Teoría, Crítica e Historia

José Luis Gómez-Martínez

 

Literatura y filosofía en Iberoamérica:
lo ensayístico
en la literatura

La caracterización que hizo Alfonso Reyes del ensayo al considerarlo como “centauro de los géneros”, adquiere renovada dimensión en nuestros días. Por una parte el proceso deconstructivo de la crítica posmoderna ha problematizado la legitimidad de las clasificaciones genéricas en literatura, pero al mismo tiempo tanto los lectores como la crítica literaria actual muestran un extraordinario interés por el ensayo. Los libros en torno al ensayo iberoamericano publicados en los últimos años ejemplifican bien la problemática posmoderna que presenta el ensayo como género literario.[1] Mientras en los análisis críticos se acentúa la dificultad de definirlo, se está de acuerdo, sin embargo, no sólo al reconocer el lugar que el ensayo desempeña en la creación literaria iberoamericana, sino también —y esto es mucho más significativo— al identificar a los ensayistas y sus ensayos representativos.

Esta situación conflictiva que nos plantea la crítica posmoderna, inicia, sin embargo, el camino hacia una comprensión del ensayo desde la perspectiva de un discurso antrópico;[2] es decir, desde un discurso que se niegue a cosificar, como si fuera realidad estática, el carácter esencialmente dinámico del texto literario. La inmutabilidad externa de la palabra fijada en un texto escrito, proyectó en el discurso de la modernidad el espejismo de una permanencia transcendente. No se quiso reconocer que el signo escrito es únicamente una representación simbólica, producto de un insoslayable proceso de contextualización y, como tal, inmerso en el desarrollo dinámico de las transformaciones sociales y de los códigos culturales que las representan. Los géneros literarios no son sino la consecuencia natural de clasificar dichas “permanencias literarias” para mejor proceder a su estudio. La crítica posmoderna, al problematizar el signo, al reconocer su esencialidad simbólica y por lo tanto dinámica, procede en su deconstrucción del discurso de la modernidad a negar validez a los géneros literarios. Este es, precisamente, el conflicto que enfrentan hoy día los estudios de crítica literaria. La solución que proporciona el discurso antrópico es simple y radical a la vez: simple, en cuanto consiste en separar el texto de su autor y de sus posibles lectores; radical, en cuanto reconoce en el texto un sistema simbólico cuya “esencialidad” es su “inestabilidad”, es decir, se trata de un sistema a la vez representativo y dinámico y por lo tanto en constante transformación.

Lo fundamental, pues, del texto escrito, independiente de su manifestación formal, es ahora su carácter dialógico (intelectual o emotivo), ya sea en la dimensión arqueológica del crítico (proceso deconstructivo y de contextualización de los códigos culturales de una época), en la problematizadora del ensayista (proceso asuntivo de dichos códigos culturales), o en la individual, antrópica, del lector común (diálogo con el texto desde el contexto íntimo del lector, con independencia de los códigos culturales). Tanto el escritor como el lector son ahora conscientes de la inestabilidad del sistema simbólico. Todo acto de escribir implica ya un distanciarse. Imaginémosnos el texto escrito como un lienzo en constante movimiento donde un pintor trata de plasmar un concepto o una sensación; la pintura que resulte deberá mucho, sin duda, al pintor (el autor del texto y su acto de comunicación), pero será incomprensible sin tener en cuenta los movimientos del lienzo (los valores que articulan el pensamiento de una época, los códigos culturales, y subsiguientes transformaciones), y ambos aspectos resultan en sí secundarios en la comunicación particular de quien observe el cuadro en una galería. Esta ineludible separación entre el autor, el texto y el lector destaca el significado y función última del texto: todo texto y toda lectura son intentos de comunicación. La interacción entre texto y comunicación se efectúa a través de un proceso de problematización (decodificación en terminología posmoderna): así es como dialogamos, como comunicamos con el mundo. Y aquí es, precisamente, donde radica la actualidad de lo que tradicionalmente se clasificó como género ensayístico y cuya característica primordial fue siempre su carácter dialógico. Es decir, el proceso de lectura que antes se consideraba únicamente propio del ensayo, se convierte ahora en modelo de aproximación a cualquier texto. Además, la problematización primero y rechazo luego de las pretensiones de transcendencia del discurso de la modernidad, no es un fenómeno que se limite a la dimensión académica de la crítica literaria —aun cuando ésta sea la expresión más ruidosa y radical de nuestros tiempos—; tanto el lector común como el escritor son ahora conscientes de la falacia inherente en todo intento de pronunciar un sentido unívoco e inalterable de un texto. El escritor ve ahora su función como la expresión artística de un acto problematizador. “Para el escritor jamás ha de haber verdades absolutas,” nos dice el dramaturgo puertorriqueño René Marqués (1919). Y añade más adelante: “Siempre habrá para él [el escritor] una realidad que examinar, unas contradicciones que descubrir, unos problemas que denunciar, una verdad más profunda que aprehender” (228). La expresión literaria se convierte, pues, en una escritura reflexiva, consciente de su ineludible contextualización en un discurso axiológico del estar, pero en constante reto con las limitaciones que ello implica. De ahí el carácter reflexivo, problematizador, ensayístico, que adquiere y demanda la expresión literaria en el último tercio del siglo XX. Y en esto coincide el teatro de René Marqués (1919) con la poesía de Ernesto Cardenal (1925) o la novela de Julio Cortázar (1914-1984) o Carlos Fuentes (1928).

