Blanca Rodríguez
López
Vivan
los secretos! o
de peces y hombres
(Sobre Anatomía del secreto. Seudología III, de Miguel Catalán)
Blanca Rodríguez López
Hay una especie asombrosa de peces que despierta la
admiración universal de turistas y naturistas, debido a dos características
sobresalientes: son totalmente grises y son caníbales. Ambas peculiaridades
resultan todavía más peculiares debido al grado en que se manifiestan.
Su canibalismo es (aparentemente) gratuito, puesto que la
especie se encuentra en un hábitat que proporciona a estos peces todo el
alimento que necesitan y más, y es feroz, ya que no se limita, como el
canibalismo ritual conocido entre nosotros, a la ingestión de una parte
significativa de un congénere (el cerebro, los testículos, el corazón), sino
que se devoran y despedazan hasta el extremo de no dejar rastro de la
víctima.
Su grisura es completa y absoluta: todas las escamas de todo
su cuerpo presentan la misma coloración gris, sus dientes son grises y hasta
las pupilas de sus ojos lo son.
Recientes estudios científicos han demostrado, sin dejar
lugar a dudas, que ambas cosas van unidas. Resulta que esta especie ha
desarrollado una pauta genética sorprendente: “cuando un ejemplar viene al
mundo con una variedad cromática distinta del gris, sus congéneres lo toman
por miembro de una especie diferente”. Y claro, “liberados de todo mecanismo
de inhibición de la agresividad”, y dado que se trata de una especie muy
agresiva, se lanzan sobre “el extraño”, lo despedazan sin compasión y se lo
comen. Esto explica el canibalismo.
Y como la naturaleza es sabia, la selección natural ha
obrado, por sus medios de todos conocidos, el milagro de la evolución: el
que nace diferente es inmediatamente devorado antes de tener oportunidad de
trasmitir su genes. Por otro lado, a los peces normales parece sentarles
bien (quizá por hábito) la carne de sus semejantes y, ante la escasez de
“raros” han desarrollado hasta límites extraordinarios su capacidad de
captar diferencias cromáticas. El que por casualidad tenía una vista más
fina y localizaba a uno que a los demás no les parecía tan diferente, se lo
comía, progresaba y tenía mayor descendencia, que heredaba su privilegiada
visión para la diferencia. Y así la especie ha ido evolucionando hasta que
hemos llegado a la situación actual.
Esto que les acabo de contar no es, pese a su verosimilitud,
una información científica extraída de una revista especializada en
biología, sino un cuento, titulado “Por qué son tan grises los peces
grises”, que apareció publicado en 2004 incluido en un volumen de cuentos
que tiene como nombre Breve historia (Editorial Ronsel). Su autor es
Miguel Catalán, que, además de dedicarse a la filosofía, escribe novelas y
cuentos.
¿Pero cómo? Es verdad que Miguel Catalán es el autor que
ahora nos interesa pero, ¿no se trataba de comentar su último libro,
Anatomía del secreto? ¿Por qué hablar entonces de sus cuentos? Tengo,
sin embargo, una buena razón. Mi buena razón tiene que ver con Miguel
Catalán.
Miguel Catalán es un filósofo valenciano que ejerce su labor
docente como profesor de ética en la Facultad de Ciencias de la Información
de la Universidad Cardenal Herrera-CEU. Es especialista en el pragmatismo
norteamericano y su interés por esta corriente y por el utilitarismo es una
constante es su biografía intelectual. Pero a través de su obra más reciente
aparecen tres focos de interés: los peces, los hombres y la falsedad. Las
tres cosas, como la grisura y el canibalismo de su cuento, están unidas.
También se perciben en su obra, dándola un peculiar tono emocional, una
filia y una fobia que muchos compartimos: la fobia a la uniformidad y la
filia a la individualidad. Y esto es lo que tienen en común el cuento sobre
los peces grises y su Anatomía del secreto.
La falsedad tiene muy mala fama, y más en el ámbito de la
filosofía, que es amiga de la verdad. Catalán es también amigo de la verdad,
pero está muy interesado, precisamente por eso, en la falsedad. El interés
de Miguel Catalán por la falsedad viene de lejos.
