Entrevista a Miguel Catalán
Al hablar de la mentira, cita usted una definición del
Diccionario de Autoridades y dice que la mentira es una errata
que se nos cuela, y en otro punto cita a Freud sobre la verdad y
dice:“la verdad es inaccesible, la humanidad no la merece”.
Entonces, si la mentira se nos cuela y la verdad no se merece,
¿qué podemos conocer?
Son dos citas que pertenecen a ámbitos
completamente distintos. La del Diccionario de Autoridades hace
referencia a que durante largo tiempo, desde luego en la
Antigüedad, pero también en la Edad Moderna, ha habido una
confusión o indistinción entre mentira y falsedad. No se ha
distinguido bien el error involuntario del falseamiento
deliberado, ni tampoco la ficción de la mentira. Si recordamos
la
República
platónica, lo que hace Platón con los
poetas es expulsarlos de su república ideal con el argumento de
que lo que dicen no es verdad. En el libro X afirma textualmente
que los poetas son unos mentirosos. Aquello que no corresponde
al ámbito de la realidad ha sido confundido durante largo tiempo
y hasta el siglo XVIII en España, como vemos, con lo que es
falso y, por lo tanto, pernicioso. También conviene recordar que
los puritanos del siglo XVII decidieron en Inglaterra cerrar los
teatros porque las historias que allí se representaban no eran
verdaderas. Hoy sí distinguimos con claridad entre la ficción,
que no es culpable, y la mentira, que sí puede serlo. Se da por
supuesta la diferencia entre aquello que tanto el espectador
como el director, si hablamos de una obra teatral o
cinematográfica, marcan como el territorio de la fábula, y
aquello otro que implica una voluntad de engañar.
La cita de Freud sobre que la humanidad no
merece saber la verdad hace referencia al tema de la intimidad.
Stefan Zweig quería escribir una biografía sobre Freud, pero
este declinó la invitación a participar en ella diciendo que la
humanidad no merecía saber la verdad. Se refería a que siempre
hay ciertas verdades sobre nuestra vida que, de ser sabidas, nos
acarrearían graves perjuicios. Él carga la responsabilidad del
silencio no sobre el individuo, sino sobre el grupo social,
cuando dice que esas verdades no merecen ser sabidas por los
demás. Para no tener que mentir, que es lo que suelen hacen las
biografías autorizadas o las autobiografías, Freud prefirió el
silencio. Aquí tendríamos un tipo de opacidad sobre uno mismo
que no sólo es admisible sino casi moralmente obligatorio, y que
se resuelve en el valor de la discreción: nadie debe saber según
qué cosas sobre mi vida porque, de saberlas, podría hacerlas
públicas y menoscabar mi buen nombre a partir de los estándares
morales vigentes. No olvidemos que el inquisidor debe su nombre
al hecho de que inquiría, de que preguntaba (asistido por
ciertos métodos expeditivos, claro) al sospechoso de herejía
acerca de sus creencias y hábitos privados. En ese sentido Freud
dejaba entender que la autobiografía es un género imposible
puesto que, cuando uno habla con plena conciencia sobre sí
mismo, tiende a encubrir los aspectos negativos de su vida o
personalidad, a justificar sus acciones, etcétera. Las únicas
autobiografías interesantes serían las que no se escriben. El
secreto y la intimidad se encuentran íntimamente vinculados. La
intimidad, que es un concepto axiológicamente positivo, admitido
en Occidente, está vinculada por fuerza a un concepto negativo,
que es el de secreto. Secreto culpable. Un criminal tiene que
esconder su crimen para no ser descubierto, pero también una
chica de buena familia debía en el siglo XIX ocultar a su padre
la identidad del amado cuando el padre proyectaba casarla con
otra persona. Se trata de estrategias de defensa que tienen como
instrumento común la mentira o la opacidad. En general, la
mentira puede utilizarse para el mal, pero también para el bien;
en ese sentido, sería moralmente no ambigua, pero sí
ambivalente.
¿Qué es la conciencia? ¿Cómo determina la moralidad?
Cuando pensamos en la transición animal
hacia el hombre, cuando pensamos en nuestros antecesores y nos
preguntamos quién fue el primero en guardar un secreto,
podríamos llegar a concluir, en términos rousseaunianos, que el
hombre primitivo no tenía secretos para con sus congéneres. Y es
cierto que en una banda de cazadores y recolectores resulta
absurdo ocultar un objeto porque todavía no hay una casa, no hay
un lugar privado donde podamos esconderlo. Pero también es
verdad que los simios, por ejemplo los chimpancés, son capaces
de esconder cosas. Son capaces de fingir que no han visto una
banana y esperar a que los demás se vayan para comérsela ellos
solos. Son capaces de fingir desinterés por las cosas. Este tipo
de acciones que han sido filmadas y documentadas nos sorprenden
cuando atribuimos un origen inocente a la historia del hombre.