Sirvan estas breves reflexiones teóricas para establecer un marco que nos permita estudiar el ensayo en el contexto de la producción literaria iberoamericana (y de la lectura problematizadora de dicha literatura), y que a la vez explique tanto su importancia actual entre los estudiosos de la literatura como el sentido de “lectura ensayística” con que el lector reflexivo se acerca hoy día a todo texto literario. Para posibilitar la visión panorámica que me propongo en las breves páginas de este ensayo, voy a ejemplificar el proceso a través de la íntima relación que existe en Iberoamérica entre la filosofía y la literatura. Sigo en mi desarrollo tres etapas cronológicas que parecen jalonar nítidamente dicho proceso: a) la filosofía como literatura; b) la filosofía en la literatura; c) la lectura ensayística: contextualización de la filosofía en la literatura.

1. Literatura y filosofía en Iberoamérica

La relación entre filosofía y literatura en el ámbito intelectual iberoamericano constituye uno de los capítulos más interesantes de su desarrollo hasta nuestros días. La literatura iberoamericana se caracteriza, en efecto, por una fuerte preocupación filosófica (acto de reflexión que proviene de una posición problematizadora de los paradigmas de la época), aun cuando se trate de una dirección filosófica precisa. Europa proyecta, en el umbral de su expansión colonial, y como parte de su racionalización del encuentro con el continente americano, una visión logocentrista que va a incitar una manifestación filosófica iberoamericana peculiar: la pregunta por la propia identidad. La pregunta era nueva y surge del contraste de la realidad americana con la uniformidad de la Europa renacentista. En un principio su discurso necesita igualmente articularse en formas inéditas. Surge así en América, desde los comienzos de la Colonia, una dislocación en la manera en que se exterioriza la reflexión filosófica. Es decir, junto a una filosofía académica pobre (desarrollo imitativo de las direcciones de la escolástica europea), destaca por su fuerza creadora, desde los primeros momentos de la conquista y de la colonización del continente americano, un nuevo modo de articular la reflexión filosófica. Se trata de un recurso radical para articular una problematización igualmente radical: nace así el debate sobre la humanidad de los habitantes recién descubiertos. En dicho debate va implícita la pregunta por la propia identidad, que luego caracterizará el pensamiento iberoamericano hasta nuestros días. Su primera expresión teórica se manifiesta con fuerza en una de las polémicas más insinuantes del siglo XVI europeo. Bartolomé de Las Casas (1474-1566) en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552) y Juan Ginés Sepúlveda (1490-1573) son las figuras más conocidas. Pero el explícito eurocentrismo de los pensadores más sistemáticos es igualmente nota distintiva en el Diario (1493) de Cristóbal Colón (1451-1506), en las Cartas de relación (1519), de Hernán Cortés (1485-1547), o en la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España (1568), de Bernal Díaz del Castillo (1485-1584). La respuesta iberoamericanista surge pronto en obras como Los comentarios reales (1608-1609) del Inca Garcilaso de la Vega (1539-1616), o en la Nueva corónica y buen gobierno (¿1615?) de Felipe Guamán Poma de Ayala. El discurso filosófico en Iberoamérica muestra, pues, desde los comienzos de la conquista dos direcciones claramente definidas: por una parte, una filosofía académica pobre, de imitación europea, que se produce en Iberoamérica pero sin Iberoamérica; la otra, una filosofía iberoamericanista, que se expresa primordialmente a través del ensayo y la crónica, y que se articula como proyección o problematización del pensamiento occidental.

Durante el siglo XIX se acentúa la dimensión ensayística como vehículo predilecto para formular las diversas direcciones del pensamiento iberoamericano. Domina en un principio el deseo de una identidad cultural que se canaliza a través de dos posiciones encontradas: a) el deseo de conseguir una independencia cultural de Europa; y b) un ansia de ser Europa, de identificarse completamente con la cultura europea y, a partir de mediados de siglo, con el modelo que ofrecía el éxito político-económico de Estados Unidos.

En el siglo XX, especialmente a partir de la reforma universitaria (1918) y de la Revolución Mexicana, comienza a surgir, junto a la débil filosofía académica tradicional de servil imitación europea, un nuevo discurso filosófico sistemático, de corte iberoamericanista, que diversifica el panorama académico iberoamericano. Y aunque en su inicio se encontraba todavía relegado a una posición secundaria dentro del orbe académico, en el ámbito cultural, sin embargo, parece dominar como la expresión filosófica que dialoga con la nueva realidad de los países iberoamericanos, que buscan ahora asentar su existencia como países con identidad propia. Esta filosofía iberoamericanista y el discurso literario, siguen durante estas décadas procesos paralelos sin mutua contextualización: a) la filosofía preocupada por recuperar y valuar sistemáticamente su propia tradición; b) el discurso literario interiorizándose en la realidad iberoamericana en busca de una temática propia. A partir de la década de los sesenta, ambas expresiones se encuentran de nuevo en un proceso de mutua contextualización: a) a través de la recuperación del pasado, el discurso filosófico iberoamericanista identifica una problemática también iberoamericana que articula en el discurso ya maduro de lo que hoy conocemos como filosofía de la liberación; b) del mismo modo, el discurso literario, a través de una temática iberoamericana, descubre igualmente nuevas formas de expresión, que transcienden por primera vez los límites geográficos y lingüísticos iberoamericanos, para repercutir profundamente en la literatura europea. A partir de la década de los sesenta, pues, filosofía y literatura se encuentran de nuevo. Ambas son expresiones maduras, ambas se ubican contextualizadas en Iberoamérica.