Puede rastrearse hasta 1994, fecha en que publica en la
revista El Basilisco un artículo titulado “El prestigio de la
lejanía”. Fue éste el primer fruto del proyecto al que Catalán ha
dedicado ya catorce años: el de la Seudología, una nueva disciplina
que trata sobre la falsedad en sus distintas vertientes. Este proyecto se ha
plasmado (hasta la fecha) en numerosos artículos, en un peculiar
diccionario, Diccionario de falsas creencias (Barcelona, Ronsel,
2001) y, sobre todo, en una trilogía. El primer volumen, El prestigio de
la lejanía. Ilusión, autoengaño y utopía recibió en 1998 el
Premio Internacional de Ensayo Juan Gil-Albert y fue publicado en 2004 por
la editorial Ronsel. Trataba allí los fenómenos relacionados del
auto-engaño, la ensoñación y la utopía, analizando sus causas y su
necesidad. Era además una crítica del utopismo, subgénero, según el autor,
de la literatura compensatoria, así como de la tradición filosófico-política
apoyada en él, desde La República de Platón hasta la utopía
socialista de Morris, pasando por las conocidas utopías renacentistas y las
de la modernidad.
El segundo volumen de la trilogía, Antropología de
mentira, obtuvo el premio de ensayo Alfons el Magnànim en 2001 y se
publicó en 2005 (del Taller de Mario Muchnik). La tesis allí defendida puede
resumirse en su formulación más provocadora y atractiva: la mentira, tan
denostada y rechazada, es consustancial al ser humano, una realidad por
tanto inevitable y, además, aceptable.
El texto que ahora comentamos, Anatomía del secreto.
Seudología III, cierra la trilogía. Tras obtener el Premio Ciudad de
Valencia Juan Gil-Albert en 2007 ha sido publicado en 2008 por la misma
editorial en la que apareció el volumen anterior. Tras el estudio del
autoengaño y de la mentira, nos enfrentamos ahora a una tercera forma de
falsedad: el secreto. Si en los volúmenes anteriores se defiende, de forma
convincente, que el autoengaño y la mentira son compañeros inseparables del
ser humano, necesarios y defendibles, la defensa se centra ahora en el
secreto. Esta tesis de la inseparabilidad de la falsedad en todos sus
aspectos y el ser humano conecta dos de los focos de interés antes
mencionados. De los peces hablaremos más adelante.
Seudología III es, tal
como su título refleja, una anatomía. Recurriendo a los diccionarios, tal
como le gusta hacer a Catalán, vemos que según el de la RAE “anatomía” es,
en su primera acepción, el “estudio de la estructura,
situación y relaciones de las diferentes partes del cuerpo de los animales o
de las plantas.” Y en la cuarta un “análisis, examen minucioso de algo”. Se
trata en el caso que nos ocupa más bien de una anatomía en su primera
acepción (aunque lo es también en la cuarta), si se nos permite trasformarla
en figurativa y aplicarla al secreto, que no es animal ni planta. Y también
al ser humano, que sí es animal, pero no en lo tocante a su cuerpo sino a su
naturaleza psicológica y social. Tenemos por consiguiente una doble
anatomía.
El resultado de este “examen
minucioso” se refleja en la estructura de la obra. En el breve primer
capítulo nos encontramos con un viejo conocido, Prometeo, al que Catalán
dedica buena parte de uno de los capítulos centrales de Antropología de
la mentira, calificándolo allí de “mártir de la humanidad”. En aquella
ocasión, se trataba del Prometeo astuto, mentiroso y lleno de ardides, que
favorece a la humanidad engañando a los dioses. Ahora nos encontramos con un
Prometeo que instruye a una de sus criaturas humanas para que se construya
una cabaña y que posteriormente le da su beneplácito para que admita en esta
cabaña de su propiedad (porque este hombre la ha construido) sólo a quien el
hombre desee. Según nos dice el título de este primer capítulo, se trata de
la exposición mítica de un conflicto: el hombre, creado como animal social,
necesita sin embargo gozar de intimidad.
El conflicto aparece ya sin carga
mitológica, sino por el contrario con abundancia de argumentos
antropológicos, biológicos y etológicos, en los dos siguientes capítulos. El
capítulo segundo analiza la naturaleza humana como animal gregario. La unión
social característica de los animales gregarios, desde los peces al hombre,
está fundamentada en el miedo y en la búsqueda de protección, de donde
resulta que “La subordinación al grupo es
un rasgo básico de nuestra especie” (p, 18). Durante siglos nuestros
ancestros han vivido en agrupaciones en las que el individuo se fundía con
la horda, de la que dependía para su supervivencia. Y en las hordas no hay
secretos: todo se sabe de todos.
En los grupos hay una “querencia por el centro” (p.23).
