sus consecuencias próximas, no debemos
perder de vista que fue una revolución esencialmente política,
concebida, deseada y proyectada por una sola clase de la
población, en países donde se encontraba radicalmente dividida,
para conquistar en su provecho la soberanía”. Vemos cómo
Hispanoamérica se emancipa políticamente, pero al mismo tiempo
vemos cómo aparece “Chile dominado por una oligarquía a la
veneciana; la Argentina hollada por los cascos de los corceles
de sus gauchos; el Perú gobernado desde sus cuarteles; Venezuela
envuelta en guerras terribles por fútiles enmiendas
constitucionales; México con sus diez cambios de formas de
gobierno en cincuenta años y sus trescientas sublevaciones
militares. ¡Las funestas simientes sembradas por España daban
sus venenosos frutos!”. La herencia española se expresaba en
esta terrible forma. Los dientes del dragón de la leyenda
enterrados en un suelo fértil daban sus más óptimos frutos.
“Esos dientes —concluye diciendo Varona— eran el espíritu de
casta, de dominación y privilegio; el ideal monárquico, que se
esconde, pero deslumbra en lo íntimo de la conciencia; el hábito
de explotación que no pierde su antiguo imperio”. Todo sigue
igual, no existe emancipación alguna. “La mano servil continúa
en la servidumbre, en la miseria, en la abyección. Los mismos
instrumentos de opresión siguen aplastándola”.
EL
POSITIVISMO Y LA EMANCIPACIÓN MENTAL DE CUBA
Enrique José Varona
encontrará en el positivismo la doctrina que Cuba necesita para
alcanzar, en primer lugar, su independencia mental. Pero no el
positivismo en general, sino sólo aquel positivismo que fuese
capaz de estimular el espíritu de libertad mediante el cual los
cubanos habían de llegar a alcanzar también su independencia
política de España. Como su maestro José de la Luz y Caballero,
Varona se opondrá a toda doctrina que en cualquier forma pudiese
justificar la dominación española, se opondrá a cualquier
doctrina que pudiese estimular el asentimiento de los cubanos a
la misma. Así, dentro del positivismo, empezará rechazando a
Comte. Varona elige el evolucionismo de Spencer, pero no
íntegramente: rechaza su cosmología y su interpretación
universal de la misma. Nada que signifique la adopción de un
sistema totalitario, de un sistema que en alguna forma someta al
individuo. Nada de metafísica, sólo aquello que pueda ser
comprobado por la experiencia. Nada de idealismos; había que ser
un realista. La realidad misma mostraba la independencia de Cuba
como necesaria, por encima de cualquier otra solución, que era
más bien producto de buenas intenciones que de necesidades
urgentes.
La isla sufría múltiples
males; para curarlos era menester obrar como buenos realistas:
extirpar la causa del mal, por dolorosa que fuese la operación.
Al referirse a la existencia del bandolerismo y a la forma de
remediarlo, decía: “¿De qué nos ha de servir, pues, una forma
legislativa, suponiendo que lo sea, si lo que se necesita es
cegar las fuentes de la corrupción, empezando por lo alto;
respetar y enseñar a respetar todos los derechos, sobre todo los
de la persona humana como tal; abatir las desigualdades
arbitrarias; combatir los privilegios extralegales; esparcir la
cultura verdadera, empezando por la de los sentimientos; en una
palabra, regenerar, morigerar y dignificar a un pueblo entero?”
(Vitier, Historia de las ideas en Cuba). ¿De quién es la
culpa? “El bandolerismo no retrocede ante la fuerza, sino ante
la civilización. Y en Cuba lo que avanza es la
barbarie. Toda la responsabilidad es de la raza dominadora,
de la que elabora las leyes y forja las autoridades”.
Fiel a la doctrina
educativa de sus antecesores, Varona acepta el positivismo
spenceriano porque era el que más se acercaba al ideal de
emancipación mental que urgía a Cuba para alcanzar su
independencia política. El positivismo inglés, dice, se
encuentra “libre de todo dogmatismo, en plena evolución que no
pretende imponer límites al anhelo y necesidad de investigar.