2. Filosofía como literatura

En el discurso filosófico iberoamericano de la Colonia y del siglo XIX se perfilan con nitidez las dos corrientes antes mencionadas: A) una corriente académica, continuadora de movimientos europeos y representada, entre otros, por los escolásticos Alonso de la Vera Cruz (1504-1584) y José de Acosta (1540-1600), por el escotista Alfonso Briceño (1590-1667), por el neo-platonista José Manuel Peramás (1732-1793), por el pensamiento de la Ilustración de un Eugenio de Santa Cruz y Espejo (1747-1795) o, en fin, por el positivismo de Carlos Octavio Bunge (1875-1918).[3]

B) La otra corriente, la que nos interesa aquí y que podemos denominar iberoamericanista, articula su discurso filosófico a través de la expresión literaria, preferentemente el ensayo. Se trata de una literatura reflexiva, problematizadora, donde el carácter dialógico del ensayo proporciona la pauta; y los temas y posiciones que en ellos se debaten, establecen los parámetros para la interpretación del texto literario en los demás “géneros” (especialmente en la novela). Pertenecen a este grupo de pensadores, entre otros muchos, los mexicanos José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) y Justo Sierra (1848-1912), los venezolanos Simón Bolívar (1783-1830) y Andrés Bello (1781-1865), los argentinos Juan Bautista Alberdi (1810-1884) y Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888), los chilenos José Victorino Lastarria (1817-1888) y Francisco Bilbao (1823-1865), los cubanos José de la Luz y Caballero (1800-1862) y José Martí (1853-1895), el ecuatoriano Juan Montalvo (1832-1889), el puertorriqueño Eugenio María Hostos (1839-1903). En el seno de esta segunda corriente y a través de la literatura, surgen en el siglo XIX las primeras expresiones de lo que vamos a identificar como el pensamiento iberoamericano.[4]

En 1815, todavía en plena lucha por la independencia política de España, el prócer Simón Bolívar (1783-1830) plantea en los siguientes términos la problemática iberoamericana: “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles: en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores” (“Carta de Jamaica” 157). Bolívar sólo alcanza a definirse por vía negativa, por lo que no es: “No somos indios ni europeos”; su americaneidad hace referencia únicamente de su nacimiento, pues culturalmente se siente heredero de lo europeo: “Nuestros derechos los de Europa”. Queda así planteada la problemática de la identidad como una obsesión central del iberoamericano y como el tema dominante de su ensayística. Durante el siglo XIX, dicha problemática se articula en términos de una confrontación entre lo que se denomina civilización y barbarie. En 1852, en su obra seminal Bases, Juan Bautista Alberdi afirma que “todo en la civilización de nuestro suelo es europeo” (65); para añadir luego con más precisión, que “en América todo lo que no es europeo es bárbaro: no hay más división que ésta: 1°, el indígena, es decir, el salvaje; 2°, el europeo, es decir, nosotros los que hemos nacido en América y hablamos español” (68).[5]

Esta es, precisamente, la visión que fundamenta el discurso maduro de Sarmiento y que lleva a la vez implícito un deseo de autojustificación (ante lo que se percibía como fracaso inicial de los pueblos iberoamericanos), y una proyección de futuro. En 1845, en Civilización y barbarie (ensayo clave en el desarrollo del pensamiento iberoamericano), el escenario es Argentina, aunque su repercusión sea continental; en 1888, en Conflicto y armonía de las razas en América, las reflexiones de Sarmiento se proyectan en dimensión continental. En estos dos ensayos, que establecen también el marco cronológico y de contenido de su obra, Sarmiento presenta en términos de una dicotomía irreductible las fuerzas que pugnaban, según él, en el contexto iberoamericano: “Había antes de 1810 en la república Argentina dos sociedades distintas, rivales e incompatibles; dos civilizaciones diversas; la una española, europea, civilizada; y la otra bárbara, americana, casi indígena; y la revolución de las ciudades (es decir, de la minoría ilustrada que dirigió la lucha por la independencia) sólo iba a servir de causa, de móvil, para que estas dos maneras distintas de ser de un pueblo, se pusiesen en presencia una de otra, se acometiesen, y después de largos años de lucha, la una absorbiese la otra” (VII, 55-56). La barbarie, según Sarmiento, triunfaba sobre la civilización, ya que, nos dice, “no hay amalgama posible entre un pueblo salvaje y uno civilizado”(II, 221). El pensamiento iberoamericano del siglo XIX se articula, pues, a través del ensayo y queda definido en las anteriores premisas. Pero su contextualización más persistente va a ser en la novela indigenista, de fuerte carácter ensayístico, y donde se llega a resumir con cruda precisión un programa de acción basado en la integración de la población mayoritaria de ascendencia precolombina en las estructuras occidentales de una minoría que se autoconsideraba “española”.

El mismo tema del americano de ascendencia precolombina en la literatura, y su transformación hasta nuestros días, muestra nítidamente las tres etapas que caracterizan la relación entre la filosofía y la literatura en Iberoamérica. En un comienzo, el habitante precolombino es la sorpresa ante” el otro”, a quien hay que civilizar y proteger (Las Casas); a finales del siglo XVI se le intenta dar una faz humana (El Inca Garcilaso y Huamán Poma de Ayala), pero se convierte pronto, en la práctica, en el morador “al otro lado de la frontera”, a quien se mantiene oprimido y marginado. Con la independencia política el distanciamiento entre la teoría (derechos constitucionales) y la práctica se hace más pronunciado: el indio mítico se convierte en héroe, en la literatura se enaltece la “inocencia y nobleza natural del salvaje”, mientras encrudece en la realidad práctica cotidiana la opresión del habitante de ascendencia precolombina. La pregunta por la identidad de Bolívar, desde la perspectiva de una lucha entre la civilización y la barbarie, según ejemplificamos con la obra de Sarmiento y Alberdi, da lugar a una política indigenista. Es decir, se ve la solución en términos de una integración del llamado “indígena” a la cultura occidental, bien a través de un “blanqueo” de la raza mediante énfasis en la inmigración europea,[6] bien mediante una educación imitadora de lo europeo y estadounidense. La filosofía académica, como señalamos ya, se mantiene hasta finales del siglo XIX al margen de la pregunta por la identidad. El discurso filosófico iberoamericanista se expresa primordialmente, como ya indicamos, a través del ensayo, que a su vez influye en las otras formas literarias. Cumandá (1879), de Juan León Mera, representa un modelo destacado de este proceso de contextualización, con el que podemos ejemplificar esta primera etapa que hemos denominado “filosofía como literatura”.