Tanto engaño hubo ya en el origen que antes del
homo sapiens
ya engañábamos. Por tanto, conforme avanza
la capacidad del individuo para mantener secretos, avanza
también la sociedad hacia un concepto cada vez más amplio de la
intimidad en el cual el individuo se va separando del grupo. En
los grupos cerrados, el secreto se hace más difícil, pero no
imposible. Así nos encontramos con secretos de familia que saben
los hijos, pero no los vecinos. En esa dirección, también el
secreto es ambivalente, y tan necesario como la intimidad.
Cuando un secreto pasa a formar parte del derecho a la intimidad
es porque el grupo, en cierto modo, ya ha concedido al individuo
la potestad de mantener en secreto ciertos ámbitos de su
conducta. Pensemos en la homosexualidad: antes de que se
alcanzase un derecho a mantener unas tendencias sexuales
determinadas, hubo un derecho a la intimidad de esas personas.
Esto significa que los homosexuales podían guardar para sí sus
preferencias sexuales. Podían no mencionarlas. Y, a su vez,
antes del derecho a la intimidad, hubo secreto por parte de los
interesados. Un secreto culpable. Antes del derecho a la libre
expresión de la tendencia sexual hubo una época, muy larga en la
historia por cierto, en la cual la sociedad, incluyendo a la
familia, no admitía tales conductas. Hoy se dice, con razón, que
en épocas previas “la sociedad no estaba preparada”. Pues bien,
al ver esa tendencia rechazada por el grupo, el joven tenía que
guardarla en secreto de forma culpable. El derecho a la
intimidad lo que hace es, en cierto modo, legitimar el secreto.
No es un paso más allá del secreto, no es un salto cualitativo,
sino simplemente una fase más de una evolución gradual. Después
de las utopías del siglo XX, que se han resuelto en
totalitarismos en buena parte, la perspectiva de una vida sin
secretos hace que pensemos enseguida en el infierno. Una vida
totalmente controlada por lo demás, no digamos por la instancia
gubernamental, sea clerical o laica, sería lo más parecido al
infierno. El secreto es un elemento liberador del control social
cuando este se vuelve insoportable para el sujeto. El secreto es
necesario, siempre lo ha sido.
¿Pero cómo se llega desde la conciencia individual a establecer
el derecho y la conveniencia del secreto?
Debemos desalojar la idea de que la
conciencia emerge en un momento dado de la historia. Debemos
desalojar la idea de que en los pueblos prehistóricos sólo había
comunidad. La dialéctica que se da entre los deseos más o menos
asociales del individuo que este quiere satisfacer y las
instancias morales que la sociedad establece para controlar a
los individuos, esa dialéctica, existió siempre. La antropología
filosófica contemporánea todavía no ha sacado las conclusiones
debidas de la revolución darwiniana, pero ciertos simios ya
deben decidir qué van a hacer respecto a un bien que tienen
entre manos, si compartirlo con los demás o guardarlo para sí.
Por tanto, la tensión entre individuo y grupo es previa a la
aparición de la conciencia humana. La red de tensiones tendida
entre la tentación de satisfacer los deseos individuales y la
prudente sumisión a las normas está en el origen mismo de la
humanidad, y nada tiene que ver con la aparición de una supuesta
conciencia específicamente humana que habría acaecido después.
Expresado desde otro ángulo: los grandes mitos de Occidente, los
dos grandes mitos del nacimiento de la humanidad, que son el
mito judaico de la Caída y el mito helénico de Prometeo, dan por
sentado que para que el hombre nazca realmente, para que acceda
a ese segundo nacimiento desde la animalidad, es preciso que se
oculte y engañe. Prometeo engaña a Zeus y esa es la causa de que
Zeus después lo castigue; Adán y Eva tienen que esconderse,
tienen que hacerse opacos a Dios y ése sería el motivo mítico de
la expulsión del paraíso. Ahora bien, en la realidad nunca hubo
Paraíso ni tampoco Edad de Oro, sino que ya en el origen reinaba
el conflicto entre deseos y normas.
El conocimiento se produce a cambio de la pérdida. ¿Valió la
pena?