Esta escuela —agrega— asienta sus afirmaciones sin temeridad, y
ha recorrido un espacio no menos vasto que el que se presenta
aún por recorrer. En ella encontré resuelto ese problema de la
filiación histórica que tan dogmáticamente determina en su favor
la escuela positivista francesa, y que es la mayor garantía del
vigor y vitalidad necesarios para continuar en vías de progreso”
(Varona, 1880a).
Por las mismas razones que
Luz y Caballero había rechazado a Cousin, Varona rechaza a Comte.
Éste encerraba a las facultades humanas en “el círculo de hierro
de una doble tiranía, cuando necesitan de la más amplia
independencia para hacer sin tropiezos su evolución, acabando
por sustituir a una ilusoria anarquía el más estrecho y
sofocante socialismo”. Para seguir a Comte “era necesario
retroceder nuestra civilización, nuestra organización política y
social, a aquella edad modelo; era necesario sacrificarlo todo,
hasta el más noble atributo del hombre de nuestro siglo, la
libertad de conciencia, a aquella maravillosa conformidad de
creencias que hacía palpitar al unísono todos los corazones”. El
fondo común de verdades de que hablaban los comtianos se obtenía
sobre la base del sacrificio de lo individual. Frente a esta
filosofía estaba la de Spencer, que justifica la libertad. La
divergencia de opiniones, dice, “he aquí la obra de la
evolución; así se cumple la ley del progreso”. ¡Nada de Comte!
En esta doctrina no hay libertad y sin libertad no puede haber
progreso. El progreso para Cuba, sabe Varona, significa su
libertad, su independencia. “¡Y se nos viene a hablar de una fe
demostrada —agrega, refiriéndose nuevamente al comtismo—, de una
doctrina aceptada a la vez por todas las inteligencias! ¿Qué
quimera es ésta? ¿Y se nos presenta como modelo, como ideal a
que debemos tender la unidad de creencias en la Europa de los
siglos medios?”.
BASES PARA UN NUEVO MÉTODO EDUCATIVO
En la filosofía de Spencer
encontrará así Varona, los elementos para orientar la educación
de los cubanos hacia el logro de sus libertades. Respecto al
método positivista decía: “No hay más que tres grados en esa
magna labor que llamó Bacon interpretación de la naturaleza; y
no puede ser de otro modo, porque el proceso del espíritu, al
estudiar lo objetivo, está condicionado por esa misma relación
fundamental del yo al no-yo; no hay más que tres momentos: el
sujeto recoge de la naturaleza los datos inconexos, los somete a
una elaboración que le es propia y vuelve a cotejar su obra con
la naturaleza que le ha dado los fundamentos. De este modo al
principio y al fin está la experiencia; en el centro, el
espíritu con sus actividades” (Varona 1880b). La experiencia, he
aquí una de las formas más positivas para reeducar a los
hispanoamericanos. Varona, como sus semejantes en
Hispanoamérica, ve en la falta de sentido práctico del
hispanoamericano una de sus fallas. El hispanoamericano no sabe
ir directamente a la realidad. La idealiza y, al idealizarla, se
olvida de ella. Por esto insiste en la necesidad de la
experiencia. En esta escala, dice, “por mucho que ascendamos
estamos siempre seguros de poder bajar hasta el suelo firme.
Ésta es la conclusión de una lógica que no ha querido
convertirse en auxiliar obcecada de ningún sistema empírico o
idealista, positivo o metafísico. Tal vez tiene la modesta
pretensión de que, siguiendo sus consejos, se podrá comprobar
que ni son depositarios exclusivos de la verdad, ni son, en su
conjunto, un mero tejido de errores”. Ahora bien, cabe
preguntarnos: ¿cuál era la realidad que podía ser experimentable
por los cubanos? La que ha señalado ya Varona: la realidad
cubana. Una realidad que pedía a gritos reformas. Sólo la
conciencia de esta realidad podría llegar a provocar la reacción
necesaria para su reforma. Tal es lo que en el fondo veía Varona
al pedir al cubano que utilizase, como el mejor método, el de la
experiencia. Además, este método, al mismo tiempo que dignifica
al hombre y lo hace consciente de sus límites, le hace ser
tolerante frente a los otros, da las bases para un nuevo tipo de
convivencia, para un orden apoyado en la conciencia del
individuo, no en la violencia del que tiene el poder. “He aquí
otra gran enseñanza —agrega—, quizá la mayor, del verdadero
método. Nos enseña a ser desconfiados de nuestra propia obra,
nos enseña a buscar lo que justifica la obra ajena, la obra
adversa, la obra contraria; en una palabra, nos enseña a ser
tolerantes”.