Consideremos brevemente una lectura ensayística (problematizadora) de esta novela como ejemplo del diálogo entre los géneros literarios, a que venimos haciendo referencia. El ecuatoriano Juan León Mera contextualiza en Cumandá o un drama entre salvajes el pensamiento de Alberdi y de Sarmiento. El escenario de la novela es Ecuador; los personajes son individuos que nacen y viven igualmente en Ecuador. Pero en esta obra de Mera, Ecuador no existe como entidad social; su realidad sigue siendo fronteriza y el conflicto se define, en términos de Sarmiento, como una lucha entre la civilización (lo europeo) y la barbarie (lo autóctono). De esta forma, los personajes de la obra se separan en dos grandes grupos: los “extranjeros” y los “salvajes”; los primeros son los “blancos” (de ascendencia europea e identificados como cristianos); los otros son los “indios”. Los primeros son portadores de humanidad, los segundos sólo la adquieren según adoptan las tradiciones occidentales, pues sólo mediante ellas se integran a la “familia humana”: “Cada cruz plantada por el sacerdote católico en aquellas soledades era un centro donde obraba un misterioso poder que atraía las tribus errantes para fijarlas en torno, agregarlas a la familia humana” (49). En esta novela, la Iglesia católica es símbolo de Europa, de la civilización, de aquéllos capaces de dar o negar “humanidad” (49). Mera interpreta por ello la expulsión de los jesuitas como una interrupción en el proceso de humanizar: “La política de la Corte española eliminó de una plumada medio millón de almas” (49); con lo que, nos dice Mera, “se ha degollado a la población” (50). Es decir, desde un centro europeo, desde la dicotomía civilización-barbarie del contexto iberoamericano, el “salvaje” se colocaba al otro lado de la frontera (la línea imaginaria que separaba lo europeo de lo autóctono), y con ello dejaba de existir como ser humano. Aunque Mera acepta la posibilidad de “humanizar” al habitante de ascendencia precolombina, de acuerdo con Sarmiento, su “salvaje” es siempre un ser inferior necesitado de continua protección (ésta es una de las notas más persistentes en la novela): “Vuestra alma [la de los indios] tiene mucho de la naturaleza de vuestros bosques: se la limpia de las malezas que la cubren y la simiente del bien germina y crece en ellas con rapidez; pero fáltale la afanosa mano del cultivador [el europeo] y al punto volverá a su primitivo estado de barbarie” (70).

Según avanza el siglo, surgen voces que comienzan a problematizar la visión negativa que articula el discurso de Sarmiento; se formulan primero de nuevo en el ensayo, para luego contextualizarse en los demás géneros literarios. Para finales del siglo XIX, el optimismo inicial que animaba a los intelectuales de la independencia había dado lugar a una visión pesimista. Tanto el liberalismo ilustrado como las posiciones conservadoras bajo el lema positivista de orden y progreso, habían fracasado tanto en el nivel político como en el social y en el económico. Pero entre las voces pesimistas, como la del Boliviano Alcides Arguedas (1879-1946) en Pueblo enfermo (1909), empiezan también a surgir ensayistas que asumen el pasado y proponen un nuevo replanteo del concepto de la identidad. Es cierto que el discurso de Sarmiento sigue marcando la perspectiva de una solución indigenista, pero ahora se exige una interiorización y comprensión de la realidad iberoamericana. El peruano Manuel González Prada (1848-1918), el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917), El mexicano Justo Sierra (1848-1912), el cubano José Martí (1853-1895) y el puertorriqueño Eugenio María Hostos (1839-1903), son figuras destacadas de este nuevo pensar. Se reconoce ahora que grandes porciones de la población habían sido sistemáticamente marginadas y que si Iberoamérica se ha de salvar, lo hará con sus indios. “Conocer es resolver. Conocer el país, y gobernarlo conforme al conocimiento, es el único modo de liberarlo” (40) nos dice Martí en su ensayo seminal “Nuestra América” (1893). Se inicia también la superación de los prejuicios racistas que habían difundido ciertas secuelas positivistas, y en la literatura se empieza a contextualizar, como señala Gabriela Mistral, “que mezclarse no es perderse, que es sólo transformarse” (215).