Volviendo la mirada sobre los peces gregarios, Catalán advierte que los
individuos que nadan en la periferia están más expuestos a caer entre las
fauces de los depredadores y en todos los demás animales gregarios aparece
también, en diversos niveles de complejidad, esta querencia. En el hombre,
la regulación de la conducta y la cohesión del grupo dependen de costumbres
transformadas en hábitos y trasmitidos como normas en el proceso de
socialización. Los individuos jóvenes aprenden, bajo la mirada de sus
mayores, las normas del grupo, lo que les está permitido y lo que se les
prohíbe. Aparece así la mirada, a la que el autor presta mucha atención a lo
largo de todo el libro, con su primera misión de vigilar la conducta,
descubrir la desviación, amonestar e indicar cuál es el comportamiento
adecuado.
Pero las normas necesitan sanciones, tanto para ser
interiorizadas como para, en todo caso, hacer que el individuo se ajuste a
ellas, y por tanto la mirada adquiere otra función, esta vez disciplinadora,
que amenaza al potencial transgresor con el terrible castigo de la
marginación, la expulsión a los márgenes del grupo, lejos del centro cálido
y protector. Y cuando ambas fallan (la vigilancia y la amenaza) aparece la
agresión de acomodación a la norma: agresión ejercida contra el
disidente moral o el diferente físico y fundamentada en el odio a lo
distinto. Este odio parece ser connatural al hombre (como lo es en los
chimpancés y otras especies gregarias como las gallinas) y aparece muy
marcado en la infancia. Y de aquí podemos extraer la primera enseñanza que
el libro proporciona: la tolerancia no es natural, es algo que se aprende y
no con pocas dificultades.
Pero el hombre, pese a ser un
animal gregario, no es una especie de contacto, sino que necesita una cierta
distancia física con los demás. Y la
separación física favorece la separación funcional. El
capítulo tercero explora la otra cara de la naturaleza humana, social e
individual al tiempo, un ser que necesita a los demás pero necesita también
conservar su propio espacio y poder retirarse en ocasiones de la mirada del
resto, que puede llegar a ser agobiante. Siempre existió cierta
separación de las conciencias y siempre hubo individuos que, voluntaria o
involuntariamente desafiaron la norma. Y la necesidad de ocultamiento ante
la mirada colectiva se hace posible con el sedentarismo y la aparición del
hogar familiar.
En estos capítulos segundo y tercero han quedado
analizados los dos términos del conflicto humano, el “Conflicto intrínseco
entre control social e intimidad”, entre prerrogativas del grupo y del
individuo, que será la causa del secreto cuya anatomía se describe en los
capítulos siguientes.
El capítulo cuarto analiza el paso del crimen al engaño
defensivo, entendiendo “crimen” en su sentido extra moral “como aquel acto o
hábito que la sociedad, con razón o sin ella, entiende peligroso para su
seguridad” (p.92). El individuo extraño, el excéntrico, es siempre
sospechoso, debido tanto al carácter gregario de la especie como a su
tendencia al hábito, con la consecuencia de mezclar y confundir lo normal
(lo habitual) con lo bueno y lo extraño con lo malo. El grupo procura
mantener la norma con diversos mecanismos de control social, desde la burla
y el chiste, y su consiguiente ridiculización, hasta la murmuración y el
cotilleo. El mismo poder de la mirada adquiere una nueva función que se
desplaza de la amenaza disciplinaria a la amenaza retributiva. La
contrapartida de estos mecanismos la encontramos en la interiorización del
mandato social y los correspondientes sentimientos de culpa, pudor y
vergüenza. También, como consecuencia suya, se sitúan el honor y la honra
cuyo principal mandato es mantenerse intocado por la murmuración, porque la
sospecha y la acusación ya son en sí mismas una condena. Y si el individuo
no puede o no quiere renunciar a su excentricidad, se impone el engaño
defensivo, el encubrimiento y el fingimiento. Ha nacido el secreto.
Los siguientes capítulos abordan ya de lleno el estudio
anatómico de este fenómeno. El capítulo quinto analiza el tormento del
secreto, el miedo a ser descubierto y al tiempo el peso que la ocultación
impone a la conciencia, de donde dimana la necesidad y al tiempo el miedo de
dar a conocer un secreto. Contiene también un pormenorizado análisis de la
relación entre secreto, chantaje y delación. El capítulo sexto está dedicado
al estudio de la discreción, contemplada como una fase intermedia entre el
secreto y el derecho a la vida privada, y el séptimo a los diversos métodos
para desentrañar el secreto: el interrogatorio, la tortura, y también el
juramento y la ordalía, en los que las penas de este mundo y la amenaza de
más penas en el otro unen sus fuerzas para hacer confesar el secreto que con
tanto celo se intenta guardar. Por último, en el capítulo octavo vuelve
sobre el tema de la utopía, ya tratado en El prestigio de la lejanía,
como solución imaginaria del conflicto. Y dedica también muchas páginas a la
pesadilla de la utopía en su concreción totalitaria. Este capítulo, por
cierto, contiene algunas de las páginas más deliciosamente divertidas y
malévolas, que difícilmente pueden ser leídas sin estallar en carcajadas.