El mito judaico, que hereda mitos
anteriores, me refiero a los persas, egipcios o mesopotámicos,
nos entrega a la melancolía por el paraíso perdido, que en
realidad es una añoranza por lo que nunca existió. En ese
sentido, supone la existencia de una edad áurea en la cual no
teníamos necesidad de escondernos en la espesura ni de mentir a
nuestros padres. Eso es simplemente un mito. Ahora sabemos por
las ciencias de la conducta, por la etología, por la
primatología, que ese momento previo nunca se dio. Que siempre
hemos sido culpables. Culpables en tanto grupo por perseguir a
los individuos que se conducen de forma diferente a la mayoría,
y en tanto individuos por quebrantar las normas de la tribu, por
no hacer aquello que se espera de nosotros. Esa realidad
compleja se dio siempre, y también ahora, tanto en las
sociedades abiertas como en las cerradas. Disponemos de
testimonios concentracionarios que nos hablan de los cuchicheos
y secretos que se mantenían, frente a los guardias, en
circunstancias tan difíciles. En algunos campos de concentración
se oía música durante las veinticuatro horas del día para evitar
la comunicación entre los internos. Una música, por supuesto,
diferente a la que se puede escuchar en los grandes almacenes
actuales, aunque no muy distinta en el fondo.
Sigue siendo igual de torturante.
Puede serlo, es verdad. Pero digamos que
esto no ha variado, lo que cambia es la complejidad.
Decía torturante como reivindicación del silencio y el derecho a
la soledad.
El silencio y la soledad han sido dos
pruebas de fuego para los santos y para los héroes. En la Edad
Media se tenía por loco a aquel que caminaba a solas fuera de
los límites del burgo. Tenemos datos históricos de cómo en
Alemania, por ejemplo, se encierra en un lugar más o menos
tranquilo, pero bajo control, a aquellos caminantes que llegan
solos a una población determinada. La soledad siempre ha sido
antisocial. Los hombres somos seres sociales y hasta, en cierta
medida, gregarios. Sólo hemos de observar qué ocurre cuando en
una discoteca sólo hay cinco o seis personas, cuando se puede
bailar en la pista sin temor a tropezar con los demás: la gente
joven que entra en esa discoteca dice con desdén “aquí hay
cuatro gatos” y lo que hace es irse a otra. A una que esté
llena, claro; si puede ser, a rebosar. A una que tenga
“ambiente”. La sociología de las masas es válida en la
actualidad. Para una mayoría, las playas vacías resultan tan
inquietantes como atractivas las atestadas de bañistas. Buscamos
el grupo y huimos de la soledad. Es cierto que conforme la
sociedad se hace más compleja, más liberal, más cosmopolita, el
gusto por la soledad aumenta y llega a ser una forma reconocida
de superioridad moral. Pero incluso en los casos más
individualistas se da la inquietud ante la naturaleza, la
zozobra ante la soledad. En las ciudades se oyen muchas quejas
sobre el estrés, pero muy pocos obran en consecuencia. A la
inversa, en España los pueblos siguen despoblándose y las
ciudades agrandándose. Se descansa de la vida atareada de las
ciudades durante cinco, seis o siete días, pero a partir del día
octavo, la soledad puede llegar a convertirse en una tortura. Al
final de las vacaciones, muchos empleados saludan su rutina
diaria, que habían maldecido a finales del mes de junio, como
una bendición. Porque la soledad es difícil. No estamos
preparados para estar solos ni desde el punto de vista genético
ni desde el punto de vista social.
Pero ¡qué gran placer estar solo y leyendo!
Todavía es un placer de minorías. Excelso,
pero de minorías. El hecho de la lectura, hablando de la
intimidad y del secreto, ha sido una conquista. No está claro
hasta qué momento exacto, pero sí sabemos que no se ha leído en
voz baja hasta la Edad Media. Antes se había leído en voz alta,
por eso las epopeyas eran para ser cantadas por los aedos, para
ser leídas en voz alta. El gabinete de lectura del Renacimiento
es una novedad antropológica desde el punto de vista de la
habitación; la lectura habitual y en voz baja que puede ser
culpable, claro. El libro ha desempeñado casi siempre una
función ritual, comunitario-religiosa, y debía leerse en voz
alta. Un libro escrito para ser leído en voz baja siempre es un
peligro y por eso, para las dictaduras, totalitarias o no, uno
de los elementos claves de control es la censura de los
escritos. Lo escrito permite al individuo estar consigo mismo y
dialogar con otro individuo, de soledad a soledad, y ese diálogo
pasa por debajo todas las alambradas, de todos los controles
ideológicos.