3. Filosofía en la literatura

La independencia en 1898 de las últimas colonias españolas en América (Cuba, Puerto Rico), la construcción del canal de Panamá, la intervención de Estados Unidos en los asuntos de algunos países iberoamericanos, el conflicto de la Primera Guerra Mundial, motivaron a los pensadores iberoamericanos a proyectar sus preocupaciones nacionales en dimensión continental. Surge así junto a la filosofía académica tradicional, dominada todavía por la imitación, una filosofía también académica, pero que ahora puede ser denominada con propiedad iberoamericanista, tanto por plantearse el problema de la identidad, como por hacerlo en dimensión continental. Durante la primera mitad del siglo XX, este discurso filosófico y el literario siguen procesos paralelos y tratan temas afines, pero con poca influencia mutua. Son años de formación. El discurso filosófico lo formulan, entre otros, el colombiano Baldomero Sanín Cano (1861-1957), los argentinos Alejandro Korn (1860-1936) y Francisco Romero (1891-1962), el uruguayo Carlos Vaz Ferreira (1873-1958), el cubano Enrique José Varona (1849-1933), los mexicanos Antonio Caso (1883-1946) y Samuel Ramos (1897-1959), el boliviano Guillermo Francovich (1901-1987), el peruano Alejandro Octavio Deustua (1849-1945). La Revolución Mexicana y la reforma universitaria, que se inicia en Argentina en 1918 y que se extiende rápidamente por todos los países iberoamericanos, propician, incluso dentro de la filosofía académica, el desarrollo de un nuevo modo de pensar de América y desde América. Especialmente a partir de la década de los años cuarenta, estos filósofos se autoimponen la necesidad de una recuperación sistemática del pasado cultural iberoamericano como paso previo para la formulación de una filosofía original.[7]

En el campo literario la preocupación es más personal e inmediata. Se confronta la propia problemática y en la poesía, en el teatro, en la novela, y sobre todo en el ensayo, se problematiza la realidad iberoamericana y se proponen soluciones. Se trata, en fin, de un pensamiento expresado artísticamente, de un discurso filosófico en la literatura, que surge paralelo al del filósofo académico, que coincide a veces en los temas y que incluso en ocasiones dialoga con él, pero que no se ocupa en contextualizar. Así las visiones de un posible desarrollo utópico iberoamericano que expresan el uruguayo José Enrique Rodó (1871-1917) en Ariel (1900) o el mexicano José Vasconcelos (1881-1959) en La raza cósmica (1925) y en Indología (1926). Rodó hace en su obra una defensa de la personalidad íntegra del hombre a la vez que defiende el concepto de las minorías selectas y critica lo que él considera la propensión niveladora de las democracias y la preocupación excesiva por el materialismo y mercantilismo en los Estados Unidos; propone en Ariel la prioridad del “espíritu” como meta para los pueblos iberoamericanos. Vasconcelos, por su parte, contra la degradación que las secuelas positivistas hacen de los pueblos mestizos, reconoce la esencialidad mestiza de los pueblos iberoamericanos y ve precisamente en ello el futuro de la humanidad. En Iberoamérica, según Vasconcelos, va a surgir la quinta raza (una raza mestiza que recoge el poder creador de las demás razas), la raza cósmica, llamada a dirigir los destinos de la humanidad, pues, concluye Vasconcelos, será “la raza definitiva, la raza síntesis o raza integral, hecha con el genio y con la sangre de todos los pueblos y, por lo mismo, más capaz de verdadera fraternidad y de visión realmente universal” (36).

En la novela de la primera mitad del siglo XX se asume y se supera el debate filosófico en torno a los conceptos de “civilización” y “barbarie” que dominó durante el siglo XIX. Los de abajo (1916) del mexicano Mariano Azuela (1873-1952), Don Segundo Sombra (1926) del argentino Ricardo Güiraldes (1886-1927) y Doña Bárbara (1929), del venezolano Rómulo Gallegos (1884-1969), son poderosas creaciones artísticas que requieren una lectura ensayística, ya que aportan también una profunda reflexión filosófica, donde se asume y deconstruye a la vez el pasado cultural y el problema de la identidad iberoamericana. Gallegos profundiza y proyecta en Doña Bárbara las intuiciones de José Martí y la visión de Vasconcelos. En esta novela la problemática iberoamericana se sigue definiendo como una confrontación entre la civilización y la barbarie; pero ahora se considera también barbarie a la imitación, a la imposición de leyes ajenas a la propia realidad, al egoísmo personal que busca el rápido enriquecimiento. En Gallegos, la fuerza civilizadora es aquélla que confía en el potencial de las energías nacionales, que reconoce en el mestizaje (racial y cultural) el fundamento de la identidad nacional. Las metas, y en esto se sigue todavía a Sarmiento, continúan siendo las estructuras fundamentales de la cultura occidental, pero se da ahora un paso hacia lo propio, lo autóctono se convierte en potencia; es, según Gallegos, “la fuerza, el instinto cerril, impetuoso y dominador, la energía acostumbrada a imponerse, la única energía de la raza blindada de barbarie, pero íntegra, pura como un metal nativo” (La rebelión, 64). Por ello, aun cuando Gallegos afirma categóricamente: “Yo soy de los que creen que gobernar es educar” (Una posición, 172), sólo las palabras aluden a Sarmiento, el contenido, como desarrolla en Doña Bárbara, se inspira en la máxima de José Martí: “Conocer es resolver”. Y este es el tema fundamental de sus ensayos y la idea que domina en su contextualización novelística.

De las múltiples expresiones de la ensayística iberoamericana durante la primera mitad del siglo XX, hay tres direcciones fundamentales que caracterizan las preocupaciones filosóficas en el discurso literario. Todas ellas parecen arrancar de ese principio clave de Martí, “conocer es resolver”, aun cuando las tres se expresen luego desde perspectivas complementarias y contextualizadas en una problemática regional, pero que transcienden pronto al resto de los países iberoamericanos:

A) Una primera dirección es la del nacionalismo cultural que difunde la Revolución Mexicana y que podemos muy bien caracterizar a través de la pintura muralista de Rivera; su obra, fuertemente enraizada en México, repercute, quizás por ello mismo, también fuera del ámbito iberoamericano. En el ensayo, además de las obras ya mencionadas de Vasconcelos y del también mexicano Martín Luis Guzmán (La querella de México, 1915), podemos citar, entre otros muchos, al boliviano Franz Tamayo (1879-1956) en La creación de la pedagogía nacional (1910); y a los argentinos Manuel Ugarte (1878-1951) en El porvenir de la América española (1920) o El destino de un continente (1923), y Ricardo Rojas (1882-1952) en La argentinidad (1916) o Eurindia (1924).