Mis favoritas son las del apartado 8.2. No se las pierdan.
Una vez destripado el secreto en sus causas, sus
componentes y sus efectos, el capítulo noveno se ocupa del tránsito que nos
lleva, una vez entrada la modernidad y gracias al desarrollo del
individualismo, del secreto ancestral a la privacidad o al reconocimiento.
Como ejemplos históricos, se ocupa aquí del proceso de admisión del
matrimonio libremente elegido entre los siglos XVIII y XIX y del de la
homosexualidad en el XX.
Basándose principalmente en J. S. Mill y su defensa de
la individualidad en Sobre la libertad, Catalán acomete una
apasionada defensa de la vida privada y de la libertad individual contra la
tiranía de la mayoría, sumándose a la propuesta de Mill para fijar los
límites que distinguen la prerrogativa social de la del individuo. Lo hace
además con similares argumentos, acudiendo por un lado al valor de la
individualidad y por otro a los beneficios que ya no el individuo sino la
propia sociedad obtiene de respetar la libertad, la diferencia y la
excentricidad, en la medida en que tales cosas resultan necesarias para el
cambio, el progreso y la evolución no traumática. Porque, como ya adelantó
en un capítulo anterior, la fuerza del hábito esclerotiza la sociedad (la
norma social es un hábito colectivo) y solo el disidente, a quien se le
permite, al menos en privado, tantear otras formas de vida y ensayar otras
normas, hace posible la innovación y el cambio.
Vemos cómo, por fortuna, la sociedad es hoy más liberal
de lo que lo fue en épocas pasadas y cómo muchas conductas han abandonado el
refugio del secreto, que ya no es necesario por haberse convertido en
conductas socialmente reconocidas y admitidas. Pero no todas las
desviaciones han corrido la misma suerte. El último capítulo empieza
celebrando otro reconocimiento, el del derecho a la intimidad, como una
aceptación a medias, una solución de compromiso entre individuo y sociedad.
Algunas excentricidades no alcanzan el reconocimiento pero se las admite
siempre que no salgan del ámbito privado. Lo privado aparece así como una
zona de inmunidad. Pero el grueso del capítulo está dedicado a otra
cuestión, que a mi juicio es la más interesante: el secreto estructural
antropológico.
Si Catalán no hubiera escrito esta última parte del
último capítulo se hubiera producido una asimetría entre esta obra y las dos
primeras partes de la Seudología. En ellas el autor muestra de forma
convincente que el autoengaño y la mentira son inseparables de la condición
humana y que no sólo existen y siempre han existido, sino que siempre
existirán y, además, está muy bien que existan. Sin embargo, de lo dicho
hasta ahora en Anatomía del secreto puede extraerse la conclusión
contraria: el conflicto entre el grupo y el individuo, con sus intereses en
ocasiones encontrados (descubrir y ocultar, imponer la norma y evadirse de
ella), está felizmente resuelto, al menos en occidente, por la tolerancia
hacia las diferencias individuales, por lo cual el secreto deviene
innecesario y sólo nos queda conseguir expulsarlo de aquellas partes del
mundo en las que aún reina la intolerancia y el secreto sigue siendo una
necesidad de supervivencia para el individuo disidente o excéntrico. Pero no
es así y el autor lo advierte: “Siempre habrá secretos y está bien que los
haya” (p. 352).
Parte de esta necesidad del secreto está ya incluida en
la idea de lo privado como inmunidad, esa zona reservada para aquellas
conductas, hábitos y formas de vida que la sociedad no acaba de reconocer ni
admitir, pero que es capaz de tolerar siempre y cuando se lleven a cabo en
privado. Pero podría parecer que, si la sociedad fuera aún más tolerante, en
un futuro posible y deseable, esta zona intermedia de la privacidad podría
devenir también innecesaria y, debido al reconocimiento universal de toda
individualidad, podríamos tirar los muros de nuestras casas y desenvolver
nuestra vida entera ante los ojos de la comunidad, que ya estaría curada de
espanto y nos dejaría en paz sin intentar imponernos la norma. Ya no habría
norma, o no más norma que la ausencia de norma, la única prohibición sería
la de “prohibido prohibir” y nuestra individualidad florecería a la vista
del público. Bienvenidos a Utopía.