Y en otro lugar, al
referirse a la psicología, muestra cómo el hombre, si bien no
puede escapar a ciertos determinismos, especialmente naturales,
sí puede, mediante la educación, orientarlos. “Los preceptos
religiosos y morales, las máximas de conducta, los ejemplos,
todos los medios de educación, vienen a ser otros tantos
motivos, que entran en pugna y salen vencedores o vencidos,
según su fuerza actual. El hombre no puede por tanto sustraerse
al determinismo, pero sí puede, en cierto modo, educarlo y
guiarlo, que es aquí vencerlo. No es un autómata; pero, para no
serlo, necesita cultivar tanto la inteligencia como el
sentimiento: la educación es su verdadera redentora”. Y agrega,
con un sentido que no podía escapar al afán de libertad de los
cubanos: “el hombre no es libre, pero se hace libre.
Empieza por obedecer, acaba por escoger; pero no escoge por
capricho, escoge determinándose”. El determinismo aquí, lejos de
ser una limitación para ese afán libertario de Cuba, justifica
la libertad. Cuba está determinada a ser libre. Por naturaleza,
de acuerdo con la idea de la evolución de Spencer, la isla
alcanzaría su independencia, en una forma segura y absoluta, tan
segura y absoluta como lo es todo determinismo.
“El día en que de la
inspección de las condiciones fisiológicas y de los datos
psíquicos personales podamos deducir científicamente el carácter
de un individuo; es decir, cómo reaccionaría en el mayor número
de casos contra los estímulos del medio en que se encuentra
—dice—, sabremos positivamente lo que hasta ahora ha estado la
humanidad haciendo a tientas. Sabremos educar”. El positivismo
ofrece estos medios. “Esta psicología tan pobre, al parecer, que
se limita a describir los estados mentales [...] y a investigar
sus leyes nos abre de súbito tales perspectivas que palidecen
ante ella las ciencias que con razón se han titulado, hasta
aquí, las mejores amigas del hombre”. Mediante la educación el
hombre aprende también a salvar los grandes obstáculos, sin
necesidad de sacrificarse inútilmente. “El hombre no está
obligado a taladrar todas las montañas que le cierran el paso;
ahorrando las fuerzas que había de gastar en una empresa
quimérica, avanza más a veces dando un rodeo, y al verse del
otro lado del terrible obstáculo, al encontrar ante sí ancha y
despejada vía, llenos aún de vigor el cuerpo y el ánimo, puede
saludar al coloso inmóvil, y darle la espalda gritando con su
voz más entera: ¡Adelante!”.
LIBERTAD INDIVIDUAL Y RESPONSABILIDAD SOCIAL
La nueva doctrina no sólo
tenía que ofrecer los elementos para la emancipación mental y
política de Cuba; también tenía que ofrecer los medios para
establecer un nuevo orden, los principios sobre los cuales
tendría que apoyarse éste. Un orden social distinto al colonial.
Un orden donde, al mismo tiempo que se garantizase la libertad
del individuo, se garantizase también su colaboración social,
única base para hacer de la isla una auténtica nación
independiente. De otra manera la emancipación política
resultaría una tarea inútil: otros individuos, otras fuerzas
igualmente egoístas volverían a esclavizar al país tal como
había sucedido en otros países de Hispanoamérica. Estas fuerzas
estaban en la misma sangre, en la misma mente de los
hispanoamericanos. Había que vencerlas reeducándolos. Había que
extirpar la irresponsabilidad y el egoísmo. El positivismo
spenceriano ofrecía también los medios: éste, al mismo tiempo
que garantizaba la libertad individual, garantizaba la
colaboración social. El individuo necesita de la sociedad, sin
que tal cosa signifique una reducción de su libertad.