Hay otro factor importante: la aparición de la imprenta y la
posibilidad de la lectura individual.
En efecto, son elementos históricos que
coadyuvan al mismo hecho.
Y la aparición del libro permite también el libre examen.
Claro: el libre examen, la libre conciencia
del protestantismo frente al unitarismo dominante de la Iglesia
católica. Sabemos del progreso realizado en la Edad Moderna
frente al control de la información de Roma no sólo por la labor
represora de la Inquisición, del Índice de libros prohibidos,
etc., sino por el hecho de que los libros, durante la Edad
Media, estaban escritos en latín, y el latín ha sido una forma
de poder en la medida en que era la única lengua culta. El
laicado no sabía leer; quienes sabían hacerlo formaban parte de
una minoría dominante, formada sobre todo por los clérigos, los
únicos capaces de interpretar o manipular la tradición escrita.
El pueblo, pero también la nobleza, que era en buena parte
analfabeta, tenía que fiarse de lo que les contaba los prelados.
Del mismo modo, en la India los brahmanes recuperaron el
sánscrito como lengua culta, exclusivamente hablada entre ellos,
frente a las castas inferiores. El salto antropológico que se
produce hacia el libre examen, hacia el individualismo de los
siglos XVIII y XIX, habría sido imposible sin la posibilidad de
leer a solas, tarea a la cual contribuye poderosamente la
imprenta.
¿Esta idea del poder del latín, podría exportarse al lenguaje de
los economistas o a la escritura incomprensible de los médicos?
Sin duda. El hecho de que alguien diga algo
con la intención de que sólo lo comprendan sus iguales nos
indica que ahí hay un juego de poder y prestigio. Pero los
juegos de poder y prestigio son inseparables de la vida social,
donde no sólo hay cooperación, sino también competencia.
Normalmente se piensa, incluso en las teorías del lenguaje
(estoy pensando en Habermas, en su pragmática universal) que la
comunicación sólo es admisible si suponemos la verdad del
hablante. Es decir, el principio de veracidad sería una
condición para la existencia de una acción comunicativa. Esto es
un error: la acción comunicativa no necesariamente tiene que ser
veraz. De hecho, más de las nueve décimas partes de la
comunicación tiene un carácter sólo en parte veraz. El hecho de
que no sea veraz no significa que sea mala o inválida (la parte
más interesante de las conversaciones reales suele jugar con
sobreentendidos);sólo significa que hay ciertas cosas que, por
las razones que fueren (buenas, indiferentes o malas), se
prefiere reservar o guardar para uno mismo. En tal sentido,
encontramos el lenguaje como forma de poder también en los
economistas. Los economistas hablan un lenguaje ininteligible
para la mayoría, con lo que dan la impresión de poseer un
conocimiento de casta, el cual no es al fin y al cabo no es más
que la gnosis secreta de los clérigos, trasladado a otro grupo
de poder. Y lo mismo podemos decir de los filósofos. Hay toda
una tradición germánica, que es la tradición de los “oscuros”.
Kant admitía en una carta a Garve, que le gusta ser considerado
como uno de los
doctores umbratici
o sabios oscuros. En Kant encontramos esa
dualidad: no es que Kant escribiera mal, sino que desarrolló un
tipo de escritura sólo inteligible para los académicos, y, si me
apura, para sus estudiantes, que estaban destinados a sucederles
en la enseñanza. Este lenguaje deliberadamente oscuro fue
practicado después por Hegel, y, más tarde, por Heidegger. En la
medida en que el común de las gentes ve a un grupo entendiéndose
entre ellos con un lenguaje sólo a su alcance, le conferirá ese
aura de conocimiento sacro que encontramos en los médicos, pero
también en los filósofos. Julián Marías contaba que llegó tarde
a una conferencia de Xabier Zubiri y ocupó la primera silla
vacía. A su lado había una chica, y Marías, tras sentarse, le
preguntó:“¿Qué tal va la conferencia de Zubiri?” Ella, con un
rostro iluminado, le dijo:“Maravillosa. No se le entiende nada”.