Pero siempre habrá secretos. Catalán menciona dos
razones. En primer lugar, siempre existirá la necesidad del secreto para el
criminal, entendiendo en esta ocasión el término en su dimensión moral. Por
poner un ejemplo muy en boga, el que maltrata a su mujer, sus hijos o sus
mayores, busca la intimidad y el secreto y la sociedad hace muy bien en
intentar descubrirlos. Aquí la jurisdicción de la sociedad es indiscutible y
se está fuera del alcance del principio milleano de la libertad: la sociedad
tiene no sólo el derecho sino también la obligación de impedir aquellas
acciones que dañan a terceros.
La segunda razón que el autor esgrime es igual de
indiscutible. El margen de lo admisible es como la línea del horizonte: se
desplaza al avanzar, pero nunca desaparece. Hay conductas que ahora
admitimos y que antes eran consideradas crímenes (elegir a la propia pareja
sin consentimiento paterno, mantener relaciones sexuales con personas del
mismo sexo), pero también hay otras que antaño se consideraban admisibles y
hasta loables y que ahora se han convertido en crímenes. Por mencionar el
ejemplo al que acude el autor, las relaciones sexuales con menores, y por
poner otro de mi cosecha, si hoy en día alguien alberga el proyecto de
suicidarse, lejos de convocar a familiares y amigos con los que charlar de
sobremesa mientras va haciendo efecto la cicuta, mantendrá sus planes muy en
secreto y ocultos a la vista de los demás. Esto lleva a Catalán, siguiendo
la consideración que Durkheim hacía del crimen, una necesidad estructural y
por lo tanto normal, a hablar de una “cantidad constante de secreto”. Como
el crimen durkhemiano, cambiará su contenido pero no su cantidad ni su
necesidad. La sociedad necesita normas y siempre las habrá y por
consiguiente “siempre habrá disidentes y delincuentes que transgredan y
vulneren la norma y la ley” (p.360).
Pero yo creo que hay más, y lo hay porque la relación
entre intimidad y secreto es de doble dirección: la intimidad sirve para
confesar los secretos y los secretos sirven para reforzar la intimidad. Y si
valoramos la intimidad, como parte consustancial del ser humano, debemos
valorar los secretos. Los secretos refuerzan la intimidad entre los
individuos que los comparten, creando entre ellos fuertes lazos. No hay más
que ver a los niños (sobre todo, hay que admitirlo, a las niñas). Adoran los
secretos, y si no los tienen los inventan. Ni que decir tiene que la mayoría
de sus secretos son completamente confesables y hasta inocentes, pero lo que
les hace secretos es que quieren tenerlos, precisamente para compartirlos.
El secreto no es únicamente un medio para un fin (el ocultamiento de la
disidencia y la evitación del castigo) sino también un fin en sí mismo.
Es además necesario para el surgimiento y el
mantenimiento de la identidad personal. Recurriendo al plano ontogenético
que tanto le gusta al autor, el niño cierra su habitación (y los padres, si
tienen dos dedos de frente, lo admiten) no sólo para hacer cosas que hay que
guardar en secreto, sino para convertir en secreto todo lo que hacen, para
preservar una zona de intimidad que ya ni siquiera comparten con sus mejores
amigos, sino simple y llanamente con nadie. Y es que la mirada constante de
los demás es una maldición, que agota e impide el crecimiento personal. Como
Catalán advierte en uno de los primeros capítulos, la mirada de los demás
hasta tiene consecuencias fisiológicas y altera el pulso. La soledad y el
secreto son la paz. Sin ellas volveríamos a las hordas. Horror.