B) Una segunda dirección es aquélla que contextualiza el problema social iberoamericano, y cuyo discurso teórico se articula en ensayos como los del peruano José Carlos Mariátegui en Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (1928); o los del boliviano Gustavo A. Navarro (1898-1979) en La tragedia del altiplano (1935). En diálogo con estos ensayos y contextualizando y problematizando el socialismo aplicado a la problemática del altiplano, surge un nuevo estilo de novela indigenista que denuncia la situación de la población de ascendencia precolombina. Se asume primero su existencia para poco a poco reconocer en su marginación una de las causas fundamentales de la postergación económica, social y política en que se encontraban algunos de los países iberoamericanos. En Tungsteno (1931), del peruano César Vallejo (1892-1938), o en Huasipungo (1934), del ecuatoriano Jorge Icaza (1906-1978), se desarrolla con crudeza la cultura de opresión que paraliza a los países en su desarrollo interno y que acentúa la debilidad de su oligarquía, que acepta como algo natural imposiciones imperialistas externas. De la denuncia se pasa poco a poco a la recuperación de este segmento de la población marginada en obras como El mundo es ancho y ajeno (1941), del peruano Ciro Alegría (1909-1967), en Los ríos profundos (1958) o en Todas las sangres (1964), del también peruano José María Arguedas (1911-1969).

C) La tercera dirección que queremos destacar aquí es aquélla que sigue formulando, desde nuevas perspectivas, la pregunta por la propia identidad. En algunas situaciones se trata de encontrar qué es lo que da cohesión a la masa mayoritaria de inmigrantes que estadísticamente constituye la población de un país; la obra literaria de los argentinos Eduardo Mallea (1903-1982) y Ezequiel Martínez Estrada (1895-1964), ejemplifica bien el contenido de estas reflexiones, sobre todo a través de los ensayos seminales de Historia de una pasión argentina (1937) de Mallea, o de Radiografía de la Pampa (1933) de Martínez Estrada. Así también Antonio S. Pedreira (1899-1939), dentro del contexto puertorriqueño, en Insularismo (1934). En otros países, donde la crisis de identidad había sido precipitada por circunstancias internas, filosofía y literatura coinciden en una misma preocupación. Esta es la situación de México. Paralelamente al discurso filosófico que desarrolla Samuel Ramos (1897-1959) en El perfil del hombre y la cultura en México (1934), surge también el discurso literario de Rodolfo Usigli (1905-1979) en su obra de teatro El Gesticulador (1937); y después, en diálogo con ambos, escribirá Octavio Paz (1914) su ensayo clásico El laberinto de la soledad (1950), y Carlos Fuentes (1929) su novela La muerte de Artemio Cruz (1962). Surgen, además, voces hasta entonces marginadas que van a recuperar el incipiente discurso feminista que articulaban ensayos como “Respuesta a Sor Filotea de la Cruz,” de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), y que ahora reanudan, entre otras muchas escritoras, la chilena Gabriela Mistral (1889-1957) o la mexicana Rosario Castallanos (1925-1974).

4. la lectura ensayística: contextualización de la filosofía en la literatura

A partir de la década de 1950, los filósofos iberoamericanos comienzan a formular un pensamiento original. América como conciencia (1953), del mexicano Leopoldo Zea (1912), ejemplifica bien esta etapa inicial, que adquiere su madurez en la década de los años sesenta. Por primera vez el pensamiento iberoamericano transciende sus fronteras a través de lo que hoy conocemos como “El Pensamiento de la Liberación”. En la década de los sesenta este pensamiento iberoamericanista destaca en tres campos que se complementan mutuamente: a) en el pedagógico con el brasileño Paulo Freire (1921) en Conciencia crítica y liberación. Pedagogía del oprimido (1971); b) en el teológico con el peruano Gustavo Gutiérrez (1928) en Teología de la liberación (1971); c) en el filosófico con el mexicano Leopoldo Zea (1912) en La filosofía americana como filosofía sin más (1969). Se trata de un pensamiento que problematiza y deconstruye el pensamiento de la modernidad occidental; surge paralelo al discurso posmoderno centroeuropeo, pero se formula, en oposición a éste, en un intento constructivo a través de una nueva visión utópica de la humanidad que se proyecta ahora en dimensión global.