Esta idea de que algo es maravilloso en la medida en que no se
entiende nos remite al poder de los clérigos que hablaban en un
latín incomprensible para el pueblo. Es el poder que confiere el
supuesto contacto directo con Dios, una especie de carisma
verbal del que se valen muchos grupos, no sólo los economistas y
los filósofos, también los cocineros de postín y, desde luego,
los gobernantes. Tenemos una fraseología política impenetrable y
nebulosa, con lo que el pueblo puede llegar a pensar que los
tribunos tienen la clave, por ejemplo, para dirigir el timón del
Estado, que disponen de un conocimiento superior por el cual
reciben a cambio esos emolumentos y esas ventajas sociales tan
grandes. Suposición totalmente falsa, claro. De manera que sí,
hay un engaño también en el lenguaje entendido como forma de
poder.
Luego están los que pretenden ser retóricos y en realidad son
verborreicos.
En la filosofía francesa del siglo XX
encontramos la peor parte de la herencia de la escritura
académica germánica. La verdad, no resulta muy coherente con la
historia del pensamiento francés, puesto que la calidad de
página de la escritura ensayística o teórica francesa quizá sea
la mejor de los siglos XVII y XVIII. Los franceses han escrito
de forma muy rica y matizada, pero al tiempo también muy clara,
sin rehuir en ningún momento las palabras de la tribu. Es verdad
que ciertos lenguajes, como el matemático, sólo pueden
expresarse mediante signos y fórmulas a medida, los cuales
seguramente serán poco entendidos por la mayoría, pero dejando
aparte las ciencias formales (me refiero a las matemáticas, la
lógica, hasta cierto punto la física), lo que tiene que ver con
el pensamiento humanístico debería ser expresado de tal forma
que toda persona medianamente leída (lo que llaman los ingleses
el
common man)
pudiera llegar a entenderlo.
Un caso especial es el de Bernard Henri-Lévy, que escribe un
libro sobre Kant a partir de una supuesta biografía de Kant
inventada por un humorista. Y cuando se le hace ver que ha caído
en el engaño, saca pecho y dice que no importa.
Se trata de una impostura que Henri-Lévy ha
tomado como una realidad. El mundo de los fraudes es, en
general, muy divertido para todos excepto para la víctima. Los
fraudes intelectuales pueden ser utilizados a propósito, como en
el caso de Alan Sokal, un físico que imitó la fraseología de los
posmodernistas franceses en un artículo que no dice nada, lo
envió a una revista de estudios culturales y esta se lo publicó.
Aquí Sokal, como dice el refrán, “sacó de una mentira una
verdad” al demostrar la vaciedad residente tras ciertas modas
intelectuales. En general, los fraudes han tenido un papel
relevante en la historia de las relaciones sociales. La
literatura, por ejemplo, es un mundo en el que se mezcla a
menudo ficción y engaño. Estoy pensando en fenómenos como el del
plagio o el del autor oscuro (el ‘negro’) oculto tras la firma
de un famoso que no tiene facultades ni tiempo para escribir. El
plagio es una práctica que puede llegar a convertirse en
habitual, y ciertos autores siguen plagiando aún después de
haber sido condenados por los tribunales por el plagio anterior.
En ese sentido, la literatura está llevada a cabo por grandes
mentirosos, como ha admitido Bryce Echenique, otro plagiario
confeso que de pequeño fue, según admite él mismo, un gran
mentiroso. En general, los narradores han sido grandes
mentirosos de pequeños. Sólo cuando han pasado de la infancia o
la adolescencia a la juventud y han concebido historias que
luego han podido publicar, han podido seguir hilando embustes
sin que los castiguen por ello, como ha confesado Julio
Llamazares. En ese sentido sí hay un vínculo entre literatura y
mentira. El que fue mentiroso de pequeño será un buen narrador
de mayor. No hace falta que sea un escritor profesional, también
los narradores orales que encontramos en todos los pueblos. A
veces el individuo no acierta a distinguir lo real de lo
imaginario y, como en esa anécdota de Henry-Levy, puede
pretender que no es tan importante distinguirlos. Pero sí es
importante, la diferencia entre lo verdadero y lo falso siempre
será importante.
Hasta ahora hemos hablado de la comunicación entre hombres ¿qué
ocurre cuando se interroga a la naturaleza y ésta se resiste?