“Lejos de aislar al hombre,
de dotarlo de una suerte de categoría misteriosa llamada razón
práctica —dice Varona— que nos permitiera deducir todas las
leyes morales; es decir, lejos de suponer ya nacidos los
sentimientos morales en su integridad y según su aplicación, que
ha sido el método de algunos moralistas contemporáneos para
establecer la ciencia, nos hemos dirigido a los hechos, y hemos
visto al hombre, unidad social, sometido a las acciones y
reacciones del agregado del que formaba parte, y repitiendo
luego en su mente, como una repercusión, todos esos choques.
Hemos analizado uno por uno los elementos del medio en que
estaba colocado, uno por uno los elementos de que estaba él
formado, y hemos determinado luego las influencias de esos
elementos y sus resultados en su conciencia; y hemos visto que
todo este trabajo de elaboración nos daba por resultado la
constitución y perfeccionamiento de una clase de estados
emocionales que daban origen a actos y juicios diversos, todos
marcados con un sello característico, que dependía de su misma
existencia. Este sello —agrega— era la moralidad, esas
condiciones la solidaridad” (Varona 1878).
Varona va a sacar del
positivismo spenceriano conclusiones distintas a las de los
positivistas mexicanos. Mientras éstos deducían un tipo de
libertad y moralidad que justificaba sus limitados intereses, el
cubano va a deducir del mismo una libertad responsable. De
acuerdo con los mexicanos, los más aptos son los que tienen
mayores derechos sociales. El más apto no tiene por qué
sacrificarse o, al menos, limitarse frente al menos apto. La
aptitud, que puede, inclusive, ser determinada por la riqueza,
sitúa al individuo sobre los demás. La sociedad era simplemente
un buen y útil instrumento puesto a su servicio o bien un mal
necesario porque era también una garantía de su individualidad.
En Varona sucede todo lo contrario. “El individuo —dice— que se
abstiene de hacer daño a sus semejantes no será un estorbo para
el ejercicio de las actividades de las otras unidades del grupo;
pero, si se aprovecha del concurso, no contribuirá al progreso
común [...] disfrutará de una vida incompleta”. Vida incompleta
es la que no colabora en el progreso común. “El individuo que
presta su auxilio para la obra de la colectividad y lo recibe,
atento a la utilidad que le reporta el trueque, será un elemento
provechoso en una gran suma de actos ventajosos para el conjunto
y los individuos; pero limitará forzosamente su acción, por lo
mismo que está perfectamente determinado [...] todavía su vida
no será completa”. Sólo el individuo “capaz de cercenar algo de
sus utilidades y de imponerse alguna privación, por favorecer a
otro miembro de la comunidad que lo necesita, atento sólo al
sentimiento y progreso de la colectividad [...] éste es el ser
perfectamente moral”. El hombre es moral porque es social,
cuanto más social, más moral. “No dañar, cooperar, hacer bien;
éstos son los preceptos máximos que en una u otra forma nos
dicta la solidaridad”.
El individuo tiene
obligaciones, y estas obligaciones lo son con la comunidad a la
cual pertenece. “¿En qué grupo tienen cabida los deberes del
hombre para consigo mismo?”, pregunta. “En ninguno —contesta—,
porque no concibo al hombre obligado consigo mismo. La
conservación del individuo es una necesidad, no un deber, porque
esto supone una dependencia, y es un absurdo que el individuo
dependa de sí mismo. No debemos confundir la higiene individual
con la higiene social —termina diciendo—, ni los llamamientos
orgánicos con los preceptos morales”.
©
Leopoldo Zea. El pensamiento latinoamericano. Edición a cargo de Liliana Jiménez Ramírez, con
la colaboración de Martha Patricia Reveles Arenas y Carlos Alberto Martínez
López, Diciembre 2003. La edición digital se basa en la tercera edición
del libro (Barcelona: Ariel, 1976) y fue autorizada por el autor para
Proyecto Ensayo Hispánico y preparada por José Luis Gómez-Martínez.
Se publica únicamente con fines educativos. Cualquier reproducción
destinada a otros fines deberá obtener los permisos correspondientes.