Y hay una tercera razón, también ligada a la identidad
personal. Hablando del reconocimiento, y poniendo de nuevo el ejemplo de la
homosexualidad, el autor celebra la “salida del armario” aunque arremete
contra su obligatoriedad (que alguien tome la decisión de revelar la
homosexualidad de otro) argumentando que, aunque en cierto sentido
reconocida, es aun en ciertos círculos considerada desprestigiosa (por más
que en otros, he de añadir, sea considerada prestigiosa). Pero cita Catalán
a Gutwirth y su defensa de la privacidad como la libertad de ser uno mismo
frente a las pretensiones de los grupos y sus identidades cerradas. Y mucha
razón tiene Gutwirth cuando nos recuerda que la identidad personal no es una
esencia que con la venia de la sociedad podemos desvelar para ser “nosotros
mismos” en este sentido esencial: el que siempre hemos sido y siempre
seremos. No hay un yo esencial. Los individuos cambian y tienen múltiples
facetas, aunque la mirada de los demás tiende a fijarnos y paralizarnos en
una pose. Y no es sólo que los demás tengan de nosotros esta imagen
simplificada y estable, cosa que sin duda tiene sus ventajas, sino que
nosotros mismos, bajo su mirada, tendemos a ser lo que ellos ven en
nosotros.
Esto explica, por ejemplo, el fenómeno tan extendido y
común de lo que podríamos llamar “la vuelta a casa”: salimos del hogar
paterno y cuando regresamos a algo más que una visita a comer (a pasar unos
días por cualquier motivo) nos encontramos no sólo con que nuestros padres
nos ven y nos tratan como si aún tuviéramos veinte años, sino que, en efecto,
como si de una pauta de acción fija se tratase, nosotros mismos nos
comportamos, reaccionamos y nos sentimos como si volviéramos a tenerlos. Y
únicamente cuando nos quedamos a solas otra vez (en nuestra “habitación de
solteros” por la noche), nos preguntamos cómo es posible que a esas alturas
estemos otra vez discutiendo sobre el cepillo en el lavabo. Mucha literatura
y mucho cine se ha hecho sobre el tema y no es necesario abundar para que el
lector, que sin duda ha tenido esta experiencia, se haga cargo.
Volviendo a la famosa salida del armario, un buen
motivo para no hacerla es que si salimos dejamos de ser un individuo que
tiene relaciones homosexuales para convertirnos en un homosexual, al
que la comunidad de homos y también la de heteros vigilarán de cerca
en adelante, no sea que se le ocurra irse con una persona de distinto sexo.
La pobre víctima puede verse en la eventual necesidad de mantener en secreto
esta nueva desviación respecto a la norma y esta “traición” a su identidad
esencial. Y es que, como Catalán dice, el individuo tiende por naturaleza a
invadir el espacio privado de los demás y, por tanto, el grupo en su
conjunto tiende a vigilar cualquier conducta antisocial o meramente asocial.
Y hay una tendencia a considerar asocial (y hasta antisocial si se me apura)
que el individuo sea un individuo y tenga la descortesía de desarrollar su
identidad sin que los demás tengan posibilidad de fijarla, ponerle un cartel
y saber a qué atenerse. Hasta ahí podíamos llegar.
Anatomía del secreto es
un texto erudito, en el que el autor recurre a una ingente cantidad de datos
para apoyar sus tesis: literatura filosófica y narrativa, datos
antropológicos, sociológicos y biológicos, documentos históricos, análisis
filológicos y chistes. Pero es sobre todo un ensayo fascinante y cautivador,
(como lo son los anteriores de la trilogía), capaz de mantenerte pegado al
sillón durante horas, pasándolo además francamente bien. Es también, como
todo buen ensayo, sugerente y motivador, y nadie que esté interesado en el
ser humano debería perdérselo.
Los humanos, como los peces del cuento, somos animales
gregarios, y para nosotros también la periferia resulta peligrosa, en la
medida en que “la periferia viene a significar la peligrosa acción
excéntrica, forastera o innovadora” (p.25). Podría tener razón el brujo de
la tribu costera que, según cuenta el cuento, ha empezado a divulgar una
opinión alarmante (y extravagante): los peces grises no existen, sino que
“sólo son los hombres mirando las aguas”, que se ven reflejados en ellas.
Pero esto, naturalmente, es un cuento. En la realidad, gracias a la falsedad,
el ocultamiento, la discreción, la intimidad, la privacidad y el secreto,
nos las hemos arreglado para seguir siendo, aunque a veces no sin pocas
penas, peces de colores. Gracias, Prometeo.
Referencia: Miguel Catalán.
Anatomía del secreto. Seudología III.
Madrid: Taller de Mario Muchnik, 2008. 415 pp.
[Fuente: Blanca Rodríguez López. "¡Vivan los secretos! o
de peces y hombres (Sobre Anatomía del secreto. Seudología III, de
Miguel Catalán)" Telos 14.2 (2009): 111-119.]
Blanca Rodríguez López
Julio 2009
© José Luis Gómez-Martínez
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