Hay una vieja sospecha de la humanidad en
virtud de la cual el mundo que vemos, la naturaleza en que
vivimos y a la que a veces interrogamos, no es real. A su vez,
una fantasía infantil reiterada es la del niño que se ve a sí
mismo como el único ser real; piensa que sus parientes son
actores, que no hay nada auténtico excepto él mismo. Y esta idea
de que Dios o la naturaleza nos engañan ha sido transferida a
fórmulas culturales como el Engaño de los sentidos (cuando la
vista o el oído nos pasan informes erróneos o confundentes sobre
lo que hay), o como el Teatro del mundo. En este segundo caso,
el mundo sería un teatro y nosotros, sus actores. Los hombres
estaríamos representando ciertos papeles determinados de
antemano, pero como no lo sabemos, seguimos actuando con la
mayor seriedad, como los niños cuando juegan. La idea de que
Dios es veraz, uno de los argumentos que se suelen utilizar como
criterio de la verdad del mundo, es relativamente nueva. Desde
el origen de las civilizaciones escritas, desde Mesopotamia,
encontramos a dioses que se complacen en engañar a los hombres.
En Grecia tenían la misma percepción. Los dioses, como dice
Homero en la
Odisea,
urden los males, las desgracias de los hombres sólo para que
después haya algo que cantar. Ocurre con Héctor, que cree ver
que su hermano viene a ayudarle desde los muros de Troya y luego
percibe que es un fantasma enviado por un dios adverso para
confundirlo. También Yahveh es un Dios que confunde, heredado
luego por el Islam. En el orbe cristiano, Guillermo de Ockham y
el obispo Berkeley imaginaron el mundo como un espejismo
universal de los sentidos producido por Dios. Descartes
desarrolla esta idea de un Dios omnipotente, pero malévolo, que
nos engañaría haciéndonos creer en la realidad sensible. Sobre
todo en la primera parte de las
Meditaciones…,
sugiere que todo cuanto vemos quizá no sea sino una farsa
montada por alguna fuerza numinosa, él la llama “genio maligno”
para cubrirse las espaldas, pero está pensando en Dios. Es la
misma sospecha que ya tenía Heráclito, el cual ya veía a Zeus
como a un “niño cósmico” jugando con sus juguetes, que somos
nosotros. Como dirá mucho después Bierce,
nosotros
somos la broma. En ese sentido, a partir de
lo que hacemos, sobre todo de niños, con los animales, cómo los
sometemos a pruebas, cómo somos capaces de cortar las alas de
una mosca para ver cómo se comporta, hemos concebido la idea de
que quizá los hombres, que de niños son verdugos, se transforman
al llegar a adultos en víctimas de una naturaleza madrastra o de
un Dios cruel. El mundo sería entonces un laboratorio cósmico o
bien una sala de torturas en forma de laberinto al que hemos
sido arrojados. Los existencialistas formulan esta noción de los
humanos, que habríamos sido arrojados al mundo desde no sabemos
dónde, y no tenemos más remedio que ponernos en marcha, porque
el mundo tiene esa forma de camino. Somos
viatores
o caminantes dejados caer en el espacio y
en el tiempo, en medio del vial de una especie de laberinto que
nos va ofreciendo salidas que luego se muestran ilusorias,
salidas aparentes que nos hacen abrigar la esperanza de que todo
terminará saliendo bien. Esa ilusión produciría el ideal
kantiano, y en general ilustrado, del progreso de la historia.
Kant viene a decir que para seguir viviendo hemos de pensar que
ha de darse un progreso en la historia. Pero, después de todo,
ese progreso parece no existir. El pavoroso siglo XX ha
reforzado la idea de que todos los dramas han tenido lugar ya
una vez y que lo que hacemos es repetir generación tras
generación las mismas cosas, los celos entre hermanos o el abuso
de poder. Schopenhauer describió muy bien esta sensación cuando
dice que el drama de la vida está pensado para una sola
representación. Los ancianos, que ya han visto pasar por delante
dos o tres generaciones, experimentan una sensación de hastío,
de
déjà vu:
“esto ya lo conozco, ya lo he visto”, porque es una función que
se sabe de memoria. La sensación de estar participando en una
especie de gira teatral donde cambian los pueblos, pero no el
tinglado de la farsa, reaparece en Miguel de Unamuno, cuando en
Niebla
el protagonista de la novela se presenta en su despacho de
Salamanca, el despacho de Unamuno, y le sugiere que acabe con él
de un plumazo, porque ya no quiere seguir viviendo. Unamuno le
contesta algo así como:“Eres un personaje mío y morirás cuando
yo te diga”. Unamuno se compara con Dios. El autor, por tanto,
sería un Dios literario; y Dios, el Autor por antonomasia.
“Nosotros moriremos”, dice Unamuno, “cuando Dios decida y tú
morirás cuando yo decida”. Esa idea de la falsedad metafísica
tiene que ver mucho con las doctrinas de salvación religiosas.