La repercusión del pensamiento de la liberación en la literatura fue inmediata. La originalidad y el rigor con que se formulaba al nivel teórico estimuló a los escritores a contextualizar y deconstruir el discurso filosófico, el teológico, el pedagógico y sus consecuencias socioeconómicas. En la expresión artística, los escritores iberoamericanos, al igual que los teóricos posmodernos centroeuropeos, encuentran inspiración y motivación en la deconstrucción de la modernidad de Jorge Luis Borges (1899-1986), aun cuando en el contenido se sientan atraídos por la originalidad y sentido iberoamericanista del pensamiento de la liberación. Tal es la problematización del concepto del “hombre nuevo” que se contextualiza en Matías, el apóstol suplente (1969), del boliviano Julio de la Vega (1924), o en Los fundadores del alba (1969) del también boliviano Renato Prada Oropeza (1937). Así la problematización del pensamiento de la modernidad en Cien años de soledad (1967) del colombiano Gabriel García Márquez (1928); o del concepto mismo de “liberación” en obras como la del salvadoreño Manlio Argueta (1936) en Un día en la vida (1980), o de la nicaragüense Claribel Alegría (1924) en No me agarran viva: la mujer salvadoreña en lucha (1983). Así también la contextualización del pensamiento económico que los brasileños Fernando Henrique Cardoso y Enzo Faletto formularon en Chile en Dependencia y desarrollo en América Latina (1967), y que problematiza el colombiano Manuel Mejía Vallejo (1923) en Al pie de la ciudad (1972). Así, en fin, la contextualización de la teología de la liberación en obras como la del boliviano Oscar Uzín Fernández en El ocaso de Orión (1972), o del argentino Marcos Aguinis (1935) en La cruz invertida (1970). Esta novela de Aguinis (Premio Planeta 1970), escrita al mismo tiempo que la obra seminal de Gustavo Gutiérrez sobre la teología de la liberación, contextualiza no sólo las implicaciones teológicas del concepto del “hombre nuevo”, de la opción por los pobres y del celibato, entre otros muchos aspectos, sino que problematiza igualmente el discurso eurocentrista de la iglesia católica y su tradicional asociación con las estructuras de poder. Su contenido resulta, por ello, profético de la posterior confrontación del Vaticano con los teólogos de la liberación.[8]

Aun cuando los teóricos del pensamiento de la liberación no se ocuparon directamente de la situación de la mujer en los países iberoamericanos, la deconstrucción de los esquemas de opresión y el proyecto de liberación implícito en el concepto del “hombre nuevo”, propició la creación de poderosos movimientos feministas, que perciben la lucha por la liberación de la mujer íntimamente ligada a la lucha por la liberación del ser humano. Una de las manifestaciones más vigorosas fue el auge de un nuevo modelo literario: la narrativa testimonial. Se trata de obras como la de la mexicana Elena Poniatowska (1933) en Hasta no verte, Jesús mío (1969), o los testimonios de la boliviana Domitila Barrios en la obra de Moema Viezzer, “Si me permiten hablar...” Testimonio de Domitila, una mujer de las minas de Bolivia (1977), o el de Rigoberta Menchú en la obra de Elizabeth Burgos, Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia (1985).

Podemos ejemplificar la riqueza de este proceso de contextualización del pensamiento de la liberación en la literatura a través de la novela Porqué se fueron las garzas (1980) del ecuatoriano Gustavo Alfredo Jácome (1912). En esta novela confluyen muchos de los temas tratados tradicionalmente por la novela iberoamericana, al mismo tiempo que se asume el pensamiento de la liberación y se problematiza el actual intento de suponer que se pueden establecer relaciones interculturales, reconociendo los actuales espacios de contacto como posibles puntos de partida para un diálogo entre iguales. Jácome supera la tradicional novela indigenista presentando a un indio con estudios de doctorado y que es rector de un colegio; supera la preocupación sobre la búsqueda de la propia identidad mostrando que en el fondo la motivación proviene de un deseo de no confrontar la realidad de un estado de discriminación racial y cultural; supera la opresión que supone tener que expresarse en un idioma europeo (el español), desbordando su léxico en una orgía creadora; desenmascara, en fin, el ocultamiento de la opresión que conlleva la pretensión en los 1990s de establecer un diálogo intercultural; En efecto, Porqué se fueron las garzas demuestra que en el estado de globalización actual, el diálogo intercultural está ya establecido a base de un esquema jerarquizado, cuya aceptación significa igualmente aceptar un tácito esquema de opresión. Jácome, en fin, problematiza en su novela la visión que la sociedad tiene de la mujer y de su posición con relación al hombre, a la familia y a las tradiciones que se perpetúan en la sociedad.

Estas dos novelas, La cruz invertida (1970) y Porqué se fueron las garzas (1980), sirven igualmente de ejemplo de lo que supone la lectura ensayística que requiere ahora el texto literario.[9] En la dimensión formal las dos novelas intercalan ensayos como parte integral de su texto (a veces siguiendo recursos tradicionales como las numerosas cartas de La cruz invertida); pero en ambos casos su carácter ensayístico va más allá de lo puramente formal. Se trata ahora del contenido explícitamente reflexivo que impregna el texto. No es aquí lugar para desarrollar las anteriores afirmaciones, pero sí parece apropiado terminar con dos citas que ejemplifican el carácter reflexivo/dialógico que adquiere en nuestros días la expresión literaria iberoamericana: a) Dentro del contexto de la teología de la liberación, y ante una manifestación que termina en violencia y en la que se ve involucrado el sacerdote de La cruz invertida en el desempeño de su acción pastoral, la reflexión que sigue contextualiza treinta años de la historia de la Iglesia iberoamericana: “Esto es la teología de la violencia. Estoy equivocado. Mi desesperación me lleva hacia allí. Pero ¿dice otra cosa la Biblia?” (199). b) Así también la problematización de las estructuras sociales iberoamericanas en el proceso de globalización actual, que explícitamente deconstruye el texto de Porqué se fueron las garzas a través de las reflexiones del “doctor Andrés Tupatauchi”; es decir, de un blanco, “doctor”, en cuerpo de indio, “Tupatauchi”: “Que jodida esta mezcla, indio por fuera, blanco por dentro. Blanco con todos sus saberes, indio con título de blanco, indio con mando de blanco” (43); o la crítica a las estructuras racistas que le permiten al protagonista decir con orgullo: “Les iba a gustar que yo haya logrado casarme con gringa” (68).

 

Obras citadas

  • Aguinis, Marcos. La cruz invertida. Barcelona: Planeta, 1983.

