Alberto Hernando
“Por una ciencia sobre lo
falso”
Alberto Hernando
Miguel Catalán imparte Ética de la Comunicación en la Universidad Cardenal
Herrera-CEU de Valencia. A partir de su libro Diccionario de falsas
creencias (Ronsel, 2001), donde señalaba muchos de los errores y
contradicciones que sustentan la llamada “sabiduría popular” (dichos,
refranes, moralejas...), Catalán vislumbró la posibilidad de realizar una
sistémica que se ocupase de todo lo concerniente a las falsedades. Inicia
ese proyecto, al que denomina pseudología, con El prestigio de la lejanía
(Ronsel, 2004), señalando las lógicas del autoengaño (una manera de
consolarse a sí mismo) a partir de evidenciar cómo la idealización del
pasado (los paraísos originales poblados por el buen salvaje) o las utopías
futuras (Moro, Campanella, Margaret Cavendish...) son relatos egocéntricos,
ambiciones de poder o una forma de sublimar las frustraciones que padecieron
algunos utopistas al ser menospreciada su inteligencia o su gestión pública.
Antropología de la mentira (que, previamente a su edición, obtuvo en
2001 el Premio de ensayo Alfons El Magnànim) sería una segunda contribución
a esa sistémica pseudológica. En esta ocasión se analizará el engaño que se
perpetra a otros. Para ello aborda la mentira como “un enigma intelectual y
un escándalo moral”, pues aunque es abominada y condenada por unanimidad, la
realidad evidencia que la mendacidad es consustancial al ser humano y todos
mentimos en mayor o menor medida; bien sea con voluntad de causar daño, por
diversión o como táctica defensiva. A la postre, después de mentir se suele
reconfortar la conciencia —y, al mismo tiempo, así se blanquea la mentira—
aduciendo un propósito de enmienda que nunca se cumple. Incluso el pícaro o
el tahúr levantan entre la gente una espuria admiración. Tan generalizado es
el uso de los derivados de la mentira (ocultación, simulación, máscaras
sociales, hipocresía, astucia, falacias...) que cuando, en determinados
momentos, se dice la verdad, resulta impertinente, obscena o “levanta
resentimientos a su alrededor”. La convivencia social sólo es posible
mediante ese juego, consensuado tácitamente, de falsedades e imposturas. Y
así, conforme la sociedad gana en complejidad, los ardides de la mentira
también progresan en ingenio y prácticas.
Catalán plantea tres dimensiones antropológicas del engaño: las intrínsecas
a la inteligencia, al lenguaje y la libertad de acción. En el primer caso,
se muestra cómo toda martingala o falsedad es el resultado de una capacidad
interactiva del intelecto. Así, la mentira, en un primer momento, precisa
ser imaginada o fantaseada, para luego, una vez decidido ponerla en
práctica, planificar la estrategia que la lleve a cabo, calculando las
consecuencias benéficas o contraproducentes para el embaucador. El lenguaje
es lo que nos diferencia de los animales (que también emplean el engaño).
Gracias al lenguaje la mentira puede alcanzar un elevado grado de eficacia y
perversidad. San Agustín decía que el lenguaje nos lo dio Dios para decir
únicamente la verdad. Ese principio excluía incluso las mentiras “piadosas”.
Sin embargo, los hechos desmienten esa interpretación teológica.
El
libre albedrío sería el tercer componente básico de la mentira. Nuestra
capacidad de acción (para mentir o decir verdad) se remonta a los mitos
fundadores que explican la caída de Adán y el castigo a Prometeo. En ambos,
el hombre usará el engaño para alcanzar el conocimiento y lograr una cierta
independencia del dominio omnímodo de los dioses.
Complementando esos tres ámbitos nucleares de la mendacidad, se destaca cómo
los individuos, inhibiéndose de las responsabilidades propias, suelen
proyectar la mentira en otros. Achacan sus actos, ellos dicen, a las
tentaciones del demonio, debidos a la influencia nefasta de la mujer o a
circunstancias del entorno que corrompen, como sugería Rousseau, la
inocencia innata del ser humano. Con una escritura amena, fluida y prolija
en referencias (desde campos tan diversos como la etología, la psicología
infantil, el psicoanálisis, los mitos o la historia de las religiones),
Catalán fundamenta su tesis sobre la ambivalencia en los juicios morales
sobre la mentira y constata que nunca existió una Edad de Oro de la
inocencia humana. La conclusión es rotunda: la mentira es inmanente al
proceso de hominización.
El
libro finaliza con una sugerencia: urdir “tanto en honor de la verdad como
en defensa de la vida” un nuevo relato del origen humano que señale que
determinadas formas de la mentira ayudaron a la civilización a prosperar y
prevalecer sobre el resto de especies vivas. Ahí es nada la dificultad de
tal reto, pero si ello fuese posible, ¿no convertiríamos a la mentira en un
acto virtuoso, abundando así en nuestra parte maldita?
[Fuente: Hernando, Alberto, “Por una ciencia
sobre lo falso”, Archipiélago, LXX (mayo de 2006), pp. 130-1].
© José Luis Gómez-Martínez
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