Todo el pensamiento religioso hindú, por ejemplo, parte de la
idea de que el hombre no puede ver la naturaleza profunda de las
cosas porque se lo oculta el velo de Maya, un velo apariencial
creado por la diosa Mara o algún otro dios hechicero. La idea de
la simulación del mundo aparece y reaparece a lo largo de toda
la historia de la civilización, incluso la nuestra, con la
llamada “realidad virtual”.
¿Cuál es el sentido de la vida?
Es una pregunta de difícil contestación,
porque parte del supuesto de que la vida tiene un sentido. Desde
el punto de vista de mis trabajos de seudología, recojo esta
idea en
La simulación del mundo,
el volumen en que estoy trabajando estos meses. La idea básica
es la de que los seres humanos tenemos alguna información, pero
nos falta la parte más importante de la información. La sospecha
de que se nos ha hurtado la posibilidad de acceder a la parte
más importante de la información es muy antigua. Cuando T. S.
Eliot nos advierte en sus
Cuatro cuartetos:
“Debes caminar un camino que es el camino de la ignorancia”,
está formulando en lenguaje poético el temor al escamoteo de la
verdad que ya encontramos en los Vedas o en los gnósticos
alejandrinos. Algunas formas de autoengaño nos permiten llegar a
la conclusión de que nuestra vida sí tiene un sentido
determinado o prescrito. Porque lo que causa más desánimo, mayor
zozobra en el humano es la idea de que no puede controlar su
futuro, el ¿qué será de mí? Y ahí entra una parte de
El prestigio de la lejanía,
libro con el que abrí el tratado de
Seudología:
la
idea de que, a partir de nuestra ansiedad por conocer el futuro,
que es la forma práctica de la ansiedad por conocer el sentido
de la existencia, nos engañamos a nosotros mismos. Llegamos a
pagar a videntes, médiums y visionarios, pero también a fundar y
mantener seudociencias milenarias como la astrología, o
religiones sotéricas, de salvación, que calman nuestra
inquietud. Indudablemente, se trata de formas de ilusión
autoinducida. La desgracia, el dolor por la muerte de un ser
querido es demasiado dolorosa para admitirla en toda su
dimensión, de forma que requiere ser interpretada. Necesitamos
interpretar esa desgracia porque la ausencia del ser amado
resulta insoportable. Y de ahí nace la ilusión no sólo de que
podemos seguir hablando con su espíritu, sino también de lo que
he llamado el prestigio de la lejanía, es decir, la idea de que
si nos encontramos mal en este mundo, seguramente habrá otro
lejano, en el tiempo o en el espacio, en que todo volverá a ser
como fue una vez, o como queremos que sea. Así surgen las
ilusiones salvíficas, el contraste entre el valle de lágrimas
del más acá y el Reino de los Cielos del más allá, la ilusión de
un futuro más allá del
ésjaton
a partir del cual todo lo va a cambiar.
Pero también tenemos la intuición de que quizá no estemos
viviendo la verdadera vida, sino que esta se encuentra “en otro
lugar”. Como decía Kundera, la vida está en otra parte. Este
autoengaño se ve reforzado por instituciones sociales: las
agencias de viaje nos venden paraísos lejanos, Oceanía, los
antiguos Mares del sur. Sin embargo, comprobamos que en la
mayoría de las ocasiones estos paraísos son falsos y además
salen carísimos, cuando el paraíso es por principio un lugar
felicitario, pero gratuito. El ser humano, ante la desgracia,
ante la posibilidad del sinsentido de la vida cotidiana, crea
utopías que, como su nombre indica, nunca tienen lugar; son
territorios de la imaginación. La fuerza de la utopía es
justamente la fuerza de la derrota: como ya he perdido toda
esperanza de mejorar mi entorno para realizar en él mis grandes
ilusiones, fantaseo con un mundo paralelo donde esas ilusiones
ya han sido satisfechas, si bien de forma imaginaria. Ese es el
reino de la ciudad utópica, el reino de la ciudad radiante. Al
gozar pensando en ese mundo paralelo, mi disgusto por el único
mundo real se calma, se diluye. El pensamiento utópico abre un
abismo entre la realidad y la utopía; de tal forma impide que el
primero pueda acercarse al segundo. Por ese motivo la utopía
suele tener lugar en islas inaccesibles, tan remotas que no
parecen figurar en el globo terráqueo, o en momentos de un
futuro también remoto, como ocurre con los profetas del Antiguo
Testamento. Israel está sufriendo en cautiverio, está viviendo
en el destierro, su templo ha sido incendiado, pero vendrá un
momento en que llegará un mesías, un salvador, y todo cambiará.