  • Alberdi, Juan Bautista. Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina. Buenos Aires: Ediciones Estrada, 1943.

  • Bolívar, Simón. Discursos, proclamas y epistolario político. Madrid: Editora Nacional, 1981.

  • Gallegos, Rómulo. Doña Bárbara. México: Fondo de Cultura Económica, 1973.

  • ----. La rebelión y otros cuentos. Caracas: Editorial del Maestro, 1946.

  • ----. Una posición en la vida. México: Ediciones Humanismo, 1954.

  • Guzmán, Felipe S. El problema pedagógico en Bolivia. La Paz: Imprenta Velarde, 1910.

  • Jácome, Gustavo Alfredo. Porqué se fueron las garzas. Barcelona: Seix Barral, 1980.

  • Martí, José. Política de Nuestra América. México: Siglo Veintiuno, 1982.

  • Marqués, René. El puertorriqueño dócil y otros ensayos. San Juan: Editorial antillana, 1977.

  • Mera, Juan León. Cumandá o un drama entre salvajes. Madrid: Espasa-Calpe, 1967.

  • Mistral, Gabriela. “El patriotismo de nuestra hora”. Cathy Maree, ed. 500 años del ensayo en Hispanoamérica. Pretoria: University of South Africa, 1993.

  • Sarmiento, Domingo Faustino. Obras completas. Buenos Aires/Santiago de Chile, 1885-1903.

  • Vasconcelos, José. La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana. Madrid: Aguilar, 1966.

 

 NOTAS

[1] Me refiero aquí, entre otros, a los libros de David William Foster, Para una lectura semiótica del ensayo latinoamericano (Madrid: José Porrúa Turanzas, 1983); Isaac J. Lévy y Juan Loveluck, eds. El ensayo hispánico (Columbia: University of South Carolina, 1984); Clara Rey de Guido, Contribución al estudio del ensayo en Hispanoamérica (Caracas: Academia Nacional de la Historia, 1985); José Miguel Oviedo, Breve historia del ensayo hispanoamericano (Madrid: Alianza Editorial, 1991); José Luis Gómez-Martínez, Teoría del ensayo (2da. ed. México: UNAM, 1992); Cathy M. Maree, 500 años del ensayo en Hispanoamérica. Antología anotada (Pretoria: University of South Africa, 1993); John Skirius, compilador, El ensayo hispanoamericano del siglo XX (3ra. ed. México: Fondo de Cultura Económica, 1994); Horacio Cerutti Guldberg et al, El ensayo en nuestra América: para una reconceptualización (2 vls. México: UNAM, 1993-1995).

[2] Para un desarrollo teórico de este concepto véase José Luis Gómez-Martínez, “El discurso antrópico: Hacia una hermenéutica del texto literario,” Cuadernos Salmantinos de Filosofía 22 (1995): 283-313.

[3] Me refiero entre otras, a obras como Recognitio Summularum (1554), de Alonso de la Vera Cruz; Commentarii in logicam magnam Aristotelis (1571), de Tomás Mercado; De natura novi orbis (1588), Historia natural y moral de Indias (1590), de José de Acosta; Disputationes metafisicas (1638), de Alfonso Briceño; De vitas et moribus tredecim virorum paraguayorum (1793), de José Manuel Peramás; El nuevo Luciano de Quito (1779), de Espejo; Principios de psicología individual y social (1903), de Bunge.

[4] Como obra inicial de consulta, véase mi estudio “Pensamiento hispanoamericano: una aproximación bibliográfica,” Cuadernos Salmantinos de Filosofía 8 (1981): 287-400.

[5] Alberdi contextualiza y problematiza aquí la tesis que Sarmiento había expuesto unos años antes en Civilización y barbarie (1845). El pensamiento de ambos ensayistas, como desarrollamos en el texto, coincide en lo esencial; es decir, en cuanto a su desprecio por la población mayoritaria de ascendencia precolombina. Las diferencias tienen más que ver con la situación concreta argentina: Sarmiento confronta la ciudad y el campo como polos que caracterizan la dicotomía civilización-barbarie; Alberdi reconoce que los recursos económicos están en el campo y lo interpreta como potencial motor civilizador.

[6] Este es el talante que expresa con leguaje directo el ensayista boliviano Felipe Guzmán, al afirmar que “las razas inferiores que se mantienen puras, no alcanzarán jamás el nivel de las que se cruzan para fundirse en las razas superiores” (El problema pedagógico en Bolivia, La paz: Imprenta Velarde, 1910).

[7] Me refiero aquí, entre otros muchos, a Leopoldo Zea (El positivismo en México, 1943), a Guillermo Francovich (Filósofos brasileños, 1943, y La filosofía en Bolivia, 1945), a Samuel Ramos (Historia de la filosofía en México, 1943), a José Luis Romero (Las ideas políticas en Argentina, 1946), a Ricardo Donoso (Las ideas políticas en Chile, 1946), a Medardo Vitier (La filosofía en Cuba, 1949).

[8] Véase a este propósito Teología y pensamiento de la liberación en la literatura iberoamericana, edición de José Luis Gómez-Martínez (Madrid: Milenio Editores, 1996).

[9] Sobre La cruz invertida véase mi estudio “Discurso narrativo y pensamiento de la liberación: La cruz invertida en la contextualización de una época.” El ensayo en nuestra América. Para una reconceptualización (México: UNAM, 1993), pp. 115-174.

 

[Fuente: “Literatura y filosofía en Iberoamérica: lo ensayístico en la literatura.” Estudios Interdisciplinarios de América Latina y el Caribe 8.2 (1997): 89-104]

 

© José Luis Gómez-Martínez
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