En la visión del profeta, los reyes de la tierra morderán el
polvo y el pueblo elegido reinará sobre ellos; Babilonia será
destruida y sobre sus cenizas Israel recobrará el poderío
terrenal de David, etc.; los últimos serán los primeros y los
primeros, los últimos. Este impulso compensatorio de la
imaginación afecta también a la filosofía. En Kant, por ejemplo,
encontramos la idea del reino de los fines, la idea de que es
necesario para seguir viviendo imaginar que este mundo en el que
casi siempre nos tratamos unos a otros como medios
instrumentales cambiará tan radicalmente que, a partir de cierto
instante, siempre nos trataremos todos como fines en sí mismos.
Este ideal supone una laicización, una secularización del Reino
de los Santos. Canetti decía que la única forma de soportar la
desgracia es interpretándola, y de eso se trata, de interpretar
para engañarnos a nosotros mismos sobre la desgracias.
Probablemente el engaño más interesante y sutil sea el
autoengaño. Marcel Proust dice algo así como que engañamos
mucho, durante toda nuestra vida, en especial a los seres que
amamos y, muy en especial, a ese ser cuyo desprecio nos causaría
el mayor dolor, que es uno mismo. Como no queremos causarnos
desprecio a nosotros mismos, como no queremos resultar culpables
ante el tribunal de la conciencia, lo que hacemos es cambiar
nuestro pasado de forma que nos resulte aceptable. Cambiamos los
motivos de nuestras acciones, y cuando son egoístas intentamos
explicarlas buscando y aduciendo motivos más profundos que
habrían sido ocultamente altruistas. Obtenemos así una
autoimagen que siempre es mejor, más redonda, más íntegra, que
la imagen que de nosotros tienen los demás. La autoimagen física
representa bastante bien la
imago
de la autoimagen mental y moral. Por ejemplo, respecto a la
figura o a la edad, es difícil que podamos vernos de la forma
descarnada en que nos ven los otros, porque entonces sería muy
difícil levantarse cada mañana. El espejo no representa el
cuerpo tan bien como creemos, porque al ponernos ante el espejo,
nuestro yo se sabe mirado y adopta siempre la mejor postura, el
ángulo más favorecedor. Sólo cuando el espejo nos sorprende,
cuando a lo mejor vamos caminando por la calle y nos vemos
reflejados en un escaparate, sólo entonces vemos nuestro yo
físico.
Estamos volviendo al tema de la conciencia o la autoconciencia.
Sí, claro, conciencia y engaño son dos
términos de una riqueza semántica tremenda. Un poeta amigo,
Jaime Siles, me contaba que su padre, con ochenta y tantos años,
había visto por la calle a un compañero suyo de promoción. Ambos
tenían, por tanto, la misma edad. Al volver a casa, el padre se
dejó caer en el sofá y dijo a la familia:“He visto a fulano, no
os podéis imaginar lo mayor que está. Fijaos si está viejo que
ni siquiera me ha reconocido”. El hombre no podía concebir que
si el otro no le reconocía es porque él había cambiado mucho, no
porque el otro hubiera perdido vista. Siempre interpretamos
aquello que nos acontece desde un punto de vista aceptable para
el yo. El autoengaño es la forma más frecuente de engaño.
Pensemos en la voz, algo que parece admitir pocas posibilidades
de interpretación. Y, sin embargo, resulta frecuente que no
reconozcamos nuestra propia voz. Por ejemplo, al oírla en un
casete. Es muy frecuente que la persona que se oye hablar a sí
misma pregunte a los presentes si esa es su voz, porque no la
reconoce: les suena demasiado chillona, o desagradable. En sus
diarios de guerra, el escritor alemán Ernst Jünger contaba que
acababa de oír por primera vez su propia voz reproducida en un
disco de cera, y contaba hasta qué punto le había amargado el
día porque era la voz de aquellos hannoverianos de mediana edad
de los cuales había pensado siempre que eran unos pazguatos y
unos engreídos. Siempre había aborrecido ese tipo de entonación,
y ahora se daba cuenta de que era exactamente la suya. Termina
su comentario diciendo algo así como: “¡Qué poco nos conocemos a
nosotros mismos!”.
23 de noviembre de 2010
Por Admin, Philosophytogo
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© José Luis Gómez-Martínez
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